19.9.14

Debemos afrontar las preguntas existenciales más angustiosas, a nivel personal, escuchando únicamente nuestra propia voz y enfrentándonos a nuestros temores más profundos.

LAS TRAMPAS DEL “MÁS ALLÁ”

La mayoría de conceptos religiosos nacieron con el objetivo de darle un sentido trascendente a nuestras vidas.

Al menos esa es la función que, en teoría, deberían tener.

Hablamos de ideas como la reencarnación, la justicia divina o la ley del karma, por poner algunos ejemplos; conceptos que actúan como un bálsamo ante la angustiosa presencia de la muerte, las injusticias de la vida y el dolor.

Pero si los analizamos detenidamente, veremos que muchas de estas concepciones desempeñan una función paralela en nuestra psique.

Y no precisamente liberadora y positiva.

El Sistema ha conseguido subvertir su supuesto sentido original y convertir todas estas creencias en mecanismos sutiles que nos susurran, incesantemente al oído, un mensaje hipnótico con el que minimizan nuestro poder individual y reducen a la mínima expresión el inmenso valor de nuestra existencia.

Una vez instaladas en nuestra mente, se convierten en una continua dosis de anestesia…

LA REENCARNACIÓN Y EL MÁS ALLÁ

Un ejemplo claro de ello son los conceptos de reencarnación o de vida tras la muerte, que han acabado resultando absolutamente perniciosos y perjudiciales para nuestra libertad individual.

Ciertamente, creer que habrá otros niveles de existencia o un “más allá” nos permite aligerar la carga de la propia vida y la angustia existencial.


Eso es innegable.

Pero también nos lleva a relativizar el valor incalculable que tiene “una única vida” y reduce a mera anécdota el “milagro” de vivir en una roca que flota en el vacío del universo.

Estas creencias le restan valor al hecho extraordinario de tener una existencia efímera y sobretodo le restan valor a nuestro tiempo de vida, nuestro más preciado tesoro.

Y quitarle valor a la única vida de la que tenemos constancia, convirtiéndola en “una estación más en el camino” o “en una vida más entre muchas otras”, conlleva también restarle trascendencia a todos y cada uno de nuestros actos y libres decisiones.

Y es que cada decisión que tomas afecta decisivamente al devenir de tu existencia y muchas veces influye en la vida de las personas que te rodean.

Si crees que solo disfrutamos de una sola e irrepetible existencia, cada decisión que tomas adquiere una enorme relevancia, tanto para ti como de cara a los demás.

Sin embargo, si estas convencido de que tras esta vida nos esperan otros niveles de existencia, inconscientemente, tenderás a relativizar la trascendencia de tus decisiones. En tales casos, en lo más hondo de tu fuero interno, siempre concibes la posibilidad de “un mañana” y de una posible redención por tus errores, por terribles que éstos sean.

Así pues, el concepto de reencarnación o de “vida tras la muerte”, a lo que ataca principalmente es a la asunción de responsabilidad sobre los propios actos y decisiones, mediante la relativización de la trascendencia que tienen dichos actos.

Y no olvidemos que asumir la responsabilidad de las propias decisiones y de las consecuencias que éstas provocan, es, de hecho, asumir el propio poder que tenemos como individuos.

Por lo tanto y resumiendo, creer en la reencarnación acaba derivando, en última instancia, en un mecanismo mental que reduce nuestra conciencia de poder individual.

Y ese, sospechosamente, es el objetivo principal que tiene el Sistema: minimizar nuestro poder como individuos.

No deja de ser sorprendente como los mecanismos psicológicos del Sistema siempre consiguen retorcer cualquier concepto hasta convertirlo en una herramienta al servicio de sus fines.

ANESTESIA CONTRA LA REBELDÍA

Pero ante todo, lo que consigue el concepto de reencarnación o de “existencia tras la muerte”, es reducir el nivel de rebeldía del individuo frente a cualquier tipo de abuso.

Reduce nuestra rebeldía porque, a nivel inconsciente, convierte la opresión o el dolor que sufrimos en la “vida actual” en algo circunstancial, bajo el pretexto de que quizás “más adelante” seremos premiados o recompensados por Dios, por el karma o por la idea “trascendente de turno” que nos hayan inculcado.

Incentivan pues, una suerte de conformismo existencial, una sumisión dócil ante la injusticia y el abuso de los más poderosos.

Sin embargo, todos estos conceptos no fueron creados con este objetivo.

De hecho, no tienen nada que ver con la opresión de la individualidad.

Si nos fijamos bien, veremos que actúan como un factor multiplicador en nuestra mente, que podría manifestarse en dirección totalmente opuesta.

En la psique de una persona sumisa e inconsciente de la propia soberanía individual, el concepto de reencarnación solo multiplica dichos sentimientos, derivando en conformismo existencial.

Pero en manos de un individuo con plena conciencia de sí mismo, de su poder y del inmenso valor de su libertad individual y de su dignidad, estas creencias se convierten en conceptos liberadores, fácilmente asociables a la lucha, a la revolución, a perder el miedo, a pelear incansablemente por la propia libertad y la de los demás, con independencia de las consecuencias que pueda comportar.

En la mente de un individuo libre, el concepto de reencarnación no dejaría lugar para el miedo a la muerte, sino que abriría un espacio para el sacrificio en pos de los ideales más elevados de libertad.

Es curioso ver como un mismo concepto puede ser utilizado para multiplicar actitudes tan opuestas entre sí.

JUSTICIA DIVINA

El concepto de justicia divina es un exponente claro de la cantidad de absurdas contradicciones que nos inculcan las creencias religiosas.

Supongamos que creemos en la existencia de una justicia divina que castigue a los “malvados”.

Eso implica que sabemos quienes son los “malvados”, pues los hemos juzgado como tales.

Y también significa que creemos que Dios pensará lo mismo que nosotros sobre ellos y sus actos, pues los habrá juzgado igual y por ello aplicará su “justicia”.

Y que por lo tanto, nosotros tenemos “la razón” y somos “justos”, pues nuestra opinión es coincidente con la de Dios.

Y llegados aquí, debemos preguntarnos, ¿Porqué no aplicamos la justicia nosotros mismos sin tener que esperar a que sea “Dios” quien aplique el castigo?

Al fin y al cabo, hemos juzgado a los malvados bajo los mismos parámetros que Dios y por lo tanto, siendo fruto directo de su creación, habiendo sido forjados a su imagen y semejanza y siendo partícipes directos de sus mismos criterios, no debería representar ningún problema ni conflicto, ¿no?

Sin embargo, cuando alguien razona de tal manera, es cuando se encienden todas las alarmas y desde los púlpitos, los líderes y representantes religiosos, nos gritan airados: “¡No podéis hacerlo!”

Y es que las mismas instituciones que nos hacen creer en un Dios que imparte justicia y castigos a diestro y siniestro, nos han inculcado de forma insistente que solo “él” puede juzgar y castigar de forma justa y que nosotros solo tenemos derecho a acatar la “sentencia” sin rechistar.

Quizás tengan razón, quién sabe…

O quizás solo sea una burda estratagema creada por las religiones para negarle el poder de juzgar y actuar al individuo según su propio criterio, derivando dicho poder, muchas veces, en las propias instituciones que, sin ninguna vergüenza, se presentan como “representantes de Dios en la tierra”.

Porque al fin y al cabo, un individuo que juzga y actúa como Dios ¿para que necesitaría entonces a las instituciones religiosas?

Y lo que es más grave…entonces, ¿para qué necesitaría al propio Dios?

EL KARMA

Con el paso del tiempo, en occidente, este concepto de “justicia divina” se ha visto complementado o incluso sustituido por una reconfortante y anestesiante idea de origen indo-oriental: el concepto de Karma, del “tal harás, tal recibirás”, de la causa y efecto de nuestros actos.

Puede parecer una idea que ayude a la convivencia, un mecanismo de programación mental que, bajo amenaza, limite los abusos que podamos cometer contra nuestros semejantes.

Pero desgraciadamente, la gente a la que calificamos como “malvada” tiene una extraña tendencia a no creer en nada que no sea el ejercicio de la fuerza o el sometimiento inmediato de los demás a su conveniencia, con independencia de la posible aparición posterior de “la ley del karma”.

Es evidente que no temen ningún tipo de castigo. Su único temor es no poder cumplir con sus deseos e impulsos más egoístas. Cuando vemos a gente de este tipo, a la mayoría de nosotros solo nos queda esperar “que algún día reciban lo que se merecen”.

Pero, ¿para qué esperar para castigar a los “malvados” si podemos hacerlo aquí y ahora nosotros mismos?

¿Para qué esperar que los enrevesados, invisibles e indetectables mecanismos del karma equilibren las deudas contraídas?

Si alguien comete un abuso o una injusticia contigo y tienes la posibilidad de actuar inmediatamente, ¿no es altamente educativo y reformador hacerle notar tu “descontento” de la forma que creas conveniente?

¿No le ayudará a reflexionar sobre su actitud hacia los demás?

¿O quizás es mejor permitir que “fuerzas etéreas” apliquen la “justicia” en hipotéticas existencias futuras y permitir que los “malvados” se salgan con la suya aquí y ahora y multipliquen sus actividades hacia otras personas inocentes dada la escasa respuesta que obtienen por parte de las víctimas?

Como vemos, el concepto de karma, cuando está mal comprendido, también alberga en su interior el germen de la pasividad, la conformidad y la aceptación del abuso.

Es cierto que los conceptos de más allá, de reencarnación, de justicia divina o de karma resultan ideas reconfortantes o incluso positivas, pues pueden ayudarnos a soportar la angustia vital.

Pero fácilmente se convierten en trampas psíquicas sutiles que nos arrebatan el poder y lo sitúan “más allá” de nuestro alcance.

Pero algún día, incluso los más fervientes creyentes, deberían afrontar la dolorosa pregunta: ¿No será que todas estas ideas nos las hemos inventado nosotros mismos para reducir nuestra angustia existencial y nuestra sensación de vacío?

Que quede claro que no decimos que todos los conceptos religiosos sean falsos.

Cada uno es libre de creer en lo que quiera.

Pero precisamente, este es el punto clave: ser libre

Alguien adoctrinado en una creencia no es libre. Simplemente está programado.
Aunque eufemísticamente a esa programación la llame “fe”.

Esa “fe” no tiene ningún valor. No es nada. Es solo un burdo engaño. Una estafa generalizada.

La auténtica creencia trascendente solo puede surgir del pleno ejercicio de la libertad individual.

Y para hallarla, antes debemos afrontar las preguntas existenciales más angustiosas, a nivel personal, escuchando únicamente nuestra propia voz y enfrentándonos a nuestros temores más profundos.

Aceptar su descarnada realidad con plena conciencia, sin doctrinas ni ideas pre-programadas, por más que estén escritas en antiquísimos libros repletos de supuesta sabiduría ancestral.

Debemos bañarnos en las oscuras y gélidas aguas de ese terror primordial que habita en lo más profundo de nuestra psique y sentir plenamente y sin ambages el insoportable sin sentido de nuestra existencia.

Y una vez aceptada esa realidad, una vez afrontado ese miedo en toda su magnitud, dejando que cale hasta nuestros huesos, cualquier creencia que acabemos adoptando tendrá un auténtico valor, pues surgirá de nosotros mismos, de nuestra conciencia más profunda y no del adoctrinamiento externo del Sistema.

¿Quieres ver “la luz”?

Antes tendrás que arrojarte al abismo…y enfrentarte, de verdad, al mayor de los terrores.


GAZZETTA DEL APOCALIPSIS


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