LA NATURALEZA DEL HOMBRE
El individuo, factor de la evolución Sin duda, somos el producto de
la evolución, hagámosla o no remontarse a la nube pre-atómica o al átomo
primitivo, y poseemos no sólo el potencial dinámico que actualizamos y
actualizaremos en el curso de nuestra existencia para ser y para vivir, sino
también las posibilidades que corresponden a toda nuestra descendencia posible.
Pero somos, igualmente, el factor de la duración que progresa a través de
nosotros.
En efecto, hacemos entre nuestras posibilidades una elección constante, merced a la cual nos realizamos de un cierto modo, mientras que otras personalidades, también virtuales en nosotros, son teóricamente posibles. Ahora bien: los genes que contienen nuestras células reproductoras, y que traerán a nuestros hijos una parte de su dotación hereditaria, dependen no sólo de lo que recibimos sino también de lo que somos efectivamente en el momento de la procreación.
No es indiferente que seamos
un bárbaro de notables posibilidades en potencia virtual, o un hombre cultivado,
en el sentido de realizado por adaptación a un medio exigente. Por cierto que
no transmitiremos nuestra cultura, pero la inteligencia organizadora
incorporada en nuestras células genitales se cargará, por lo menos
parcialmente, con los dinamismos correspondientes a nuestros hábitos y nuestros
herederos los recibirán en forma de tendencias y hasta, si dichos hábitos se
han reproducido idénticos a sí mismos durante numerosas generaciones, en forma
de instintos.
Los genetistas no están
todavía todos de acuerdo acerca de la herencia de los "caracteres
adquiridos". El fenómeno nos aparece, no obstante, como indiscutible no
sólo desde el punto de vista de la lógica, puesto que hábito e instinto son de
la misma naturaleza dinámica, sino también desde el de la experiencia. El
perrito de buena raza que indica la presa ante la caza cumple un acto
esencialmente contrario a su naturaleza de carnicero: lo debe a un aprendizaje
hereditario de numerosas generaciones. Asimismo, la diferencia entre nuestros
animales domésticos y sus primos salvajes salta a la vista: es el producto de
una adaptación a condiciones de vida particulares.
En lo que atañe al hombre, la
diferenciación de raza o de capa social no es menos evidente. Se manifiesta, en
particular, en el seno de un grupo étnico homogéneo, por la existencia de tipos
biopsíquicos que corresponden a las varias funciones desempeñadas, y se
transmiten hereditariamente: el descendiente de un linaje de aristócratas y el
de un linaje de campesinos se distinguen y se reconocen, de modo general, a
simple vista. Nuestra adaptación al medio produce, por tanto, una modificación
de nuestro ser biopsíquico y dicha modificación se transmite en alguna medida a
nuestra posteridad. Vale decir que dependemos de la evolución adaptativa de
nuestros antepasados lejanos e inmediatos.
Nuestra dotación hereditaria
no nos llega del origen de los tiempos en el estado primitivo sino ya elaborada
en el curso de una evolución de la que cada individuo es el factor al mismo
tiempo que depende de ella. Somos herederos, pero tenemos algún imperio sobre
nuestra herencia merced a nuestras posibilidades de adaptación al mundo que nos
presiona.
El individuo, parte del universo
El término "mundo"
que acabamos de emplear para expresar el medio en el seno del cual
evolucionamos, es equívoco y exige una precisión importante. Da, en efecto, la
impresión de que nos consideramos como sumergidos en un universo al que nos
ligan relaciones de interacción, pero que es otra cosa que nosotros. Tal
concepción sería evidentemente errónea. No estamos en el cosmos como el
marinero en el buque, agregado a él aunque dependiente de su existencia y de su
naturaleza y con algunas posibilidades de maniobrarlo. Somos, por el contrario,
una parte del universo. Nos diferenciamos en él y no de
él, y lo que llamamos el mundo oponiéndolo a nosotros sólo es, en la
realidad, lo que queda del mundo después de que arbitrariamente nos hayamos excluido
de él.
La materia de nuestro cuerpo
viene de la tierra y vuelve a ella en un constante proceso de renovación. Está
sometida, cuando constituye nuestro organismo, a las mismas leyes
físicoquímicas que cuando forma un perro, un árbol o una montaña. Nuestra
organización biopsíquica es debida a una inteligencia intencional de igual
naturaleza, aunque, por una parte, de modalidad diferente, que la que ordena la
materia inorgánica y los otros seres vivientes, y no somos, verosímilmente,
sino el punto de llegada provisional de una progresión evolutiva que abarca el
cosmos entero.
Sólo por una ilusión racional
consideramos a la Naturaleza como nuestro marco. Tenemos conciencia de nuestra
autonomía porque se expresa en decisiones deliberadas. Admitimos nuestra
dependencia del medio porque nos es sensible, y porque tenemos que adaptarnos a
cada instante a los seres y a las cosas que nos rodean. Pero desconocemos
nuestra naturaleza cósmica, porque somos del mundo en cuanto somos nosotros
mismos. Nos encontramos un poco en la situación de uno de nuestros órganos que
estuviera dotado de conciencia: se daría cuenta de que está ligado al resto del
organismo y depende de él, pero tendría tendencia a considerarlo como simple
condición exterior de su funcionamiento.
Esta comparación no es plenamente
satisfactoria, porque poseemos con respecto al resto del mundo una autonomía
mucho más amplia que el órgano con respecto al resto del organismo,
precisamente por el hecho de que razonamos. Pero dicha autonomía racional que
nos hace creernos independientes de la Naturaleza es, en realidad, el resultado
de una modalidad de la inteligencia cósmica que nos es propia, aunque ciertos
animales gozan de ella en menor grado. No somos nosotros quienes nos alzamos
por encima del mundo por nuestra razón sino el mundo el que, en nosotros, se
afirma racional.
Eso no significa que nuestra
autonomía sea ilusoria, sino simplemente que es relativa, no al cosmos, sino a
nuestro medio, vale decir, a todo aquello que, en el cosmos, no es nosotros,
pero dicha autonomía no es absoluta, ni mucho menos. Dependemos del resto del
mundo en una doble medida: de él adquirimos los productos químicos
indispensables para nuestra formación y nuestro funcionamiento, y él ejerce
sobre nosotros una presión disolvente que debemos resistir. El medio cósmico
nos es, por tanto, doblemente necesario: nos suministra los elementos
materiales de nuestro ser, y nos obliga a realizarnos adaptándonos a él,
concentrándonos, en un esfuerzo constante, en la lucha por nuestra autonomía
personal que llevamos no sólo en contra de nosotros mismos sino también en
contra de las condiciones de nuestra existencia.
Este combate, que compromete
nuestro yo biopsíquico entero, no es un factor negativo de nuestro desarrollo.
Corresponde, por el contrario, a la ley fundamental de nuestra progresión
dinámica. Nos realizamos adaptándonos, y nos adaptamos a nuestro medio porque
no tenemos en él nuestro lugar preparado, como lo tiene una joya en su cofre,
sino que debemos conquistarlo.
Dependencia cósmica del hombre
Pero no por eso somos extraños
en el conjunto del mundo. ¿Cómo el cosmos sería hostil o aun indiferente a una
parte de sí mismo? Sin embargo, posee su orden mecánico que nuestra autonomía
relativa y nuestra fantasía racional vienen a perturbar.
Estamos en el cosmos como el
pez en el agua. Este último tiene que resistir la presión que ejerce sobre él
la masa líquida en la que está sumergido, y vencer la resistencia que opone a
sus movimientos. Pero se encuentra bien en ella y no podría adaptarse a otro
medio. Al igual que la necesidad de la lucha adaptativa, comprobamos la ayuda
que nos presta el resto del mundo. Él es nuestro proveedor de materias primas:
el aire que respiramos le pertenece, como las plantas y los animales que
comemos. Es nuestro proveedor de energía: sin los rayos solares, toda vida
desaparecería del globo y moriríamos de hambre y de frío. Nos protege en contra
de las temperaturas extremas, por los sistemas reguladores que constituyen la
atmósfera y los océanos. Nos ata, por atracción, al suelo sobre el que vivimos,
suficientemente para que tengamos imperio sobre él pero sin prohibirnos el
movimiento.
Dependemos, por tanto, de la
Tierra pero también del Sol y, por eso mismo, del conjunto del sistema sideral,
puesto que la posición relativa de los astros y sus movimientos, condicionan la
cantidad de energía que nos llega. Este nuestro análisis es muy superficial e
ignoramos una buena parte de las influencias cósmicas que se manifiestan sobre
nosotros. A lo más, podemos aprehender algunas indicaciones. Algunos animales
captan las direcciones del espacio que, para ellos, es tan heterogéneo como el
tiempo para nosotros: ¿estamos seguros de que los factores de tal conocimiento
que se nos escapa no actúan, sin embargo, sobre nosotros de otro modo?
La Luna rige, en alguna
medida, el funcionamiento de los órganos genitales femeninos: ¿podemos
certificar que su papel se limita a eso cuando la sabemos capaz de levantar
varios metros de los océanos? Los rayos cósmicos emitidos por las estrellas
cercanas y lejanas nos penetran: ¿cómo suponer que pasan sin dejar rastros a
través de nuestro organismo, mucho más sensible que la placa fotográfica que
impresionan? Los planetas, en sus movimientos, modifican sin cesar los campos
electromagnéticos en los cuales la Tierra está ubicada: ¿sería posible que
quedáramos indiferentes a su paso, cuando reaccionamos ante la menor variación
de los campos terrestres de misma naturaleza? No es admisible que nuestra
evolución esté determinada por los astros, como lo enseñan los astrólogos, y
menos todavía por el planeta que dominaba el cielo en el instante de nuestro
nacimiento, instante que no es un principio, como se lo creía otrora, sino
simplemente un cambio de condiciones de vida en el seno de un medio cósmico
constante. Pero no por eso dejaremos de comprobar que el mundo sideral actúa
sobre nuestro cuerpo y, a través de nuestra duración cenestésica [*], en
nuestra vida psíquica, exactamente como lo hacen los temporales y algunos
vientos, que despiertan en nosotros sentimientos y tendencias por lo general
adormecidos.
[*] Conjunto de sensaciones internas del
organismo que proporcionan conciencia del estado y funcionamiento del propio
cuerpo.
Las búsquedas serias todavía
quedan por hacerse en este dominio como en el de una cierta metapsíquica y una
cierta magia que convendría quitar de una vez por todas a los mistificadores e
iluminados y que nos revelarían sin duda, entre otros datos, un aspecto, a
menudo presentido pero científicamente desconocido, de la influencia del medio
cósmico sobre el hombre. De cualquier manera, debemos retener nuestra doble
dependencia del resto del mundo. Por una parte, nos ofrece las condiciones
materiales de nuestra existencia y nuestro desarrollo. Por otra parte, actúa constantemente,
y por medios diversos y cambiantes, sobre el curso de nuestra evolución.
Ritmo cósmico y ritmo biopsíquico
Debemos notar, sin embargo,
que nuestras relaciones con el resto del mundo son esencialmente dinámicas.
Somos un fragmento del cosmos, pero un fragmento moviente de un cosmos
moviente. Sabemos que duramos según el ritmo personal de nuestra intención
directriz. Cualquier influencia cósmica actúa, por tanto, no sobre un yo
monolítico que arrastrara como el imán arrastra un pedazo de hierro, sino en
nuestra duración biopsíquica cuyo flujo maleable modula en la medida de
nuestras reacciones adaptativas.
Pero, por otra parte, también
el cosmos dura, evolucionando según un ritmo propio, y formamos parte de dicho
ritmo. Somos un instrumento de una inmensa orquesta. Nuestra parte se funde en
la armonía del conjunto, pero no por eso conserva menos sus caracteres propios.
Para que podamos hablar de armonía, es preciso que no nos apartemos de la
intención general. Estamos en la situación del solista de jazz, que
improvisa su parte, pero en el marco de la composición que la orquesta ejecuta.
Estamos asidos por el ritmo del conjunto que nos arrastra, y presiona así
nuestro juego personal.
Eso no puede ser de otro modo,
ya que nuestro ritmo vital es modificado por la mera audición de una pieza de
música, o la simple contemplación de un ballet. Nuestro medio cósmico es
infinitamente más poderoso que un espectáculo, y siempre está presente, pero
notamos menos su acción precisamente porque es habitual, siendo imposible
compararnos a lo que seríamos sin él. Sabemos, empero, que al ritmo cósmico del
día y la noche corresponde una modificación de nuestra tensión psíquica, que
varía con nuestro temperamento y depende de nuestro sistema nervioso vagosimpático.
Asimismo, nos damos
perfectamente cuenta de que nuestros ritmos respiratorios y circulatorios
varían, entre otros factores, con la presión atmosférica, y de que la altura y
el temporal actúan poderosamente sobre ellos. Experimentamos, como los demás
animales, aunque en un grado menor que algunos de ellos, los efectos del ritmo
de las estaciones, y los poetas no hacen por mera casualidad de la primavera la
época de la alegría, del verano la de la plenitud vital, del otoño la de la
tristeza y del invierno la del ensimismamiento. Y ¿cómo ignorar que el clima
es, en parte, responsable del ritmo de nuestra actividad? Somos una caja de
resonancia que responde no solamente a las vibraciones de sus propias cuerdas
intencionales sino también a la armonía ambiente del universo. Estamos en el
seno del cosmos como al lado de un ser querido, cuyos sentimientos y
pensamientos percibimos sin que tenga que expresarlos por la palabra. No se
trata aquí de una metáfora literaria. El resto del mundo nos penetra de un modo
positivo, como lo prueba, en particular, la radiestesia, que permite a algunos
privilegiados tomar conciencia de una realidad que, para nosotros, permanece
desconocida.
Existe todo un aspecto del
cosmos que escapa a nuestros sentidos, pero interviene, sin embargo, en
nosotros a cada instante. El mundo se presenta como un inmenso campo de fuerzas
complejas que se combinan en una interacción permanente, y constituimos una de
ellas, insignificante con respecto al conjunto. Pero un campo de fuerzas no es
un conglomerado de movimientos debidos al azar sino una simetría, en el sentido
etimológico de la palabra. Ya Pitágoras lo había comprendido cuando buscaba la
clave numérica del orden moviente del mundo, y también esos filósofos que
consideraban a la música como la expresión unitaria del hombre y de su medio
cósmico. Convendría recomenzar esas búsquedas a la luz de los recientes
descubrimientos de la ciencia. Pero, cualquiera sea el resultado eventual,
nuestra dependencia dinámica del resto del mundo ya no se puede cuestionar otra
vez.
EL "CUERPO CÓSMICO"
Esta dependencia se afirma en
forma tan estrecha que hasta se nos hace difícil fijar los límites de nuestro
ser en el seno del cosmos. A primera vista, sin embargo, la cosa es sencilla.
Nuestros límites son aquellos de nuestro cuerpo, vale decir, la piel que abarca
nuestro organismo todo y lo separa del resto del cosmos: cuanto está dentro es
nuestro; cuanto está fuera nos es extraño. Pero ya surgen dificultades. Nuestro
sistema piloso está hecho de centenares de miles de "plantas", cuyas
raíces son subcutáneas pero cuyos "tallos" crecen fuera de lo que
hemos considerado como nuestro cuerpo. Ahora bien: nuestro pelo no es un ornato
parasitario. Nace de nosotros, es una diferenciación de nuestros tejidos y
desempeña funciones bien determinadas.
Por otra parte, nuestro
organismo no asimila, es decir, no transforma en materia viva todos los
elementos físico-químicos que absorbe. Algunos de ellos no hacen sino pasar en
él sin sufrir modificación alguna. Luego, no le pertenecen en ningún momento.
El límite de la piel es, por tanto, algo arbitrario. ¿Diremos, entonces, que
las fronteras de nuestro ser no pueden deslindarse desde el exterior y que
tenemos que considerar como nosotros mismos no lo que abarca un tejido
cualquiera sino lo que organiza nuestra inteligencia intencional?
Es innegable que un elemento
químico se vuelve parte de nosotros cuando está organizado y solamente en ese
caso. Pero tropezaríamos con una nueva dificultad de consecuencias
incalculables, puesto que nuestra inteligencia inmanente no organiza sólo lo
que incorpora a nuestro organismo sino también una fracción más o menos grande
del mundo exterior, y tendríamos que incluir en nosotros toda nuestra obra, en
el sentido más amplio de la palabra. Hasta deberíamos, quizá, ir más lejos y
preguntarnos en qué medida podemos considerar exterior a nuestro ser el resto
del mundo por entero, puesto que participamos de su armonía en una estrecha
interdependencia, recibiendo de él ciertos datos de nuestro yo, pero
modificándolo por nuestra vida misma.
Para no tomar sino ejemplos
sencillos, nuestras radiaciones caloríficas ¿no se difunden en derredor nuestro
sin que podamos fijar un límite a su alcance? Y ¿no pasa lo mismo con las
radiaciones, todavía poco conocidas en su naturaleza, que capta el
radiestesista, o con el agente indeterminado de las comunicaciones telepáticas
o simplemente intuitivas, y hasta con la energía enigmática que parece
manifestarse en el fenómeno, aún discutido, de la telequinesia? Y no podemos
olvidar nuestro pensamiento que, por varios medios, difundimos ampliamente. Por
una parte, el mundo exterior nos suministra, pues, los elementos indispensables
para nuestra existencia, y desempeña así para con nosotros una función análoga
a la de una glándula cualquiera. Por otra parte, modificamos dicho mundo
exterior imponiéndole nuestra inteligencia orgánica e incorporándole nuestras
diversas "secreciones", como lo hacemos con nuestros órganos.
La diferencia entre el cuerpo
y el resto del cosmos parece, por tanto, ser, con respecto a nosotros, de grado
más bien que de naturaleza, y depender del imperio más o menos efectivo de
nuestra inteligencia organizadora sobre los elementos naturales. Podemos decir que
el mundo exterior constituye para nosotros un verdadero "cuerpo
cósmico" o, mejor todavía, el prolongamiento degradado de nuestro cuerpo.
No exageremos, sin embargo, los resultados de este análisis. En nada perjudican
la individualidad de nuestro ser. Nuestra duración biopsíquica es la expresión
del dinamismo interno de un complejo limitado. Algunos de sus elementos
provienen del mundo exterior, pero están fundidos en un conjunto cuya
continuidad no les debe nada. Nuestra inteligencia intencional se proyecta sobre
el resto del cosmos, pero no lo incorpora al flujo que organiza, como lo hace
con los elementos físico-químicos y las imágenes con las que constituye
nuestros varios estratos biopsíquicos. Nuestra duración personal está imbricada
en la duración cósmica, pero no se confunde con ella.
Ahora bien: nuestra
individualidad procede no de una suma de factores ni de una suma de acciones
organizadoras sino del ritmo intencional de nuestra duración, esto es, del
dinamismo de actualización electiva de nuestro yo potencial. Estamos en el
cosmos como una corriente en el seno del océano. Nuestros límites son
imprecisos, pero nuestro movimiento, uno y único, se diferencia del conjunto
del que forma parte. Nuestro "cuerpo cósmico" no es nosotros, por
tanto, aunque sólo por él existimos y tenemos sentido.
La formación cósmica de la personalidad: El suelo
Resulta de nuestro análisis
anterior que llegamos al mundo –en el momento de nuestra concepción y no de
nuestro nacimiento– provistos de un cierto número de posibilidades de
realización, algunas de las cuales se actualizan necesariamente, aunque con un
cierto margen de variabilidad cuantitativa y cualitativa, mientras elegimos
entre las otras en el curso de nuestra evolución.
Variaciones y elecciones dependen
de nuestra historia, pero también del mundo exterior, y nuestra historia misma
está hecha de nuestras variaciones y elecciones pasadas. El medio cósmico es,
por tanto, el factor variable de nuestra personalidad, puesto que nuestra
herencia está adquirida de una vez. Adaptándonos a él, nos modelamos sobre él y
recibimos de su parte una verdadera formación, en el sentido pedagógico de la
palabra.
Así, el suelo sobre el que
vivimos nos suministra, por intermedio de las plantas y los animales de los que
nos alimentamos, aquellos elementos físico-químicos necesarios a nuestro
cuerpo. Pero los suministra en cierta proporción y de cierta manera. Sabemos,
por ejemplo, que la deficiencia de yodo, que padecen algunas regiones, provoca
el bocio y la idiotez, y que el porcentaje de sales calcáreas contenidas en el
agua que bebemos influye en el desarrollo de nuestro esqueleto. De modo más
general, no es indiferente que comamos a discreción los productos de un suelo
rico, o subsistamos difícilmente sobre una tierra árida.
Por otra parte, y éste es sin
duda el punto más importante, los alimentos naturales que absorbemos no se
pueden reducir a los cuerpos químicos que los componen. Ya fueron elaborados
por una inteligencia orgánica peculiar en función de las condiciones de su
medio. Somos incapaces de hacer la síntesis química de las proteínas animales,
aunque conocemos o creemos conocer su composición, y todo lo ignoramos de la
clorofila de las plantas que asimilamos.
El suelo es, además, un
poderoso factor de diferenciación de plantas y animales. Las especies
silvestres de la Patagonia andina, en un clima semejante al de los Alpes,
crecen más rápidamente que en Europa y su madera es menos dura. El avestruz
argentino es más pequeño que su congénere de África del Sur, que vive en
condiciones climáticas equivalentes. Lo mismo pasa con el hombre. Alexis Carrel
notó con razón que no hace mucho, cuando cada uno se alimentaba de los
productos de su suelo, y la endogamia era más difundida que hoy, las
diferencias biopsíquicas eran manifiestas de una aldea a la otra de una misma
región. Numerosos rasgos de semejante estado de cosas subsisten todavía en
algunas comarcas aisladas cuya unidad étnica no es discutible, en Bretaña o
Auvernia, en Francia, por ejemplo.
Tal influencia formadora del
suelo es debida no sólo a su composición química sino también a ciertos
factores cuya existencia apenas vislumbramos, como los campos
electromagnéticos, y otros más de los que disimulamos mal nuestra ignorancia
llamándolos fuerzas telúricas. De todos modos, tenemos que concluir, con
Carrel, que estamos hechos, materialmente, del limo de la tierra, precisando
que la "materia prima" que sacamos del suelo no actúa solamente sobre
nuestro cuerpo sino sobre el conjunto todo de nuestro ser biopsíquico. Cuando
decimos que el campesino está ligado a la tierra, no es esto una imagen ni la
simple expresión de una realidad psico-funcional. Alimentado exclusivamente con
los productos de sus campos, forma cuerpo –literalmente– con ellos en la
completa armonía de un intercambio incesante. Los desarraigados de las grandes
ciudades degeneran en razón de su modo antinatural de vida, pero también de su
manera de alimentarse. Los productos sintéticos y los productos importados de
los que se nutren hacen de ellos perpetuos inadaptados.
La formación cósmica de la personalidad: El clima
La acción del clima sobre
nosotros es más generalmente conocida y admitida que la del suelo. Hasta no han
faltado teóricos para olvidar en su favor los datos de nuestro capital
hereditario. Sin embargo, el clima, al contrario del suelo, no nos trae casi
nada que entre en la composición de nuestro ser. Cualquiera sea el aspecto en
que lo consideremos: temperatura, presión atmosférica, régimen de los vientos,
electricidad, luz solar, nubes, lluvia o humedad, sólo se trata de un medio en
cuyo seno evolucionamos sin absorber nada de importancia, salvo por intermedio
del suelo.
Nuestro cuadro climático se
limita a obligarnos a elegir, en cada momento, entre nuestras posibilidades
inmanentes, la que mejor nos permite adaptarnos a él en función de nuestra
intención vital. Incapaces de reaccionar ante el frío, esto es, de compensar
con una intensidad acrecentada de nuestros intercambios termoquímicos la
pérdida de calorías absorbidas por el aire ambiente, nos morimos. Si nuestros
nervios no aguantan el viento dominante de nuestra región o su tensión
atmosférica, vivimos en una constante inadaptación: nuestra eficacia resulta
reducida y nuestra vida abreviada.
De ahí una primera acción del
clima sobre nosotros: nos impone una elección adaptativa entre nuestras
potencialidades. Nos forma, pues, por su naturaleza: el frío nos vivifica y
endurece; el calor nos adormece y reblandece. Pero nuestro medio climático obra
igualmente por el ejercicio de nuestras funciones adaptativas, vale decir, de
nuestra inteligencia intencional, que provoca. Nos modifica, por tanto, por sus
variaciones: uniforme, crea en nosotros un hábito de pereza orgánica;
cambiante, nos obliga, al contrario, a una actividad incesante que actualice
nuestras posibilidades dinámicas.
Esta doble influencia del
clima es un dato de la observación. Grupos de la misma raza, ubicados en climas
diversos, se diferencian por su grado de actividad física e intelectual. La
apatía del europeo en los trópicos es tan manifiesta como la del negro en un
clima templado. Este último ejemplo nos muestra que la acción del clima guarda
relación con nuestra herencia. Ha sido posible delimitar con precisión las
zonas geográficas cuyo clima más estimula la actividad biopsíquica del hombre
blanco. Pero ese mapa no vale en absoluto para las razas de color, ni siquiera
para ciertos grupos esencialmente diferenciados de la gran raza blanca. Nacemos
preadaptados al clima que, durante generaciones, ha ejercido su influencia
sobre nuestros antepasados. Vale decir que el medio es formador no sólo de
nuestro individuo sino también de nuestra raza, haya sido él o no la causa de
las grandes diferenciaciones étnicas de nuestra especie.
Es ésta la razón por la cual
nuestra herencia nos predispone a un tipo de clima que nos conviene
particularmente, y fuera del cual degeneramos. Por eso es paradójico que nos
empeñemos, desde el principio del siglo, en transformar artificialmente
nuestras condiciones climáticas de vida, a suavizarlas y a reducir su grado de
variación. Con el esfuerzo de adaptación, es nuestra tensión vital la que se
debilita. Pero no es útil insistir: Carrel, en este dominio, ha dicho todo lo
esencial.
La formación cósmica de la personalidad: El paisaje
El suelo y el clima actúan
sobre nuestro ser biopsíquico al nivel de su substrato corporal. Pero hay un
tercer factor de nuestra "educación" por el medio cósmico, el
paisaje, que interviene, por intermedio de nuestros sentidos, en nuestra
duración psíquica.
En efecto, el mundo exterior
no se reduce, para nosotros, a nuestros alimentos y al tiempo que hace. Es,
además, un complejo de imágenes y, en particular, de imágenes visuales
alrededor de las cuales se condensan en nuestra mente todas las demás. Paisaje
es la forma y el color del suelo y de su vegetación, los olores que emanan de
ellos, y la vibración de la luz que los envuelve; y también, en un sentido más
amplio, el dibujo de la ciudad y de sus monumentos, y hasta el cuadro interior
de nuestra casa. El paisaje es, por tanto, el decorado permanente de nuestra
vida y nuestra acción o, más exactamente, este decorado tal como lo
aprehendemos. Por cierto que cambia de apariencias con los momentos del día o
las estaciones, pero sus varios aspectos conservan una base estable, y resurgen
cíclicamente. El paisaje constituye la tela de fondo imaginal, de alumbrado
variable, de nuestra duración psíquica. Cualquiera sea, es imposible
escapársele. Impregna todo nuestro pensamiento, imaginativo, racional y
afectivo.
En efecto, suministra ante
todo a nuestra duración imágenes, particularmente poderosas en razón de la
constancia de la percepción que tenemos de ellas, que casi podríamos llamar
imágenes-hábitos. El paisaje, pues, fija en alguna medida nuestra imaginación.
Pero no es éste su papel más importante. Las imágenes que lo componen poseen un
orden. No queremos hablar de las relaciones constitutivas de cada una de ellas
sino de las proporciones del conjunto, o sea, de la organización del decorado
todo. Dicho orden lo expresamos habitualmente en el lenguaje que empleamos para
definir nuestras cualidades interiores. Decimos que el paisaje es grandioso o
delicado, rico o desolado, exuberante o clásico. Se acostumbra decir que
proyectamos en él nuestras cualidades propias. Es exacto que lo comparemos con
nuestra personalidad. Lo juzgamos en su confrontación con nuestro ser, y lo
calificamos según nuestra escala de valores. Pero no es menos exacto que la
personalidad del paisaje se impone a nosotros, y contribuye a nuestra
formación.
En efecto, nos adaptamos
necesariamente a nuestro decorado cósmico y creamos entre él y nosotros la
armonía indispensable para nuestro equilibrio psíquico. Sin duda, modificamos
según lo que somos la visión que tenemos del paisaje, pero también nos
modificamos según lo que es. En la medida de nuestra potencialidad esencial
adquirimos algo de su delicadeza o de su majestad, de su desolación o de su
riqueza, de su simetría o de su exuberancia. No es indiferente ser criado en la
estepa rusa o en el valle del Loira, en Nueva York o en Florencia. Apenas
excesivo sería decir que nos transformamos en la llanura ilimitada de Ucrania o
en el castillo de Chambord, en las masas desproporcionadas de hormigón o en los
palacios del Renacimiento. Nos incorporamos, en todo caso, el orden particular
de nuestro cuadro imaginal, y no es sorprendente que el paisaje influya hasta
en nuestra lógica.
Se reconoce generalmente, y
con razón, que la imprecisión intelectual del ruso medio es debida a la
ausencia de límites y a la "indiferencia" de su tierra, mientras que
la claridad del francés medio proviene de la medida humana y la luminosidad de
su decorado natural. Más evidente todavía es el poder afectivo del paisaje. La
monotonía y la niebla engendran en nosotros la tristeza, y el Sol, la alegría.
Ahora bien: la tristeza es el signo de nuestra inadaptación esencial a una
imagen o un grupo de imágenes que no responde a nuestras necesidades
personales, mientras que la alegría expresa, por el contrario, la armonía
profunda entre nuestra duración biopsíquica y el marco de su evolución, vale
decir, los factores externos que actúan sobre ella y se introducen en ella.
Existe, pues, para nosotros,
un paisaje óptimo: el que contribuye a nuestra realización integral,
desarrollando aquellas de nuestras cualidades de todo orden que corresponden a
su propia organización.
El sentimiento de la naturaleza
Pero el paisaje no es sino uno
de los elementos esenciales de la armonía antropo-cósmica. Es el factor
superficial, en el sentido propio de la palabra, de nuestro apego sentimental a
nuestro cuadro, el que cubre y corona los otros, mas también los disimula a
nuestra observación. Es el aspecto en el cual se presenta a nosotros una
realidad única, infinitamente compleja, que comprende el cosmos entero,
subyacente a sus diferenciaciones locales que son el suelo y el clima. El
paisaje es un poco el espíritu de la Naturaleza: sería inconcebible sin la
infraestructura en la que descansa y de la que depende, aunque la supera. Dicho
con otras palabras, suelo, clima y paisaje constituyen nuestro mundo exterior,
en el que estamos sumergidos y del que proceden, por una parte, nuestro ser y
nuestra evolución, pero no son sino nuestros puntos de contacto diferenciados
con el resto del cosmos, esto es, los canales por donde el mundo exterior
entero se infiltra en nosotros.
El sentimiento de la
Naturaleza que experimentamos frente al paisaje es infinitamente más profundo
de lo que piensa la mayor parte de los escritores que no ven en él sino una
mezcla de admiración ante el misterio del mundo y de placer estético nacido del
espectáculo. En realidad, es la expresión de nuestra simpatía, en el sentido
etimológico de la palabra, por nuestro cuadro cósmico, vale decir, la intuición
y la aceptación de una simetría, o sea, de una medida rítmica común entre él y
nosotros. El campesino que se confunde con su tierra, que vive de ella y en
ella, y la quiere a menudo más que a sí mismo, siente, sin ser, por lo general,
capaz de analizarlo, dicho sentimiento que lo identifica a su cuadro. Forma
cuerpo con su campo, como el jinete con su caballo. Y es un sentimiento
idéntico el que experimenta el viejo porteño que "siente" vivir su
ciudad, como se siente vivir a un ser querido.
Nos damos cuenta confusamente
de nuestra dependencia del medio cósmico por un vago bienestar cuando estamos
en nuestro cuadro, y por una impresión de aislamiento que nos deja
insatisfechos y como desamparados cuando nos hallamos en un ambiente cósmico
que nos es extraño. Así, el desarraigado vive en una inquietud permanente,
producto de su inadaptación personal, y hasta de una inadaptación hereditaria
cuando ha nacido de una raza que, durante siglos o milenios, ha experimentado
el imperio formador de un medio poderoso. La Naturaleza en que vive no le
"habla". Se encuentra frente a ella como frente a un cadáver
desconocido. Y es ésta la comparación exacta. Aprehendemos o no aprehendemos el
ritmo vital del universo como parte normal de nuestra duración según que el
mundo exterior, tal como se presenta a nosotros en un momento y un lugar
determinados, contribuya o no a nuestro equilibrio interior.
Lo que llamamos sentimiento de
la Naturaleza es, por tanto, mucho más que el resultado de nuestra
receptividad, mucho más que la respuesta a un contacto superficial. En
realidad, es una comunión con el resto del mundo tal como se manifiesta a
nosotros, en su diferenciación local, con todo su poderío y toda su necesidad.
En vano se tratará aquí de oponer Dionisio a Apolo, la "vitalidad
cósmica" a la "inteligencia del ritmo". Sea que la Naturaleza
nos embriague y provoque en nosotros una exaltación casi mística, semejante a
aquella que experimenta el primitivo en el curso de sus ceremonias animistas, o
bien que haga vibrar lo más hondo de nuestro ser en una resonancia comprendida
y explícitamente aceptada, el proceso permanece esencialmente idéntico.
Nuestra personalidad responde
según lo que es a la presión del mundo, y no pensamos que el poeta sienta menos
auténticamente la intuición cósmica que expresa en ritmos intelectualizados,
que el salvaje que manifiesta su emoción desordenada en el curso de la
celebración de los ritos mágicos del vudú. El uno y el otro viven el mundo según
las dominantes de su propia vida. O, más exactamente, el uno y el otro captan y
expresan del mundo lo que corresponde a su propia duración. El primitivo se
deja arrastrar por las potencias cósmicas misteriosas que lo dominan. El poeta
trata de apoderarse de ellas y de restituir su orden íntimo. El fenómeno de la
comunión con la Naturaleza es idéntico en ambos casos. Sólo varían la visión y
la acción.
El dominio del universo
Esta diferencia de modalidad
está lejos, empero, de ser sin importancia, puesto que expresa nuestra actitud
frente al resto del mundo. No olvidemos, en efecto, que no somos una masa de
arcilla maleable e inerte que las fuerzas del universo modelarán, encontrando
alguna resistencia pero nada de reacción. Tampoco representamos un simple campo
de acción convergente de los dinamismos cósmicos. Por el contrario, oponemos al
resto del mundo una duración, esto es, una intención vital organizadora de
nosotros mismos o, mejor todavía, una voluntad. Nuestra progresión vital en el
seno de nuestro medio –y no hay otra progresión posible– se realiza por una
confrontación dialéctica de nuestro ímpetu intencional con las fuerzas
cósmicas. Somos una síntesis en creación continua, puesto que la superación que
resuelve el conflicto se produce en nosotros. Somos a la vez uno de los
factores de la oposición y el autor de la síntesis con la que nos beneficiamos.
No hay, por tanto, actitud meramente pasiva de parte nuestra.
Pero eso no impide que la
fuerza variable que representamos sea más o menos poderosa con respecto a
aquellas del medio cósmico. Aun el receptivo puro impone con éxito su intención
vital a las potencias exteriores que, en caso contrario, lo destruirían. Mas
dicha intención se limita a mantener una mera individualidad y no a orientar,
según las exigencias del medio pero en un esfuerzo autónomo, la evolución de
una personalidad. La tensión vital no está aquí en discusión. Puede ser
extremadamente marcada, como en el caso del entusiasmo de una danza sagrada,
pero falta la dirección personal. La violenta corriente de duración se deja
arrastrar por las fuerzas naturales que la dominan, y cuyo imperio acepta y aun
busca. Su única ambición es la de confundirse cada vez más íntimamente con el
mundo exterior, y su único esfuerzo consiste en expresarlo prestándole su
propia vitalidad.
La actitud del poeta es muy
diferente. También él acepta su cuadro cósmico y busca interpretarlo, pero no
abdica ante él, no espera fundirse en el universo sino, por el contrario,
personalizar las potencias exteriores que penetran y obran en su duración. Las
acepta como una materia prima interiorizada, particularmente rica y que, por
eso mismo, ofrece una seria resistencia pero le permite obtener un resultado
superior. Les impone su intención directriz y las absorbe. Para el poeta el
resto del mundo es factor de enriquecimiento personal y de afirmación de sí.
Esto no quiere decir que no depende de sus condiciones cósmicas de vida, a las
que debe, evidentemente, adaptarse, pero no transforma dichas condiciones en determinación.
Él es quien se realiza en su cuadro y con ayuda de su cuadro, y no es el resto
del cosmos el que se realiza en él.
Por supuesto, el salvaje y el
poeta –el verdadero salvaje y el verdadero poeta, constituyen casos extremos
entre los cuales numerosas posiciones son posibles. Nuestro análisis quedaría
incompleto si no precisáramos que existe una manera distinta de la del poeta de
dominar el medio exterior: aquella de quien no sólo domina en sí mismo los
datos cósmicos que se incorpora sino que también marca de su sello su cuadro
natural y lo modifica según su propia personalidad.
El campesino que humaniza la
tierra por su trabajo creador, el paisajista y el arquitecto que dan una nueva
fisonomía, salida de su pensamiento, a la campiña y a la ciudad, el artista que
materializa su visión, el científico y el técnico que desvían las fuerzas
naturales en provecho de su obra y nosotros, por fin, en la medida que
modelamos el mundo a nuestra imagen, actuamos como poeta, pero como poeta a
quien no basta su interioridad. No sólo subjetivizamos la parte del cosmos que
nos hemos incorporado sino que también objetivizamos la síntesis personal que
hemos forjado, imponiéndola a nuestro medio exterior. Somos a la vez poeta y
hombre de acción.
por Jacques de Mahieu, 1955
http://editorial-streicher.blogspot.com/2021/05/jacques-de-mahieu-sobre-la-naturaleza.html
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