LOS FANTASMAS DE BABILONIA
En este mundo donde la verdad es tan rara como el oro, donde el brillo del alma humana parece ahogado en un océano de mentiras cuidadosamente cultivadas, es hora de echar una mirada inflexible al imperio de Babilonia. Esta Babel moderna, a la vez tranquilizadora y asfixiante, no es otra que el sistema que nosotros mismos hemos construido: un sistema que, si bien se erige sobre promesas de libertad, progreso y paz, nos mantiene cautivos en grilletes invisibles de servidumbre.
Babilonia es este gigantesco andamiaje de ilusiones en el que estamos atrapados, sin siquiera ser conscientes de ello, creyendo en la legitimidad de quienes nos gobiernan, aceptando sin cuestionar la realidad que moldean a su conveniencia. Pero ¿qué hacer cuando nos damos cuenta del engaño? ¿Qué hacer cuando las cadenas se hacen visibles, cuando el velo cae y vislumbramos la verdad, desnuda y sin adornos?
Babilonia no es un lugar geográfico, no es un simple reino
de antaño. Es la encarnación de la hipocresía que gobierna nuestras sociedades
modernas, donde las élites se arrogan el derecho de controlarlo todo, de
dictarlo todo, mientras afirman ofrecernos soluciones a nuestro sufrimiento.
Este poder que creíamos inquebrantable, este espejismo que tomamos por realidad,
es en realidad una gigantesca ilusión. Creamos más tormentos que remedios, y
aun así persistimos en prometer curas que nunca llegan. Porque donde hay
sufrimiento, hay ganancias. Donde hay miedo, hay control.
El mecanismo es diabólico en su simplicidad porque, al
distanciarnos de la verdad, al ahogarnos en un flujo constante de
distracciones, falsas esperanzas y falsas narrativas, Babilonia nos hace creer
que somos libres, que tenemos una opción, que actuamos con total autonomía.
Pero nada más lejos de la realidad. Somos esclavos modernos, mucho más
insidiosos que los de la Antigüedad, porque nuestra servidumbre no se lee en
nuestras cadenas ni en nuestros grilletes, sino en nuestra mente, cautiva de
una verdad truncada.
Es fácil fingir que vivimos en un mundo justo, gobernado por leyes que supuestamente defienden la equidad y la justicia. Pero todo esto es solo un teatro de sombras. ¿De qué sirven estas instituciones, estas leyes, estos jueces cuando solo sirven para mantener un orden establecido, diseñado para perpetuar la desigualdad y aplastar las voces disidentes? Babilonia, esta entidad malévola, moldea la realidad a su propia imagen con gobiernos títeres, sistemas judiciales a sueldo de los poderosos e instituciones educativas que no enseñan libertad de pensamiento, sino sumisión al orden.
El pueblo, cegado por
la apariencia de democracia, se somete a reglas que no eligió, siguiendo un
camino trazado para él, creyendo que aún está eligiendo su destino. Pero la
ilusión del libre albedrío en un mundo donde todo está manipulado, todo está
controlado, es la forma suprema de servidumbre.
Pero la verdad nunca muere. Y aunque Babilonia haga todo lo
posible por sofocar la Luz, esta siempre termina abriéndose paso. La rebelión
del pueblo, el despertar de las conciencias, es inevitable. Vivimos en un mundo
donde el despertar es doloroso, donde aceptar los hechos —lo que se nos ha
ocultado durante tanto tiempo— puede quebrar el alma frágil. Pero este
sufrimiento es necesario. Liberarnos de la ilusión significa romper las cadenas
invisibles de la ignorancia y la sumisión. Y el despertar, lejos de ser un
simple retorno a la realidad, es una revolución interior.
No se trata simplemente de derrocar un régimen político o
económico; se trata de transformar nuestra percepción del mundo, de restaurar
la verdad donde ha sido borrada, de recuperar nuestra autonomía espiritual e
intelectual. La gente se elevará no por la fuerza bruta, sino por la Luz de su
propio conocimiento, la fuerza de su propio pensamiento. Se elevarán, porque
finalmente sabrán que la ilusión de Babilonia no es más que un espejo roto, y
que la verdadera libertad reside en la verdad. «No hay libertad sin verdad». Y
es esta verdad la que teme Babilonia.
Es muy fácil refugiarse en la comodidad de la negación,
dejarse seducir por el canto de sirena que nos asegura que todo está bien, que
todo está bajo control. Pero quienes deciden abrir los ojos ven más allá de las
fachadas, ven la podredumbre bajo la superficie. Y para ellos, la música, el
arte, la filosofía, se convierten en armas de liberación. Estas armas no dañan,
iluminan. Despiertan. Nos recuerdan a todos que la Luz reside en nuestro
interior, que la libertad nace de la negación de la sumisión, que la verdad es
un camino que a veces debemos recorrer solos, pero que, con cada paso, nos
acerca a nuestra humanidad.
Este mundo está enfermo, y Babilonia es su metástasis. Sus
cimientos se están pudriendo, y todo el edificio se derrumbará. La única
pregunta que queda es: ¿Seremos espectadores de nuestra propia derrota, o
seremos quienes, desafiando la ilusión, escribamos las nuevas páginas de la
historia? Es hora de abrir los ojos, romper las cadenas y abrazar esta verdad
que tanto nos aterra. Porque solo quien se atreve a mirar al abismo sin apartar
la vista puede emerger libre.
La concesión de la "comodidad", esa dulce trampa tejida por Babilonia, ha encontrado su catalizador en la omnipotencia de los teléfonos inteligentes y las ilusiones mediáticas, estos nuevos opios del pueblo. A través de sus brillantes pantallas, cada generación se ha precipitado al abismo de la distracción, creyendo que esta vida de consumo inmediato, de gratificación infinita, era la encarnación de la felicidad.
En este mundo
hiperconectado, la ilusión se ha infiltrado en cada rincón de nuestra
existencia, ofreciendo a todos una ilusión de libertad y elección. Hemos
cambiado nuestro tiempo, nuestra atención, nuestra esencia misma por
notificaciones, "me gusta", contenido sin sentido, creyendo que el
flujo constante de información (a menudo manipulada) podría llenar nuestros
vacíos internos.
Jóvenes y mayores por igual han sido seducidos por esta
promesa de una vida perfecta, constantemente transmitida por influencers,
celebridades y anuncios que pintan una imagen distorsionada de la realidad,
donde todo está en venta y nada merece la pena pensar. Los medios de
comunicación, a través de sus narrativas cuidadosamente orquestadas, nos han
convencido de que el objetivo último de la existencia reside en el consumo
incesante (de productos, sensaciones, deseos) y no en la realización interior,
la búsqueda de significado o la comprensión de nuestro lugar en este universo.
Así, todos los individuos, de generación en generación, se han sumido en esta ilusión colectiva con morboso deleite, adictos a la inmediatez y la superficialidad. Cada smartphone se convierte en una ventana abierta al vacío, una ventana por la que escapamos de nuestra propia realidad, convencidos de que el otro lado de la pantalla es el único que importa, de que los falsos espejos digitales son más auténticos que la existencia misma.
Este
consuelo, aunque ofrecido con grandes promesas de felicidad, es en realidad una
vida extinguida, una existencia anestesiada por el torrente de imágenes y
ruido, que nos impide ver la verdad que reside en nuestro interior, sentir
nuestra humanidad más profunda y cuestionar nuestro verdadero lugar en el
mundo.
Has elegido, querido lector, cerrar los ojos. Has elegido la salida fácil, la ilusión de una vida cómoda donde la verdad no tiene cabida, donde la reflexión da paso a la distracción. En este mundo donde el precio de la paz interior se vende en entretenimiento fútil y consumo excesivo, te has perdido a ti mismo. Sí, tú, que dices vivir en una era de progreso y plenitud, has vendido tu alma por un puñado de promesas plásticas.
Has sacrificado tu
libertad en el altar de la comodidad, has abandonado tus preguntas
existenciales para revolcarte en un océano de superficialidad. Cada día,
aceptas enterrarte un poco más profundo en la arena de tus cómodas certezas.
¿Qué te importa la verdad, mientras tu sofá sea cómodo, mientras tu pantalla te
alimente de noticias fútiles, mientras tu bolso se llene al ritmo de las horas
dedicadas a intercambiar tu tiempo por migajas de gloria mundana?
Consumes, sí, consumes todo, sin cesar, sin rumbo. Objetos, servicios, ideales, personas. Te ves en el centro de este mundo que gira a tu alrededor, y crees que eso es suficiente. ¿El propósito de tu vida? Amasar bienes, acumular riqueza material, amasar una fortuna que nunca compartirás, un pacto silencioso que haces con el sistema para mantener la rueda girando. La competitividad te parece natural, casi innata, porque te nutre.
Ganar, ganar
siempre, aplastar a otros para subir al podio del éxito. No importa a quién
aplastes, a quién destruyas en el camino; mientras estés en la cima, todo está
bien. El resto es un detalle. Has aceptado convertirte en la herramienta de un
sistema que te forja a su imagen, la de un depredador consumidor, sin la más
mínima conciencia del daño que deja a su paso.
Y entonces, la naturaleza... Ah, la naturaleza, este vasto espacio que has elegido ignorar, despreciar. Has preferido olvidar que formas parte de ella, que eres una extensión de ella. Los bosques, los ríos, las montañas, los pájaros que cantan por la mañana... Todo esto parece lejano, inútil, incluso vergonzoso. La naturaleza es un telón de fondo, algo para ser explotado, un campo de batalla donde el hombre lucha contra sus propias raíces.
Ya no eres consciente de tu conexión con ella; te has separado de lo que
realmente eras. Tal vez incluso has olvidado lo que significa estar en armonía
con el mundo vivo. Consumes el planeta como consumes todo lo demás: sin
respeto, sin gratitud, como una mercancía que posees, y no como un compañero en
una danza infinita de interdependencia.
Pero eso no es todo. Hay algo aún más profundo. En esta frenética carrera por la posesión y el poder, has perdido algo preciado: tu divinidad interior. Sí, esa llama, esa chispa que brilla en lo profundo de ti, la que te conecta con la esencia misma del universo. Has renunciado a la búsqueda espiritual, al profundo cuestionamiento de tu lugar en este mundo, del sentido de tu existencia. Convertirte en una "máquina" de consumir y producir: ese es el ideal que Babilonia ha construido para ti.
Pero ¿dónde está
el significado? ¿Dónde está la belleza del despertar, de la elevación? ¿Dónde
está tu capacidad de percibir lo invisible, de ver más allá de lo cotidiano?
Has cambiado la búsqueda de lo sublime por el encanto de lo banal. Tu mente se
ha convertido en un desierto, invadida por el ruido de la agitación, incapaz de
percibir la esencia de lo que te rodea. El vínculo sagrado que una vez te unió
a lo invisible, al universo, ahora está oscurecido por la densa niebla de tu comodidad.
¿Y qué hay de tu lugar en este vasto cosmos? Ya no tienes el
valor de hacerte esta pregunta. Temes a lo desconocido, al vacío. En lugar de
buscar tu verdadera naturaleza, has elegido el camino fácil, el camino de la
oscuridad. ¿Por qué cuestionar lo que te da seguridad? ¿Por qué preguntarte
sobre tus orígenes, tu destino? Requeriría un esfuerzo, un cuestionamiento que
prefieres evitar. Y así, te conformas con respuestas prefabricadas, sumido en
una existencia ordenada pero sin profundidad.
Ya ni siquiera tienes el coraje de cuestionar los dogmas de
esta sociedad, las estructuras de dominación que te oprimen, porque te permiten
tener tu lugar, asegurar tu tranquilidad. ¿Y crees que eso es la vida? ¿Comer,
beber, dormir, comprar, vender, acumular? Te has adaptado tan bien a esta
estrecha visión de la existencia que has olvidado la grandeza de lo que podría
ser, si tan solo estuvieras dispuesto a mirar más allá de tu nariz. Pero es
demasiado tarde, ¿no? O al menos, eso es lo que quieres creer. Demasiado tarde
para volver atrás. Demasiado tarde para reencontrarte como eras antes de ser
absorbido por este gran monstruo devorador que es esta comodidad.
¿Pero no es esta vida que vives, esta ilusión que mantienes,
una prisión dorada? ¿No ves que al aceptar cada compromiso, cada pequeña
traición a tu propia verdad, te estás desvaneciendo lentamente? La pregunta no
es si puedes soportar esta vida. La pregunta es: ¿A qué has renunciado en el
camino? ¿Cuántos sueños, aspiraciones, pasiones has reprimido en favor de esta
búsqueda frenética de metas fútiles? ¿Y a qué precio? Porque al final, lo que
acumulas, lo que posees, lo que "ganas", todo desaparecerá un día, se
lo llevará el viento. Pero ¿quién eres realmente? ¿Y qué has hecho con tu alma?
Es hora, querido lector, de levantarte. Esta comodidad es
solo una ilusión, una trampa bien tendida por Babilonia. La verdad yace tras
esta máscara brillante. Es hora de reclamar tu lugar en el universo, de
reconectar con la naturaleza, de reconectar con tu divinidad interior. Es hora
de abrir los ojos a tu condición, de ver lo que has olvidado, lo que has
sacrificado. Porque el mundo en el que has aceptado vivir es solo una sombra,
una pálida imitación de lo que podría ser. Y tú, tú eres mucho más que esta
sombra…
Phil BROQ.
https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/10/les-spectres-de-babylone.html
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