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2.7.25

El mal está demasiado arraigado. No necesitamos una venda sino una amputación

EN ESTE PAÍS...                                        

En este país, el gobierno es una casta de administradores ilegítimos de un cadáver con tiempo prestado. Ya no administra un país, sino una renta. Ya no gobierna, se aferra. Su único don es sembrar el vacío con palabras vacías. Cada frase que pronuncia es una traición. Ya no tiene visión, ya no tiene proyecto de civilización, ya no tiene conexión con el pueblo.

Gobierna solo para mantener la ilusión de control y, sobre todo, sus privilegios. Su única prioridad es perdurar, cueste lo que cueste. Y en este mundo donde este gobierno nos ha encarcelado, la corrupción no es una desviación, es su matriz. Su ilegitimidad ya ni siquiera proviene del fraude, pues es moral, espiritual, existencial. Este gobierno no está compuesto por hombres de Estado, sino por parásitos trajeados, injertados en la piel del pueblo, chupándole la sangre en nombre de principios que pisotean a diario.

En este país, la justicia ha muerto, pero sigue siendo la mentira mejor disfrazada del régimen. Solo quedan sus tribunales, donde se representa un teatro judicial, donde los poderosos escapan a las leyes que escriben y los débiles son condenados por intentar sobrevivir. El juez ya no es un equilibrista, sino el servil ejecutor de una ley cada vez más tecnocrática, opaca e incomprensible. Los ciudadanos ya no creen en la justicia, y con razón. Porque han visto que la injusticia nunca se toma vacaciones. Es veloz, brutal y constante. La justicia, en cambio, es lenta, distante y a menudo ausente. El buen ciudadano, de ahora en adelante, no es el que está protegido, sino el que no se interpone.

En este país, la policía se ha convertido en el brazo armado de un orden carente de legitimidad. Se autodenominan "mantenedores del orden", pero ¿de qué orden hablamos? ¿Del de la desigualdad consagrada? ¿Del del saqueo legal? ¿Del de la violencia gratuita contra los manifestantes y la laxitud contra todos los infractores? La policía ya no protege al pueblo; protege al régimen. Se ha convertido en el muro entre la impostura y la revuelta. Esto no significa que todos los policías sean corruptos, sino que su misión se ha convertido en tal. Y que quienes obedecen ciegamente órdenes injustas se convierten, de hecho, en cómplices de un sistema que desprecia la libertad y oprime a los más débiles.

En este país, la economía no es más que la sumisión a través de la deuda. Y la deuda ya no es una herramienta, sino una cadena. Ya no se contrae, se impone. Somete a los Estados a los mercados, a los pueblos a los bancos, a los individuos a los tipos de interés. La ciudadanía ha sido sustituida por el crédito, la soberanía por las agencias de calificación, el trabajo por la especulación. El trabajador moderno no es libre; se le exprime como a un limón entre dos pagos mensuales. Y quienes controlan los hilos ni siquiera tienen bandera. Son gente apátrida y de lujo, que explotan aquí, viven allá y guardan su dinero en otro lugar. El Estado, por su parte, sigue sonriendo mientras vende cada pieza de la casa familiar y se queda con las joyas más hermosas para compartir entre amigos.

En este país, los medios de comunicación son los guardianes de ladrones y matones. Ya no son una fuerza contraria. Son una extensión del poder. Repiten, amplifican, censuran. Eligen las palabras, los silencios, los enemigos que destruir y los aliados que glorificar. No dicen la verdad; construyen una versión aceptable de la realidad. No buscan comprender; buscan imponer obediencia. El periodismo ha muerto. Ha sido reemplazado por la comunicación de crisis permanente.

En este país, la inmigración se explota y amplifica hasta convertirla en un fenómeno explosivo. Seamos sinceros. El problema no es solo el inmigrante, sino también el uso político que se hace de él. La inmigración masiva y descontrolada es un arma. Se utiliza para perturbar los equilibrios culturales, ahogar a las personas en la confusión de identidad, imponer el miedo y justificar un mayor control. Así, se convierte, no en un refugio, sino en un caballo de Troya. Quienes llegan no tienen nada y ocupan el lugar de quienes ya tienen poco. Es una guerra contra los pobres, orquestada por los ricos. Y un odio, cuidadosamente fomentado por quienes dicen querer evitarlo.

En este país, el pueblo está desmembrado, fragmentado, desviado hasta el olvido. El pueblo ya no es uno; está dividido, estratificado, atomizado. Cada grupo contra el otro. Pobres contra menos pobres, jóvenes contra ancianos, indígenas contra inmigrantes, mujeres contra hombres. La división es total, hábilmente mantenida. Mientras unos se acusan, otros saquean en paz. ¿Y el resto? Duermen en sus sofás frente a sus televisores a crédito. Hipnotizados por las pantallas, abrumados por el entretenimiento, lobotomizados por los eslóganes publicitarios, ya no piensan, sienten, consumen, huyen. Ya no tienen columna vertebral, solo un tracto digestivo y una conexión a internet.

En este país, los jóvenes están alienados por el vacío. Podrían haber sido fuego, pero se han convertido en humo. Criados en la obsesión con el yo, con el instante, con el rechazo al esfuerzo, ya no piensan en el futuro. Lo quieren todo, ya, sin preguntar por qué. Se ven inundados de pseudorebeliones patrocinadas, activismo superficial e ideologías absurdas que niegan la realidad. Ya no leen, ya no debaten, ya no construyen. Están conectados, pero solos; educados, pero ignorantes; libres, pero encarcelados. Les han robado la esperanza al ofrecerles consuelo.

En este país, los ancianos se han refugiado en su supervivencia. Fueron los constructores. Se han convertido en los contadores de su fin. Su único horizonte es su pensión, su salud, su tranquilidad. Han renunciado a transmitir sus conocimientos, por miedo a ser juzgados, por cansancio o por comodidad. Su memoria ya no sirve para advertir, solo para recordar. Observan cómo el mundo se derrumba, preguntándose si estarán muertos antes de la explosión final. Y a menudo, cierran los ojos, se tapan los oídos y se preguntan por qué sus nietos viven en el caos.

En este país, las clases medias son los nuevos esclavos consentidos. Son quienes lo pagan todo, quienes lo soportan todo y quienes no dicen nada. Solo creen en una cosa: el derecho a las vacaciones. Dos semanas en verano, una semana en invierno, pues es la única trascendencia que les queda. Ya no sueñan, cuentan. Ya no se indignan, se adaptan. Ya no crían a sus hijos, los mantienen ocupados. Son demasiado ricos para renunciar a todo, demasiado pobres para cambiarlo todo. Forman la columna vertebral del sistema y se niegan a ver que ya les están rompiendo la espalda.

En este país, lo saben. Y, sin embargo, nada cambia. Esta es la tragedia de este país. Y el pueblo lo sabe, pero guarda silencio. Saben que su gobierno no es más que una vitrina de un poder que ya no decide nada, una sucursal de multinacionales y bancos sin rostro cuyos accionistas viven en otro lugar, piensan en otro lugar, invierten en otro. Saben que la "democracia" no es más que un rito, una liturgia vacía, donde se vota como si se tirara un pañuelo usado. Sin esperanza, sin ilusión. Porque el pueblo no se compone solo de ignorantes e ingenuos. Ven, cada día, cómo crece la pobreza bajo cifras de crecimiento falsificadas. Escuchan las palabras de sus líderes, ventrílocuos de la nada, cuyo único talento es usar el lenguaje para disfrazar el robo, disfrazar la violencia y hacer tolerable lo inaceptable. También saben que los jueces son las putas del sistema, los policías son perros codiciosos y los medios de comunicación son las cadenas que amordazan sus pensamientos. 

En este país, uno podría pensar que hay miedo, pura opresión. Pero no. La policía golpea, sí, y a veces hasta sangrar, pero golpea como un perro mordido por la rabia, sin un plan, sin pensar. El pueblo podría alzarse, como tantos otros lo han hecho a lo largo de la historia. Pero no lo hace. Se queja, refunfuña, bromea cínicamente en las redes sociales, y luego vuelve a su cerveza, a sus series de televisión, a sus quejas inconsecuentes. Entonces, ¿qué esperan? ¿Esperan el colapso total, el saqueo final, el sordo golpe de botas en el pavimento? ¿Esperan que la guerra, esa que hemos visto desde lejos durante tanto tiempo, llame a la puerta con drones y hambruna? ¿O esperan que el Estado, que los ha traicionado, los mate de hambre lo suficiente como para que el hambre sea más fuerte que la resignación?

En este país, los actores del sistema judicial también saben que están ahí para castigar a los débiles y exonerar a los poderosos. La policía sabe que ya no protege y que ejecuta; no la ley, sino las órdenes. Incluso llega al extremo de destruir el futuro de sus propios hijos. La justicia es una mercancía, la seguridad una ilusión y la libertad un recuerdo. Y, sin embargo, nada cambia. Sin embargo, la gente ve el cierre de industrias, la reubicación de empleos, el vaciamiento de pueblos y la fragmentación de ciudades. Saben que el futuro está en otra parte o en ninguna. Saben que la inmigración masiva no es un fenómeno, sino una estrategia. Un flujo perpetuo que se mantiene, no por razones morales, sino económicas, para reducir los salarios, dividir a la clase trabajadora y disipar la ira. 

En este país, sin embargo, la gente sigue sin reaccionar. ¿Por qué? Porque la han quebrado. Solo les quedan reflejos. Se les acabó la fuerza vital, la sacralidad, el honor colectivo. Y mientras tanto, los de arriba saquean cada vez más y se atiborran. No sirven al interés general; se sirven a sí mismos. Viven en otro mundo, literalmente, al abrigo de las leyes que escriben para el pueblo. Ya no ven al pueblo como un cuerpo, sino como un rebaño que hay que ordeñar, dividir y agotar. Y lo peor es que tienen razón en no temerle. Porque el pueblo lo sabe... y no hace nada.

En este país, es donde emerge la peor profundidad del abismo. No la de la opresión, sino la de la aceptación. No es culpa del tirano, sino del cansancio del corazón. Este pueblo no está dominado, simplemente está vaciado. Las ciudades se desmoronan bajo la deuda. El campo se vacía como cadáveres. Las escuelas son polvorines de ignorancia. Entonces, ¿qué se necesita? ¿Una chispa? ¿Violencia extrema? ¿Una revelación? Quizás… O quizás ya sea demasiado tarde. Que este pueblo, este, nunca se levantará. Que otros vendrán, más jóvenes, más hambrientos, quizás más crueles, a tomar su ciudad, su hogar, su lugar. Pero mientras tanto, permanecen allí. Sentados. Resignados. Espectadores de su propio fin.

En este país, esta es sin duda la tragedia moderna, acompañada de negación. Esta extinción en vida, esta sumisión voluntaria de un pueblo moribundo... en silencio. Pero ¿cuál es el valor de un pueblo que ya no quiere defenderse? ¿Cuál es el valor de un hombre que se sabe humillado, aplastado, privado de su pan, de su dignidad, y que no se inmuta?

En este país, hubo una época en que la humillación engendraba ira. Cuando la injusticia despertaba al pueblo. Hoy, lo adormece. La injusticia se ha convertido en la norma, la corrupción en una tradición, la traición en una función. Ya no las combatimos; nos acostumbramos a ellas, las integramos. Peor aún, las justificamos. Porque era necesario matar el ideal para crear su mundo prisión. Esto es lo que han hecho los que ostentan el poder. Han suprimido la historia, vaciado las palabras, ridiculizado la rebelión, demonizado la ira, esterilizado la virilidad, borrado las raíces. Han vendido la memoria por comodidad, la cultura por tiempo en pantalla, la conciencia por distracción. ¡Ha nacido el Hombre Nuevo! Es flexible, desarraigado, obediente, líquido y, sobre todo, orgulloso de serlo.

En este país, ya no es Orwell, ya no es Huxley. Es mucho peor. Mucho más que una pesadilla. Es un mundo donde la dictadura ya no se impone, sino que se compra, se consume y se ama. Y mientras tanto, quienes deberían ser los observadores también duermen. Los intelectuales escriben para callar o para tener la conciencia tranquila; los artistas venden su alma al mercado; los periodistas repiten las narrativas del poder como loros lobotomizados; los "activistas" ahora solo defienden causas narcisistas y fragmentadas, sin una visión de conjunto, obsesionados con el "yo", nunca con el "nosotros". Y entre esta gente, ya ni siquiera sabemos qué es el bien común.

En este país, las personas aún creen tener derechos, aunque hayan perdido todo el poder. Aún creen tener opciones, aunque se las tomen por ellos. Creen vivir en una democracia, aunque cada decisión crucial se tome sin su consentimiento, en círculos cerrados donde el dinero, los intereses estratégicos y la ideología sustituyen a la voluntad popular. Y si hay una revuelta, es inmediatamente cooptada, vaciada de contenido, transformada en folclore por una "marcha", una etiqueta, un momento de indignación rápidamente olvidado, reemplazado por el siguiente escándalo, el siguiente revuelo, el siguiente episodio...

¿Y qué? ¿Está todo perdido? ¿Está el pueblo condenado a vegetar así, a desvanecerse lentamente, a hundirse en una suave forma de feliz esclavitud? Quizás. O quizás no. Quizás bajo las cenizas, aún haya una brasa. Débil, roja, pero viva e incandescente. Porque lo que queda por hacer en este país es saber cómo volver a ser "peligroso" para quienes ostentan el poder. Ni siquiera saberlo basta; sobre todo, hay que quererlo. Y además, quererlo ya no basta; hay que atreverse. Quienes gobiernan solo tienen el miedo de un pueblo que ha dejado de creer que sus cadenas son normales. Así que, esto es lo que queda por hacer, si esta gente quisiera dejar de sobrevivir y comenzar a existir y vivir...

Pero se necesitará más que mera ira para reavivar estas brasas. Se necesitará coraje. Verticalidad. Garbo. Se necesitará una nueva forma de fe, no religiosa, sino existencial. Se necesitará redescubrir lo que la época está empeñada en matar. El espíritu de sacrificio, la voluntad de poder, el amor a la verdad, la belleza y la justicia. Se necesitarán constructores, no gerentes. Almas de hierro en un mundo de plástico. Pero este auge no vendrá de quienes lo tienen todo. No vendrá de las élites, ni de las instituciones, ni de las clases medias adormecidas. Vendrá, si es que llega, de aquellos que no tienen nada que perder. Los humillados. Los marginados. Aquellos insultados desde los puestos de televisión. Aquellos que no han leído los libros pero que sienten, en el fondo, que algo anda mal. Así que tal vez... Tal vez este pueblo se levante de nuevo.

Y a quienes siempre preguntan "¿qué hacer?" sin mover un dedo. A los cobardes, a los tibios, a los muertos vivientes. A quienes constantemente dicen: "Está bien hacer la observación... ¿Pero qué podemos hacer realmente?". Aquellos que aún tienen demasiado que perder como para luchar, pero ya están demasiado perdidos para tener esperanza. Quieren soluciones como nosotros queremos una aplicación: sencillas, limpias, sin esfuerzo, sin dolor.

Así que aquí está la respuesta: boicot, desobediencia civil, retirar el efectivo de los bancos, rechazar las plataformas que espían, dejar de alimentar a quienes desprecian y odian al pueblo. Se trata de golpear al sistema. Recuperar el control de tu vida, tu tierra, tus hijos, tu historia. Construir tus redes, tus economías, tus bastiones. Rechazar a estos falsos representantes del pueblo, dejar de esperar su permiso para existir. Y, sobre todo, prepararse. Mental, física y estructuralmente. Lo que se necesita no es una revuelta en la sala de estar, sino una reconquista total. Deja de hacer preguntas para no hacer nada. Porque preguntar "¿qué hacer?" cuando todo arde ya es elegir ser cenizas.

Pero ante todo, debemos salir de nuestro letargo. Romper la hipnosis y apagar las pantallas. Leer y educarnos. Apagar el ruido para reavivar el fuego de la inteligencia. Reclamar nuestra mente, nuestra memoria, nuestro juicio. Porque la primera revolución de todas es mental. Quien piensa con libertad ya es un rebelde. Quien ve con claridad se convierte en un peligro para el poder.

También debemos rechazar los juegos de poder. Ya no debemos votar por sus verdugos. Ya no debemos legitimar un sistema en ruinas con simulacros democráticos. La abstención no es una evasión, sino un acto político, cuando se vuelve masiva, total y articulada. La verdadera valentía hoy no reside en elegir un nuevo administrador, sino en negar su legitimidad. Pero para ello, debemos organizarnos fuera del sistema. Crear redes, comunidades, vínculos horizontales. Reivindicar la economía desde abajo con cooperativas, cadenas de suministro cortas y ayuda mutua directa. Volver a ser productores de lo que consumimos, receptores de lo que el Estado abandona. No esperar más a que el sistema nos dé. Crear lo que impide y desobedecer sistemática y constantemente.

Entonces debemos reinvertir el territorio. Volver a la realidad. A la tierra. A las raíces. Reocupar el campo desierto, las ciudades abandonadas, las tierras abandonadas. Rehacer el hogar un lugar de resistencia, la aldea un bastión, la familia un santuario. Recrear raíces donde todo es flujo. El arma del pueblo es la tierra. Siempre. Pero nada puede reconstruirse sobre tierra podrida. Así que debemos purificar el espacio. Debemos expulsar al campesino, al que desprecia la tierra que pisa, al que destruye sin construir nada. Debemos castigar al ofensor, sin debilidad, sin excusa social. Porque la tolerancia al crimen es un lujo que los pueblos en peligro ya no pueden permitirse. Debemos eliminar al violador, al asesino, al depredador, no por venganza, sino por protección. 

Porque sin seguridad no hay libertad. Sin justicia real, no hay paz duradera. El orden no debe ser una consigna de autoridad, sino un acto de supervivencia colectiva. No es brutalidad, es necesidad. Donde la ley ya no se aplica, el pueblo tiene el deber de restablecerla. Porque reconquistar un territorio no se trata solo de sembrar semillas, sino también de restablecer las reglas, el honor y la jerarquía natural de las cosas. Donde reinan el caos, el miedo y la violencia gratuita, hay que oponer firmeza, estructura y la legítima defensa de lo propio.

Entonces debemos deconstruir las guerras falsas y prepararnos para las verdaderas. Dejemos de luchar contra los espantapájaros fabricados por el poder, como el vecino, el extranjero, el desempleado, el conspiranoico, el campesino, el maestro, el joven, el anciano... Debemos unirnos en la adversidad. Porque el único enemigo verdadero es quien gobierna contra el pueblo. El día en que las personas se miren sin odio, ese día caerán los poderosos.

Pero también debemos reconocer lo que conlleva la guerra, la guerra real. No la guerra de fantasías, sino la guerra de recursos que preservar, fronteras que proteger, imperios que eliminar y libertades que recuperar. Esta guerra contra estos inhumanos llegará, eso es seguro. Y quienes esperaron demasiado, quienes no construyeron nada con sus propias manos... morirán de rodillas. Así que, sí, debemos armarnos física, mental y estructuralmente. No para atacar, sino para dejar de ser presa.

Por eso también debemos recuperar nuestras palabras, nuestro lenguaje, el sentido de las cosas y de la vida. Porque la batalla que se avecina también es cultural. Debemos dejar de hablar como los enemigos. Ya no debemos decir "convivencia" cuando hablamos de imposición. Ya no debemos decir "tolerancia" cuando nos referimos a sumisión. Ya no debemos decir "presidente" cuando es un delincuente. Recuperar el lenguaje significa crear nuestras historias. Escribir, cantar, gritar, porque un pueblo sin palabras es un pueblo sin memoria y, por lo tanto, sin futuro.

Porque debemos criar a nuestros hijos en la verdad. Y ya no sacrificar a las futuras generaciones en el altar de la tranquilidad presente. Enséñenles fuerza, realidad, valentía, la verdadera historia. Aprendan a desobedecer cuando la orden es injusta. Aprendan a luchar, a defenderse, a discernir. El sistema crea esclavos dóciles mientras que el pueblo debe criar hombres libres.

Por eso debemos elegir la valentía sobre la paz. Porque sí, costará. Sí, habrá pérdidas, dolor, sacrificios. Pero eso no es nada comparado con una vida de rodillas. Debemos renunciar a una paz cómoda para recuperar la guerra justa. Mejor caos fértil que orden estéril. Mejor caer de pie que vivir sumisos. Ahora. Aquí. Rompe las ataduras. Recupéralo todo o muere en estas cadenas.

Sin embargo, en este país, muchos ya lo han visto todo de antemano, lo han entendido todo, lo han dicho todo, lo han escrito todo. Han denunciado, expuesto, repetido sin cesar; gritado, alertado y tendido la mano. Han nombrado los males, iluminado las máscaras, dado las claves. Durante años… Y, sin embargo, a pesar de esto, nada sucede. Este país sigue hundiéndose, y su gente, por su parte, agacha la cabeza, se tumba, incluso renuncia a su dignidad. Y para quienes aún no han comprendido, ya no hay tiempo para educarse para comprender. Así que, que perezcan en su sueño frenético y su supuesta negación.

Así que, si tú también quieres salvarte, elige encender el fuego y no la vela. Porque quienes dicen «cambiemos poco a poco», «reformémonos con inteligencia», «seamos razonables», ya están perdidos. El mal está demasiado arraigado, la podredumbre demasiado profunda. No necesitamos una venda, necesitamos una amputación. No necesitamos volver a encender la luz, necesitamos prender fuego a la prisión. Porque el viejo mundo no caerá solo. Necesitamos derrocarlo. Y para eso, necesitamos ser jóvenes, numerosos, inteligentes, organizados e implacables. Porque no se reforma una servidumbre, se rompe.

Y en este país, si quienes gobiernan piensan que el pueblo ya está muerto, se equivocan. Porque la ira madura y la lucidez crece. Y quizás, pronto, el pueblo del mañana se alce, por fin. No para exigir, sino para recuperar. No para negociar, sino para reconstruir. Y ese día, que todos tiemblen, porque el pueblo que ha dormido demasiado, que lo ha perdido todo, es peligroso y siempre despierta con hambre...

Phil BROQ

https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/07/dans-ce-pays.html  

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