Cuenta la mitología gnóstica que Sophia, la
Madre Engendradora de todos los dioses, acudió en ayuda de un mundo
de maldad que clamaba por su socorro. Luego de limpiarlo del mal,
sintiose descompuesta, pues parte de esa maldad se le había
adherido. Entonces se detuvo en la Tierra y vomitó aquella malicia,
para, luego, partir a su hogar. Fue después de su partida que Satán
regó su semen sobre la basca y de allí nació Yaldabaoth (Yahvé)
quien se autoproclamó dios único y exigió la adoración y
obediencia de los seres humanos.
Al ver el daño que Yaldabaoth hacía a los
humanos y al planeta, Sophía se apiadó de ellos y envió a su hija
Zoe para que, con la personificación de Gea, nos protegiera.
Desde entonces, la Tierra es nuestra madre
protectora y es por esta razón que los cipayos de la oscuridad hacen
tantos esfuerzos por destruir la naturaleza, edificando ciudades de
concreto sobre las praderas y lanzando gases y líquidos venenosos
que matan a las criaturas vivas.
Para los gnósticos cristianos, Sophia forma parte
de la trinidad, correspondiéndole la personificación del Espíritu
Santo, nada menos que la emanación de la vida universal.
En el mundo pagano fue Eire, Dannan, Amaterasu,
Quanjing, Avalokitesvara, Freya y muchas otras.
Y fue tan fuerte su
presencia entre los hombres, que aún la religión cristiana,
sincretismo de las abrahámicas que desprecian la energía femenina,
tuvo que incluirla en la figura de María.
Cuantas personas recibieron su protección en
momentos terribles de sus vidas, ya sea que se presentara ante ellas
o les hiciera sentir su mano maternal.
Cuántas veces el hombre fue advertido de grandes
daños que se avecinaban y a los que generalmente hicimos oídos
sordos.
Fue centro de la saga de los caballeros del Rey
Arturo en la figura de Ginebra, de los Templarios y Cátaros.
¿Por qué es tan importante esta figura femenina
en el mundo espiritual?
Pues porque, después de filosofar, meditar, orar
e investigar en los miles de escritos esotéricos y exotéricos que
la humanidad guarda o esconde, te encuentras lleno de palabras e
interiormente tan vacío como antes.
Y es entonces cuando necesitamos la catarsis, el
renacimiento que nos cambia para siempre.
No se trata de una iniciación ritual en los
espacios akáshicos, sino algo que ocurre aquí, en la Tierra, en
medio del mundo elemental.
La experiencia final en esta dimensión exige la
fusión espiritual con el mundo natural, el llegar a comprender el
lenguaje de los animales y las plantas. Pero hacerlo, no como una
moda más de las que nos implanta el sistema, sino con el corazón
abierto y habiendo renunciado a todo lo mundanal y superfluo. Es la
iniciación final del sabio, Zaratustra regresando a la montaña, de
la que descenderá transformado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario