MUCHO MÁS QUE UNA MÁSCARA
En el siglo XVIII, los médicos no lograban curar la peste pero decían que podían evitarla mediante el uso de máscaras y gafas que, según ellos, los protegían del contagio. Lo mismo sucedió después, durante la epidemia de gripe española, y el gobierno de Japón ordenó a su población utilizar mascarillas quirúrgicas europeas para protegerse del virus. Hoy vuelva a generalizarse el uso de la mascarilla, ahora frente al Covid-19. Pero los estudios son prácticamente unánimes: la generalización del uso de mascarillas no tiene ningún efecto sobre la propagación de las enfermedades bacterianas o respiratorias.
Desde el inicio de la pandemia de Covid-19 observamos que el uso generalizado de mascarillas quirúrgicas no responde a una necesidad sanitaria y que en realidad reactiva un comportamiento arcaico. Hoy publicamos el análisis de dos sicoanalistas y sociólogos sobre los efectos mentales del uso generalizado de mascarillas quirúrgicas. Estos dos especialistas subrayan que el uso constante y generalizado de máscaras provoca comportamientos sicóticos, lo cual ya se confirma con el actual y comprobado incremento de los problemas psiquiátricos.
La imposición del uso generalizado de la mascarilla
quirúrgica se ha convertido en el símbolo de la gestión de la «pandemia».
Esta imposición no es de carácter sanitario y demuestra la existencia
de un razonamiento que no tiene nada que ver con el sentido común. Es
una orden que se presenta simultáneamente como una ley y como
la destrucción de la ley. Con esa orden se perpetra una separación
del orden político.
Las razones de la imposición del uso generalizado de la
mascarilla quirúrgica pueden resumirse de la siguiente manera: sin ella
no habría ninguna expresión clara de la «extrema» gravedad que
supuestamente tiene el Covid. La centralidad del uso de la
mascarilla reside en el hecho que, al recordarnos constantemente la
«pandemia», esa imposición nos pone también constantemente bajo
la mirada del poder, confiscando así nuestra intimidad.
Con esa medida la consciencia se reduce a un «sufrirse
a sí mismo». «Experimentar el no poder salir de sí mismo»
no es algo exterior, no ocupa una parte de nuestra existencia sino
que se convierte en nuestra vida misma.
Lo que así se siente deja su huella en quien
se enfrenta al Covid ya que es un discurso sin palabras,
que no puede inscribirse y así tomar cuerpo. Es algo que impide
el olvido y que no puede rechazarse. Al reactivarse
constantemente, la obligación del uso de la mascarilla nos trae
eternamente de regreso al trauma.
El discurso sobre la «pandemia» se opone a
la cultura, nos encierra en «la vida desnuda». Ese discurso
amenaza la capacidad de todo ser humano de rechazar –para no sentirse
petrificado. La máscara-corona revela directamente lo Real humano,
más precisamente, su «ser para la muerte».
La obligación se convierte entonces en una ley suprema que
condiciona nuestra «libertad» e instituye una relación negativa
consigo mismo y con el otro. Nos conmina a renunciar a
nuestra vida. Al no poder ser canalizada a través de
la cultura, lo real de la muerte abarca la totalidad de nuestra
existencia.
De esa manera, la máscara-corona no es la articulación
de lo simbólico y lo real. Por consiguiente, ya no es una
máscara ya que no hace el papel de velo. Al contrario de la
máscara griega o romana, la máscara-corona no oculta el rostro…
lo hace desaparecer.
Portar una máscara cumplía una función de protección del
cuerpo simbólico. Ahora, la máscara-corona es una profanación del
cuerpo social e individual. Ya no es, como la máscara de la
antigüedad griega, una articulación entre lo visible y lo invisible
y ya no permite el posible acceso a algo real pero oculto tras
un velo. La máscara-corona es, al contrario, una provocación de
lo Real, que permite desencadenar la pulsión de muerte.
La pulsión de muerte es la estructura misma de
la pandemia. Genérica y universal, «se basa en una angustia
fisiológica y en la rabia impotente» de quien no puede hablar. Impide todo
libre arbitrio e induce una aceptación generalizada del uso de la
máscara. Esa pulsión se convierte en la reivindicación de
un ideal consistente en escapar a la condición humana y aceptar así
el paso al transhumanismo.
Un «hacer ver»
Es, efectivamente, en el marco de un «hacer ver»
que la OMS recomienda el uso de la mascarilla, aunque reconoce que
la mascarilla no permite detener el virus ni proteger a
quien la porta. La ventaja que ve la OMS en esa medida reside
en la modificación de los comportamientos de las poblaciones,
a las que se estimula a fabricar ellas mismas sus propias
mascarillas y a participar así activamente en su propia destrucción.
Para la OMS, la mascarilla se convierte también en «un
medio de expresión corporal», adecuado para favorecer la aceptación global de
las medidas de «protección». Aunque la actuación del poder tenga por
efecto verdadero la propagación de la enfermedad, usar la mascarilla
se convierte en un pedido de protección. La máscara-covid es así
una forma de comunión con la autoridad, una adhesión que muestra como
aceptamos someternos a conminaciones que nos impiden ser
nosotros mismos.
El poder presenta la «pandemia» bajo el aspecto aterrador de
una vida contaminada. Su existencia se construye entonces como un
hecho social «total, irreversible, imprevisible e irreparable». El uso
permanente de la mascarilla se convierte entonces en el paradigma de la
catástrofe. Es la exhibición, por los portadores mismos de
la mascarilla, de las medidas que no sólo no los protegen
sino que los debilitan tanto física como psíquicamente. La adhesión
al discurso del poder es una fijación mortífera a lo que dice
el poder, es el resultado de una técnica de sumisión en la cual
quienes llevan el peso de la carga del sometimiento son los individuos
mismos que se someten.
Al portar la mascarilla, somos portadores de nuestra
culpabilidad –somos culpables de ser un vector de transmisión de la
enfermedad, pecado que debemos expiar exagerando nuestra propia sumisión.
A pesar de que la instrucción de portar la mascarilla es respetada por la
enorme mayoría de la población, constantemente siguen conminándonos a
llevarla. Presentada inicialmente como una medida temporal, hoy nos dicen
que, a pesar de la vacunación, el uso de la mascarilla seguirá
siendo necesario.
La máscara-corona se inscribe en la ideología de la
transparencia. El rostro que la máscara disimula desaparece como
simple reflejo de la mirada del otro. Nos remite a una imagen
abierta, de la cual el portador no puede ausentarse.
La máscara permite así una identificación con la mirada
hipnotizante. El resultado es una relación incestuosa, una fusión con el
disfrute del poder, que cae en la categoría de lo obsceno.
La máscara como técnica de encierro
En todas partes del mundo, el poder ha puesto
en práctica técnicas de aislamiento cada vez más sofisticadas, como
las prisiones del tipo F que deben provocar en el preso
un estado de privación sensorial. El aislamiento caracteriza
la modernidad. Está presente simultáneamente en la sociedad y
en la prisión. En la pandemia, la técnica de encierro
se vincula a la postmodernidad. El confinamiento, el uso
de la máscara o las medidas de “distanciamiento social” no tienen por
único objetivo aislar del cuerpo social el cuerpo de quien puede ser
portador del covid, también apunta a aislarlo de sí mismo.
El tratamiento que actualmente se da a nuestro cuerpo
hace recordar de inmediato la técnica de encierro utilizada en la prisión
de Guantánamo. Ese campo de detención inaugura una nueva exhibición,
pero no del cuerpo, como en tiempos de los reyes de Francia o la
imposición del trabajo del inicio del capitalismo, sino de su imagen, más
precisamente de una negación de la imagen del cuerpo.
En Guantánamo no sólo se cubría los ojos a
los presos poniéndoles antiparras opacas, la nariz y la boca también
estaban recubiertos por una mascarilla quirúrgica. De hecho,
se confisca el cuerpo del preso, no para someterlo sino
para encerrarlo en sí mismo. Nada debe desviar del encierro
la mente de un preso ya que el preso debe ver el encierro
como algo que no tiene principio y, sobre todo, que tampoco tiene
final.
En el uso de la máscara-corona volvemos a encontrar las
últimas funciones de un encierro sin límite de tiempo. Cubrir
las manos con guantes y el uso permanente de la mascarilla médica
no son los únicos procedimientos similares al campo de
detención de Guantánamo. En ambos casos, el encarcelamiento es
a la vez externo e interno. Nos encierra en nuestra impotencia
y nos lleva a un estado, más o menos avanzado, de privación
sensorial, elemento productor de sicosis. Incomunicado de los demás y
de sí mismo, el psicótico está «en comunicación» sólo con
el virus y con las conminaciones de las autoridades. Los cuerpos enmascarados
hacen visible la invisibilidad de la guerra contra el coronavirus,
actuando de la misma manera que las imágenes de Guantánamo, que
dieron existencia a la guerra contra el terrorismo.
La fábrica de psicosis
A través de las imágenes de Guantánamo el espectáculo
mira al espectador por el «hueco de la mirada». El espectador
se ve atrapado en la pulsión escópica, donde lo esencial es mirarse
ser mirado. Esa pasividad es participación en el dejar hacer, en el dejar mostrar,
en el dejar decir y gozar de ello.
Al igual que la recepción, sin condena explícita, de
las imágenes de Guantánamo, el enrolamiento personal en la «guerra contra el
coronavirus» es una etapa adicional en la renuncia a nuestra propia humanidad.
El consentimiento ante lo que se dice y
se muestra no es sólo pasivo sino también activo. La persona ya
no está simplemente en estado de sideración ante algo visible que puede
considerar exterior sino que tiene que rehacerse e integrar activamente la
movilización que se impone debido a la pandemia, tiene que estar
«en marcha», participar en su propia destrucción como ser humano
así como en su recomposición como «transhumano». En la «guerra
contra el coronavirus», ya no hay distinción interior/exterior. Esta
fusión de tipo psicótico existe, no sólo a nivel individual sino también
societal.
La fabricación de la sicosis es, desde hace tiempo, una
ocupación de nuestros dirigentes. Las técnicas de privación sensorial
aplicadas en Guantánamo permitían producir –en sólo 2 días– individuos
psicóticos en materia de comportamiento. Esas técnicas eran una
aplicación directa de las investigaciones de psicólogos dedicados al estudio
del comportamiento, como Donald O. Hebb, de la universidad Mac Gill,
en Quebec.
En el marco de la «guerra contra el coronavirus» y de
experimentos como los procedimientos de torturas aplicadas en Guantánamo,
el cuerpo es capturado, pero no para destrozarlo como antes,
tampoco para disciplinarlo como en la organización capitalista
del trabajo, sino para ser aniquilado. Se trata, en este caso, de
una condición previa, el objetivo es imponer una reconstrucción en el marco
del transhumanismo.
Una captura de lo Real
La «guerra contra el coronavirus» va más allá de la
«lucha antiterrorista». No está en conflicto contra una parte
de la población sino contra una categoría de la población, pero convoca
lo Real, ataca la posibilidad misma de lo viviente. El poder,
a través de la tecnociencia, compite con lo que
se le escapa permanentemente.
El uso de la máscara es una anticipación de la captura de
lo real humano. Se inscribe en un procedimiento de evitación
relacional que hace que el otro deje de existir. Se captura
algo de lo Real: el deseo de relacionarse. A partir
de ahí, la gente que se pone la máscara ya no es
portadora de la palabra sino del grito de quien se ha convertido
en nadie. Esa gente exhibe a la vez el rechazo
al otro y lo que resulta de ese rechazo, su propia aniquilación.
El uso de la máscara-corona produce una pérdida de «la
apetencia simbólica», de ese deseo de relacionarse que se manifiesta
más allá de la satisfacción de las necesidades elementales de la
supervivencia.
El «encuentro primordial» con el otro es un impulso
pulsional, el de la pulsión de la vida, esencial en la construcción
de un vínculo con el exterior. Ese don, destinado a actuar
al nivel del conjunto de la vida, hoy está siendo atacado por
el uso de la máscara. Se convierte en un rechazo al otro,
en una destrucción de la «apetencia simbólica», o sea de la condición
primordial llamada a garantizar la formación de un vínculo social. Es la
materialización de un rechazo al otro y a sí mismo como persona.
Es la exhibición de un contagio, ya no de una enfermedad, sino de
una concepción escatológica de la imposibilidad de un porvenir humano.
La torre de Babel
La obligación generalizada de portar la máscara es el
símbolo de un derrumbe de las fronteras colectivas e individuales, de las
fronteras que delimitan los Estados así como de las fronteras que
permiten, al diferenciar lo que está afuera y lo que está
adentro, la formación de un sujeto individual y colectivo.
El uso generalizado de la máscara es una mordaza.
Al suprimir toda singularidad e imponiendo «una ausencia de lengua,
una imposibilidad de hablar», el uso generalizado de la máscara
construye una nueva torre de Babel. Ordena un «a puertas cerradas»
ya que se necesitan dos labios que se aparten uno
del otro para poder hablar. La máscara-corona impone así la
instalación de una nueva universalidad monádica de la condición humana, donde
«nadie se distingue de los demás».
La frontera es constitutiva del imaginario individual y
social. Es lo que permite construir un sentido. En la pandemia,
al abolirse su función de mediación, las «instituciones imaginarias de
la sociedad», las organizaciones de la sociedad civil, son desactivadas y
se convierten en lo contrario de sí mismas. En lugar de
establecer un límite ante la omnipotencia del poder, se convierten
en una simple correa de transmisión de las imposiciones de ese poder.
Se reducen a un acto voluntario de automutilación como expresión de un
superyó arcaico que se puede calificar –como lo hace Lacan– de
obsceno.
Sin que se identifique claramente un centro de decisión,
el uso de la máscara se presenta inmediatamente como una obligación
mundial. Al suprimir las fronteras políticas, elimina también toda
demarcación entre uno mismo y el otro. La globalización de la
«pandemia» borra toda diferencia, exhibe una cuasi desaparición
del Estado-nación y borra la persona como entidad jurídica y
psíquica. Se opera así, en todos los sentidos, una fusión entre el
adentro y el afuera, o sea se instala una sicosis generalizada,
llevando a pueblos e individuos a consentir su propia destrucción.
De esa manera, el uso de la máscara-corona provoca una
indiferenciación del yo y del no-yo, del sujeto y del objeto.
Privado de su capacidad de discernimiento, el individuo ya no puede
nombrar lo real. De esa indiferenciación resulta una fusión con
las cosas mismas. La máscara-corona permite así la instalación de
una estructura esquizofrénica, donde el individuo se identifica con
los objetos del discurso. Se convierte en su máscara.
«Dar cuerpo» a la pandemia o dar sentido
al «sin sentido»
En Los hermanos Karamazov, Dostoievski nos recordó que
lo que caracteriza al ser humano es el abandono de
su existencia para entregarla como ofrenda al poder. Aquí, en el
manejo de la «pandemia», la renuncia de las poblaciones resulta de la
destrucción de las instituciones imaginarias de la sociedad y de
su vínculo con el orden simbólico. Esas instancias –como el
sindicato, la familia, la iglesia, la prensa, el poder
jurídico… organizaciones todas que constituyen una defensa contra el poder
absoluto y que son la base del vínculo social– hoy se ven
no sólo desactivadas sino invertidas. Ya no hacen cuerpo sino que,
al contrario, están impactadas por el proceso de descorporización de
la sociedad y movilizadas en la «guerra sanitaria». El cuerpo
individual o social ya es sólo una carne marcada por
el discurso del poder, por el encuentro del «goce
absoluto» característico de la estructura psicótica.
Estableciendo una ruptura con el otro y consigo mismo,
la máscara-corona impone una doble división. Es ante todo un
«hacer ver». De esa manera, los medios no deforman
la realidad… la fabrican. Instalan un proceso de sideración.
El mundo es reducido entonces a un «hacer ver» que convoca al goce.
El goce limita y excluye el cuerpo que desea, no aporta sentido
sino que es parte de lo impensable, del sin sentido.
El goce, sin sentido y fuera del cuerpo, se hace
entonces adictivo. El automatismo de la repetición se impone sobre
el principio de realidad. Instaura un goce del traumatismo que,
como máquina de repetición, tiene por afecto la liquidación de todo
hecho de un sujeto, sea individual o colectivo. Excluido del Otro,
el cuerpo se reduce a su realidad anatómica y se convierte en
un simple soporte de la pulsión de muerte.
A partir de ese momento, el uso de la máscara es
un consentimiento de las poblaciones a su propia destrucción, es la
aceptación del gesto de deponer nuestro cuerpo, como se deponen
las armas. El cuerpo debe desaparecer para que pueda aparecer la
«pandemia».
Es también un «sí» a la muerte del sujeto parlante y es
una aceptación del hecho de verse capturado por el poder.
La máscara actúa como una marca que da cuerpo a la enfermedad.
En esta situación, los individuos ya no tienen un cuerpo sino
que son el cuerpo de la «pandemia», como antes fueron el cuerpo
de las víctimas de la masacre de Charlie Hebdo, al adoptar
el eslogan «Je suis Charlie» (en español, “Yo soy
Charlie”].
«La inseguridad sufrida», una voluntad de goce
La «guerra contra el coronavirus» es una máquina
de procurar goce. Basada en una supresión del derecho, fusiona
la violencia con lo sagrado. Nos confirma que la cuestión
central en el ser humano, como individuo sin comunicación con
el Otro, no es el problema de la libertad sino, más
fundamental aún, el del goce. En este caso, el goce ya
no está articulado al cuerpo y gira sobre sí mismo, forma
lo que el psicoanálisis llama una compulsión de repetición.
Se trata de un goce mortífero donde la energía vital, convocada por la
orden del superyó, se vuelve contra sí misma.
Este goce constituye un imperativo categórico que rechaza
todo lo que puede limitarlo. A través del uso generalizado de la
máscara, pone en escena lo obsceno. Convertido en «el amo del
tiempo», el virus encarna el Amo único y la única Ley,
a los cuales los individuos deben someterse voluntariamente.
Los individuos se convierten en soldados de la pandemia, actores de
su propia destrucción.
La inseguridad se hace general y obstaculiza
la posibilidad de estar con el otro. Ya no estamos en
el plano del lenguaje sino de lo que se siente, ya no como
el «sentimiento de inseguridad», tal y como lo ha desarrollado la «lucha
antiterrorista», sino en «la inseguridad que se siente». Así,
el uso de la máscara-corona produce, a través del discurso
del poder, un «sentimiento que alcanza un grado tal de intensidad que ha
generado en muchos un verdadero “deseo de catástrofe”».
Ese sentimiento se convierte en voluntad de goce, respaldando
la ofrenda de su cuerpo y de su vida a los imperativos de la potencia
estatal.
Con ello se opera una transformación al nivel de la
conciencia. Esta no es ya la de un objeto determinado sino
la de quien sufre, de un «dado originario» que sustituye la percepción.
El individuo se ve entonces desvinculado del lenguaje y
se involucra «en la nada», en «la absoluta positividad cósica».
Nos convertimos en la cosa de una máscara, en portador de la mirada
del poder.
Cuando nos sufrimos, no podemos pensar ya que
el lenguaje está instrumentalizado, se convierte en un simple medio
de comunicación, de «comunión» o de «contagio», como plantea Georges Bataille.
Para Bataille, comunicar es «una idea de fusión», es salir de
sí mismo y fundirse con el otro. Aquí, la mónada, que se siente
a través de la pandemia, comulga y fusiona con el poder.
Desenmascarar la pulsión de muerte
Confirmando que el principio de identidad reside
esencialmente en el rostro, el uso de la máscara
se presenta como un dado originario, portador de un desorden obsesivo
compulsivo que impide toda inscripción del otro. Se ve así que
«deshacerse temporalmente [del rostro] mediante el uso de
una máscara… es un acto donde el individuo… traspasa el umbral
de una posible metamorfosis».
Si bien el rostro esconde «el ser para la muerte»
y hace posible el vínculo social, la máscara-corona es un
desvelamiento que escamotea los trazos de su portador. «Abre el
cerrojo del yo y libera la pulsión». El uso de
la máscara-corona, como soporte del aparataje pulsional, es el corazón
del dispositivo «sanitario». Su función es descomponer el cuerpo
simbólico, aniquilar lo que nos hace humanos.
Este «des-vínculo» desencadena la pulsión de muerte,
productora de una automutilación de su portador. Debido a
la obligación de portar la máscara, esta pulsión insiste,
se repite bajo la forma de un trauma, rompiendo los cuerpos
individual y social.
Al no poder articularse con el campo del otro, es
una descorporización, un «flujo de lo vivido» que se convierte en
una compulsión repetitiva. El uso de la máscara impide
toda ruptura con el discurso del poder y permite el eterno
regreso del trauma. Es un fetiche que sustituye cualquier simbolización.
Sin embargo, el hecho de simbolizar ya es establecer una
distancia con respecto a la conminación del superyó y existir como un
«nosotros», es rechazar que nos «asalten uno por uno» en esta guerra
contra el género humano y contrarrestar así un «ataque contra el colectivo
a través de los individuos».
http://www.verdadypaciencia.com/2021/04/mucho-mas-que-una-mascara.html
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