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22.5.15

El poder aprendió que el control efectivo no se ejerce desde la obligación, sino desde la permisividad y la amabilidad

PSICOPOLÍTICA: CUANDO LA LIBERTAD HACE ESCLAVOS

Según Foucault, el siglo XVII supuso un cambio en la forma en que se ejercía el poder: de soberano comenzó a transformarse en disciplinar. El poder soberano es “un poder de muerte”, controla la sociedad matando; las fuerzas que lo hacen peligrar han de ser doblegadas o destruidas. El poder disciplinar, en cambio, desarrolla técnicas para someter la vida de los otros en beneficio propio.

El poder disciplinario es el control del cuerpo del otro con fines productivos. La sociedad crece alrededor de núcleos de reclusión y adoctrinamiento que organizan y administran la vida de los individuos: la escuela, la fábrica, el cuartel, el hospital, la cárcel.

El cambio de un poder a otro coincidió con la transformación de una sociedad agraria en otra industrial. Las nuevas formas de producción y el nacimiento de la idea de “progreso” harían que la disciplina social fuese cada vez más importante. El sueño, una comunidad capaz de “funcionar” como un mecanismo de relojería.

La sociedad disciplinaria excluyó las emociones y fomentó la mentalidad burguesa que dominaría el siglo XIX, aquella sobre la que se erigió el primer capitalismo, porque consideraba que las emociones eran un obstáculo para el objetivo y correcto funcionamiento de la sociedad, pues había descubierto que la estadística era la ideología perfecta para el crecimiento ilimitado.

Pero el siglo XX iría averiguando poco a poco que, puesto que la masa se mueve por impulsos emocionales de manera natural, quien sabe manipular tales impulsos adquiere el poder con una facilidad también más natural que el recurso disciplinario.


En la sociedad de consumo, la emoción es el motor que garantiza el rendimiento y la productividad. El neoliberalismo encuentra su éxito en la aceleración. Ésta, por su propia naturaleza, es incompatible con la racionalidad, que se presenta como obstáculo: el pensamiento analítico exige un tiempo pausado contrario a la dinámica de la sociedad actual.

La emocionalidad, por el contrario, es impulsiva y volátil. Es la “materia prima” del actual sistema económico. La economía basada en el consumo no se centra en el producto que se adquiere principalmente por necesidad, sino en el mensaje positivo que lo acompaña, que se adquiere únicamente por deseo. El deseo inventará posteriormente la necesidad, de manera que se pueda seguir consumiendo.

La emoción es incompatible con la longitud y el orden de la narración. Ésta, según explica el filósofo alemán Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica, es propia del sentimiento. El discurso de la emocionalidad, por el contrario, carece de sentido. Es puramente adictivo. Ruido que impide la demora del pensamiento, la contemplación sobre la que se afianza todo conocimiento. La aceleración exige que la mente zapee sin descanso. El resultado es la dispersión y la falta de solidez de las ideas, que surgen y desaparecen en un burbujeo incesante sin dejar huella en la psique de los individuos.

Para Han, la pobreza del lenguaje se debe a esta reducción de conciencia. Tal era precisamente el objetivo de la neolengua que promovía el Estado descrito por Orwell en 1984: reducir la conciencia. Una de las más peligrosas reducciones a que asistimos hoy tiene que ver con el concepto de libertad, a la que se ha asociado con la acción emocional como parte de una estrategia exclusivamente económica. Una actitud emocional es justamente lo contrario: el síntoma de ausencia de libertad.

Podríamos rastrear el error en la tergiversación de las filosofías vitalistas que, a lo largo del siglo XIX, pugnaron por liberar el pensamiento de los convencionalismos y prejuicios culturales que, bajo el poder disciplinario, uniformaban a la sociedad y erradicaban la individualidad.

El error sería creer que el desapego de los convencionalismos es lo mismo que la promoción de la irracionalidad. El siglo XX pagó caro este malentendido con el auge de un vitalismo tardío y superficial que sería el abono de los fascismos, el corazón de las relaciones públicas, la bestia guarecida en la sonrisa de los publicistas y, en definitiva, la biblia del marketing y por ende la metafísica contemporánea.

Hoy, la irracionalidad y la incapacidad de controlar los impulsos ha adquirido, irónicamente, categoría de convencionalismo. El esfuerzo consciente que podría liberar al hombre de sus instintos se ha convertido, por su parte, en prejuicio social y sinónimo de represión. En definitiva, el mundo al revés, como gustan las neolenguas.

No ha habido liberación del individuo, que sigue sometido a los preceptos sociales que impiden su particular desarrollo. Y síntoma de ese sometimiento es que se sigue pensando como hace un siglo: que la liberación del ser humano todavía consiste en luchar contra los valores que una vez pertenecieron a una burguesía decimonónica que hace tiempo dejó de existir. Por eso, los revolucionarios de hoy en particular y los progresistas en general que anhelan la transformación del sistema están condenados al fracaso, porque la mayoría lucha contra fantasmas.

Ahora, el neoliberalismo hace esclavos fomentando la libertad. Tal es el principio que se esconde tras el término “psicopolítica” con que Han sustituye al de Foucault, “biopolítica”, que es propio de la sociedad disciplinaria:

El poder que depende de la violencia no representa el poder supremo. El solo hecho de que una voluntad surja y se oponga al poderoso da testimonio de la debilidad de su poder. El poder está precisamente allí donde no es tematizado. Cuanto mayor es el poder, más silenciosamente actúa.

El poder aprendió que el control efectivo no se ejerce desde la obligación, sino desde la permisividad y la amabilidad. Las personas aún no han asimilado esta nueva forma de manipulación, pues el sujeto es siempre ignorante del sometimiento. Hoy, la libertad se pierde en el exceso de facilidades para la acción y la comunicación, en la incitación permanente a evitar el silencio reflexivo.

El deber tiene un límite. El poder hacer, por el contrario, no tiene ninguno. Es por ello que la coacción que proviene del poder hacer es ilimitada.

La psicopolítica convierte la vida en un juego, donde las gratificaciones y el éxito inmediato marcan los ritmos de la existencia. “Las cosas que requieren una maduración lenta no se dejan ludificar”. El ocio es el tiempo contrario al trabajo, sin finalidad. Pero el neoliberalismo ha convertido el tiempo libre en tiempo de trabajo, bajo el imperativo del rendimiento y la aceleración:

La relajación no es más que un modo de trabajo, en la medida en que sirve para la regeneración de la fuerza laboral. La diversión no es lo otro del trabajo, sino su producto. Tampoco la llamada “desaceleración” puede engendrar otro tiempo. También ella es una consecuencia, un reflejo del tiempo acelerado de trabajo. Se reduce a hacer más lento el tiempo de trabajo, en lugar de transformarlo en otro tiempo.

Los aparatos digitales permiten cargar con el trabajo en todo momento. Se da así la explotación del individuo por sí mismo, quien deja de ser humano para convertirse en una fuerza productiva a tiempo completo; no requiere la supervisión de jefes, pues ha interiorizado el principio de la autoexplotación: la optimización personal.

Cada persona ha de luchar por ser más eficiente que el resto en una carrera sin límite que impregna todo su tiempo. Emergen terapias para cada aspecto de la vida, desde el culto al cuerpo, convertido en producto de marketing alrededor del cual crece una industria imparable de fitness y cirugía, hasta la purificación de la mente, a la cual hay que limpiar de rasgos negativos para mejorar su rendimiento y alcanzar el éxito.

Si los cuerpos se plastifican y moldean contra natura, la mente positiva del coaching no es menos artificial:

Sin negatividad, la persona se atrofia hasta “ser muerto”. Precisamente la negatividad mantiene la vida en vida. El dolor es constitutivo de la experiencia. Una vida que consistiera únicamente en emociones positivas o vivencias óptimas no sería humana. El alma humana debe su profunda tensión precisamente a la negatividad.

El individuo deja de ser para simplemente estar, como un producto más sometido a oferta y demanda; más, deja de estar para únicamente aparentar, como una marca cualquiera que vende humo, pero que vende, que es lo único que importa en la sociedad de consumo. La actividad consumista sustituye en su último paso a la política. “La libertad del ciudadano cede ante la pasividad del consumidor”, dice Han:

El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la política, por la configuración activa de la comunidad. No está dispuesto ni capacitado para la acción política común. Sólo reacciona de forma pasiva a la política, refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan.

Los políticos y los partidos son entonces simples proveedores que compiten por hacerse con una cartera de clientes. El consumidor no se interesa por la política de la empresa que le vende, simplemente quiere satisfacer sus deseos más inmediatos. El consumidor es irracional. Elimina la responsabilidad moral en favor de un presunto derecho al goce, sin atender a las consecuencias a medio plazo. “Desaparece el futuro como tiempo político”.

La “ira” del ciudadano es suplantada por la “indignación” del consumidor. Aquella es activa, mueve a la acción porque nace de una convicción sólida, de una narración interiorizada; la indignación del consumidor, en cambio, es pasiva, imposible de acción, porque está sujeta a las emociones del momento, y como tal cambia según varíe el estado de ánimo. Y éste varía con cada distracción que se presenta.

Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son apropiadas para configurar el discurso público, el espacio público. […] Les falta la estabilidad, la constancia y la continuidad indispensables para el discurso público.

Los movimientos de indignados no parecieran atraer tanto por su contenido moral como por su aspecto lúdico y carnavalesco. Una distracción más con la que pasar la tarde antes de regresar a la rutina del día a día. Falta la conciencia política, que es conciencia de ciudadano: responsabilidad por el bien común antes que satisfacción personal.

La compra no presupone ningún discurso. El consumidor compra lo que le gusta. Sigue sus inclinaciones individuales. Su divisa es me gusta. No es ningún ciudadano. La responsabilidad por la comunidad caracteriza al ciudadano. Pero el consumidor no tiene esa responsabilidad.

Por eso, las campañas políticas no son tales; simplemente, se trata de marketing y publicidad, prospección de mercado y tácticas atrayentes e inmediatas para captar al cliente.

Se diseñan lemas de marca y se busca la identificación emocional, que no ideológica. El consumidor medio no sabe, ni le interesa, el contenido del producto, tampoco le importa que no cumpla lo que promete. El consumidor compra una idea asociada a la marca.

Coca-cola no es el refresco más vendido porque “sacia tu sed”, sino porque, tras décadas de millonarias campañas, el inconsciente occidental la tiene rodeada de “momentos de felicidad”.
Por eso, no debe extrañar que ni siquiera los candidatos de un partido sepan a qué ideología están representando o que a pocos importe si un programa es viable. Sobre todo cuando ya no se ofrece la ideología, sino que se esconde para satisfacer a cuantos más clientes mejor, como la carne de pollo, que por no saber a nada gusta a todos.

Esta intención de satisfacer a todos podría considerarse cinismo, pero en una sociedad irracional el cinismo no se comprende. Cada cual escucha lo que le despierta el apetito y luego se relame de deseo, ignorando lo demás. Incluso justificará la mentira como táctica para ganar clientes, defendiendo el derecho del mercader a no tener escrúpulos.

Uno puede fotografiarse por la tarde con el busto de Lenin, por la mañana presumir de ideario socialdemócrata y, al mediodía, elogiar al Papa, que todos, extremistas y moderados, le comprarán-votarán a su particular manera.

¿Para qué son necesarios hoy los partidos, si cada uno es él mismo un partido, si las ideologías, que en tiempo constituían un horizonte político, se descomponen en innumerables opiniones y opciones particulares? ¿A quién representan los representantes políticos si cada uno ya sólo se representa a sí mismo? (Han, En el enjambre) 

Cada uno se representa a sí mismo, y cada uno se explota a sí mismo. No hay castas explotadoras y pueblo explotado, porque el explotador ha sido interiorizado y el pueblo es un fantasma que jamás existió. Las abstracciones carecen de sustancia, son cualidades sin materializar, sonrisas sin gato en el cielo de un mundo carente de razón para actuar con cordura.

La creciente tendencia al egoísmo y a la atomización de la sociedad hace que se encojan de forma radical los espacios para la acción común, e impide con ello la formación de un poder contrario, que pudiera cuestionar realmente el orden capitalista. […] Desaparece la solidaridad. La privatización se impone hasta en el alma. La erosión de lo comunitario hace cada vez menos probable una acción común. (En el enjambre)

La política, en sus inicios, era un diálogo entre la persona y la comunidad en que el individuo buscaba con sus actos la manera de favorecer a aquella. Hoy, la política se reduce a espectáculos entre los que consumidores hastiados zapean en busca de algo que les haga pasar el rato. O a una tarde de compras.

Y si pueden echarse unas risas, mejor que mejor. Todo lo demás, es ruido.

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