EL ARTE DE VIVIR EN CRISIS
En los
últimos tiempos, la palabra “crisis” está en boca de todos. No
hay casi un día en que no aparezca en los titulares de algún
diario, en el discurso de algún político, en la explicación de
algún analista, hasta en la intimidad de una conversación entre
amigos. ¿Está todo en crisis? ¿Se acabaron los paraísos
personales? ¿Cómo es posible que la crisis afecte en forma
implacable desde la capa de ozono hasta las profundidades del alma
humana, pasando por los sistemas políticos, el dinero, la salud, la
motivación de los chicos en las escuelas y tantas otras cosas tan
dispares y, a la vez, tan comunes?
Parecería
que la respuesta es inevitablemente afirmativa. No hay baches en la
continuidad de la crisis contemporánea. Sin embargo, cuando una
palabra se usa mucho y para describir situaciones muy diversas, mejor
prestarle atención. Probablemente esté nombrando, en forma rápida
y sintética, algo más difícil de comprender, de contornos aún
imprecisos, pero cuyo impacto sobre la realidad es de todas maneras
muy intenso.
Tal vez
haya algo en común detrás de las múltiples manifestaciones de la
crisis global y eso sea una clave para entender mejor lo que está
sucediendo. No nos dejemos confundir por la aparente disparidad de
las cosas que pasan; en cambio, tratemos de mirar un poco más allá
para captar -como diría Gregory Bateson, el gran pensador sistémico-
la “pauta que conecta” tanta diversidad.
Las
miradas apuntan a los paradigmas imperantes, otra palabrita que
abandonó el estricto ámbito de la jerga epistemológica -o del
filosofar acerca de la ciencia- para convertirse casi en un comodín
mediático. El destino común de estos dos términos
-crisis y
paradigmas- no parece ser una casualidad, sino el indicio de una
relación más profunda. Si los combinamos encontraremos la “crisis
de paradigmas” (la caída de los viejos sistemas filosóficos,
científicos, éticos y religiosos) como una raíz común del
frondoso árbol de la crisis global contemporánea. Al mismo tiempo,
aparece con claridad que nos acercamos al final de un gran ciclo
histórico, un cambio de tiempo, algo que también se expresa con el
advenimiento del profético año 2012.
Mi mirada
-junto con la de otros autores- apunta en particular a comprender
este momento de crisis como el agotamiento del paradigma predominante
de la modernidad, construido en Occidente bajo la visión
materialista y el modelo de la ciencia mecanicista. Aunque aún muy
vigente, el ya “viejo” paradigma moderno está llegando a su fin,
y no sólo por la culminación de sus efectos más negativos -la
crisis ecológica, por ejemplo- sino por el impulso renovador de
nuevos paradigmas científicos y culturales que, silenciosamente,
están dando lugar a una visión del mundo que aspira a ser más
equilibrada y sostenible.
La
metáfora del reloj resulta útil para comprender los efectos del
paradigma moderno. A mediados del siglo XIV, el reloj nace casi como
una atracción que desde los campanarios o las torres de las plazas
permitía ordenar la vida de la comunidad. Terminó adherido a
nuestros cuerpos, internalizando el rigor del tiempo métrico como el
más incisivo artefacto de control social y personal. Tal vez a raíz
de un miedo básico y ancestral, que al mismo tiempo nos llevó a
aferrarnos a la ilusión de un mundo real, sólido y estable, nos
convencimos de que todo puede y debe medirse y controlarse.
Pero los
tiempos de crisis desafían inexorablemente estas ingenuidades
históricas. Pues el tiempo no es lineal y abstracto. Hoy, igual que
siempre, el tiempo es cíclico y concreto, ligado a procesos
naturales de amplias magnitudes, tal vez difíciles de abarcar por
nuestras cortas miradas humanas. Y esta verdadera obsesión moderna
por medir, controlar y acumular, bien puede ser la “pauta que
conecta” que mencionábamos antes.
Si éste
es el patrón común con el que habitamos nuestro convulsionado mundo
contemporáneo, no debería sorprendernos que nos cueste vivir las
crisis como algo propio de todo proceso, incluso como un trance
necesario para dar lugar al despliegue natural de los ciclos de las
cosas. Y que, en cambio, la sola enunciación de la palabra despierte
en nosotros temor e inquietud.
Los
orientales expresan el concepto de “crisis” o “cambio” con
dos ideogramas combinados: uno que significa “peligro” y otro que
indica “oportunidad”. Pero, para la mayoría de nosotros,
occidentales supuestamente posmodernos, el cambio es vivido como algo
más peligroso que oportuno. Somos herederos culturales del mito de
la seguridad de lo sólido, y todo lo que se mueve o fluye, en la
superficie nos atrae, pero, en el fondo, nos espanta.
Sin
embargo, es ya más que evidente que todo fluye, que nadie puede
descender dos veces al mismo río, como anticipó el filósofo griego
Heráclito. Por eso, no sólo es cuestión de acostumbrarse, sino de
encontrarle “la gracia” al cambio y aprender a vivir bailando.
El gran
giro paradigmático dado desde comienzos del siglo XX -primero por la
física y luego por las demás ramas de la ciencia y las humanidades-
ha marcado el fin del determinismo y la caída de la ilusión
fundamentalista de la certeza y el control. Hemos entrado
decididamente en la era de la incertidumbre y esto, que sin lugar a
dudas significa una fuerte conmoción existencial y filosófica -la
tan mentada caída del fundamento-, también abre otras posibilidades
epistemológicas y plantea el desafío de llevarlas a la práctica.
Desarrollar
el arte de vivir en crisis es un ejercicio de creatividad constante.
Asumir la incertidumbre, no desde la angustia sino como una condición
de posibilidad, implica reconocer que la existencia se juega en la
constante dinámica de los vínculos que establecemos con lo
desconocido. Podemos agradecer a los tiempos que nos toca vivir, pues
parecería que fluir espontáneamente en la incertidumbre -algo que
sin duda está a la orden del día- es también un secreto de
plenitud y gozosa longevidad.
Rastreemos,
de todas maneras, en la etimología, una clásica costumbre
occidental, para ayudarnos a entender e inspirarnos a vivir un poco
más lúcidamente el momento.
Las
distintas acepciones de una misma palabra y su relación con otras
familiares, tomadas en conjunto, suelen dar cuenta de la rica
complejidad inherente a todo concepto. Desde el antiguo sánscrito
encontramos una raíz afín entre kri , que significa dispensar,
limpiar o purificar, y kriterio , que alude al juicio necesario para
tomar una decisión. El griego krisis -latinizado como “crisis”-
proviene del verbo krinein, que remite a la acción de separar o
decidir y a algo que se rompe.
El término
crisis se aplica también para referirse al momento culminante de una
enfermedad, cuando ésta remite y el paciente empieza su recuperación
o se produce un desenlace de la vida. Siempre indica una contienda
entre dos fuerzas contrarias, una que se resiste y otra que quiere
cambiar: la ancestral dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, lo que
conserva y lo que transforma. La crisis es el punto culminante de esa
tensión, que necesariamente se resuelve -como una buena frase
musical- en un nuevo estado de reposo o distensión. Esta puede ser
una calma transitoria o el primer paso de un nuevo camino. El sentido
de aquello que se bifurca y cambia de rumbo lo encontramos también
en la expresión “punto crucial” o de “inflexión” de una
curva.
Hoy
sabemos, gracias a la teoría del caos -uno de los nuevos paradigmas
en el campo de las matemáticas y la ciencia de los sistemas- que la
tensión no siempre es negativa, sino que en los sistemas complejos
tiene un papel altamente creativo como disparador de súbitos
reordenamientos de los que emergen cualidades nunca vistas
anteriormente y nuevas configuraciones más apropiadas para enfrentar
las mismas condiciones que dieron lugar a la tensión.
La crisis
funciona entonces como un crisol -otro termino emparentado-, el
caldero alquímico donde se separaba el oro de su escoria más
pesada. Gran simbolismo de purificación, donde todo aquello que
oscurecía el brillo del metal precioso se terminaba desincrustando.
Después de ese penoso proceso, la luz del oro resplandecía con
mayor esplendor. “Después de cualquier crisis -dice el filósofo
brasileño Leonardo Boff- ya sea corporal, psíquica o moral, ya sea
interior y religiosa, el ser humano sale purificado, liberando una
serie de fuerzas para una vida más vigorosa y llena de renovado
sentido.”
Podemos
decir que el arte de vivir en crisis es una forma de alquimia
contemporánea. Hay algo paradójico en esto: decidir cambiar dejando
al mismo tiempo que el cambio haga su curso requiere una sutil
combinación, difícil pero imprescindible, de discernimiento y
entrega.
La lúcida
razón nos enseña a separar lo que ya no sirve de lo que podemos
conservar, lo que tiene que hacer espacio para lo nuevo, de lo que
puede quedar. Necesitamos discriminar y decidirnos a tirar. El
proceso requiere lucidez y estar alertas para evitar las tentaciones
de retención, de fijarnos a nuevas certezas. No podemos prever el
resultado de una crisis. Son demasiados los factores en juego y
cualquier movimiento, por pequeño que sea, puede generar grandes e
inesperados efectos.
De modo
que llega también aquello que más nos cuesta, porque sólo se logra
desde el corazón: entregar, soltar el control. No rendirse y bajar
los brazos, sino confiar y acompañar. No retener, pues nada hay peor
y más doloroso que impedir el curso natural de aquello que puja por
nacer.
Ya sabemos
cuál es la manera de trascender las paradojas: subiendo a un atalaya
más alto. Lo que abajo nos parecía imposible, desde arriba se ve
con más claridad. Vivir en crisis es también una incitante
invitación a crecer. Nuestra actitud frente a las tempestades es lo
que define cómo salimos de ellas. Conquistar la serenidad no es
estar libres de tormentas, sino permanecer en paz en medio de ellas.
Ana María LLamazares
© La
Nacion
La
autora es antropóloga y epistemóloga, escribió Del
reloj a la flor de loto. Crisis contemporánea y cambio de paradigmas
(Del Nuevo Extremo, 2011) .
Visto en:
maestroviejo
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