Uno
de los fenómenos más llamativos y sorprendentes del mundo actual es
la extraordinaria sensibilidad que muestran muchas personas para
ofenderse por auténticas nimiedades. Por palabras, expresiones y
actitudes que carecen, incluso, de intención denigratoria. Así, hoy
día, usted puede cometer una ofensa si, siendo hombre, abre la
puerta y deja pasar delante a una mujer, algo que antaño era un
gesto de buena educación.
Son las famosas microagresiones que, además de su extremada sutileza, tienen otro denominador común: el receptor se siente ultrajado no como individuo aislado, sino en calidad de miembro de un grupo supuestamente oprimido y discriminado. Así, se habla de micromachismos o microrracismos, en función de que la supuesta ofensa recaiga en el colectivo femenino, en algún grupo étnico etc. Eso sí, dado que forman parte del conglomerado de la Corrección Política, el trato es desigual: hay grupos que son susceptibles de ser ser microagredidos… pero otros no.
Todos
estos fenómenos surgen en las universidades de los Estados Unidos,
originalmente relacionados con la raza o la nacionalidad. Decir a un
extranjero que hablaba bien inglés o preguntarle de donde era,
comenzaron a considerarse actitudes ofensivas. Hay anécdotas como el
profesor que fue censurado por señalar a sus estudiantes que la
palabra “indígena” se escribe con minúscula (grave menosprecio
a los indígenas) u otro que fue recriminado por recomendar una
exposición de arte samurái japonés (grave afrenta a los alumnos
chinos)
El invento de las microagresiones aportó un nuevo instrumento a la ideología de la Corrección Política, permitiendo a ciertos colectivos adoptar el papel de oprimidos… aunque nadie fuera capaz de percibir tal opresión. Ahora ya no era necesario que una expresión tuviera intención vejatoria porque, en realidad, el que la profería no ofendería como persona aislada sino como representante de un “grupo malo“, aun de manera inconsciente, como teledirigido por una mano malvada.
Además de la queja, el alboroto, la acusación pública de haber sido vilipendiado, la lógica de las microagresiones implica apelar a la autoridad, sea académica, legal o política, para que castigue ciertas expresiones o actitudes, consideradas ofensivas. Pero, como la ofensa no está en la intención del emisor sino en la sensibilidad del receptor, la autoridad no acaba castigando malas acciones; simplemente protegiendo emociones. Se convierte en una policía del sentimiento.
No
puede sorprender que todas estas ideas, muy típicas de las
universidades de élite norteamericanas, fueran tomadas con cierta
sorna, cuando no con profundo enojo e irritación, por sectores de la
clase trabajadora pobre de los Estados Unidos. Ahora resultaba que
las “víctimas sociales” eran estudiantes de buenas
universidades, individuos que, con independencia de su raza, sexo u
otras circunstancias, eran realmente jóvenes privilegiados,
procedentes de familias acomodadas que podían permitirse enviar a
sus hijos a esos centros educativos.
El concepto de microagresiones surgió en un ambiente de señoritos, de niños consentidos. No en barrios marcados por las estrecheces, donde los jóvenes debían trabajar para ganar el sustento, sin poder asistir a la universidad. De igual modo, la idea se expandió rápidamente por el mundo rico y desarrollado donde, curiosamente, la discriminación ya no existía, o era mínima. Y el grado de respeto hacia todos era mayor. Pero todo tiene su lógica: no habiendo agravio… tuvieron que inventarlo.
En
la percepción de las microagresiones hay hipersensibilidad, profundo
infantilismo, búsqueda de privilegios, intolerancia a la frustración
por no escuchar lo que a uno más le gustaría. Y como reacción, el
sujeto llora, rabia y patalea delante sus papás, que pueden ser las
autoridades académicas o políticas, hasta que le conceden el
capricho.
Una segunda transición cultural
Pero puede que las consecuencias de las microagresiones sean más profundas que una simple rabieta. En Microaggression and Moral Cultures, Bradley Campbell y Jason Manning sostienen que este fenómeno implica una importante transición en la cultura de Occidente. Mientras que la antigua cultura del honor se había transformado durante el siglo XIX en una cultura de la dignidad, las aceptación de las microagresiones conduciría a una tercera etapa: a la cultura del victimismo. Cada una de estas culturas se diferencia por las vías que utilizan los sujetos para resolver los conflictos interpersonales: si resuelven por ellos mismos o apelan a una tercera parte y, sobre todo, cual es su actitud ante los conflictos menores.
Hasta la primera parte del siglo XIX prevaleció en el mundo occidental la cultura del honor, caracterizada por la exaltación de la valentía y el rechazo a ser dominado o humillado por otros. Dado que el honor era una cualidad que dependía de la percepción de los demás, los sujetos no aceptaban la más mínima afrenta pública que pudiera mancillarlo. Pero, una vez en peligro su honor, los individuos lo rescataban mediante su propia acción, sin buscar mediación ni amparo en terceros.
Una segunda transición cultural
Pero puede que las consecuencias de las microagresiones sean más profundas que una simple rabieta. En Microaggression and Moral Cultures, Bradley Campbell y Jason Manning sostienen que este fenómeno implica una importante transición en la cultura de Occidente. Mientras que la antigua cultura del honor se había transformado durante el siglo XIX en una cultura de la dignidad, las aceptación de las microagresiones conduciría a una tercera etapa: a la cultura del victimismo. Cada una de estas culturas se diferencia por las vías que utilizan los sujetos para resolver los conflictos interpersonales: si resuelven por ellos mismos o apelan a una tercera parte y, sobre todo, cual es su actitud ante los conflictos menores.
Hasta la primera parte del siglo XIX prevaleció en el mundo occidental la cultura del honor, caracterizada por la exaltación de la valentía y el rechazo a ser dominado o humillado por otros. Dado que el honor era una cualidad que dependía de la percepción de los demás, los sujetos no aceptaban la más mínima afrenta pública que pudiera mancillarlo. Pero, una vez en peligro su honor, los individuos lo rescataban mediante su propia acción, sin buscar mediación ni amparo en terceros.
Era
la época de los duelos, fuera a pistola o florete, a veces por
injurias de poca monta pero, una vez retado, el sujeto debía recoger
el guante para preservar su respetabilidad. Las culturas del honor
tienden a prevalecer allí donde la autoridad legal es débil o
lejana y la reputación de dureza, rigidez y obstinación puede ser
la única vía para evitar abusos por parte de otros.
A medida que la autoridad legal comenzó a establecerse y consolidarse, la cultura del honor fue dejando paso a la cultura de la dignidad, un valor que el individuo percibe de sí mismo con independencia de la opinión del entorno y que, por tanto, no puede ser arrebatada por otros. Los insultos o los menosprecios pueden molestar pero ya no destruyen la dignidad ni la reputación.
A medida que la autoridad legal comenzó a establecerse y consolidarse, la cultura del honor fue dejando paso a la cultura de la dignidad, un valor que el individuo percibe de sí mismo con independencia de la opinión del entorno y que, por tanto, no puede ser arrebatada por otros. Los insultos o los menosprecios pueden molestar pero ya no destruyen la dignidad ni la reputación.
La
costumbre en la cultura de la dignidad es resolver los problemas
interpersonales leves pacíficamente, dialogando, negociando. Y ser
respetuoso con los demás, no tomando demasiado en cuenta las
expresiones poco educadas (“a palabras necias … oídos sordos”).
Al contrario que en la cultura del honor, aquí el que insulta es
quien ve menoscabada su imagen a los ojos de los demás. Y, para
conflictos graves, como el robo o el incumplimiento de importantes
contratos, la gente apela a las autoridades legales. Pero se
considera una frivolidad llevar ante los tribunales asuntos tan
irrisorios que uno puede resolver por sí mismo, como un insulto o
similares.
Sin embargo, la aceptación de las microagresiones genera una cultura del victimismo que, según Campbell y Manning, implica una ruptura con las dos anteriores. El victimismo comparte con la cultura del honor su carácter extremadamente sensible y susceptible ante ofensas minúsculas, que vuelven a ser relevantes, incluso hasta constituir una auténtica paranoia. Sin embargo, en los tiempos del honor cada uno resolvía estas ofensas por sí mismo, incluso por la fuerza: nunca quejándose o apelando a la lástima de otros.
Sin embargo, la aceptación de las microagresiones genera una cultura del victimismo que, según Campbell y Manning, implica una ruptura con las dos anteriores. El victimismo comparte con la cultura del honor su carácter extremadamente sensible y susceptible ante ofensas minúsculas, que vuelven a ser relevantes, incluso hasta constituir una auténtica paranoia. Sin embargo, en los tiempos del honor cada uno resolvía estas ofensas por sí mismo, incluso por la fuerza: nunca quejándose o apelando a la lástima de otros.
También
se parece a la cultura de la dignidad en que se apela a terceras
partes: las autoridades académicas o legales. Pero las personas
guiadas por la dignidad nunca llevarían ante las autoridades esas
afrentas mínimas, incluso inventadas: hablarían con el causante
para aclarar la situación o, simplemente, se desentenderían del
asunto.
La autoridad siempre gana
De
modo que la cultura del victimismo combina una extremada sensibilidad
con la inclinación a denunciar pública o legalmente cualquier
minucia. Todo insulto es magnificado y pregonado como una terrible
afrenta de modo que la apelación a terceras partes ha sustituido a
la solución personal y directa de los problemas leves. Declararse
víctima, real o inventada, es una forma de obtener simpatía de los
demás, apoyo y, por supuesto, ventajas y privilegios legales.
Claro que, en ambientes como las universidades, tanta acusación sobre agresiones, la mayor parte imaginada, tanta queja, tanto victimismo, tiende a llevar a los acusados a contraatacar utilizando la misma táctica: convertirse también en víctimas. Se genera así un intenso y constante conflicto moral en el que la gente compite por infundir más lástima que el resto. Al igual que en la invasión de los ultracuerpos, poco a poco la mayoría tiende a convertirse en alienígena, a declararse víctima quejumbrosa por una excusa u otra.
Este relato describe la evolución personal desde tipos rudos a individuos razonables y, finalmente, a sujetos quejumbrosos, que se pasan la vida lamentándose. Pero quizá falta un elemento importante: el papel del poder político. En todo este viaje las autoridades han aumentado constantemente su poder.
Claro que, en ambientes como las universidades, tanta acusación sobre agresiones, la mayor parte imaginada, tanta queja, tanto victimismo, tiende a llevar a los acusados a contraatacar utilizando la misma táctica: convertirse también en víctimas. Se genera así un intenso y constante conflicto moral en el que la gente compite por infundir más lástima que el resto. Al igual que en la invasión de los ultracuerpos, poco a poco la mayoría tiende a convertirse en alienígena, a declararse víctima quejumbrosa por una excusa u otra.
Este relato describe la evolución personal desde tipos rudos a individuos razonables y, finalmente, a sujetos quejumbrosos, que se pasan la vida lamentándose. Pero quizá falta un elemento importante: el papel del poder político. En todo este viaje las autoridades han aumentado constantemente su poder.
Con
la cultura de la dignidad la autoridad obtiene la capacidad para
mediar y decidir sobre los conflictos interpersonales graves; pero la
cultura del victimismo otorga al poder político la potestad de
inmiscuirse en los asuntos menores de la vida de los ciudadanos, de
dictaminar sobre su lenguaje, su comportamiento íntimo, sus
sentimientos. No puede sorprender que las microagresiones, la
corrrección política y la cultura del victimismo gocen de tanta
simpatía, sean tan promovidas, financiadas e impulsadas desde los
círculos del Poder.
Juan M. Blanco
(Visto en https://disidentia.com/)
Juan M. Blanco
(Visto en https://disidentia.com/)
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