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23.11.12

El misterio de la vida no es un problema a resolver, sino una realidad a experimentar


Imagen: Jerico Santander

LA SABIDURÍA DE LA INSEGURIDAD

Alan Watts
Cuando intentas permanecer en la superficie del agua, te hundes;
pero cuando tratas de sumergirte, flotas.

Todo existe para este momento.
Es una danza y cuando bailas no intentas llegar a alguna parte.

La mente no debe dividirse entre "Yo" y "mi experiencia".
El momento debe ser lo que es, todo lo que uno es y lo que uno sabe


El hombre parece incapaz de vivir sin el mito, sin la creencia de que la rutina y el trabajo fatigoso, el dolor y el temor de esta vida tienen algún significado y un objetivo en el futuro. En seguida nacen nuevos mitos… , mitos políticos y económicos con promesas extravagantes de los mejores futuros en el mundo presente. Esos mitos proporcionan al individuo una cierta sensación de que existe un significado, al hacerle formar parte de un vasto esfuerzo social, en el que pierde parte de su propio vacío y soledad. Sin embargo, la misma violencia de estas religiones políticas revelan la ansiedad que ocultan, pues no son más que el acurrucamiento de los hombres para gritar y darse ánimos en la oscuridad.
[...]
Cuando hay que emprender una acción creativa, es totalmente inútil discutir lo que deberíamos o no deberíamos hacer a fin de actuar correctamente. Una mente íntegra y sincera no se interesa por ser buena, por dirigir las relaciones con el prójimo a fin de vivir de acuerdo con unas reglas, ni por otro lado, está interesada en ser libre, en actuar perversamente sólo para demostrar su independencia. No se interesa por sí misma, sino por la gente y los problemas de los que es consciente y que son “ella misma”. No actúa de acuerdo con las reglas, sino con las circunstancias del momento, y el “bien” que desea a los demás no es seguridad sino libertad.

Nada es realmente más inhumano que las relaciones humanas basadas en la moral. Cuando un hombre da pan a otro para ser caritativo, vive con una mujer para ser fiel, come con un negro para no tener prejuicios y se niega a matar para ser pacífico, es frío como una almeja. No ve realmente a la otra persona. Sólo un poco menos fría es la benevolencia que surge de la lástima, que actúa para eliminar el sufrimiento porque su visión le parece repugnante.

Pero no hay ninguna fórmula para generar el auténtico calor del amor: no puede copiarse, uno no puede convencerse a sí mismo para sentirlo, generarlo resistiéndose a las emociones o dedicándose solemnemente al servicio de la humanidad. Todo el mundo puede amar, pero el amor sólo puede salir al exterior cuando uno se convence de la imposibilidad y la frustración de intentar amarse a sí mismo. Esta convicción no se adquiere por medio de condenas, a través del odio a uno mismo y de insultar al amor propio; sólo se adquiere con la conciencia de que uno carece de un yo al que amar.
[...]
Los seres humanos parecen ser felices sólo mientras tengan un futuro a la vista, ya sea el bienestar de mañana mismo o una vida eterna más allá de la tumba. Por diversas razones, cada vez son más las personas a las que les resulta difícil creer en esto último. Por otro lado, el futuro de bienestar inmediato tiene la desventaja de que cuando llegue ese mañana, es difícil disfrutarlo plenamente sin alguna promesa de que habrá más. Si la felicidad siempre depende de algo que esperamos en el futuro, estamos persiguiendo una quimera que siempre nos esquiva, hasta que el futuro, y nosotros mismos, se desvanece en el abismo de la muerte.

En realidad, nuestra época no es más insegura que cualquier otra. La pobreza, la enfermedad, la guerra, el cambio y la muerte no son nada nuevo. En los mejores tiempos, la «seguridad» nunca ha sido más que temporal y aparente, pero fue posible hacer que la inseguridad de la vida humana resultara soportable por la creencia en las cosas inmutables más allá del alcance de la calamidad… en Dios, en el alma inmortal y en el gobierno del universo por unas leyes justas y eternas.[…]

Cuando creer en lo eterno resulta imposible, y sólo queda el pobre sustituto de creer en la creencia, los hombres buscan su felicidad en las alegrías temporales. Por mucho que traten de ocultarlo en las profundidades de sus mentes, son bien conscientes de que tales alegrías son inciertas y breves, y esto tiene dos resultados. Por un lado, existe la ansiedad de que uno pueda perderse algo, de modo que la mente se agita nerviosa y codiciosamente, revolotea de un placer a otro, sin encontrar reposo y satisfacción en ninguno. Por otro lado, la frustración de tener siempre que perseguir un bien futuro en un mañana que nunca llega, y en un mundo en el que todo debe desintegrarse, hace que los hombres adopten la actitud de «al fin y al cabo, ¿para qué sirve?» En consecuencia, nuestro tiempo es una era de frustración, ansiedad, agitación y adicción a los narcóticos.

De alguna manera hemos de aferramos a lo que podamos mientras podamos, e ignorar el hecho de que todo es fútil y carente de sentido. A esta manera de narcotizarse la llamamos nuestro alto nivel de vida, una estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, necesitados de una estimulación aún más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible. Para mantener este «nivel», la mayoría de nosotros estamos dispuestos a soportar maneras de vivir que consisten principalmente en el desempeño de trabajos aburridos, pero que nos procuran los medios para buscar alivio del tedio en intervalos de placer frenético y caro. Se supone que esos intervalos son la vida real, el verdadero objetivo que tiene el mal necesario del trabajo. O imaginamos que la justificación de ese trabajo es formar una familia para que siga haciendo lo mismo, a fin de poder crear otra familia … y así ad infinitum. Esto no es ninguna caricatura, sino la realidad pura y simple de millones de seres humanos, tan corriente que apenas merece la pena que nos detengamos en los detalles, salvo para indicar la inquietud y la frustración de quienes lo soportan, sin saber qué otra cosa podrían hacer.
[…]
El error habitual de la práctica religiosa es confundir el símbolo con la realidad, mirar el dedo que señala el camino y luego consolarse chupándolo en vez de seguir la dirección. Las ideas religiosas son como palabras, poco útiles y con frecuencia engañosas, a menos que uno conozca las realidades concretas a que se refieren. La palabra «agua» es un medio útil de comunicación entre las personas que saben lo que es el agua. Lo mismo es cierto con respecto a la palabra y la idea llamada «Dios».
[…]
La creencia obstaculiza, en vez de ayudar, el descubrimiento de esta realidad, tanto si uno cree en Dios como si cree en el ateísmo. Hemos de hacer una distinción clara entre creencia y fe, porque, en la práctica general, la creencia ha llegado a significar un estado mental que es casi opuesto a la fe. La creencia, tal como uso la palabra en este contexto, es la insistencia en que la verdad es lo que uno querría o desearía que fuera. El creyente abrirá su mente a la verdad a condición de que ésta encaje con sus ideas y deseos preconcebidos. La fe, por otro lado, es una apertura sin reservas de la mente a la verdad, sea ésta lo que fuere. La fe carece de concepciones previas; es una zambullida en lo desconocido. La creencia se aferra, pero la fe es un dejarse ir. En este sentido de la palabra, la fe es la virtud esencial de la ciencia y, del mismo modo, de cualquier religión que no se engañe a sí misma.
[…]
Nuestra vida se caracteriza por la contradicción y el conflicto, porque la conciencia debe abarcar tanto el placer como el dolor, y esforzarse por conseguir el placer excluyendo el dolor es, en efecto, esforzarse por la pérdida de conciencia. Dado que esta pérdida es, en principio, equivalente a la muerte, esto significa que cuanto más luchamos por la vida (como placer), tanto más matamos realmente aquello que amamos. De hecho, ésta es la actitud común del hombre hacia muchas de las cosas que ama, pues la mayor parte de la actividad humana tiene el propósito de hacer permanentes esas experiencias y alegrías que inspiran afecto porque son cambiantes. La música es una delicia debido a su ritmo y su flujo, pero en cuanto detenemos el flujo y prolongamos una nota o acorde más allá de su tiempo, el ritmo se destruye. 
Dado que la vida, de modo similar, es un proceso que fluye, el cambio y la muerte son sus partes necesarias. Esforzarse por su exclusión es esforzarse contra la vida. No obstante, la simple experiencia del dolor y el placer alternos no es, en modo alguno, el núcleo del problema humano. La razón por la que queremos que la vida signifique algo, que busquemos a Dios o la vida eterna, no es simplemente que tratemos de alejarnos de una experiencia inmediata del dolor, como tampoco por esa razón adoptamos actitudes y papeles como hábitos de autodefensa perpetua. El verdadero problema no procede de ninguna sensibilidad momentánea al dolor, sino de nuestros maravillosos poderes de memoria y previsión, en una palabra, de nuestra conciencia del tiempo.
Para que el animal sea feliz le basta que pueda disfrutar del momento presente, pero el hombre difícilmente se siente satisfecho con eso. Le interesa mucho más tener recuerdos y expectativas placenteros, sobre todo las últimas. Cuando los tiene asegurados, es capaz de soportar un presente en extremo desgraciado. Sin esta seguridad, puede ser extremadamente desgraciado en medio de un placer físico inmediato.
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No puede haber duda de que el poder de recordar y predecir, de realizar una secuencia ordenada a partir de un caótico revoltijo de momentos desconectados, es un maravilloso desarrollo de la sensibilidad. En cierto sentido, es el logro del cerebro humano, que proporciona al hombre los poderes más extraordinarios de supervivencia y adaptación a la vida. Pero la manera en que utilizamos generalmente este poder tiende a destruir todas sus ventajas, pues sirve de muy poco ser capaz de recordar y predecir si eso nos incapacita para vivir plenamente en el presente.
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Lo que hemos olvidado es que los pensamientos y las palabras son convenciones, y que es fatal tomar las convenciones con una seriedad excesiva. Una convención es una conveniencia social, como, por ejemplo, el dinero. El dinero nos libra de los inconvenientes del trueque, pero es absurdo tomar el dinero demasiado seriamente, confundirlo con la auténtica riqueza, puesto que no sirve en absoluto para comer o para vestirse con él. El dinero es más o menos estático, puesto que el oro, la plata, el papel moneda o un saldo bancario pueden «permanecer quietos» durante largo tiempo. Pero la auténtica riqueza, como la comida, es perecedera. Así, una comunidad puede poseer todo el oro del mundo, pero si no cuida de sus cosechas se morirá de hambre. De un modo algo parecido, los pensamientos, las ideas y las palabras no son «monedas» que sustituyen a las cosas reales. No son esas cosas, y aunque las representan, en muchos aspectos no se corresponden en absoluto. Con los pensamientos y las cosas ocurre lo mismo que con el dinero y la riqueza: las ideas y las palabras están más o menos fijadas, mientras que las cosas verdaderas cambian.
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Parte de la frustración del hombre se debe a que se ha acostumbrado a esperar que el lenguaje y el pensamiento ofrezcan explicaciones que no pueden darle. Querer que la vida sea “inteligible” en este sentido es querer que sea una cosa distinta a la vida, es preferir el hombre que corre en la película al hombre real. Sentir que la vida carece de sentido a menos que “Yo” pueda ser permanente, es como haberse enamorado desesperadamente de un centímetro.
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¿Dónde comienzo y termino en el espacio? Tengo relaciones con el sol y el aire que son partes tan vitales de mi existencia como lo es el corazón. El movimiento en el que soy una pauta o circunvolución se inició en un tiempo incalculable antes del acontecimiento (aislado convencionalmente) llamado nacimiento, y continuará mucho después del acontecimiento llamado muerte. Sólo las palabras y las convenciones pueden aislarnos del “algo” totalmente indefinible que es el todo.
Ahora bien, estas palabras son útiles, siempre que las tratemos como convenciones y las usemos como las líneas imaginarias de latitud y longitud que se trazan en los mapas, pero que no se encuentran realmente sobre la superficie de la tierra. En la práctica, sin embargo, todos estamos embrujados por las palabras, a las que confundimos con el mundo real, y tratamos de vivir en éste como si fuera el mundo de las palabras. El resultado es que nos sentimos consternados y confundidos cuando las palabras no encajan. Cuanto más tratamos de vivir en el mundo de las palabras, más aislados y solos nos sentimos, y tanto más toda la alegría y la vivacidad de las cosas se intercambia por mera certidumbre y seguridad. Por otro lado, cuanto más nos vemos obligados a admitir que vivimos efectivamente en el mundo real, más ignorantes, inciertos e inseguros nos sentimos acerca de todo.
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La religión quiere asegurar el futuro más allá de la muerte, y la ciencia quiere asegurarla hasta la muerte y posponer ésta. Pero el mañana y los planes para el mañana pueden carecer de significado absoluto, a menos que estemos en pleno contacto con la realidad del presente, de modo que, incluso si uno viviera indefinidamente, vivir para el futuro sería no entender las cosas durante toda la eternidad.
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Nos han enseñado a descuidar, despreciar y violar nuestros cuerpos, y a poner toda nuestra fe en el cerebro. En efecto, la enfermedad especial del hombre civilizado podría describirse como un bloqueo o cisma entre su cerebro (concretamente el córtex) y el resto de su cuerpo.
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Los deseos humanos tienden a ser insaciables. Estamos tan deseosos de placer que nunca podemos tener suficiente. Estimulamos nuestros órganos sensoriales hasta que se vuelven insensibles, de modo que para que continúe el placer, los estimulantes deben ser cada vez más fuertes. El cuerpo se defiende enfermando a causa de la tensión, pero el cerebro quiere seguir adelante sin detenerse. El cerebro va en busca de la felicidad, y como al cerebro le interesa mucho más el futuro que el presente concibe la felicidad como una garantía de un futuro de placeres indefinidamente largo. Sin embargo, el cerebro también sabe que carece de un futuro indefinidamente largo, por lo que, para ser feliz debe procurar la acumulación de todos los placeres del Paraíso y la eternidad en el espacio de unos pocos años.
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Desde el principio debe ser evidente que existe una contradicción en el deseo de tener una seguridad perfecta en un universo cuya misma naturaleza es lo momentáneo y la fluidez, pero la contradicción va un poco más allá del mero conflicto entre el deseo de seguridad y el hecho del cambio. Si quiero estar seguro es decir, protegido del flujo de la vida, tengo que estar separado de la vida. No obstante, esta misma sensación de estar separado es lo que me hace sentir inseguro. Estar seguro significa aislar y fortalecer el “Yo”, pero es precisamente la sensación de ser un “Yo” aislado lo que hace que me sienta solo y amedrentado. En otras palabras, cuanta más seguridad puedo obtener, más quiero todavía.
Para decirlo de un modo más sencillo: el deseo de seguridad y la sensación de inseguridad son una y la misma cosa. Retener el aliento es perderlo. Una sociedad basada en la búsqueda de seguridad no es más que un concurso de retención del aliento en el que cada uno está tenso como un tambor y morado como una remolacha.
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Uno quiere ser feliz y olvidarse de sí mismo, pero cuanto más lo intenta, tanto más recuerda al yo  que quiere olvidar; quiere huir del dolor, pero cuanto más se debate para librarse de las sensaciones dolorosas, más se inflaman éstas; tiene miedo y quiere ser valiente, pero el esfuerzo para ser valiente es el temor que trata de huir de sí mismo; quiere la paz de espíritu, pero el intento de apaciguarlo es como tratar de sosegar las olas con una plancha para ropa. [...]
Es perfectamente inútil decir que no deberíamos querer la seguridad. [...] Lo que hemos de descubrir es que no existe la seguridad, que buscarla es doloroso y que cuando imaginamos haberla encontrado no nos gusta. En otras palabras, si podemos comprender realmente lo que buscamos -que la seguridad es aislamiento y lo que nos hacemos a nosotros mismos cuando la buscamos- veremos que no hemos de retener el aliento durante diez minutos. Sabemos que no nos es posible hacerlo y que el intento sería de lo más desagradable.
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Hay, pues, dos maneras de comprender una experiencia. La primera es compararla con los recuerdos de otras experiencias,  y así nombrarla y definirla. Esto es interpretarla de acuerdo con lo muerto y el pasado. La segunda es tener conciencia de ella tal como es, como cuando, en la intensidad de la alegría, nos olvidamos del pasado y el futuro, dejamos que el presente lo sea todo y ni siquiera nos detenemos a pensar: “Soy feliz”.
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Cuanto más nos acostumbramos a comprender el presente de acuerdo con los datos que nos ofrece la memoria, lo desconocido por lo conocido, lo vivo por lo muerto tanto más disecada y embalsamada, tanto más triste y frustrada se vuelve la vida. Protegido así de la vida, el hombre se convierte en una especie de molusco incrustado en una concha dura de “tradición”, de modo que, cuando por fin la realidad se abre paso, como es debido, corre desenfrenada la ola del temor creciente. [...]
El arte de vivir en esta “situación difícil” no consiste, por una parte, en un ir descuidadamente a la deriva, ni, por otra, en aferrarse con temor al pasado y lo conocido. Consiste en ser completamente sensible a cada momento, en considerarlo como nuevo y único en tener la mente abierta y receptiva.
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Debemos repetir: la memoria, el pensamiento, el lenguaje y la lógica son esenciales para la vida humana. Son sólo la mitad de la cordura. Pero una persona, una sociedad que está solo medio cuerda, es que está loca. Mirar la vida sin palabras no es perder la capacidad de formar palabras… pensar, recordar y planear. Permanecer silencioso no es perder la propia lengua. Al contrario, sólo por medio del silencio podemos descubrir algo nuevo de qué hablar. Quien habla incesantemente, sin detenerse a mirar y escuchar, se repetirá a sí mismo ad nauseam.
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Si hemos de ser nacionalistas y tener un estado soberano, tampoco podemos esperar que exista la paz mundial. Si queremos conseguirlo todo al costo más bajo posible, no podemos esperar obtener la mejor calidad posible, pues el equilibrio entre ambas cosas es la mediocridad. Si tenemos el ideal de ser moralmente superiores, no podemos al mismo tiempo evitar el fariseísmo. Si nos aferramos a la creencia en Dios, no podemos además tener fe, ya que la fe no es aferrarse sino abandonarse.
[...]
Dejamos de sentirnos aislados cuando reconocemos, por ejemplo, que no tenemos una sensación del cielo, sino que somos esa sensación. Por lo que respecta a la sensibilidad, nuestra sensación del cielo es el cielo, y no existe un “tú” separado de lo que sientes, percibes y conoces.
[...]
Mientras la mente esté dividida, la vida es conflicto, tensión, frustración y desilusión perpetuos. Los sufrimientos se acumulan, lo mismo que los temores y el hastío. Cuanto más se debate la mosca para salir de la miel, más se adhiere. Bajo la presión de tanta tensión y futilidad no es de extrañar en absoluto que todos los hombres busquen liberación en la violencia y el sensacionalismo, así como en la temeraria explotación de sus cuerpos, sus apetitos, el mundo material y su prójimo. [...] La mente dividida se sienta a la mesa y picotea de un plato y de otro, apresurándose sin digerir nada para encontrar uno de ellos mejor que el anterior. Nada le parece bueno, porque en realidad no saborea nada.

Por otro lado, cuando usted se da cuenta de que vive en este momento, de que es este ahora y ningún otro, de que aparte de éste no hay pasado ni futuro, debe relajarse y saborearlo plenamente, tanto si es un momento de dolor como de placer. [...]  Todo el problema de justificar la naturaleza, de tratar de hacer que la vida signifique algo desde el punto de vista del futuro, desaparece por completo. Es evidente que todo existe para este momento. Es una danza, y cuando bailas no intentas llegar a alguna parte. Das vueltas y más vueltas, pero no con la ilusión de que vas en busca de algo o que huyes de las fauces del infierno.
[...]
Cuando cada momento se convierte en una expectativa, la vida queda privada de realización plena y se teme la muerte, pues parece que la expectación debe terminar. Mientras hay vida, hay esperanza…, y si uno vive de la esperanza, la muerte es realmente el fin. Mas para la mente no dividida, la muerte es otro momento, completo como todo momento, y no puede ceder su secreto a menos que se viva plenamente…
La muerte es el epítome de la verdad de que en cada momento nos vemos lanzados a lo desconocido. Cuando llega la muerte, ya no es posible seguir aferrándose a la seguridad, y cuando el pasado y la seguridad se abandonan, tiene lugar la renovación de la vida. La muerte es lo desconocido donde todos nosotros hemos vivido antes de nacer.
Nada es más creativo que la muerte, puesto que es todo el secreto de la vida. Significa que es preciso abandonar el pasado, que lo desconocido no puede evitarse que el “Yo” no puede continuar y que, en última instancia no puede haber nada fijado. Cuando un hombre  sabe esto, vive por primera vez en su vida. Si retiene el aliento, lo pierde; si lo deja ir, lo encuentra.
[...]
Mientras existe el motivo de llegar a ser algo, mientras la mente cree en la posibilidad de huir de lo que es en este momento, no puede haber libertad.
[...]
No hay alegría en la continuidad, en lo perpetuo. Lo deseamos sólo porque el presente está vacío.[...] No queremos realmente la continuidad, sino más bien una experiencia presente de felicidad total. La idea de querer que semejante experiencia prosiga indefinidamente es el resultado de tener conciencia de nosotros mismos en la experiencia y, por lo tanto, una conciencia incompleta de ésta. Mientras exista la sensación de un “yo” que tiene esta experiencia el momento no lo es todo. La vida eterna tiene lugar cuando se ha disipado el último rastro de la diferencia entre “yo” y “ahora”, cuando sólo existe este “ahora” y nada más.
En cambio, el infierno o la “condenación perdurable”, no es la perdurabilidad del tiempo que prosigue eternamente, sino el círculo intacto, la continuación y la frustración de dar vueltas y más vueltas en busca de algo que nunca se puede conseguir. El infierno es la fatuidad, la imposibilidad perdurable, de amor propio, de conciencia de uno mismo y posesión del yo. Es tratar de verse los propios ojos, de oír los propios oídos y besarse los propios labios.
[...]
Cuanto más grande es el científico más le impresiona su ignorancia de la realidad y más se da cuenta de que sus leyes y etiquetas, descripciones y definiciones, son los productos de su propio pensamiento. Le ayudan a usar el mundo para sus propios fines, a imaginarlo, más que a comprenderlo y explicarlo.
Cuanto más analiza el universo, llegando a divisiones infinitesimales, más cosas encuentra para clasificar y más percibe la relatividad de toda clasificación. Lo que no sabe parece aumentar en proporción geométrica con lo que sabe. Se aproxima más y más al punto en el que lo desconocido no es un mero espacio en blanco en una red de palabras, sino una ventana en la mente, una ventana cuyo nombre no es ignorancia sino maravilla.

La mente tímida cierra esta ventana con estrépito y permanece silenciosa e irreflexiva acerca de lo que no conoce, a fin de poder charlar más sobre lo que cree conocer. Llena los espacios sin cartografiar con la mera repetición de lo que ya se ha explorado. Pero la mente abierta sabe que los territorios explorados con más minuciosidad, en realidad no se han conocido bien en absoluto, sino que sólo se han señalado y medido mil veces. Y el misterio fascinante de qué es eso que señalamos y medimos debe al fin “importunarnos hasta que dejemos de pensar” hasta que la mente se olvide de trazar círculos y siga sus propios procesos, siendo consciente de que ser en este momento es un puro milagro.




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