17.8.16

Es una liberación dejar de competir y ver a los demás como compañeros

COMPETIR Y COMPARTIR

Aunque a veces utilizamos la palabra competencia como la capacidad para el desarrollo de alguna actividad, diciendo entonces que alguien es competente, el concepto más extendido de la competencia es la disputa entre personas, animales o cosas que aspiran a un mismo objetivo o a la superioridad de algo. Es decir, el enfrentamiento o rivalidad entre dos o más partes para conseguir la misma cosa.

El ejemplo más claro lo tenemos en la competición deportiva, donde bajo las mismas reglas varios participantes intentan conseguir un mismo objetivo, meta o trofeo; o también en el mundo laboral: para acceder a un trabajo, para conseguir un ascenso, una competencia laboral entre profesionales y empresas, etc. Sin embargo, no podemos negar que la competitividad abarca muchas más facetas, pues la hemos convertido, tristemente, en un modo de vivir, inculcado desde la misma educación general básica como norma de supervivencia del más fuerte, el modelo y paradigma de una sociedad deshumanizada.

Así, esa competencia feroz traspasa y abarca todos los ámbitos de la existencia, donde competimos por ser los mejores hijos, los mejores amigos, los mejores novios o parejas, los mejores padres, los mejores compañeros, los mejores hermanos, los mejores discípulos, los mejores maestros, los mejores, los mejores... Siempre en disputas para conseguir metas, reconocimientos, protagonismos, éxitos y otras prebendas que tanto gustan al ego y engordan nuestra vanidad, pues en ausencia de Ser perseguimos el Tener y utilizamos, equivocadamente, la aprobación de los demás como medida de nuestra propia autoestima y valía.


Mientras tanto, siempre hay vencedores y vencidos, ganadores y derrotados, donde unos pocos alcanzan la gloria y muchos quedan por el camino, unos pocos son los premiados y muchos los lastimados; abriéndonos paso a codazos para llegar el primero, y hasta pisamos a los que van por delante para poder pasarlos en una frenética carrera para conseguir el triunfo. ¿El triunfo de qué?... del depredador, de la voracidad, de la insensibilidad, del egoísmo, de la crueldad, de la inconsciencia, del sinsentido y de la ilusión.

Competimos por lucir el mejor físico, por ser los más guapos, los más sexis, los que visten mejor. Competimos por ser los que hablan y se expresan según la última moda, los más modernos, los que siguen tal o cual corriente nueva que hoy es y mañana agoniza. Competimos por tener más amigos, por tener el mejor cargo, la más alta posición, por ganar más dinero, por ser los mejores considerados, por destacar en lo que sea... Y por cualquier otra medallita de auto-importancia, porque, al fin y al cabo, se trata de encumbrar al ego, de sentirse alguien por haber llegado, conseguido, tener, poseer, lo que otros no tienen.

¿Todavía no vemos que la competitividad es el barrizal donde se gesta la codicia, la ambición, la vanidad y el orgullo? ¿Dónde cambiamos nuestra Humanidad con mayúscula por monedas de deseos materiales? ¿Y que la competición promueve y alimenta la insatisfacción, los celos, la envidia, la enemistad, la corrupción y la desintegración por nuestra propia necedad?

Qué triste es contemplar que se empleen tantos esfuerzos en la satisfacción de deseos vanos, de ilusiones y vanidades, que te hacen pensar que necesitas del reconocimiento de los demás para sentirte bien, aunque para ello hayas tenido que gastar todo tu tiempo y energía en ese “tan importante” objetivo, aunque para ello te hayas tenido que comportar de forma despiadada para ganar a tus competidores, otros como tú, que veías como enemigos porque te querían quitar la gloria. Esa supuesta gloria que, si es conseguida, ahora tendrás que defender porque otros pujan por arrebatártela. Así que tampoco tendrás paz y tranquilidad, porque si quieres conservar el preciado trofeo tendrás que seguir compitiendo... Aunque, al final, siempre terminarás perdiéndolo, solo será un recuerdo, que te dejará a solas con tu conciencia, en su miseria y su resignación.

Puede que entonces caigas en la cuenta de lo absurdo de la competición, de haber empleado tu existencia en una carrera a ninguna parte, y que los efímeros minutos de gloria nunca pudieron compensar todo el esfuerzo desperdiciado, o el daño causado por el camino, el daño que te hiciste a ti mismo y a los demás cegado por la ambición de triunfo.

Nos enseñaron a competir entre nosotros para mantenernos divididos, a mirar con recelo al que tenemos al lado y dejar de ver nuestras cadenas, a codiciar el brillo de las medallas y trofeos para ocultar nuestra luz interior; nos enseñaron a cabalgar con prisas y sin pausa para conseguir metas, a correr detrás de las posesiones y prebendas como premio a la importancia personal, a centrar nuestra atención en el tener o no tener, olvidándonos del SER.

Una sociedad donde sus miembros compiten entre sí, se despedazan como buitres con la carroña (alimento muerto), donde los más fuertes o los más listos son quienes se llevan la mejor tajada y los débiles están condenados a sobrevivir con las sobras. Una sociedad competitiva no podrá ver a su verdadero enemigo porque cree que son todos los que tiene a su lado: su familia, sus hermanos, sus amigos, sus compañeros... De esta manera, con la atención distraída y compitiendo entre ellos, son presa fácil de la manipulación, pues su propia cortina de humo les impide ver los muros de su prisión, no pudiendo, como colectivo, construir nada digno y edificante, con un propósito común que a todos beneficie, pues habitan en una selva donde impera el más fuerte y caen los más débiles, se endiosa a los poderosos y se humilla a los vencidos, donde mandan los depredadores sin escrúpulos y todos los demás son su presa.

Sin embargo, en lo profundo del alma, libres de luces y de sombras, podemos reconocer que cada ser es único y valioso, porque es otro tú con sus circunstancias y experiencias, otra chispa que intenta encenderse en un cielo donde todos tienen cabida, pues ninguna estrella brilla igual. Podemos reconocer que todos y cada uno tienen algo que aportar, algo que no tienen los demás, y que, por pequeño e insignificante que parezca, sin su presencia, no estaríamos completos.

Un Ser Humano es lo que es, su verdadero valor está en sus principios, en sus valores innatos, su propia verdad y su coherencia, no en lo que tiene o posee. Un Ser Humano verdadero no necesita de posesiones materiales ni prebendas para sentirse realizado, sino que su realización está en su integridad, en aquello que le hace único, auténtico, original. Pues “Ser” significa aquello que es su origen y esencia, lo que le hace eterno y sagrado, y “Humano” los valores que entraña su verdadera naturaleza, su raíz y herencia, que se manifiesta en su creatividad, en su integridad, en amar y ser amado, en sentirse parte de la Creación como portador de su semilla, partícipe de su brillo y de su luz, donde la ayuda al necesitado, la empatía con el prójimo, el sentido de unidad y la Cooperación por el bien común son su forma de vida, son su forma de SER.

Existe una liberación cuando dejamos de competir, cuando vemos a los demás como compañeros, como amigos, como hermanos, y no como competidores. Existe una paz largo tiempo perdida, pues dejamos de luchar unos con otros para empezar a reconocernos como seres. Seres capaces de jugar, aprender, experimentar, crecer y crear juntos el futuro que queremos, con el infinito como frontera.

Lo más simple resulta ser lo más efectivo. La complicación está en la mente, condicionada por años y años de programación. Solo en dos palabras: competir por compartir, competitividad por cooperación. Y el mundo... sería otro.




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