COMPETIR Y COMPARTIR
Aunque a veces utilizamos la palabra competencia como la capacidad para el
desarrollo de alguna actividad, diciendo entonces que alguien es competente, el
concepto más extendido de la competencia es la disputa entre personas, animales
o cosas que aspiran a un mismo objetivo o a la superioridad de algo. Es decir,
el enfrentamiento o rivalidad entre dos o más partes para conseguir la misma
cosa.
El ejemplo más claro lo
tenemos en la competición deportiva, donde bajo las mismas reglas varios
participantes intentan conseguir un mismo objetivo, meta o trofeo; o también en
el mundo laboral: para acceder a un trabajo, para conseguir un ascenso, una
competencia laboral entre profesionales y empresas, etc. Sin embargo, no
podemos negar que la competitividad abarca muchas más facetas, pues la hemos
convertido, tristemente, en un modo de vivir, inculcado desde la misma
educación general básica como norma de supervivencia del más fuerte, el modelo
y paradigma de una sociedad deshumanizada.
Así, esa competencia feroz
traspasa y abarca todos los ámbitos de la existencia, donde competimos por ser
los mejores hijos, los mejores amigos, los mejores novios o parejas, los
mejores padres, los mejores compañeros, los mejores hermanos, los mejores
discípulos, los mejores maestros, los mejores, los mejores... Siempre en
disputas para conseguir metas, reconocimientos, protagonismos, éxitos y otras
prebendas que tanto gustan al ego y engordan nuestra vanidad, pues en ausencia
de Ser perseguimos el Tener y utilizamos, equivocadamente, la aprobación de los
demás como medida de nuestra propia autoestima y valía.
Mientras tanto, siempre hay
vencedores y vencidos, ganadores y derrotados, donde unos pocos alcanzan la
gloria y muchos quedan por el camino, unos pocos son los premiados y muchos los
lastimados; abriéndonos paso a codazos para llegar el primero, y hasta pisamos
a los que van por delante para poder pasarlos en una frenética carrera para
conseguir el triunfo. ¿El triunfo de qué?... del depredador, de la voracidad,
de la insensibilidad, del egoísmo, de la crueldad, de la inconsciencia, del
sinsentido y de la ilusión.
Competimos por lucir el
mejor físico, por ser los más guapos, los más sexis, los que visten mejor.
Competimos por ser los que hablan y se expresan según la última moda, los más
modernos, los que siguen tal o cual corriente nueva que hoy es y mañana
agoniza. Competimos por tener más amigos, por tener el mejor cargo, la más alta
posición, por ganar más dinero, por ser los mejores considerados, por destacar
en lo que sea... Y por cualquier otra medallita de auto-importancia, porque, al
fin y al cabo, se trata de encumbrar al ego, de sentirse alguien por haber
llegado, conseguido, tener, poseer, lo que otros no tienen.
¿Todavía no vemos que la
competitividad es el barrizal donde se gesta la codicia, la ambición, la
vanidad y el orgullo? ¿Dónde cambiamos nuestra Humanidad con mayúscula por
monedas de deseos materiales? ¿Y que la competición promueve y alimenta la
insatisfacción, los celos, la envidia, la enemistad, la corrupción y la
desintegración por nuestra propia necedad?
Qué triste es contemplar que
se empleen tantos esfuerzos en la satisfacción de deseos vanos, de ilusiones y
vanidades, que te hacen pensar que necesitas del reconocimiento de los demás
para sentirte bien, aunque para ello hayas tenido que gastar todo tu tiempo y
energía en ese “tan importante” objetivo, aunque para ello te hayas tenido que
comportar de forma despiadada para ganar a tus competidores, otros como tú, que
veías como enemigos porque te querían quitar la gloria. Esa supuesta gloria
que, si es conseguida, ahora tendrás que defender porque otros pujan por
arrebatártela. Así que tampoco tendrás paz y tranquilidad, porque si quieres
conservar el preciado trofeo tendrás que seguir compitiendo... Aunque, al
final, siempre terminarás perdiéndolo, solo será un recuerdo, que te dejará a
solas con tu conciencia, en su miseria y su resignación.
Puede que entonces caigas en
la cuenta de lo absurdo de la competición, de haber empleado tu existencia en
una carrera a ninguna parte, y que los efímeros minutos de gloria nunca
pudieron compensar todo el esfuerzo desperdiciado, o el daño causado por el
camino, el daño que te hiciste a ti mismo y a los demás cegado por la ambición
de triunfo.
Nos enseñaron a competir
entre nosotros para mantenernos divididos, a mirar con recelo al que tenemos al
lado y dejar de ver nuestras cadenas, a codiciar el brillo de las medallas y
trofeos para ocultar nuestra luz interior; nos enseñaron a cabalgar con prisas
y sin pausa para conseguir metas, a correr detrás de las posesiones y prebendas
como premio a la importancia personal, a centrar nuestra atención en el tener o
no tener, olvidándonos del SER.
Una sociedad donde sus
miembros compiten entre sí, se despedazan como buitres con la carroña (alimento
muerto), donde los más fuertes o los más listos son quienes se llevan la mejor
tajada y los débiles están condenados a sobrevivir con las sobras. Una sociedad
competitiva no podrá ver a su verdadero enemigo porque cree que son todos los
que tiene a su lado: su familia, sus hermanos, sus amigos, sus compañeros... De
esta manera, con la atención distraída y compitiendo entre ellos, son presa
fácil de la manipulación, pues su propia cortina de humo les impide ver los
muros de su prisión, no pudiendo, como colectivo, construir nada digno y
edificante, con un propósito común que a todos beneficie, pues habitan en una
selva donde impera el más fuerte y caen los más débiles, se endiosa a los
poderosos y se humilla a los vencidos, donde mandan los depredadores sin
escrúpulos y todos los demás son su presa.
Sin embargo, en lo profundo
del alma, libres de luces y de sombras, podemos reconocer que cada ser es único
y valioso, porque es otro tú con sus circunstancias y experiencias, otra chispa
que intenta encenderse en un cielo donde todos tienen cabida, pues ninguna
estrella brilla igual. Podemos reconocer que todos y cada uno tienen algo que
aportar, algo que no tienen los demás, y que, por pequeño e insignificante que
parezca, sin su presencia, no estaríamos completos.
Un Ser Humano es lo que es,
su verdadero valor está en sus principios, en sus valores innatos, su propia
verdad y su coherencia, no en lo que tiene o posee. Un Ser Humano verdadero no
necesita de posesiones materiales ni prebendas para sentirse realizado, sino
que su realización está en su integridad, en aquello que le hace único,
auténtico, original. Pues “Ser” significa aquello que es su origen y esencia,
lo que le hace eterno y sagrado, y “Humano” los valores que entraña su
verdadera naturaleza, su raíz y herencia, que se manifiesta en su creatividad,
en su integridad, en amar y ser amado, en sentirse parte de la Creación como
portador de su semilla, partícipe de su brillo y de su luz, donde la ayuda al necesitado,
la empatía con el prójimo, el sentido de unidad y la Cooperación por el bien
común son su forma de vida, son su forma de SER.
Existe una liberación cuando
dejamos de competir, cuando vemos a los demás como compañeros, como amigos,
como hermanos, y no como competidores. Existe una paz largo tiempo perdida,
pues dejamos de luchar unos con otros para empezar a reconocernos como seres.
Seres capaces de jugar, aprender, experimentar, crecer y crear juntos el futuro
que queremos, con el infinito como frontera.
Lo más simple resulta ser lo
más efectivo. La complicación está en la mente, condicionada por años y años de
programación. Solo en dos palabras: competir por compartir, competitividad por
cooperación. Y el mundo... sería otro.
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