PSICOPOLÍTICA: CUANDO LA
LIBERTAD HACE ESCLAVOS
Según Foucault,
el siglo XVII supuso un cambio en la forma en que se ejercía el poder: de
soberano comenzó a transformarse en disciplinar. El poder soberano es “un poder
de muerte”, controla la sociedad matando; las fuerzas que lo hacen peligrar han
de ser doblegadas o destruidas. El poder disciplinar, en cambio, desarrolla
técnicas para someter la vida de los otros en beneficio propio.
El poder
disciplinario es el control del cuerpo del otro con fines productivos. La
sociedad crece alrededor de núcleos de reclusión y adoctrinamiento que
organizan y administran la vida de los individuos: la escuela, la fábrica, el
cuartel, el hospital, la cárcel.
El cambio de un
poder a otro coincidió con la transformación de una sociedad agraria en otra
industrial. Las nuevas formas de producción y el nacimiento de la idea de
“progreso” harían que la disciplina social fuese cada vez más importante. El
sueño, una comunidad capaz de “funcionar” como un mecanismo de relojería.
La sociedad
disciplinaria excluyó las emociones y fomentó la mentalidad burguesa que
dominaría el siglo XIX, aquella sobre la que se erigió el primer capitalismo,
porque consideraba que las emociones eran un obstáculo para el objetivo y
correcto funcionamiento de la sociedad, pues había descubierto que la
estadística era la ideología perfecta para el crecimiento ilimitado.
Pero el siglo
XX iría averiguando poco a poco que, puesto que la masa se mueve por impulsos
emocionales de manera natural, quien sabe manipular tales impulsos adquiere el
poder con una facilidad también más natural que el recurso disciplinario.
En la sociedad
de consumo, la emoción es el motor que garantiza el rendimiento y la
productividad. El neoliberalismo encuentra su éxito en la aceleración. Ésta,
por su propia naturaleza, es incompatible con la racionalidad, que se presenta
como obstáculo: el pensamiento analítico exige un tiempo pausado contrario a la
dinámica de la sociedad actual.
La
emocionalidad, por el contrario, es impulsiva y volátil. Es la “materia prima”
del actual sistema económico. La economía basada en el consumo no se centra en
el producto que se adquiere principalmente por necesidad, sino en el mensaje
positivo que lo acompaña, que se adquiere únicamente por deseo. El deseo
inventará posteriormente la necesidad, de manera que se pueda seguir
consumiendo.
La emoción es
incompatible con la longitud y el orden de la narración. Ésta, según explica el
filósofo alemán Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica, es propia del
sentimiento. El discurso de la emocionalidad, por el contrario, carece de
sentido. Es puramente adictivo. Ruido que impide la demora del pensamiento, la
contemplación sobre la que se afianza todo conocimiento. La aceleración exige
que la mente zapee sin descanso. El resultado es la dispersión y la falta de
solidez de las ideas, que surgen y desaparecen en un burbujeo incesante sin
dejar huella en la psique de los individuos.
Para Han, la
pobreza del lenguaje se debe a esta reducción de conciencia. Tal era
precisamente el objetivo de la neolengua que promovía el Estado descrito por
Orwell en 1984: reducir la conciencia. Una de las
más peligrosas reducciones a que asistimos hoy tiene que ver con el concepto de
libertad, a la que se ha asociado con la acción emocional como parte de una estrategia
exclusivamente económica. Una actitud emocional es justamente lo contrario: el
síntoma de ausencia de libertad.
Podríamos
rastrear el error en la tergiversación de las filosofías vitalistas que, a lo
largo del siglo XIX, pugnaron por liberar el pensamiento de los
convencionalismos y prejuicios culturales que, bajo el poder disciplinario,
uniformaban a la sociedad y erradicaban la individualidad.
El error sería
creer que el desapego de los convencionalismos es lo mismo que la promoción de
la irracionalidad. El siglo XX pagó caro este malentendido con el auge de un
vitalismo tardío y superficial que sería el abono de los fascismos, el corazón
de las relaciones públicas, la bestia guarecida en la sonrisa de los
publicistas y, en definitiva, la biblia del marketing y por ende la metafísica
contemporánea.
Hoy, la
irracionalidad y la incapacidad de controlar los impulsos ha adquirido,
irónicamente, categoría de convencionalismo. El esfuerzo consciente que podría
liberar al hombre de sus instintos se ha convertido, por su parte, en prejuicio
social y sinónimo de represión. En definitiva, el mundo al revés, como gustan
las neolenguas.
No ha habido
liberación del individuo, que sigue sometido a los preceptos sociales que
impiden su particular desarrollo. Y síntoma de ese sometimiento es que se sigue
pensando como hace un siglo: que la liberación del ser humano todavía consiste
en luchar contra los valores que una vez pertenecieron a una burguesía
decimonónica que hace tiempo dejó de existir. Por eso, los revolucionarios de
hoy en particular y los progresistas en general que anhelan la transformación
del sistema están condenados al fracaso, porque la mayoría lucha contra
fantasmas.
Ahora, el
neoliberalismo hace esclavos fomentando la libertad. Tal es el principio que se
esconde tras el término “psicopolítica” con que Han sustituye al de Foucault,
“biopolítica”, que es propio de la sociedad disciplinaria:
El poder que depende de la violencia no representa el poder supremo. El
solo hecho de que una voluntad surja y se oponga al poderoso da testimonio de
la debilidad de su poder. El poder está precisamente allí donde no es
tematizado. Cuanto mayor es el poder, más silenciosamente actúa.
El poder
aprendió que el control efectivo no se
ejerce desde la obligación, sino desde la permisividad y la amabilidad. Las
personas aún no han asimilado esta nueva forma de manipulación, pues el sujeto
es siempre ignorante del sometimiento. Hoy, la libertad se pierde en el exceso
de facilidades para la acción y la comunicación, en la incitación
permanente a evitar el
silencio reflexivo.
El deber tiene un límite. El poder hacer, por el contrario, no tiene
ninguno. Es por ello que la coacción que proviene del poder hacer es ilimitada.
La
psicopolítica convierte la vida en un juego, donde las gratificaciones y el
éxito inmediato marcan los ritmos de la existencia. “Las cosas que requieren una maduración lenta no se
dejan ludificar”. El ocio es el tiempo contrario al trabajo, sin
finalidad. Pero el neoliberalismo ha convertido el tiempo libre en tiempo de
trabajo, bajo el imperativo del rendimiento y la aceleración:
La relajación no es más que un modo de trabajo, en la medida en que
sirve para la regeneración de la fuerza laboral. La diversión no es lo otro del
trabajo, sino su producto. Tampoco la llamada “desaceleración” puede engendrar
otro tiempo. También ella es una consecuencia, un reflejo del tiempo acelerado
de trabajo. Se reduce a hacer más lento el tiempo de trabajo, en lugar de
transformarlo en otro tiempo.
Los aparatos
digitales permiten cargar con el trabajo en todo momento. Se da así la explotación del
individuo por sí mismo, quien deja de ser humano para convertirse en
una fuerza productiva a tiempo completo; no requiere la supervisión de jefes,
pues ha interiorizado el principio de la autoexplotación: la optimización
personal.
Cada persona ha
de luchar por ser más eficiente que el resto en una carrera sin límite que
impregna todo su tiempo. Emergen terapias para cada aspecto de la vida, desde
el culto al cuerpo, convertido en producto de marketing alrededor del cual
crece una industria imparable de fitness y
cirugía, hasta la purificación de la mente, a la cual hay que limpiar de rasgos
negativos para mejorar su rendimiento y alcanzar el éxito.
Si los cuerpos
se plastifican y moldean contra natura, la mente positiva del coaching no es menos artificial:
Sin negatividad, la persona se atrofia hasta “ser muerto”. Precisamente
la negatividad mantiene la vida en vida. El dolor es constitutivo de la
experiencia. Una vida que consistiera únicamente en emociones positivas o
vivencias óptimas no sería humana. El alma humana debe su profunda tensión
precisamente a la negatividad.
El individuo
deja de ser para simplemente estar, como un producto más sometido a oferta y
demanda; más, deja de estar para únicamente aparentar, como una marca
cualquiera que vende humo, pero que vende, que es lo único que importa en la
sociedad de consumo. La actividad consumista sustituye en su último paso a la
política. “La libertad del ciudadano cede ante la pasividad del consumidor”,
dice Han:
El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la
política, por la configuración activa de la comunidad. No está dispuesto ni
capacitado para la acción política común. Sólo reacciona de forma pasiva a la
política, refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las
mercancías y los servicios que le desagradan.
Los políticos y
los partidos son entonces simples proveedores que compiten por hacerse con una
cartera de clientes. El consumidor no se interesa por la política de la empresa
que le vende, simplemente quiere satisfacer sus deseos más inmediatos. El consumidor
es irracional. Elimina la responsabilidad moral en favor de un presunto derecho
al goce, sin atender a las consecuencias a medio plazo. “Desaparece el futuro
como tiempo político”.
La “ira” del
ciudadano es suplantada por la “indignación” del consumidor. Aquella es activa,
mueve a la acción porque nace de una convicción sólida, de una narración
interiorizada; la indignación del consumidor, en cambio, es pasiva, imposible
de acción, porque está sujeta a las emociones del momento, y como tal cambia según
varíe el estado de ánimo. Y éste varía con cada distracción que se presenta.
Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar
la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son
apropiadas para configurar el discurso público, el espacio público. […] Les
falta la estabilidad, la constancia y la continuidad indispensables para el
discurso público.
Los movimientos
de indignados no parecieran atraer tanto por su contenido moral como por su
aspecto lúdico y carnavalesco. Una distracción más con la que pasar la tarde
antes de regresar a la rutina del día a día. Falta la conciencia política, que
es conciencia de ciudadano: responsabilidad por el bien común antes que
satisfacción personal.
La compra no presupone ningún discurso. El consumidor compra lo que le
gusta. Sigue sus inclinaciones individuales. Su divisa es me gusta. No es
ningún ciudadano. La responsabilidad por la comunidad caracteriza al ciudadano.
Pero el consumidor no tiene esa responsabilidad.
Por eso, las
campañas políticas no son tales; simplemente, se trata de marketing y
publicidad, prospección de mercado y tácticas atrayentes e inmediatas para
captar al cliente.
Se diseñan
lemas de marca y se busca la identificación emocional, que no ideológica. El
consumidor medio no sabe, ni le interesa, el contenido del producto, tampoco le
importa que no cumpla lo que promete. El consumidor compra
una idea asociada a la
marca.
Coca-cola no es
el refresco más vendido porque “sacia tu sed”, sino porque, tras décadas de
millonarias campañas, el inconsciente occidental la tiene rodeada de “momentos
de felicidad”.
Por eso, no
debe extrañar que ni siquiera los candidatos de un partido sepan a qué
ideología están representando o que a pocos importe si un programa es viable.
Sobre todo cuando ya no se ofrece la ideología, sino que se esconde para
satisfacer a cuantos más clientes mejor, como la carne de pollo, que por no
saber a nada gusta a todos.
Esta intención
de satisfacer a todos podría considerarse cinismo, pero en una sociedad
irracional el cinismo no se comprende. Cada cual escucha lo que le despierta el
apetito y luego se relame de deseo, ignorando lo demás. Incluso justificará la
mentira como táctica para ganar clientes, defendiendo el derecho del mercader a
no tener escrúpulos.
Uno puede
fotografiarse por la tarde con el busto de Lenin, por la mañana presumir de
ideario socialdemócrata y, al mediodía, elogiar al Papa, que todos, extremistas
y moderados, le comprarán-votarán a su particular manera.
¿Para qué son necesarios hoy los partidos, si cada uno es él mismo un
partido, si las ideologías, que en tiempo constituían un horizonte político, se
descomponen en innumerables opiniones y opciones particulares? ¿A quién
representan los representantes políticos si cada uno ya sólo se representa a sí
mismo? (Han,
En el enjambre)
Cada uno se
representa a sí mismo, y cada uno se explota a sí mismo. No hay castas
explotadoras y pueblo explotado, porque el explotador ha sido interiorizado y
el pueblo es un fantasma que jamás existió. Las abstracciones carecen de
sustancia, son cualidades sin materializar, sonrisas sin gato en el cielo de un
mundo carente de razón para actuar con cordura.
La creciente tendencia al egoísmo y a la atomización de la sociedad
hace que se encojan de forma radical los espacios para la acción común, e
impide con ello la formación de un poder contrario, que pudiera cuestionar
realmente el orden capitalista. […] Desaparece la solidaridad. La privatización
se impone hasta en el alma. La erosión de lo comunitario hace cada vez menos
probable una acción común. (En el enjambre)
La política, en
sus inicios, era un diálogo entre la persona y la comunidad en que el individuo
buscaba con sus actos la manera de favorecer a aquella. Hoy, la política se
reduce a espectáculos entre los que consumidores hastiados zapean en busca de
algo que les haga pasar el rato. O a una tarde de compras.
Y si pueden
echarse unas risas, mejor que mejor. Todo lo demás, es ruido.
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