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27.4.17

El poder político estaba en manos de quien distribuyera mejor los recursos

POTLATCH: La fiesta en que los ricos regalaban sus bienes


En el último cuarto del siglo XIX el parlamento canadiense y el Congreso de EEUU aprobaron la insólita prohibición de una ancestral costumbre de los indios de la Costa Noroeste.
Pero no porque temieran que pudiera reforzar su sentimiento grupal e inducirles a una rebelión, como pasaría en 1895 con la proscripción de la Danza del Sol en las tribus de las llanuras, sino porque la consideraban inútil, inmoral y contraria a los valores de la civilización.

Esa tradición vedada consistía en una fiesta anual en la que, entre música y baile, los más pudientes de la tribu se desprendían de sus pertenencias regalándolas o incluso destruyéndolas. Era lo que llamaban potlatch.

Fueron los misioneros como William Duncan y los agentes gubernamentales de asuntos indios como George Blenkinsop y Gilbert M. Sproat los que informaron negativamente sobre el potlatch por ir en contra del espíritu capitalista y constituir una práctica salvaje que podía afectar negativamente a las propias tribus.

Por eso en 1884 la Indian Act canadiense dictaba una reglamentación de comportamiento para los más de seiscientos pueblos indígenas, a los que denominaba Primeras Naciones, y era de aplicación unilateral obligatoria.


La ley era amplia y buscaba la asimilación de los indios al modo de vida blanco eliminando ciertas costumbres ancestrales, obligando a dejar las familias numerosas en favor de pequeños núcleos familiares e internando a los niños aborígenes en escuelas especiales para la correspondiente reeducación, so pena de ser separados de sus padres y entregados en acogida.

Una enmienda a dicha ley, añadida al año siguiente y conocida como Potlatch Ban, vetó específicamente el potlatch. Por supuesto, los afectados lo consideraron una injusticia y algunos desobedecieron abiertamente; al principio no hubo represalias pero a partir de 1921 se produjeron detenciones, terminando una veintena de individuos de ambos sexos en prisión.

El potlatch formaba parte de la tradición de pueblos de habla na-dené (Haida, Tingit), penutia (Tshimshian) y wakash (Nuu-chah-nulth, Kwakiutl), así como la cultura Salish, que ocupaban tanto el litoral como el interior de la Columbia Británica y el noroeste de EEUU.
El nombre mismo describe la idea, pues deriva del término paɬaˑč, que en lengua Nuu-chah-nulth significa regalo o regalar. No obstante, cada pueblo dotaba a su potlach de características propias. Eso sí, tenían elementos en común, como aprovechar determinados eventos sociales para celebrarlo (bodas, fallecimientos, adopciones, inauguraciones de casas y similares) y hacerlo fundamentalmente en el invierno.

Era un rito jerárquico, dirigido por un numaym, una especie de clan rico (si bien incluía también a sus miembros de clase baja y esclavos) dirigido por un anciano asociado a algún tótem. Cada tribu estaba compuesta por varios numaym, cada uno de los cuales contaba con un centenar de personas aproximadamente.

Por lógica, únicamente los acomodados tenían capacidad suficiente para llevar a cabo esa costumbre; de hecho, los cabezas de cada uno rivalizaban entre sí en hacer ostentación de regalos y si pensaban que no habían alcanzado nivel suficiente quemaban en una hoguera lo restante.

Originalmente las dádivas eran en forma de cosas físicas y almacenables, como  pemmican (carne de foca desecada), pescado, aceite, canoas, pieles, esclavos o coppers, unas láminas de cobre procedentes del forro de los barcos que se labraban en forma de T y hacían la función de joyas suntuarias.

Sin embargo, el contacto con el hombre blanco trajo un enriquecimiento generalizado a través del comercio de forma paralela a un desplome demográfico por la ausencia de defensas naturales ante las enfermedades.

Ello cambió el concepto del potlatch: un numaym hacia de anfitrión de otros, que se reunían sentándose según su jerarquía y siguiendo un estricto protocolo para recibir la distribución de derechos de caza, pesca y recolección en el territorio. O sea, se pasó de dar bienes físicos a privilegios sobre los recursos naturales. Todo ello acompañado de danzas rituales en las que los oficiantes iban ataviados con las máscaras que representaban a sus respectivos clanes.

No resulta difícil entrever que en el fondo se trata de una compleja forma de relación social, tanto en el orden externo (entre pueblos y tribus) como en el interno (dentro de cada numaym mismo e incluso de cada familia), para estructurar la división de la riqueza, lo que de paso sirve para determinar la primacía de un clan sobre otro y transmitir los privilegios a los sucesores.

Y es que lo que el potlatch ponía de manifiesto no era que el poder político estuviera en manos de quien poseyera mayor poder económico sino de quien distribuyera mejor los recursos. Dicho de otra forma, el que más repartía alcanzaba la supremacía porque superaba en prestigio a los demás.

Claro que esta descripción del potlatch es general -basada en los estudios sobre los indios Kwakwaka’wakw de Vancouver- y en cada pueblo adoptaba características diferentes e incluso había varios tipos.

Con el tiempo, los más humildes empezaron a reclamar derechos de los que hasta entonces se hallaban privados, con lo que los privilegiados tuvieron que aumentar la cantidad de los regalos y extender el abanico de beneficiarios para poder competir con sus rivales y mantener su posición social.

La consecuencia de ello fue la dilapidación de enormes cantidades de bienes porque a veces aún sobraban cosas y lo que se hacía entonces era, como decíamos antes, destruirlas sin más. Dicha destrucción podía alcanzar niveles asombrosos: casas, parcelas, canoas…

Los antropólogos suelen interpretar esto como una fórmula de adaptación geográfica a los recursos disponibles, es decir, un pueblo que pasase por un período de escasez podía beneficiarse de la generosidad de otro que tuviera una situación boyante; y viceversa, pues era impensable no devolver el favor cuando hubiera ocasión.

Pero los blancos decimonónicos sólo vieron en ello un derroche absurdo, de ahí que incitaran al gobierno a la prohibición secundados por las empresas (que sólo encontraban personal indio en verano, porque en invierno se dedicaban a gastar las ganancias de aquella forma inconcebible) y los religiosos, que denunciaban la inmoralidad de que algunas mujeres tuvieran que prostituirse para poder saldar las cuentas de los potlatch de sus maridos.

Así que la enmienda citada lo tipificó como delito menor, sancionando con pena de prisión de dos a seis meses tanto la participación en esa fiesta como la incitación a su celebración.
Decíamos al comienzo que la aplicación práctica de la ley fue un fracaso debido al arraigo de la tradición, al papel fundamental que jugaba ésta en su vida social y religiosa, al disgusto que levantó entre los indígenas y a las dificultades para controlar el vastísimo territorio por el que se diseminaban las tribus.

En contra se alzó la voz del antropólogo Franz Boas, que había estudiado el fenómeno en Vancouver y consideraba un despropósito la prohibición. Algunos agentes también consideraron innecesaria la ley, suponiendo que con el tiempo decaería la costumbre con la educación impartida a las nuevas generaciones.

La proscripción se suprimió finalmente en 1951 y los indios recuperaron el potlatch  como una forma de reivindicar su pasado y su identidad, cobrando fuerza en las décadas de los setenta y ochenta hasta la actualidad.


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