La
palabra desidia alude a la indolencia y la dejadez, es ese
sentimiento de despreocupación y desinterés por asuntos que nos
conciernen y ante el sufrimiento ajeno, principalmente por una falta
de motivación y de empatía necesarias para hacernos cargo de lo que
nos compete y afecta como seres humanos.
Todos
nos beneficiamos del trabajo de los demás, de su dedicación y
esfuerzo, a veces sin pedir nada a cambio, y lo fácil resulta
entonces opinar y criticar sobre su labor, tildarla, etiquetarla,
someterla al juicio gratuito según los parámetros de apreciación
subjetivos. Pero pocos se paran a pensar qué es lo que damos a los
demás, si hacemos la parte que nos toca, si contribuimos con aquello
que está en nuestra mano para mejorar el mundo que habitamos o
caemos en la desidia y la comodidad de esperar a recibir, de
beneficiarnos y criticar.
Casi
todos piensan que accionan, que hacen lo necesario por los demás,
pero más bien se mueven en un mundo escenificado por sus propios
intereses, creyendo que están accionando cuando en verdad solo
reaccionan para satisfacer sus deseos y se mueven por un sentimiento
de inseguridad arraigado como resorte oculto. Casi todos nos buscamos
un enemigo exterior, aquel que mejor personifica nuestro miedo más
profundo, nuestra inseguridad más temida, nuestro desamparo más
acuciante, y en él volcamos nuestra frustración, las críticas, las
opiniones, las protestas. Cuando la raíz de todos los males se
encuentra en nuestro interior, sustentando a esos enemigos externos
que luchamos por vencer: políticos y banqueros, religiosos y
científicos, sionistas y demiurgos.
Todos
se alimentan de nosotros, de nuestra complicidad e inconsciencia, de
nuestro silencio y pasividad, pero también de nuestros ataques
emocionales, reacciones al fin y al cabo. Se alimentan principalmente
de nuestra desidia y apatía por no hacer nada, pero también de
nuestra inconsciencia por no saber desconectar de un sistema opresor
y enmarañado que nos manipula y nos niega la libertad. Una libertad
que hay que ganarla a base de esfuerzo y trabajo propio, de expansión
de consciencia, de unificación del ego y de voluntad del Ser. Esa es
la labor que muchos evitan, que no quieren ver, pero se empecinan en
luchar contra dirigentes para que otros ocupen su lugar, para que los
sustituyan, como si así estuviera todo arreglado. Entretanto,
nosotros no hacemos el trabajo que nos corresponde, el que nadie
puede hacer por nosotros porque es personal e intransferible.
Aunque
en cada país les pongamos nombres y apellidos, no son sino
representantes de un mismo sistema que se viste de diferentes formas
y se apoyan entre sí. No es quien lo representa sino el sistema
mismo quien debe caer para que se levante una nueva Humanidad más
libre y verdadera. Y ese sistema está sustentado por cada uno de
nosotros porque no cambiamos desde el interior, que es el único
cambio posible para que por proyección de consciencia se manifieste
en el exterior. Es la consciencia individual y particular la que, por
sumatoria, tendrá reflejo en la materia cuando suficientes luces
enciendan su oscuridad dando paso al alumbramiento de lo nuevo, de lo
revolucionario, de la anarquía del SER.
Pero
para ello hace falta del propio esfuerzo, de laboriosidad constante,
de perseverancia y de esmero, no solo en la propia expansión de
consciencia, sino ayudando a los demás. Solo que esto no es
necesario explicarlo, pues la propia consciencia expandida nos
llevará al Amor por nuestros semejantes, y el Amor de nuestros
semejantes a la nueva Humanidad.
Si
hay algún termómetro capaz de definir lo que significa “Humanidad”,
es la capacidad de amar a sus semejantes, pues quien ama sabe ponerse
en su lugar, le respeta, y le tiene la necesaria consideración para
no desearle ningún mal. Antes bien, le comprende, empatiza con él,
y procura su bienestar, pues sabe, en lo profundo del corazón, que
su propio bien es el de bien de todos y que el bien de todos es
también el suyo.
Ángel
.º.
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