NI LEYES PARA MANTENER LAS DESIGUALDADES, NI JUICIOS QUE PERPETÚEN LA OPRESIÓN
Nuestra sociedad parece no concebir que se pueda vivir de otra manera que no sea bajo el régimen de la ley. Con una educación que desde la infancia nos mata el espíritu de rebelión y nos conduce hacia una obediencia ciega a la autoridad, perdemos toda iniciativa y la mera costumbre de razonar.
Hace siglos que los gobernantes insisten: respeto a la ley, obediencia a la autoridad.
La mayoría de los
padres y madres educan a sus hijos con este sentimiento y la escuela lo
fortalece, convirtiendo a la ley en culto y en conductas ejemplares a aquellas
que la protegen de los rebeldes.
Pero ¿de qué ley
estamos hablando? Sabemos que el sistema legal de los Estados occidentales es
hijo del Derecho Romano. Es decir, hijo de un sistema legislativo que se
construyó en una época conocida por las barbaridades imperialistas y militares,
una era en la que el esclavismo y la pena de muerte eran tan cotidianas como el
sol y la luna.
Un Imperio Romano que
colonizó la Península Ibérica y con ésta a sus habitantes originarios. Desde
entonces, hemos pasado por todo tipo de regímenes autoritarios, siglos y siglos
de barbarie y perversión que han estado acompañados del sometimiento al Derecho
Romano.
Así hemos llegado hasta
la mal llamada democracia que rige en la actualidad, sin que nunca haya habido
una ruptura con el ordenamiento jurídico romano.
Habría que remontarse
mil años atrás para comprender la fuerte aceptación e interiorización
generalizada de expresiones como “obediencia a la ley”. Al conocer las
atrocidades, que cometieron en épocas pasadas los nobles con los hombres y
mujeres del pueblo, podemos entender que aquellos que nunca obtuvieron justicia
vivieran como un triunfo el hecho de ver reconocidos, al menos en teoría,
algunos de sus derechos personales que les permitirían salvarse de la
arbitrariedad de los señores.
Cabe decir que
todavía en los siglos XIX y XX se consideraban los derechos como una concesión
que hacía el Estado a los individuos, o dicho de otra manera, como una
conquista del pueblo respecto a la predisposición del Estado a tener un poder
absoluto sobre la vida de las personas.
La Declaración
Universal de los Derechos Humanos aún no ha logrado en la actualidad tener
preeminencia en relación a los intereses específicos de los mal llamados
Estados-Nación que, basándose en las prioridades gubernamentales y los
intereses de los poderes económicos, consideran las libertades individuales y
los derechos colectivos como un fin deseable, pero no de obligado respeto.
Todavía hoy vemos
reproducirse un hecho paradójico: las personas, queriendo ser libres, empiezan
por pedir a sus opresores que los protejan modificando las leyes creadas por
estos mismos opresores, pero la posibilidad de modificación de leyes en base al
bien común no es más que una táctica preconcebida que consiste en hacer
pequeñas concesiones para conseguir el conformismo y la aceptación sumisa de
las grandes injusticias por parte de la mayoría de la población.
Pese a todo, siempre
encontramos rebeldes que no quieren obedecer las leyes, especialmente, si
conocen los intereses de control que las promueven y desconfían de las
intenciones de quienes las dictan; más aún si son personas que se sienten
capaces de crear y convivir en estructuras sociales horizontales en las que no
son necesarias más normas que aquellas dictadas por el sentido común y la
solidaridad.
Es el legislador el
que confunde, en un sólo y mismo código, las máximas que representan los
principios de convivencia con las normas que consagran la desigualdad. Las
costumbres y tradiciones, que son absolutamente necesarias para la existencia
de las sociedad, están hábilmente mezcladas con estas otras normas que sólo son
beneficiosas para los dominantes y que se mantienen por el temor a suplicios
peores.
Echamos de menos en
todo este recorrido histórico una ruptura jurídica, una nueva construcción
social del Derecho y los acuerdos de convivencia, que no sea fruto de la
reforma de una época anterior más oscura, que no tenga sus raíces en el poder
absolutista de la era de los emperadores, los reyes y los dictadores.
En la época reciente,
la de las llamadas democracias capitalistas y la “división de poderes”, el
poder judicial forma parte de los tres poderes opresores junto con el legislativo
y el ejecutivo. El poder judicial es el guardián supremo de la obediencia y el
control social mediante la vigilancia del cumplimiento de todo tipo leyes, por
más que sean abusivas e injustas.
El sistema judicial
se compone, sobre todo, de jueces y magistrados y, dada la división de poderes,
teóricamente goza de independencia respecto al ejecutivo y el legislativo. Pero
esta idea es errónea ya que, en la práctica, por su capacidad de limitar la
actividad del gobierno y la aprobación de nuevas leyes, influye de forma
determinante en la formulación y ejecución de las políticas públicas. Al mismo
tiempo, depende del ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, que es quien
le asigna presupuestos o establece los mecanismos de elección de los cargos
judiciales. Por todo ello, tal supuesta independencia no es más que un
espejismo.
Lo expuesto hasta
ahora no es más que una aproximación general sobre los Estados supuestamente
democráticos de Europa. A continuación, nos centraremos un poco más en la
opresión directa que nos ha tocado vivir.
En España, el órgano
de gobierno autónomo del poder judicial, con competencia en todo el territorio,
es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Se creó en 1978 para mitigar
la influencia de los elementos franquistas, con la principal función de velar
por la garantía de independencia de jueces y magistrados frente a los otros
poderes del Estado y se sitúa en una posición institucional de paridad con el
Gobierno, el Congreso los Diputados, el Senado y el Tribunal Constitucional.
Recientemente, el
Consejo de Ministros del Estado español, a propuesta del Ministro de Justicia
Alberto Ruiz-Gallardón, ha aprobado un proyecto de modificación de la Ley
Orgánica del Poder Judicial. La reforma pretende reforzar el hecho de que sean
los políticos (los más obedientes perros del BCE y el FMI) los que manden,
teniendo en sus manos la capacidad de colocar a jueces, corruptos o no, en los
lugares de autogobierno.
Con tal propósito, se
prevé que cualquier juez pueda presentarse como vocal del CGPJ con el apoyo de
sólo 25 miembros de la judicatura, cuando hasta ahora debían ser 100. El hecho
de que los vocales tengan que ser refrendados por mayoría de 3/5 en el
Parlamento hace que, en la práctica, sea el PPSOE quien elige y, ahora mismo,
la mayoría absoluta garantiza al PP la posibilidad de nombramiento en función
de la naturaleza ideológica del candidato. En medio de los escándalos de
corrupción política que afectan a todos los estamentos gubernamentales parece
vital para el PP asegurarse un poder judicial afín para perpetuarse en el poder
y mantenerse impune.
Por encima de la
pirámide de los órganos jurisdiccionales está, como ojo vigilante, el Tribunal
Constitucional, que debe velar por el cumplimiento de la Constitución Española
a través de la revisión de las leyes y las normas con rango de ley.
La Constitución
vigente, de 1978, es el resultado de un pacto entre las fuerzas de la dictadura
y las opuestas, pacto que fue aprobado bajo el control armado del ejército
franquista que, maquillado de democracia, consiguió ser aceptado en referéndum.
Pero, ¿qué podríamos
esperar de un sistema judicial que se somete al mantenimiento de una estructura
visiblemente fascista? Nada bueno, al igual que poco más podríamos esperar si
la Constitución se hubiera redactado y firmado en otras circunstancias, ya que
en su redacción está implícito el autoritarismo y el sometimiento de la mayoría
a los intereses de una minoría que ha secuestrado el poder y no está dispuesta
a devolverlo a la ciudadanía.
Y en paralelo a todo
el esfuerzo por aparentar independencia, la cruda realidad nos hace ver que los
que han tocado poder, ya sea político, financiero o propiamente judicial, no
terminan nunca en prisión. No han ido a la cárcel si han asesinado bajo una
dictadura fascista, como nos recordarán los que luchan por la defensa de la
Memoria Histórica. Ni tampoco han acudido hoy por hoy, los que en la actualidad
han sido responsables, con la corrupción política y el crédito sin control, de
la crisis sistémica que nos acompaña, la cual ya ha arruinado económicamente a
cientos de miles de personas y que, dada la impunidad de los culpables, a nivel
popular tiene más tirón denominarla, simplemente, “una gran estafa.”
No somos los únicos
que sentimos que la justicia es injusta y que vemos como la corrupción ha
llegado a todos los estamentos de la mal llamada democracia. Desde la misma
“boca del lobo”, más de 1000 miembros de la carrera judicial se adhirieron en
2010 a un manifiesto que denunciaba la “politización” del sistema judicial y
advertía de que peligraba la independencia de la justicia.
Un año antes, en un
estudio realizado por el Consejo General de la Abogacía española con más de
5.000 abogados, se concluyó que el 85% estaban de acuerdo en que el Consejo
General del Poder Judicial se ha convertido en un órgano tan politizado que
difícilmente puede gestionar de forma eficiente e imparcial el funcionamiento
de la justicia.
En este mismo estudio
se afirmaba que el 71% de los abogados pensaba que la justicia funciona mal,
pero a la vez, el 82% creían que con todos sus defectos e imperfecciones, la
Administración de Justicia representa la garantía última de la defensa de la
democracia y de las libertades.
Nos podemos preguntar
que pensarán ahora, cuando en este 2012 se ha producido una “elitización” del
acceso al sistema judicial, a través de un incremento de la tasas judiciales
que privan de la defensa de sus derechos a quien no tiene capacidad económica
suficiente. Lo que, sumado a los costes de procuradores y abogados, desincentiva
a quienes no son ricos de defender sus derechos por vías judiciales.
¿Y se atreven a
mantener hipócritamente el artículo constitucional “Los españoles son iguales
ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación ninguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social“?
Éste no es más que
uno de muchos ejemplos de cómo la ley dice una cosa y en la realidad en pasa
otra; de cómo el Estado se plantea mejorarnos la vida y sucede lo contrario, de
cómo determinados funcionarios dicen deber al pueblo su existencia y en
realidad atentan contra el pueblo. A todo enfrentamiento contra la vieja
hipocresía liberal para construir dignidad deberíamos llamarlo políticamente
“descolonización”.
En este contexto
discordante, los actores de la justicia, al igual que los médicos o los
periodistas, tienen que sufrir lo que se llama disonancia cognitiva, un
mecanismo psicológico que se activa cuando una persona se ve forzada a hacer
algo completamente diferente a lo que en origen era su sentir. Cuando las
recompensas o los castigos se incrementan, la magnitud de la disonancia crece,
esta situación lleva a que los viejos sueños de juventud se dobleguen al
pragmatismo. Un mecanismo psicológico que el poder político y económico sabe
aprovechar.
Para poder serlo, un
juez debe ser despojado de todos los sentimientos que forman la parte más noble
de la naturaleza humana y vivir en un mundo de ficciones jurídicas, aplicando
penas de privación de libertad sin pensar, ni siquiera un momento, en el abismo
de degradación en el que ha caído frente a los que condena. Vemos una raza
confeccionadora de leyes, que legisla sin saber sobre lo que legisla, pero que
no olvida la multa que afecta a hombres mil veces menos inmorales de lo que son
ellos mismos. Vemos, al fin y al cabo, la pérdida de sentimiento humano del
carcelero, al policía convertido en perro de presa, al espía despreciandose a
sí mismo, la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema,
todos los vicios, todo lo perverso de la naturaleza humana favorecido y
cultivado para el triunfo de la ley.
¿Podemos entender que
en más de dos milenios no haya habido una revolución jurídica? ¿Podemos aceptar
que estemos todavía sufriendo que un reducido grupo de elegidos, en base a su
ideología conservadora y afín al gobierno de turno, tengan el papel de dioses y
puedan decidir sobre el futuro de nuestras vidas?
Podemos asumir que
nos rija un sistema basado en la penalización, en el castigo,un sistema que no
deja de encontrar atajos para que los del bando del poder no vayan a la cárcel,
mientras encarcela a quienes somos más activos como pueblo? Nos encarcelan a la
que pueden sin tener en cuenta todo lo que en positivo podemos estar haciendo
para mejorar la sociedad ?. En todo caso, si lo tienen en cuenta, será para
agravar nuestra pena, ya que son parte interesada en perpetuarse en el mismo
poder que queremos hacer caer. ¿Pueden ser parte implicada y al mismo tiempo
jueces?
Una figura, la de los
jueces, que históricamente se ha puesto al servicio de cualquier régimen,
imperial, dictatorial, falsamente democrático, oligárquico, plutocrático o de
la naturaleza que sea, mientras sea eficaz para perpetuar las desigualdades.
¿Esta gente nos debe juzgar? ¿Y quién los juzgará a ellos?
¿Realmente les
queremos pedir que nos absuelvan después de juzgarnos? ¿En base a qué les
deberíamos dar la legitimidad para ser jueces de nuestro destino?
Nunca hemos decidido
que haya una élite por encima nosotros que tenga atribuida la capacidad de
juzgarnos; nunca desde la soberanía popular se ha delegado legítimamente el
delicado papel de decidir sobre el bien y el mal. Nunca hemos participado de
una deliberación seria sobre la justicia y el derecho.
Es necesario que
descolonicemos el imaginario jurídico heredado de un Imperio, de cuando éramos
plebeyos y los patricios nos juzgaban para imponernos sus leyes. Es necesario
que recuperemos nuestra autonomía como pueblo. No tenemos que pedir permiso
para ser libres, ni tenemos que pedir permiso para autoorganizarnos; tenemos
que empoderarnos y ser capaces de resolver entre nosotros los conflictos que,
indudablemente, surgirán de la convivencia entre personas, aún perturbadas por
la falta de confianza y por el miedo.
Se nos puede llamar
soñadores, se nos puede llamar radicales, se nos puede llamar rebeldes, se nos
puede decir que somos muchas cosas, pero no se nos puede juzgar por serlo, en
base a los paradigmas de un sistema caduco y envejecido que debería dejar paso
a la renovación de la cultura y la recuperación de los valores comunitarios
entre los seres humanos.
El sistema no parará
de perfeccionar sus métodos de dominio y sabemos que ya no le basta con las
leyes. Una manera de extender este dominio es mediante la patologización de los
comportamientos molestos. Últimamente se ha catalogado la rebeldía como
enfermedad psiquiátrica, dando la posibilidad de corregir desde la infancia
todo indicio de cuestionamiento a la autoridad y fomentando las actitudes
sumisas con medicación científicamente avalada para lograr el control social.
Pero bueno, si hay que desobedecer a determinados médicos también lo haremos.
Por todo lo expuesto
nos declaramos en alegre y constructiva rebeldía.
Cada vez somos y
seremos más los y las que desobedeceremos toda ley que venga impuesta por
tribunales alejados de nuestras vidas y sometidos a unas leyes superiores que,
si en otro tiempo tuvieron un carácter religioso, en la actualidad, esa
divinidad se ha disfrazado de dinero, de avaricia, de egoísmo y de destrucción
de la Tierra y de la dignidad humana.
Declaramos
abiertamente nuestra desobediencia a los sistemas judiciales de los Estados y a
todas las herramientas de las que éstos disponen para tratar de impedir que
llevamos a la práctica nuestra voluntad profunda de emancipación y
reconstrucción del ser comunitario.
Sin sentimientos de
apoyo mutuo y práctica de solidaridad, la vida en sociedad de los humanos
hubiera sido prácticamente imposible. Y estos sentimientos y prácticas no han
sido establecidos por las leyes; son anteriores a todas las leyes y provienen
de la experimentación y el aprendizaje útil de generaciones y generaciones, de
la cooperación necesaria para mantener la cohesión social.
La hospitalidad, el
respeto a la vida, el sentimiento de reciprocidad, la compasión, el apoyo
mutuo, el autolimitarse uno mismo en interés de la comunidad, entre otras
cosas, son consecuencia de la vida en común entre personas libres, adheridas a
unos principios comunes y no sometidas a ninguna autoridad externa a su propia
colectividad.
Necesitamos una nueva
institucionalidad de derechos y deberes, fundamentada en valores sociopolíticos
comunitarios. La evaluación y mejora de los comportamientos en el seno de la
sociedad debe recuperar la escala humana, debe hacerse en proximidad, entre
personas que se conocen, que tienen principios comunes, que se tienen
confianza, que cooperan recíprocamente y que se pueden mirar a los ojos.
Enric Duran Giralt | enricduran.cat
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