UN HUNDIMIENTO SIN BRÚJULA
La humanidad contemporánea, aferrada a su teléfono
inteligente como una garrapata a un perro, parece haberse hundido
definitivamente en un letargo intelectual y moral, un estado preocupante en el
que se muestra incapaz de informarse, asumir responsabilidades o, peor aún,
comprender las consecuencias de la situación. Mundo tecno-carcelario al que da
forma a diario. Esta preocupante observación, sin embargo, plantea una pregunta
cruel pero legítima: ¿esta humanidad realmente merece ser salvada?
Si las masas son culpables de su propia dimisión, las elites gobernantes no pueden ser exoneradas de su papel. Estos líderes, tanto asesinos como manipuladores, orquestan este declive cultivando la ignorancia y la sumisión. Al imponer una censura encubierta, fomentar la mediocridad y convertir la democracia en un espectáculo, mantienen un sistema en el que cualquier intento de emancipación es cortado de raíz. Son los arquitectos de un mundo en el que el hombre queda reducido a la función de consumidor pasivo.
Pero la humanidad moderna, tal como se presenta hoy, parece
ser su propio verdugo. Sin embargo, para comprender plenamente las razones de
este estado desolador, es necesario ir más allá de la simple observación y
explorar las causas profundas, las posibles alternativas y las implicaciones
éticas de un posible abandono de quienes se niegan a salvarse.
Varios factores interconectados han conducido a esta apatía
generalizada y abdicación colectiva. El consumo excesivo y el capitalismo
globalizado han alentado al individuo a definirse a sí mismo no por sus
pensamientos, sino por sus posesiones y sus placeres efímeros. La sociedad,
inundada de distracciones tecnológicas, ha abandonado el pensamiento en favor
de la gratificación instantánea. La educación, en lugar de crear conciencia, se
ha transformado en un sistema de condicionamiento, que forma a consumidores y
artistas, no a ciudadanos ilustrados. Los medios de comunicación, que se han
convertido en armas de desinformación, favorecen las polémicas estériles y los
contenidos simplistas, reduciendo el pensamiento crítico a una curiosidad
obsoleta. En resumen, todo parece estructurado para mantener a las masas en un
letargo cómodo pero destructivo.
En una época en la que la información es más accesible que
nunca, en la que el conocimiento centenario está a sólo dos clics de distancia,
en la que las alertas tienen una voz global, el hombre moderno elige
conscientemente la desinformación y la propaganda tranquilizadora. Entre la
adicción al sensacionalismo y el abandono de la reflexión crítica, se contenta
con atajos simplistas y narrativas cómodas. Mira videos insípidos de
influencers y abandona a sus autores. Se revuelca en una estupidez masiva y se
niega a abrir un libro. Porque, en lugar de aprender gracias a todas las
herramientas modernas y gratuitas, prefiere consumir contenidos vacíos,
expresarse sobre todo y sobre nada en redes asociativas diseñadas para halagar
sus prejuicios, calmar su ansiedad y aislarlo de la vida como en el mundo. En
tal contexto, los esfuerzos de los reinformantes, esas raras mentes lúcidas que
todavía están en lucha altruista, chocan ahora contra un muro de indiferencia y
negación. Sus palabras, aunque sinceras y necesarias, no son más que espadas en
agua estancada.
Las masas, estúpidas y atrapadas en su propio ombligo,
resultan incapaces de ver más allá de sus intereses vitales inmediatos. La
búsqueda de comodidad personal y satisfacción instantánea ha suplantado
cualquier ambición colectiva o sentido moral. El individuo posmoderno,
hipnotizado por las pantallas y atraído por las trivialidades, se aleja del
esfuerzo intelectual o del coraje de cuestionarse a sí mismo. Reivindica, desde
su sofá, infinitos derechos, pero huye de sus responsabilidades a la primera
oportunidad, condenándose así, como sus hijos, a la servidumbre voluntaria.
En esta nueva realidad, ya muy avanzada, que ya no es una
distopía, las voces disidentes son sofocadas por una censura omnipresente,
disfrazada de virtud. La dictadura del pensamiento único deja poco espacio a
quienes intentan despertar conciencias. El debate es reemplazado por dogmas, la
discusión por anatema. Y aquellos que denuncian en voz alta esta realidad no
sólo son ignorados, sino que son activamente marginados, desacreditados y
borrados.
La humanidad moderna no comprende el mundo infernal que está
construyendo, ya sea a nivel industrial, tecnológico o social. Las únicas
innovaciones que crea, en lugar de liberarlo, lo encadenan a una máquina
trituradora despiadada. Las elecciones colectivas, tomadas con una miopía
asombrosa, generan crisis tan sucesivas que se vuelven casi banales. Y, sin
embargo, frente a las consecuencias de sus propias acciones dañinas, la
humanidad sólo muestra resignación o una ingenuidad abyecta y destructiva.
Se vuelve imperativo diseñar medios que sean tan radicales
como justos para eliminar simultáneamente a gobernantes asesinos y a pueblos
sometidos por la resignación. Los primeros, cínicos manipuladores, explotan
descaradamente la inercia y la ignorancia de las masas para establecer su poder
criminal, mientras que los segundos, hundidos en una apatía cómplice, parecen
casi orgullosos de su servidumbre voluntaria basada en su ignorancia. Las
masas, estupefactas por el consumismo estéril, incapaces de comprar un libro
pero felices de envenenarse con Coca-Cola y McDonald's, han construido su
propio infierno. Esta complacencia, esta abdicación intelectual y moral, no
merece ni compasión ni excusa: simplemente cosecha el destino que pacientemente
ha creado. ¿De qué sirve distinguir verdugos y víctimas cuando todos participan
en el mismo ciclo de destrucción?
Ante un panorama así, en el que la humanidad persiste en
pisotear sus posibilidades de redención, la cuestión fundamental va más allá de
la simple capacidad de salvar a la especie humana, porque lo que está en juego
es su valor intrínseco. ¿Podemos realmente justificar el esfuerzo colosal
necesario para salvarla? ¿Salvar a un pueblo que se niega obstinadamente a
salir del abismo que él mismo está cavando? ¿Por qué seguir acercándonos a una
sociedad que no sólo se hunde en su caos, sino que lo convierte en una forma de
vida? La ignorancia, convertida en virtud, se celebra, mientras la verdad es
odiada, relegada a un estado de amenaza. Esta glorificación de lo falso y lo
mediocre apaga toda luz, toda perspectiva de evolución.
La cuestión ya no es teórica: es urgente y existencial.
¿Cuándo deberíamos dejar de levantar un peso muerto que ya no se estabiliza
sino que nos arrastra irremediablemente hacia abajo? Las fuerzas vivas que aún
intentan salir de este letargo se encuentran aisladas, agotadas, abrumadas por
una masa que las resiste con todas sus fuerzas, no por convicción sino por una
inercia abrumadora. Quizás el esfuerzo por salvar a la humanidad, noble en
apariencia, se haya vuelto inútil, incluso destructivo para quienes se dedican
a ello.
¿Qué sentido tiene agotarse para enderezar una civilización
que no quiere saber ni comprender? Una humanidad satisfecha con su esclavitud,
que se alimenta de ilusiones y venenos, se condena a sí misma. ¿Y si, en
realidad, la salvación sólo debería dirigirse a quienes son capaces de
imaginarla y no a quienes la convierten en una carga innecesariamente
colectiva? En un momento dado, la supervivencia de los lúcidos exige el
abandono de quienes se niegan a ser salvados.
Si la humanidad de este siglo todavía aspira a alguna
salvación, tendrá que demostrar, y rápidamente, que es capaz de romper con los
fracasos que la condenan. Esto requiere una renovación profunda, casi una
metamorfosis, donde redescubrir el gusto por el esfuerzo, el sentido de la
responsabilidad y la lucidez necesaria para afrontar la complejidad del mundo.
Pero tal como está, esta esperanza parece utópica. La humanidad, atrapada en
una espiral de abdicación y comodidad ilusoria, ha renunciado a su propia
dignidad. Se esconde detrás de excusas, prospera en la mediocridad normalizada
y voluntariamente se aleja de cualquier cosa que pueda requerir reflexión o
superación personal.
Construir un futuro requiere bases sólidas y mentes
despiertas, capaces de pensar y actuar con discernimiento. Sin embargo, no será
posible construir un mundo mejor con los idiotas de hoy, esos individuos para
quienes la verdad resulta incómoda, el esfuerzo una tarea ardua y la
responsabilidad una carga insoportable. Un rebaño de ovejas, cegado por su
rutina, acabará inexorablemente en el matadero. Las advertencias no son
suficientes; los sacrificios no los tocan; avanzan, dóciles y despreocupados,
hacia un destino que se niegan a comprender.
Los ciclos de decadencia de la civilización no son nuevos.
El colapso del Imperio Romano, el ascenso del totalitarismo en el siglo XX y
los grandes períodos de estancamiento intelectual muestran que las sociedades
que renuncian a la responsabilidad y a la verdad se condenan a sí mismas a la
autodestrucción. Sin embargo, lo que distingue a nuestra era es la escala
global de esta crisis, amplificada por la tecnología y una interconexión sin
precedentes.
Esta mentalidad no es sólo un obstáculo, es una condena. No
podemos salvar a un ser, y mucho menos a una civilización entera, que no quiere
ser salvado. Persistir en este esfuerzo equivale a desperdiciar energías
preciosas, a comprometer las pocas fuerzas vivas que aún son capaces de
reflexionar y elevarse. El futuro no pertenece a quienes se niegan a
evolucionar, sino a quienes se atreven a romper con las masas para trazar un
nuevo camino. Quizás sea hora de aceptar que la mayor parte del rebaño será
sacrificada y que sólo los pocos individuos dispuestos a reconectarse con
dignidad, lucidez y responsabilidad merecen construir un mañana diferente con
ellos.
Surge entonces una cuestión ética: ¿es justo, incluso moral,
abandonar a las masas para salvar sólo a una minoría capaz de llevar a cabo un
nuevo proyecto de civilización? Si la humanidad en su conjunto se niega a
salvarse, ¿significa esto que necesariamente debe ser condenada? ¿Quién tendría
derecho a decidir quién merece ser salvo? Este debate plantea profundos
dilemas, porque la idea de abandonar lo "irredimible" puede
convertirse rápidamente en un pretexto para nuevas formas de violencia y
exclusión. Quizás debamos aceptar que no todos necesitan ser salvos. Pero esto
no significa renunciar a toda acción personal para salvarse, porque como dice
el refrán: “¡La caridad bien ordenada comienza por uno mismo!”.
La historia ha demostrado a menudo que las minorías
ilustradas pueden sentar las bases de renacimientos colectivos. A quienes
todavía desean salvar lo que se puede salvar les corresponde resistir a la
inercia, creer en sí mismos, seguir actuando y construir estructuras
alternativas capaces de encarnar la renovación. Sin embargo, ante este
panorama, no necesariamente se pierde toda esperanza. Se pueden considerar
algunas formas de revertir esta tendencia, aunque su implementación será
difícil. Deberíamos rehabilitar una educación que favorezca la curiosidad
intelectual, el esfuerzo y la responsabilidad individual. Los medios de
comunicación podrían volver a convertirse en herramientas de información y
reflexión, siempre que surjan actores verdaderamente independientes.
Además, cada uno, a su nivel, puede optar por salir de esta
espiral de ignorancia con un mínimo de esfuerzo y conciencia: leer algo más que
tweets, obtener información rigurosa de autores independientes, desarrollar un
pensamiento crítico planteándose preguntas sobre el propio papel en la vida y,
sobre todo, actuar con conciencia ética y capacidad de decir NO a esta
esquizofrenia cotidiana.
Estas iniciativas aisladas ya pueden formar la base de una
minoría lúcida, capaz de vivir y construir su futuro, aunque no serán en
absoluto suficientes para salvar a esta masa que persiste con rabia en hundirse
en la apatía y la negación de su propia condición.
Cada uno tiene su destino en sus manos, aunque hay que tener
el coraje de sacarlas del bolsillo y utilizarlas...
https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2024/11/un-naufrage-sans-boussole.html
Bon dia Joan y AMICS. Este ensayo es formidable y más que explícito, pero como dijo Marck Twain es más fácil engañar que convencer. Pero es de mi querido Henry de quien os quiero compartir mi epílogo en la blogosfera y su Red, ya que he clausurado la sección tecnológica y doy por finalizado la Bitácora de abordo. Soy de una estirpe demasiado elevada para convertirme en un esclavo, en un subalterno sometido a tutela, en un servidor docil, en un instrumento de cualquier estado soberano del mundo. Henry David Thoreau
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