LA
INCONSCIENCIA DE OCCIDENTE
En
realidad el siglo XX fue, como todos los siglos de la Historia,
una transición,
un devenir.
La Historia de los pueblos y de las civilizaciones se parece siempre
a un ajetreado andén en la estación de trenes del devenir: andén
de idas definitivas, de vestigios y regresos, de incorporaciones. En
esa estación nada se detiene del todo, y todos los trenes acaban
yéndose. También del siglo XX solemos decir que fue el
siglo mortal para el Pensamiento:
otra mentira. Y de eso queremos hablar. De las mentiras vertidas
sobre muertes anunciadas. Cuando alguien llora por una ida (se
nos van,
dicen, el Hombre, las Ideologías, la Historia, el Pensamiento), eso
significa realmente que alguien quiere prolongar una forma de
conciencia, darle todavía carta de naturaleza, otorgarle vigencia,
concederle un último espacio para su rescate y reelaboración.
Las
dos Guerras Mundiales, y después la Guerra Fría, más tarde el
"Choque de las Civilizaciones", la
muerte del sujeto y
el fin de la primacía occidental son, todos ellos, los cantos de
cisne, las jaculatorias crepusculares de un "Occidente" que
se lamenta de sí mismo a la par que va perdiendo la capacidad
de pensarse.
¿Por qué pierde esa autoconciencia? Por la sencilla razón de que
va perdiendo la capacidad de pensar en general.
Occidente
ya no se ve a sí mismo como Civilización.
Para hacerlo, debería contar con una Filosofía, esto es, un
"paradigma" que cultivara de manera radical la arqueología
e historia de sus propias bases, un marco conceptual que fomentara
las raíces comunes que él comparte con otras culturas y
civilizaciones.
La
Edad Media Escolástica fue
una muestra de tal paradigma propio. Después devino el
paradigma humanista de
la Modernidad. Más adelante, todavía con las tropas napoleónicas
asolando Europa, y en medio de los bayonetazos y el bullir de ideas
revolucionarias, hubo intentos, personalistas ya, y muy unilaterales,
pero intentos serios de imponer un gran paradigma global: fueron los
sistemas idealistas germánicos (Fichte, Schelling, Hegel), esos
retoños tardíos de la Modernidad.
Del
abandono de los sistemas idealistas vino ya, por fin, la Era
de las Ideologías.
El Mundo Mercado de
los liberales, el Mundo Laboratorio de
los Positivistas, la Comuna internacional del
marxismo. Todo ello fue utopía, mala filosofía para las masas,
retoños de los retoños del gran paradigma
de Occidente;
todo un marco de pensamiento con auto-conciencia ya meramente
residual. La Revolución Industrial y el Imperio
de la Economía Política acabarán
por empequeñecer al gigante europeo y harán caducas las filosofías
apenas en el momento de su nacer. El Gigante Europeo sobrevivirá en
sus prolongaciones ultramarinas un siglo más, ya fuera del solar
primigenio: sobrevivirá en América, aunque en ella irá perdiendo
poco a poco su identidad nacional y su exclusivismo étnico,
haciéndose universalista.
Con
este término relativo, Occidente –ya
no Europa–
entendemos hoy todo un conglomerado de países que se fundaron sobre
la base de un paradigma filosófico-político, la Modernidad,
cada vez más cuestionado, caduco y suicida. Occidente es hoy un
cadáver filosófico. Yo le concedo toda la razón a nuestro Ortega:
Europa (y su prolongación, Occidente) no
se salvará en tanto en ella no surja una nueva y verdadera
filosofía.
La supervivencia de Europa quiso llamarse Occidente.
La Civilización se identificó estrechamente con una filosofía muy
concreta: la filosofía de la Modernidad, que llegó a su punto
máximo de degeneración en el norteamericanismo,
el American
way of life.
Ahora no vemos el recambio.
Las
pequeñas escuelas de los profesores de Filosofía hace tiempo que ya
no representan ni se representan ese "paradigma". Son unas
escuelas atomizadas, como atomizado se ve el propio gremio que
pretende "enseñar a pensar". Esas escuelas académicas
realmente no son tomadas en serio. Pueden ser fruto de modas
profesorales, editoriales, modas alimenticias, útiles a la hora de
justificar sueldos de docentes o dirigir líneas de estudio en las
ciencias sociales. Pero no "enseñan a pensar". Esto de
pensar quizá no sea enseñable: se hace o no se hace. Se piensa bien
o se piensa mal. En Occidente,
era un paradigma
global el
que obligaba a
pensar. Desde sus raíces en la Escolástica y en el Racionalismo, la
Ilustración nació redentora, impregnada de afán
didáctico y divulgador. Pero la Ilustración cortó las raíces más
hondas de su propia historia al devenir Revolución.
En
la Modernidad, fueron las guillotinas las que ahuyentaron las
componendas escolásticas y racionalistas del pensamiento, encajes
que se hallaban dentro de aquel espíritu ilustrado –en el fondo–
misionero. La Summa escolástica,
el Tratado
racionalista,
debieron ceder el paso, atemorizados por la efusión de sangre, al
libelo, a la Enciclopedia,
al panfleto, al periódico. Fue necesario dejar de pensar. La
guillotina y el experimento
científico, y después la ordenación
industrial del
mundo: esto fue la Modernidad, por encima de sus textos, Estos tres
elementos (guillotina, experimento, industria) fueron los elementos
básicos del nuevo paradigma efectivo, donde se ubicarán la mayor
parte de sus filósofos como herejes.
Deberíamos
empezar a reflexionar sobre lo que empieza a significar "Filosofía"
tras la Ilustración, tomarse en serio el abusivo e inexacto empleo
del término philosophes en
la Ilustrada Francia, lo cual representó, en realidad, el comienzo
de un abandono filosófico.
Se abandonó la Filosofía a favor de los experimentos, las máquinas,
las ideologías y el periodismo. Y la palabra "Filosofía",
banalizada, significó entonces la
ausencia de una verdadera Filosofía.
Occidente se
ha convertido hoy en una civilización auto-negadora, suicida y
masoquista, en ausencia de esa verdadera Filosofía, ausencia
registrable tras la Ilustración y la Revolución, ausencia
constatable en la retirada de lo filósofico en favor de sus
productos modernos (máquina, dominación de la Naturaleza,
ideología, opinión pública...). La propia denominación escogida,
"occidental", adoptada en principio cándidamente, con el
fin de acoger en un mismo hogar civilizatorio a las Américas y
Europa, en realidad es una decisión relativista y,
por eso mismo, muy reveladora. Los puntos cardinales son relativos a
los objetos con respecto al lugar donde nos
ubicamos, Occidente respecto
al Levante,
principalmente. Y Levante es
el judeo-cristianismo.
Occidente se
define ante todo con respecto al Oriente
Próximo que lo colonizó:
ese Levante (u Oriente Próximo) es el judeo-cristianismo.
Cristiandad y Occidente son términos que ya expresan la dependencia
de los pueblos europeos con respecto a influjos civilizatorios
ajenos.
Pero también Occidente se inventó con respecto al Oriente musulmán
que invadió su suelo, en el siglo VIII, la verdadera invasión
"bárbara" que hubo de rechazarse en Covadonga (722 d.C.) y
Poitiers (732 d.C.), para renacer de las cenizas de un mundo antiguo
ya periclitado. Un mundo que era, a la vez, celto-germánico y
romano, principalmente.
Ese
Occidente del siglo VIII es muy otro de su precedente inmediato,
la civilización
greco-romana.
Fue Oswald Spengler quien supo entender el significado verdadero de
una "herencia" cultural o civilizatoria. Quien muere y
lega, con o sin testamento, ya
no revive en su hijo heredero.
El heredero posee cuerpo propio, alma distinta, espíritu de muy otra
naturaleza. Dará las gracias por el legado, rendirá oportunos
homenajes, pero tras las exequias debidas, inmediatamente inicia su
propia vida dejando en paz a los muertos. Así fue la "cristiandad"
que nació en el siglo VIII.
En
el reino asturiano y en el Imperio carolingio se figuran los hombres
que allí, con su espada y sus bellas iglesias de nueva planta, están
rescatando el cristianismo y formas políticas fenecidas,
el Imperium.
El reino de los godos de Toledo, para los asturianos, el Imperio de
Roma, para los francos de Carlomagno, por igual, representaban el
Pasado a rescatar ante la barbarie. Quisieron hacer de corazón esto,
no hay por qué dudarlo. Pero el efecto conseguido fue otro. Se
estaba transformando el cristianismo –un cristianismo
fáustico,
lo llamará Spengler– para dar a luz otra obra por entero distinta.
Nacía Europa,
aunque para los hombres de esa dura época sólo había Restauración.
Europa
nació en el siglo VIII. Todos los siglos que sucedieron a la caída
del último Emperador de Occidente (476 d.C.) fueron
siglos preparatorios,
de fusión de etnias celto-germánicas y latinas, con vistas a crear
una nación
nueva.
En efecto, una vez rechazados los invasores vikingos, musulmanes o
magiares, esa nueva "nación cristiana" debía nacer con un
alma también nueva. Spengler veía un continuum entre
la sed de espacios infinitos de los navegantes del Norte, del siglo
VIII y IX, y los de las naves españolas del XVI, de los cruzados del
XIII o de los viajeros espaciales del XX. Se trataba, en el momento
fundador del siglo VIII, de parir un alma fáustica,
reconocible en las demás empresas, alma bien distinta del
alma habitante
de la cueva (el
alma "arábiga") del musulmán, que también era la del
cristiano oriental y el de la Antigüedad tardía.
Según
el filósofo de La
Decadencia de Occidente,
el alma naciente, fáustica,
era un alma por completo diferente del alma greco-romana clásica (el
alma "apolínea"). En contra de lo sostenido por el
humanismo clasicista, Spengler sostiene que los griegos y romanos no
eran –anímicamente– nuestros ancestros. De hecho, las constantes
comparaciones entre ellos y nosotros impiden una verdadera
auto-conciencia de los occidentales. No
hay progreso de Edades,
dice el filósofo germano. La sucesión en tres Eras, Antigua,
Media y
Moderna,
ya no es valedera. Sin embargo, toda la magna obra spengleriana está
recorrida por una idea similar a la de Joaquín de Fiore (Edades
del Padre,
del Hijo y
del Espíritu),
pero descrita en forma de parábola o ciclo vital: nacimiento,
mediodía, declive de una Civilización. Son los tres momentos en la
vida de un hombre, de un animal, de una planta.
El
declive de nuestra Modernidad Occidental ¿acaso no lo estamos
pensando acorde con esos mismos modelos trimembres? Nietzsche vio que
no era tan "natural" nuestro declive. Fue una ponzoña, el
cristianismo, la que explica nuestro ocaso; ponzoña que explicaría
la ruina de lo que, a decir suyo, habría de ser una de las más
grandes creaciones del género humano: el Imperio de Roma, una
creación destinada a durar, que sin embargo fue asesinada. Otro
tanto, Spengler no dejó de pensar la decadencia de Europa con la
analogía de la decadencia de otros Imperios civilizatorios, el
romano muy principalmente. Pero ese Imperio de Roma fue, a los ojos
del autor de La
Decadencia de Occidente,
en puridad, la inflación de una urbs,
de una polis en
el sentido antiguo y apolíneo, una realidad puntiforme que
puede multiplicarse en ciudades provinciales calcadas de la capital,
la Roma que puede ser la dueña despótica de mil países y razas,
pero siempre y ante todo, una ciudad.
La vejez de la urbe romana, hipertrofiada en forma de Imperio
barbarizado y decadente, no puede ser comparable a la vejez de
la nación
Europa,
plural y policéntrica. Morir de cáncer, morir de viejo, morir
asesinado... Son distintas formas de morir.
La
ciudad imperial murió cuando nacieron las Provincias, esas
proto-naciones (Galia, Hispania, Britania, Germania...). Las cosas
cambiaron, se transmutaron esencialmente tras un largo proceso de
simbiosis entre los pueblos del Norte y los del Sur de Europa: en
breve, la simbiosis de las naciones celto-germanas, una vez liberadas
del yugo romano, en el Norte, y las provincias romanizadas del Sur.
Se
necesitaron las invasiones islámicas y una fuerte conciencia de
defensa de un alma, una identidad, para crear una nueva nación, a su
vez formada por muchos pueblos. La cristiandad medieval de Occidente
fue una creación de nuevo género. El Beato, desde las montañas
asturianas de la Liébana, en la España norteña, rompe con una
Iglesia mozárabe de Toledo, colaboracionista con los invasores
africanos. Ese episodio del reino de Asturias, y el acercamiento
eclesial de la España nórdica a los carolingios, es el símbolo
inequívoco de la ruptura
entre los dos cristianismos.
La cristiandad mozárabe y "arábiga", por un lado, frente
a la nueva cristiandad nórdica, fáustica, la de astures y francos.
De la misma manera, los desencuentros de los cristianos bizantinos
con la Iglesia romana, "franca" o "latina", a lo
largo del Medievo marcan la pauta: hay dos cristianismos desde el
siglo VIII. Cristiandad y Occidente no son coextensivos.
Spengler
realza en su obra la transmutación del cristianismo en esta parte de
Occidente. Desde el siglo VIII vacilantemente, y en el siglo X en
toda su plenitud, el cristianismo se escindió: fáustico en
el Norte y el Occidente de Europa, oriental o "arábigo" en
el resto. Rechazada la orientalización del
continente europeo tras las batallas de Covadonga y Poitiers, la
balbuciente Europa nace como fusión espiritual –y en gran parte
biológica– de una confusa barahúnda de pueblos. Romanos
germanizados y celto-germanos latinizados; también nace esta gran
nación con
una gran superestuctura bicéfala: Imperium y Ecclesia.
En
Europa no hay "califas",
en ella debe existir la bicefalia de autoridad. Ambas cabezas se
definen mutuamente desde el siglo III d.C. Ambas preexistían desde
los tiempos de Roma, ambas se combatían y delimitaban celosamente
sus esferas de actuación, las dos con idéntica vocación
absorbente. Jamás
se olvida la Antigüedad.
Como bien decía Ortega, el hombre medieval, el cristiano de
Occidente, vivía en dos estratos. El raso, crudo y siempre bárbaro
en una buena medida, en el que debía pelear con el acero, y con él
defender la tierra, la sangre, la fe; éste era el estrato medieval,
guerrero, "oscuro".
Pero
había otro estrato superior, "luminoso", que aún el más
iletrado de cuantos hacían
la Historia en
pleno medievo, ya fuera caballero o clérigo, nunca perdía de vista:
el estrato que apuntaba hacia la existencia de una realidad superior,
la realidad de un Imperium,
un Estado fuerte, un derecho público, una moralidad y una legalidad
allende las puras y bárbaras relaciones de fuerza. Esto se deja ver
en el Asturorum
Regnum,
y en sus descendientes políticos (León, Castilla…): el "tropismo"
hacia el Sur, la Reconquista hecha casi desde el principio bajo
un ideal imperial.
Se aprecia conscientemente en Carlomagno, y en el fruto tardío de su
sueño, el Sacro
Imperio Romano Germánico,
así llamado de forma exactísima. Incluso se aprecia en el Imperio
hispánico de los Austrias, otro retoño muy retrasado de la
doble alma,
escalonada, del cristiano occidental.
Como muy
bien señaló don Claudio Sánchez Albornoz, el español, para lo
bueno y para lo malo, trasplantó el espíritu medieval de la
Reconquista a las tierras americanas [1]. Con las carabelas, naos, y
después los galeones, aquellos hidalgos, frailes y labriegos, fueron
–todos ellos– a un nuevo mundo henchidos de ansia de expansión.
Justamente después de que ocurre la toma de Granada a los musulmanes
se inicia la conquista al otro lado del Atlántico. Los españoles
conquistadores, en pleno siglo XVI, fueron a las Indias en busca de
tierras nuevas imbuídos de mentalidad medieval. Y no fueron desnudos
de "superestructuras" medievales. Llevaron al Nuevo Mundo
unas superestructuras nada burguesas. Los vicios de aquella Castilla
tardo-medieval eran a la vez sus virtudes en el momento de la
Historia en que la mayor parte del mundo, salvo un puñado de
ciudades italianas o nórdicas, aún no era burgués.
[1] La
Edad Media Española y la Empresa de América,
Madrid, 1983.
El Imperio
Hispánico fue
la antítesis del mundo burgués, su enemigo irreconciliable en el
lapso de los siglos XV-XVII, un momento en que se estaba afianzando
la burguesía apenas en unas pocas ciudades. Todos los resortes del
poder burgués se ponen a punto para minar esta idea hispana
del Imperium,
un Imperium que
recoge los ideales eternos romanos: Universitas
Christiana.
Pero esta ordenación del mundo se entendió bajo la esfera pública
y la subordinación de todo personalismo a una Ley imperante. Ley
imperante humana sometida,
a su vez, a un decreto divino. El dominio
del capital,
que va anidando en las ciudades italianas y centroeuropeas cada vez
más desleales al Imperium
germánico,
encuentra en el Imperio de los monarcas españoles su más
encarnizado enemigo.
La
dominación al modo hispánico en el Siglo de Oro, se despliega, a
los ojos de la burguesía y de sus lacayos modernos, los
"progresistas", como un engendro repleto de
contradicciones. El "medievalismo" que se le atribuye al
Imperio hispánico, con todas sus supuestas taras (ideales de
Reconquista o Cruzada, valores caballerescos frente a valores
burgueses, falta de productividad e integrismo religioso), se
reconcilia mal con la enorme modernidad de los desarrollos jurídicos
y administrativos de los Habsburgo españoles, poco o nada
"feudales". Que el enorme Imperio hispánico fue gobernado,
a pesar de la ruda tecnología física de la época, con
una praxis administrativa
y legal muy modernas, y con una idea dominante, sutilísima, de un
Derecho Público objetivo e incontestable, debería hacernos meditar.
Los
italianos, los franceses, los ingleses, hubieran establecido enclaves
comerciales y colonias "privadas", en lugar de emprender la
Conquista "pública" de las Indias, afirma Sánchez
Albornoz. Conquista hicieron
los españoles, no colonización. Los europeos no hispanos, por el
contrario, demostraron su
muy otro talante en América del Norte y en el resto de los
continentes. La Cultura Clásica (Filosofía Escolástica, Derecho
Romano, proyecto de Imperium
Universal)
sobrevivía en la monarquía de los Austrias, y durante un siglo
–siglo "Moderno"– representó la cosmovisión
alternativa a la sociedad burguesa.
Como
señalaba Werner Sombart [2], esa sociedad burguesa ya anidaba en los
más oscuros siglos de la Edad Media. Los castillos de los señores
no siempre fueron sumideros del despilfarro; en alguno de ellos ya
comenzó la previsión, la mentalidad ahorrativa y utilitaria. Los
monasterios, como ya vio también Lewis Mumford, fueron verdaderos
centros de innovación y planificación de la explotación, del
rendimiento, del cálculo agronómico, y centros donde el Tiempo
comenzó a medirse, pautarse y valorizarse. El reloj mecánico vino
precedido de la comunidad de hombres férreamente regulados por las
"horas". Igualmente, la Piratería –nunca del todo
escindida del Comercio– constituyó una de las raíces del espíritu
burgués, que no sólo tomó de la religiosidad Protestante el
espíritu ahorrativo, la abnegación en el trabajo, la ascesis
profesional (Weber), sino también el espíritu
de rapiña (Spengler).
[2]
Sombart, Werner (1913), Der
Bourgeois: zur Geistesgeschichte des modernen Wirtschaftsmenschen,
München, 1920. Traducción
al castellano, El
Burgués: Contribución a la Historia Espiritual del Hombre Económico
Moderno,
Madrid, 1993.
La
Modernidad, desde el siglo XVI, fue aderezando Europa, y alzándose
como proyecto de mundanización del
cristianismo fáustico (cristianismo no entendido como renuncia al
mundo sino como sed de infinito, voluntad de Poder, expansión
geográfica y dominación tecnológica del mundo). La vertiente
hispana de esa modernidad europea fue marginándose cada vez más, a
pesar de sus enormes contribuciones iniciales. Véase, en clave
spengleriana, el significado las carabelas de Colón, vistas por el
filósofo germano como una versión renovada de la expansión vikinga
o como antesala de los viajes espaciales. Véase, igualmente en clave
spengleriana el enorme papel de la Monarquía hispana en el
desarrollo de la alambicada política de gabinete, de la diplomacia
del equilibrio europeo, de la dominación burocrática del mundo, una
dominación efectuada desde gabinetes y escritorios, no sólo por
medio de los Tercios y la Armada.
Esa
Monarquía Hispana pudo ser una alternativa neo-medieval al
Orden Burgués. Lo fue en la parte del mundo donde la Idea de
un Imperium se
concilió con la Idea de la Catolicidad,
hasta llegar a su ruina en la Guerra de Sucesión, a comienzos del
siglo XVIII. La Monarquía Católica, la española y la de la América
Hispana, fue irreconciliable con los demás signos de la
Modernidad. Moderna en
su incipiente concepción burocrático-militar del Estado, pero
radicalmente refractaria a lo burgués. El interés "privado",
la acumulación crematística, la concepción profana, personalista y
subjetivista, de la vida, el triunfo del espíritu de "industria"
frente al espíritu militar (por retomar aquí la distinción de
Herbert Spencer), nada de esto encajaba con la civilización hispana.
Lo Hispano era lo "anti-industrial".
No
sería descabellado sostener que la reaparición del espíritu
militar imperial, pero en una síntesis más elevada, absorbiendo el
espíritu industrial (en lugar de contradecirlo), acontece en Prusia,
la Prusia de finales del XIX y comienzos del XX. El imperialismo
germano combinó la existencia de una sociedad civil industriosa y un
nivel tecnológico muy elevado, con el espíritu militarista, basado
en los principios de jerarquía, servicio ("El
Rey es el primer servidor del Estado")
y lealtad. De las ideas de Spengler se deduce que el factor
comunitario es el que hubo de variar considerablemente a la hora de
cotejar ambos imperialismos, el hispánico y el prusiano. La española
fue monarquía católica,
esto es, universalista por esencia; la communitas se
corresponde con una asamblea (Ecclesia)
de almas, en torno a una fe. Ramiro de Maeztu habría de rescatar del
olvido, ya en el siglo XX, esa idea "espiritualista" y
"dogmática" (en absoluto nacional o racial) de
la hispanidad [3].
[3] Ramiro de
Maeztu, La
Crisis del Humanismo.
Muchos
otros autores son críticos para con el débil
sentir nacionalitario de
España, nación hoy casi dispuesta a fragmentarse, lo cual estaría
relacionado con ese mismo proyecto universalista, quebrado a partir
de la independencia de las repúblicas americanas a lo largo del XIX.
Pero, por el contrario, la monarquía prusiana incorporó ya,
siguiendo a Spengler, las más adelantadas ideas y logros técnicos
de la ciencia moderna. La Comunidad ahora
no será una sociedad de orantes (de
soldados, labriegos y frailes) sino de productores,
de obreros y profesionales titulados, una base social amplia de
hombres con preparación científica. Prusia contaría con una base
civil que pudiera aportar la sangre, los músculos y los cerebros a
la nación. Así concebía Spengler el "socialismo prusiano".
En el socialismo prusiano ya
hay nación.
En el Imperialismo castellano, el parto nacionalitario,
las Españas de ambos lados del Océano, fue infructuoso, o al menos
parcialmente fallido.
Entre
el tiempo de la Monarquía Católica hispana (siglos XVI y XVII) y
el Reich
prusiano (siglos XIX-XX), se abre la esfera multinacional de
la Europa
de los equilibrios.
Occidente se forja en la pugna por los océanos y en la pugna por los
territorios, en medio de esa Europa de los equilibrios, los
equilibrios de tregua entre potencias y guerras sometidas a pauta,
alianzas entre "potencias" para que ninguna se alce como la
única, control de potencias secundarias para evitar la desmesura. Es
un periodo en que Europa se configura como un espacio colonizador y
guerrero en las Américas, y como un espacio guerrero y diplomático
en el Viejo Continente. La colonización de las potencias
hegemónicas, dentro de su limes propiamente
europeo, adquiere también visos de crueldad. Imposición de una
lengua oficial, imposición de un credo oficial, uniformización
étnica pareja a la uniformización jurídica y política.
En
realidad, los procesos nacionalitarios de la Vieja Europa
constituyeron "violencias" contra las innumerables patrias
que la conforman, violencia de la nación grande sobre la patria
pequeña. La creación de mercados "nacionales" y de
"Estados-naciones" fueron procesos subyacentes a esa Europa
de los equilibrios. Las naciones se entendieron como "potencias",
y ser potencias implicaba a) jugar un papel de hegemonista o
equilibrador en el juego europeo, b) colonizar el lote de tierras
ultramarinas correspondiente, y c) colonizar las regiones y las
nacionalidades internas, buscando la homogeneidad, bloqueando
cualquier asomo de fractura posible o deslealtad al proyecto
unitarista.
Los
nacionalismos centrípetos, italiano y alemán, se sumaron a ese
proyecto contemporáneo, post-napoleónico, de una Europa de los
equilibrios. Los regionalismos y nacionalismos centrífugos, por el
contrario, chocaban de frente con la idea sub-imperial del
Estado-nación, contradecían la idea de la balanza de las "potencias
europeas". La idea sub-imperial prevaleció entre nosotros hasta
1945. Se trataba de ahogar (con sangre, en el olvido, con la
represión pedagógica) toda divergencia étnica. La nación
"canónica" era el núcleo duro de las potencias. Los
ingleses aparecen como nación canónica para el Imperio británico:
escoceses, galeses, irlandeses, aparecen bien como colonizados o bien
como "socios" de segundo orden. Los franceses, pero no los
vascos o los bretones, pero no los alsacianos o los provenzales, los
franceses, decimos, serán ejemplo perfecto de la nación "canónica".
En
el caso español, de haber triunfado el proceso nacionalitario,
Castilla debería haber sido el núcleo de nación canónica de un
Imperio Universal rebajado ahora a la condición de potencia nacional
de segunda fila. Pero Castilla entró en la modernidad demasiado
débil para ejercer ese papel. En la historia del Imperio hispánico
se echa de ver cómo tras la idea del Imperium puede
albergarse la pluralidad étnica, regional, nacional, confesional que
rebrota tras cada retirada de lo imperial. Lo imperial no tiene por
qué matar la pequeña nación, el Estado-nación en sí. La idea
imperial no contradice la pluralidad de fueros, etnias, confesiones.
En cambio, en la idea sub-imperial del Estado-nación, de la
"potencia", se tiende al unitarismo, a la colonización
interior. La manera en que Londres o París arrasaron las "patrias",
las lealtades y querencias locales y regionales, es un pecado que
ahora va pasando factura, pues Europa desde siempre es pluralidad de
pueblos arraigados. Ahora las naciones-Estados no son nada ante los
flujos migratorios internacionales, alimentados desde las
corporaciones transnacionales. La pluralidad interna debe ahora ceder
terreno ante el "multiculturalismo" impuesto.
Deben
distinguirse dos clases de pluralidad, pues, y su exacta delimitación
constituye la encrucijada en que nuestra Civilización se halla. La
pluralidad basada
en el arraigo es
la pluralidad de grupos étnicos, en el fondo emparentados, que
cohabitan en las mismas regiones o países desde hace siglos, cuando
no milenios. Pongamos un ejemplo. La etnicidad del vasco, tan
distinta a ojos de un asturiano o un gallego, por ejemplo, en el
contexto común de la península ibérica, semeja ser una etnicidad
muy cercana a la del castellano de la Meseta Norte, más castellano
que el castellano, por decirlo así. Las fronteras permeables durante
siglos, el cruce de genes, el dato de que la hechura del castellano
en tiempos de la Reconquista sea fruto de una agrupación de gentes
cántabras, vasconas y mozárabes (godos e hispano-romanos huídos de
la ocupación mora) puede ser un buen ejemplo de lo que decimos,
etnicidad basada en el arraigo y de mezcla lenta.
La
historia secular explica el arraigo y la vecindad, acaso el
mestizaje, de las numerosas etnias constituyentes. Quizás entre cien
y doscientas unidades étnicas nativas, todas muy cercanas entre sí,
mezcladas o con fronteras regionales permeables, sean las que
conviven por debajo de los "Estados-naciones" europeos
actuales. En realidad, a partir del siglo VIII esas unidades fueron
federándose unas a otras. Los reyes, la nobleza, la Iglesia, todos
esos actores supieron contar con esas unidades, pasando por encima de
ellas, fundiéndolas o limitando sus esferas de poder. Lo
político y lo étnico se distinguieron en Europa desde sus mismos
inicios como civilización, a principios del siglo VIII,
justo como también se distinguió lo político y lo religioso.
De
muy distinto jaez es el actual "multiculturalismo", es
decir, la convivencia forzada de
personas de culturas planetarias muy alejadas, causada por la
importación que los capitalistas hacen de mano de obra extranjera
muy barata, al precio de romper la identidad de los pueblos y la
convivencia entre los hombres.
La
idea de Imperium es
intrínsecamente multi-étnica. La propia escala en la que se mueve,
la escala universal, cuenta ya con la diversidad de etnias,
nacionalidades, principados, reinos, ciudades autónomas,
corporaciones, regiones, cantones. Si hay simbiosis, si hay arraigo,
existe la posibilidad de un Imperium
aglutinante.
Éste es el modelo germánico (el Sacro Imperio Romano Germánico)
frente al modelo romano (Imperio absorbente).
Debemos
distinguir la idea imperial aglutinante de
la idea imperial absorbente.
En esta última hay un patrón inicial, fundador y modélico, que se
aplica y trasplanta a todas las unidades conquistadas, colonizadas,
administradas. La urbs romana
de la Antigüedad se multiplica, se distribuye, se reproduce
totalitariamente en cada una de las capitales provinciales. Si una
ciudad se conservaba "indígena" en su esencia y en su
apariencia, eso era señal de que allí el Poder de Roma no se había
asentado plenamente. Nos parece que la monarquía hispana, un milenio
largo después, reproduce todavía muchos aspectos del Imperium de
Roma: multiplicación, "clonación" del módulo inicial,
castellano, en las Indias.
Todavía
hoy se aprecia perfectamente en el casco antiguo de las más viejas
ciudades americanas ese indiscutible aire castellano y andaluz. Los
acentos, las músicas, los ritos católicos, las formas políticas y
artísticas (barrocas, hispano-meridionales) son las del módulo
castellano. Las formas de una Reconquista tardía y trasplantada
allende los mares, y las formas de un Barroco, igualmente católico y
meridional que, al arraigar, hubo de hacerlo entre los climas y las
culturas ya arrumbadas de los indios. Poco se aprecia en las
Américas, sin embargo, del rastro de las gentes norteñas en esa
fase del Imperium
hispano (gallegos, asturianos, vascos), aunque formalmente eran parte
de la Corona de Castilla, y ello a pesar del enorme caudal de
emigrados que aportó a la sangre americana, caudal que, no obstante,
se intensificó una vez desaparecido el Imperio y, por tanto, no se
expresó objetivamente pues ya se había dado la cristalización de
sus formas características.
La
presencia de la cultura clásica, y de las formas
político-administrativas del Imperium romano,
dentro del orbe católico e hispano era muy fuerte, y se hizo
contando con un módulo, el castellano, que a la altura de finales
del siglo XV, parecía prometedor y suficiente. Esa Castilla pujante,
recién salida de guerras civiles y crisis graves, no pudo llevar a
cabo –no obstante– un proceso nacionalitario en la propia
península ibérica, pues el "entorno" inmediato de la
Corona de Castilla, absolutista y teocéntrica, era más bien similar
al del ámbito feudal y germánico. La situación de la Corona de
Aragón, excluída de la Conquista americana, con sus propios fueros
y Cortes, mal integrada y a veces mal avenida con la de Castilla,
debe recordárnoslo. Y el propio Norte peninsular, recientemente
anexionado, era matriz de origen de Castilla, pero también
una alteridad
frente a ella (Asturias, Galicia, Vasconia).
La
Modernidad debía arrancar como una muerte del Clasicismo, y la
propia historia de España es muestra perfecta de ello. En la España
peninsular se amontonaron las contradicciones. La Conquista de
América aparece paradójicamente como continuación de la
Reconquista a los moros, pero también como inicio de la Era de los
descubrimientos Imperio no colonial sino multiplicativo de una
Castilla totalitaria, pero al mismo tiempo debilidad de una
proto-nación –Castilla– que había abortado su incipiente
burguesía y, por tanto, los procesos nacionalitarios.
Con
su habitual extremismo, dice G. Faye en "La
Modernidad: Ambigüedades de un Concepto Fundamental" [4]
que tenemos que plantar cara a este concepto ambiguo, oscuro, que
atrae lo mismo que repele. Faye sigue a su vez a Spengler, "para
quien la modernidad escondía, a la vez, la vitalidad de una
transformación optimista del mundo y las tendencias mortíferas de
una ideología abstracta, que pretendía normalizar todo el
planeta" (op.
cit.,
p. 169). Pongamos a cada lado, para contrastar, dos imágenes: la
conquista del espacio exterior y demás logros fáusticos, propios de
la dominación técnica de la Naturaleza, por una parte, y la
sequedad cadavérica de las grandes urbes mundiales, sin alma, sin
"cultura", habitada por hombres cosmopolitas, inanes,
carentes de raíz. Para Spengler, como para Faye, la Modernidad
repele y atrae. Y hoy, tras el fracaso del reparto "ideológico"
de la Guerra Fría, la dúplice condición de la Era que nos toca,
fáustica y decadente a la vez, sigue desconcertando.
[4] Artículo
que figura en la antología de trabajos de Alain de Benoist y
Guillaume Faye, Las
Ideas de la "Nueva Derecha". Una Respuesta al Colonialismo
Cultural,
Barcelona, 1986; pp. 169-183.
La
frialdad de la Era burguesa, Era "calculística" (W.
Sombart), ha tocado techo. Se ha dado de bruces precisamente con la
caída del Telón de Acero, el derribo del Muro de Berlín, y del
"fin de las ideologías". Las ideologías, esos productos
para-racionales ingeniosamente elaborados por doctrinarios, cócteles
fabricados a partir de tardías filosofías de la Historia, pierden
día a día vigencia y visos de efectividad. Ya no es posible creer
en una lucha entre (neo) liberalismo frente al comunismo. Los dos
mundos ideologizados en realidad se reducían a uno solo,
tecnocrático y cientifista.
La
marcha de la Historia ya no conoce aquellas luchas ideológicas de
hace unas décadas. La Historia se mueve hoy en día sin el disfraz
de las doctrinas "modernas" sobre una sociedad ideal. Es la
lucha de Civilizaciones la que hoy regresa (Huntington). El mundo se
ha reordenado rápidamente tras la caída de la URSS y el declive
norteamericano. Son civilizaciones recíprocamente inasimilables las
que hoy se enfrentan por la hegemonía. Al menos por una hegemonía
regional, ya no planetaria. Asistimos en estos momentos a la
imposibilidad, al fracaso de la hegemonía universal norteamericana,
que ha querido encarnar metonímicamente lo "occidental" y
presentarse como vehículo transmisor de la occidentalización del
mundo. Aquellos que soñaron con el Fin de la Historia (Fukuyama), y
sus fantasías de fusión de un neoliberalismo económico con
un norteamericanismo
cultural,
deberían quedarse perplejos al observar el auge, igualmente
neoliberal, de potencias regionales emergentes y que, a nivel
cultural, saben adoptar solamente lo
justo de
tal norteamericanismo cultural.
La Era
burguesa se liquidó, pero eso no significa que el capitalismo haya
desaparecido. Antes al contrario, el capitalismo más feroz y suicida
(en términos de suicidio de especie, y suicidio etno-cultural)
triunfa por doquier. Pero es un capitalismo mundial que no
representará el sueño de la Aldea Global por vía del "Mercado
Mundial". Más bien será el capitalismo pivotado sobre Estados
centrales, sobre centros cuasi-imperiales, ejerciendo su dominación
hegemónica imperfecta sobre una región del planeta. Así, por
ejemplo, es el capitalismo chino el hegemónico en el Extremo
Oriente, y el que se va a enfrentar el capitalismo de Occidente. De
hecho ya lleva años haciéndolo. Eventualmente, el enfrentamiento
concernirá cada vez más al capitalismo ruso, al hindú, etc.
Las
alianzas, como pronosticó Huntington, así como la identificación
de los "enemigos" , son acontecimientos que se
desarrollarán en función de afinidades civilizatorias. La
Modernidad ya no es burguesa: la lucha de proletarios contra patronos
ya no marcará el destino, y menos aún la lucha entre Sistemas
(socialista, corporativista, liberal…). Asistimos a la
vuelta del lenguaje histórico.
La Historia ya habla por sus propios fueros, y no precisa más del
disfraz económico-ideológico.
La
Edad Media europea se esclarece, toda ella, por la resistencia de la
Cruz ante la Media Luna, si bien hubo entonces, igualmente, luchas
entre etnias, reinos, así como guerras por el control de rutas y
recursos. Pero esas guerras económicas, de razas o de reinos ¿fueron
la clave del Medievo? Todo se subordinó, durante largos siglos de
hierro, a la lucha civilizatoria. Yihad,
Reconquista, Cruzada, etc., son ya, de nuevo, conceptos del lenguaje
histórico. No constituyen un revival medieval
en medio de un mundo frío, tecnologizado y capitalista. En absoluto.
Son estos conceptos destino,
y nada más que destino. La diferencia entre este tramo del ciclo que
estamos viviendo, y el medieval o el renacentista (Covadonga,
Poitiers, las Navas de Tolosa, Granada, Lepanto), es que las otras
civilizaciones más alejadas del Mare
Nostrum también
entran en escena. Es evidente, ahora las distancias son más cortas,
y en medio de las "guerras santas", Rusia, China, India,
quizá Brasil o Sudáfrica tendrán algo que decir.
Estas
potencias regionales, sub-imperiales, serán el objeto futuro de los
desvelos de esta Europa cansada y de rodillas. Europa tiene el Islam
demasiado cerca, y éste ya se está volviendo demasiado violento e
inseguro. Además es la civilización foránea más incrustada en el
seno de la vieja Europa. La "Nación de la Cruz", surgida
allá en el siglo VIII y que arranca con el reino asturiano y el
Imperio carolingio, conoció, desde su fundación como cristianismo
fáustico, un proceso de hiper-espiritualización. De su vieja sed de
infinito, de espacios inmensos y aventuras, hasta la frialdad, la
cobardía, la parálisis. Como señaló G. Faye, en la misma línea
de Spengler:
"Según
Spengler, lo moderno señala el fin de las Hochkulturen, las
altas culturas, y termina en la Era de la
espiritualización (Vergeistigung) de
los pueblos, y por consiguiente de su fuerza vital. Los tiempos
modernos rompieron el equilibrio entre la vida y el espíritu
intelectual, en beneficio de este último, como señaló Helmut
Klages, y empujaron al racionalismo hasta el escepticismo y la
pérdida de sentido" (op.
cit.,
p. 172).
Ésta
es, pues, la Era de la “moral chata” (Verflachung)
y del nihilismo, una Era de espíritus sutiles, alambicados,
asténicos, de seres acomodaticios, ávidos de "seguridad";
una Era en la que los valores marciales decaen estrepitosamente. El
nihilismo, el "materialismo", la androginia, el pacifismo y
demás tendencias enfermizas de nuestra Europa decadente son síntomas
que ya habían sido detectados hacía décadas por Nietzsche,
Spengler, Heidegger, Klages, etc. Antes que todos ellos, y por
supuesto, antes de que toda "Nueva Derecha" o "Revolución
Conservadora" alemana, esos síntomas fueron señalados por
Nietzsche con gran audacia.
El
gran Nietzsche contrapuso –de manera anti-progresista– las
"Edades oscuras" a nuestra propia oscuridad contemporánea.
El alma viril y los siglos de hierro (micénicos, vikingos,
Reconquista, Cruzadas, etc.) no tienen por qué concitar más
condenación que nuestros horrores civilizados y ultra-técnicos. Hoy
se asesina "en
vivo y en directo",
se mata "en
tiempo real".
El espectáculo reciente del asesinato de cristianos y occidentales,
gratuitamente distribuído en la Era del satélite y de Internet,
mientras el "pueblo" devora hamburguesas y se lleva las
manos al cuello, con leve angustia, esperando a ser el próximo
cordero de Alá, es algo que debe hacernos meditar. La ONU, la UNESCO
y todos los que se suman al proyecto mundial de "educar a la
ciudadanía" predican tolerancia, pero la
palabra "tolerancia" se
va volviendo odiosa en medio de este ambiente.
El
consumidor satisfecho espera aún del "amigo americano"
(EE.UU.) un desembolso en moneda, un gasto en bombas, para detener
así, desde el cielo, a los monstruos integristas que siegan vidas de
forma mediática. Pero junto a esa pereza occidental, y a ese
abandono del instinto de supervivencia, campa un intelectualismo
extremo, que lleva al hombre europeo a plantear las más peregrinas
justificaciones del terrorismo fanático y a aceptar la imposición
del islamismo sobre tierras y gentes que nunca formaron parte del
área civilizatoria de la Media Luna. Cuando una civilización decae
y su instinto colectivo de defensa agoniza, nunca faltan los
masoquistas y las víctimas del Síndrome
de Estocolmo,
que desean adelantarse a futuros dolores o abrir las puertas de las
murallas al bárbaro.
Todas
las civilizaciones decadentes se comportan de análoga manera. Cuando
la voluntad colectiva flojea, el espíritu se vuelve gélido entre un
mundo de piedras, ladrillos, acero y cemento, el mundo sin alma de la
Gran Ciudad. Los hombres se vuelven "inteligentes", pero
cobardes. No desean luchar una vez que en su sangre ya no existen
gérmenes claros a los que poder prestar oído y obediencia. Hay en
la sangre una voz que todos los pueblos sanos perciben con claridad
cuando se ven en peligro: la voz del Nosotros.
Y otro tanto se ha de decir de la tierra ¿Qué es la tierra para un
nómada? Para un nómada de sangre fuerte, dice Spengler, en plena
fase ascensional de su cultura, la tierra es elemento de conquista,
objeto de depredación, algo sobre lo que se desplaza a uña de
caballo, extensión del propio yo cuando éste conquista el mundo.
Ahora
bien, el nómada post-burgués, urbano, civilizado, no sabe nada
sobre la tierra. Duerme y habita en pequeños apartamentos en
vertical, en unas torres nada señoriales, que más que símbolos de
fuerza y dominación se alzan como verdaderas colmenas humanas. El
nómada civilizado vive a gusto en Nueva York, Shanghai, Londres o
París. No hay patria alrededor de las macro-ciudades mundiales.
Podría vivir igual en cualquiera de ellas.
Esas
urbes para los nómadas ya no son, no necesitan ser, capitales de
"naciones", "patrias" ni mucho menos, centros de
civilizaciones. Son cuadrículas geométricamente transportables. Son
la expresión de un espacio abstracto y homogéneo. Ni uno solo de
esos nuevos cosmopolitas nómadas se ve a sí mismo como "hijo
de una patria" o representante de una Civilización. El problema
para ese nómada sin historia es que en este mundo "ha vuelto la
Historia", y ha vuelto a hablar su propio idioma, esto es, el
lenguaje de las armas y de las efusiones de sangre, y los otros, los
bárbaros, ven en el neo-nómada occidental poco más que un hombre
desarmado, un esclavo en potencia, un cordero apto para degollar.
Las
sociedades europeas, así como sus hijas más o menos mestizas, esto
es, "Occidente", son colectividades que se encuentran en
una encrucijada o, mejor, con un pie en el abismo. No quieren admitir
esto sus élites, ni tampoco la mayor parte de la masa cosmopolita.
Pero en el pueblo menos contaminado por las ideologías, en las
clases rurales, en los trabajadores no desarraigados, en las clases
medias autosuficientes y sustentadoras del aparato estatal, ahí ya
se sospecha brumosamente lo que está pasado. En contra de un
pensamiento "políticamente correcto", algunos
saben que no hay opción salvo volver a una concepción marcial de la
vida, una
reducción del parasitismo social, una vuelta a la productividad
relativamente autárquica y proteccionista. Esto no es exactamente
una vuelta a las Cruzadas y a la Reconquista, pero sí es una
determinada oposición a las ideologías mundialistas y las
estrategias globalizadoras,
que se ceban, precisamente, con aquellos que están sosteniendo el
sistema.
Absurdo
y trasnochado será volver a los enfoques lineales y progresistas, a
la vieja "Filosofía de la Historia", y anunciar la llegada
de un espantajo: "¡Vuelta
a la Edad Media!. ¡Qué horror!. ¡El regreso de la tribu!".
Pensar de esa manera es ser presa del error capital: mantener un
esquema lineal que es pura mitología, irracionalidad que se sostiene
de forma gratuita, sin pruebas. Nada regresa. La Historia es mudanza,
y por eso la Historia vuelve.
Las civilizaciones hoy,
como ayer las naciones,
llevan a cabo una lucha existencial. Todas, salvo aquellas que ya se
encuentran sumidas del todo en la más profunda postración, todas
reclaman una identificación del enemigo. De nada sirve que muchos
hombres no deseemos tener enemigos de ningún tipo. Éstos existen, y
han de ser reconocidos cuanto antes, al menos como enemigos
potenciales. De una amenaza como la islámica procede esa sospecha
de vuelta
de la Historia.
No se ha detenido, no se ha ido. La Historia, y los choques
civilizatorios, están entre nosotros. La amenaza es dúplice: (a)
amenaza exterior, desde el Norte de África y Oriente; y (b) amenaza
interior, con las incrustaciones de emigrantes e hijos de emigrados
con pésimas perspectivas de integración y en proceso de
radicalización pseudo-religiosa. Entre tanta crueldad y catástrofe,
la esperanza sólo puede venir de la mano del propio Destino, es
decir, de la Historia misma.
La
Historia ha regresado, anegando las ideologías y otras
artificiosidades de la Era burguesa. La Historia habla el lenguaje de
la lucha existencial por la identidad, por el suelo, por la sangre,
por la independencia. La Historia nos pone delante de nuestros ojos
el propio juego de la vida (la vida siempre está en juego, y también
una "forma" de vida, que es la Cultura y la Civilización).
Ha cambiado la Era, y se hace preciso volver a defenderse, pero no
como lo han hecho los Imperios decadentes de todo tiempo, esto es,
por medio de la contratación de bárbaros mercenarios con el fin de
que mueran por nosotros. La situación del mundo actual es justamente
la inversa a ésa: somos nosotros, los europeos y sus descendientes
americanos (y australianos, etc.), los hijos de la antigua "nación
de la Cruz" los que ponemos los muertos en este momento en que
hay un auge de otras civilizaciones; los "bárbaros"
siempre existen. Las telas de araña en nuestros cerebros se nos
retirarán cuando veamos que, ante un enemigo brutal, con su propio
lenguaje histórico-existencial, no caben más discusiones
bizantinas.
No
vive el hombre en una carrera, como esforzado atleta que se suma al
pelotón de quienes avanzan hacia una meta prefijada. Más bien, el
hombre es arrastrado,
siempre dentro de culturas y civilizaciones, hacia un destino
(Schicksal),
que nada tiene que ver con un telos.
La causa final, cualquiera que esta sea (Comunismo, Estado del
Bienestar, Libre Competencia, Consumo Opulento) no es lo que
arrastra, desde un Futuro, que como tal Futuro es inexistente. Las
causas y condiciones materiales (económicas, geopolíticas, etc.) no
explican por qué hay "carrera", esto es, un supuesto
progreso, o al menos un devenir. No explica qué hacen los atletas
concurriendo. No explica por qué el esfuerzo, y para qué correr en
la misma dirección. Se trata de pensar y remover toda una Filosofía
de la Historia hegemónica, imperante, exclusivista, que oculta
precisamente su dogma central: hay que correr hacia una meta. Ésa es
la raíz de nuestro fracaso, y no tan sólo una "superestructura"
sobrevaloradora del modo de producción capitalista.
Los
filósofos de la "Modernidad" auparon a la clase burguesa y
a su racionalismo estrecho y unilateral. Entendieron la Política en
términos mecánicos, como mecánico era su modelo del
Universo-Reloj. Pacto social, Derechos del Hombre, Igualdad,
Fraternidad Universal... todos estos constructos ideológicos son, en
sí mismos, la negación de la Historia. Para entender la
historicidad, el doctrinario moderno debió insertar constructos
ideológicos que bloquearan la pluralidad de visiones de esa misma
historicidad. Las ideologías surgieron después, en el siglo XIX,
como productos retrasados, esquematizados y unilaterales a partir de
las filosofías ilustradas y racionalistas —ahistóricas— de la
Historia: liberales, socialistas, anarquistas… En puridad, todos
esos "Grandes Relatos" ya han caducado, aunque en algunos
lugares del mundo se muere todavía por ellos. Falta una verdadera
Filosofía en Europa, falta una Justificación de Occidente, más
allá de la puramente existencial. Esta última reza así: "Existo,
luego tengo derecho a seguir existiendo".
La
justificación puramente existencial, cuando se refiere a culturas y
civilizaciones, y no sólo a individuos o grupos, lleva al Derecho a
conservar estilos, formas de vida, instituciones, lenguas. Conlleva
una implícita declaración de Soberanía, la soberanía de un
“nosotros” que reclama el derecho a seguir afirmándose como
primera persona del plural. El "nosotros" es una
pluralidad, pero también es un centro de identificación y de
agrupación de fuerzas. Hay un nosotros porque existen “ellos”.
Occidente, abandonando la Filosofía, ha abandonado su capacidad para
pensarse, las vías para reconcentrarse. Se ha colocado ante los ojos
las gafas del economicismo, y, por tanto, nada más puede captar
relaciones de producción, flujos de bienes y servicios, intercambios
y luchas por el lucro. Las fronteras y las voluntades de los Estados
y de los credos, son "rigideces".
El
"nosotros" absoluto es imposible. Los conceptos-límite
abocan a los hombres al desastre. Son totalitarios, justamente como
otros que se han ido desplegando entre las ruinas de la Modernidad.
El nosotros absoluto –la "Humanidad"– es un concepto
totalitario y límite, como la "guerra final", esa "guerra
que termine de una vez con todas las guerras",
que ya denunciaba Carl Schmitt, justamente como el concepto de
"ciudadanía universal" o "Estado Universal".
Son ideologizaciones que
exceden su estatus meramente utópico, irrealizable, ucrónico. Ésta
es una faceta de las mismas.
Aparte,
y más allá de cada una de esas ideologizaciones, nos encontramos
con el proyecto de la Modernidad tardía y decadente: ignorar la
Historia, eternizar unas relaciones de producción y de dominación,
remover cualquier traba que se alce en contra de la mundialización.
El desajuste entre unos flujos de capital y de trabajo verdaderamente
mundializados, y unas "inercias" de índole cultural,
étnica, religiosa, etc., sirve para instruír a los pueblos en el
carácter ineluctable de los procesos económicos. Presentar las
cosas como un desajuste entre esos dos planos abstractamente
separados es de una eficacia ideológica tremenda. Una "base"
es la que manda, la que dicta el curso de la Historia, y unas
"superestructuras" no correspondientes a ella son las que
intentarán , en vano, oponerse al Progreso invariablemente marcado.
Jamás pudieron prever Marx y Engels su excesivo éxito. El dualismo
base-superestructura, matizado por los marxistas más sutiles,
abandonado por los propios padres fundadores cuando se lanzaron a
análisis históricos (muy "weberianos" avant
la lettre)
se ha solidificado hoy como una herramienta ideológica muy eficaz
para contentar, tranquilizar, crear indiferencia o sumisión.
Con esta
herramienta, muchos conflictos o amenazas son tratados como meros
asuntos "superestructurales" y, por ende, bastará con
dejarlos pasar, o se "explicarán" en base a relaciones de
dominación capitalistas subyacentes. En los recientes atentados y
ejecuciones de 2015, cometidos por islamistas fanáticos, abundaron
las explicaciones (en ocasiones rozando las justificaciones)
"economicistas", muy queridas en la Izquierda occidental.
Según esa vía discursiva, detrás de todos esos crímenes se
esconden los oscuros intereses petroleros, el control o la
desestabilización programada de ciertos países productores,
contubernios de las multinacionales, planes geoestratégicos de
Estados Unidos, etc. Admitiendo la verdad de cada factor económico
como clave interpretativa, en su parcialidad, sin embargo, la imagen
del conjunto no aparece sino deforme y fantasmal, pues ni los agentes
ni los grupos que cometen esas atrocidades quieren saber gran cosa
del dinero, si el dinero no es un medio para comprar armamento y
aumentar su imperio del terror.
La
base sobre la cual ganan en Poder es el terror,
no el dinero, aun cuando el dinero sirva para aumentar su Imperio. De
la misma manera que Almanzor se hizo dueño de la península ibérica
en el siglo X, y empleó toneladas de oro para comprar mercenarios e
incluso sobornar a nobles cristianos, los terroristas de hogaño
manejan ingentes recursos económicos, y pueden incluso emplear
criterios de racionalidad capitalista para ello, pero su mentalidad
no es "burguesa", en modo alguno, como tampoco fue un
burgués el dictador Almanzor, con sus cargamentos de oro destinados
a la guerra santa. En el Occidente del siglo XXI se ha
extendido una incapacidad "marxiana" y economicista para
poder comprender cuanto está pasando. Hay una “hipertrofia” de
la sospecha
Se
habló hace poco de los Maestros de la Sospecha (Marx, Nietzsche,
Freud). En realidad, los maestros suspicaces eran autores
neo-ilustrados, que aplicaron la distinción platónica
entre apariencia y realidad para
levantarle el faldón a la sociedad occidental. Las clases
semi-cultas de la burguesía occidental aprendieron de ellos a
creerse importantes por ese simple acto: levantando el faldón a
Occidente se supo ver la cloaca libidinosa bajo lo más noble y
espiritualizado de la Cultura (Freud), o quizá adivinando el ansia
de Poder y el resentimiento (Nietzsche), o sorprendiendo los hilos y
manejos del Capital, ávido de dominar conciencias para así acumular
y explotar mejor (Marx). A partir de todas esas aportaciones de los
"maestros de la sospecha" hemos ido a parar, un siglo más
tarde, a una situación en la que se cuentan por miles, quizá
cientos de miles, los discípulos
de la sospecha que
se reparten por el mundo como intelectualidad, casta que se ve a sí
misma poderosa ya sólo por haber aprendido a ser irreverentes con la
Cultura recibida, con la Civilización decaída que presenta como
"inteligente" a todo aquel que sabe burlarse de la misma.
En
la actitud de la sospecha, durante la fase ascendente y volteriana,
se remueven en efecto obstáculos para el despliegue de las
posibilidades culturales de Occidente, lo cual puede ser saludable,
pero en una fase decadente, de sospecha hipertrofiada, se llega a
perder el sentido
existencial de
defensa de un modo de vida. El anarquismo y un cierto "marxismo
cultural" se vuelven opiniones de buena nota, propias de gente
con buen gusto. Ser descreído, nihilista, parece elegante,
indispensable para poder ser aceptado "en sociedad". De
esta manera, podemos apreciar que el valor de una ideologización es
relativo, según la fase del proceso histórico de Occidente en el
que se desenvuelva.
Allá
por 1848, cuando había un embrión de marxismo, ese embrión
aparecía como la más adecuada herencia ilustrada, contrapeso
ideológico en una fase ascendente del poder burgués, que se volvía
omnímodo por medio de la industria. Pero a la altura de 2015, en una
fase del capitalismo completamente distinta, en la que Europa y otros
países occidentales conocen deslocalizaciones, emigración de la
productividad a las "periferias" (que ya reclaman ser
"centros", si bien centros regionales) y la llegada masiva
de inmigrantes al "centro", la actitud volteriana,
nihilista, anti-sistema, etc., puede llegar a tomar dimensiones
masoquistas.
El hara-kiri de
la Civilización puede ser síntoma de una derrota filosófica antes,
mucho antes incluso, que la derrota geopolítica, económica y
militar. Europa ya no tiene nada que ofrecer –al menos, de momento–
en todos estos terrenos. Es un "protectorado" de Estados
Unidos, una potencia ésta, a su vez, que comprueba día a día cómo
pierde su hegemonía mundial, y a la que incluso el "patio de su
casa", las Américas del Centro y del Sur, se le va de las
manos. La Norteamérica multirracial sigue su propio camino de
des-europeización, camina directamente a una redimensión de su
poderío trasatlántico, y es cada vez menos "WASP",
menos "Blanca", "anglosajona", "Protestante".
Las regiones planetarias ya no verán en este Imperio un sucesor
histórico de la antigua hegemonía británica y, en general, europea
sobre el mundo. Al resto de los pueblos americanos les queda abrir su
propia senda.
Las
tendencias son contradictorias, todavía difusas: el hispanismo, el
indigenismo, populismos nacionales, etc. Lo decisivo es constatar que
las identidades –viejas o inventadas– aparecen cuando los
Imperios se retiran. Ya ha sucedido en otras ocasiones de la
Historia. Hubo un renacimiento céltico en el Occidente de Europa
cuando cayó Roma en 476. La Vieja Europa, de momento, está inerme,
inane, inconsciente. Es un protectorado del "amigo americano",
amigo poco fiable que puede un día retirarse, o meterla en líos
todavía más gordos, líos que conciernen al Pentágono,
a Israel, a las corporaciones transnacionales, pero que no son "líos"
de los pueblos de Europa, los pueblos a los que se les ha privado de
una Filosofía.
Ya
sabemos que la Filosofía siempre fue, y es, una ocupación de
minorías, minorías selectas cuando se trata de verdadera Filosofía.
Pero la ocupación de los verdaderos filósofos, ahora olvidados del
gran público, desconocidos para los medios de comunicación y para
las masas, va filtrándose en vía descendente, va alcanzando las
bases de la pirámide. Quizá una noble tarea sea devolver la
auto-consciencia a la dormida y postrada civilización a la que
pertenecen.–
Carlos Blanco Martín, 2015
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