La
palabra desidia alude a la indolencia y la dejadez, es ese
sentimiento de despreocupación y desinterés por asuntos que nos
conciernen y ante el sufrimiento ajeno, principalmente por una falta
de motivación y de empatía necesarias para hacernos cargo de lo que
nos compete y afecta como seres humanos.
Todos
nos beneficiamos del trabajo de los demás, de su dedicación y
esfuerzo, a veces sin pedir nada a cambio, y lo fácil resulta
entonces opinar y criticar sobre su labor, tildarla, etiquetarla,
someterla al juicio gratuito según los parámetros de apreciación
subjetivos. Pero pocos se paran a pensar qué es lo que damos a los
demás, si hacemos la parte que nos toca, si contribuimos con aquello
que está en nuestra mano para mejorar el mundo que habitamos o
caemos en la desidia y la comodidad de esperar a recibir, de
beneficiarnos y criticar.
Casi
todos piensan que accionan, que hacen lo necesario por los demás,
pero más bien se mueven en un mundo escenificado por sus propios
intereses, creyendo que están accionando cuando en verdad solo
reaccionan para satisfacer sus deseos y se mueven por un sentimiento
de inseguridad arraigado como resorte oculto. Casi todos nos buscamos
un enemigo exterior, aquel que mejor personifica nuestro miedo más
profundo, nuestra inseguridad más temida, nuestro desamparo más
acuciante, y en él volcamos nuestra frustración, las críticas, las
opiniones, las protestas. Cuando la raíz de todos los males se
encuentra en nuestro interior, sustentando a esos enemigos externos
que luchamos por vencer: políticos y banqueros, religiosos y
científicos, sionistas y demiurgos.