La revelación es la comunicación de Dios con
sus hijos sobre la Tierra y sólo los profetas pueden recibirla,
según la iglesia, aunque no necesariamente está limitada a ellos.
En tiempos de desesperación o tal vez porque se
requiere urgentemente de alguna respuesta, los hombres suelen invocar
a la deidad para obtenerla. Una vez recibida, ésta pasa a constituir
una fuerte creencia para el receptor, quien, la mayoría de las
veces, se complace en difundirla de manera casi siempre dogmática.
Al ser una comunicación directa de Dios, está exenta del proceso
racional e inclusive, se superpone a la percepción. De allí en más
dependerá de la influencia que el “beneficiado” ejerza sobre las
demás para que sea aceptada o rechazada.
El así determinado profeta recibirá con
desagrado cualquier rechazo o intento de especulación sobre su
“visión”, juzgando de ignorantes a quienes osen refutarlo. Su
actitud, lejos de toda maldad intencionada, es un reemplazo del
proceso cognitivo racional, que le brinda la seguridad interior de la
creencia en algo determinado por Dios.
No es extraño, tampoco, que esta manifestación
enigmática de la verdad, esté compuesta por un “tandem” de
epifanías, que pueden incluir datos sobre el futuro de la humanidad,
la creación, cosmogonía, antropogénesis y muchos temas más, que
dependerán en mucho del espectro previo de temas que el receptor
manejaba.
Estas revelaciones pueden ser simples o de alta
complejidad, mezclando, la mayoría de las veces, verdades con
mentiras.
En momentos de desesperación, decíamos, suele
reinar una gran confusión y la gente, desilusionada por las
respuestas científicas acotadas por los intereses políticos y
económicos y de las mentiras religiosas, puede fácilmente
convertirse en seguidora de algún arúspice ocasional.