LA EDAD DE LA SOMBRA
Del libro del filósofo
esoterista francés René Guénon "La Crise du Monde Moderne"
(1927) hemos traído un interesante
planteamiento y, como tesis, una explicación de la conflictiva situación contemporánea.
Entre todo su despliegue erudito, el autor señala aquí como un hito de
referencia para la historicidad el siglo VI a.C., adelantándose en 2200 años al
famoso postulado del psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers de la "Era
Axial", establecida por éste como el siglo V a.C. Contextualizando nuestra
época dentro del famoso ciclo terminal hindú del Kali-yuga, Guénon la percibe como un proceso de desacralización o de
creciente profanidad, lo que remarca a través de todo su libro, culpando aquí
de algún modo ni más ni menos que a la Filosofía, si bien no como causa, al
menos como efecto.
LA EDAD DE LA SOMBRA
La doctrina
hindú enseña que la duración de un ciclo humano, al que da el nombre
de Manvantara, se divide en cuatro edades, que marcan otras tantas fases
de un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial; son esos mismos
períodos los que las tradiciones de la Antigüedad occidental designaban por su
parte como Edades de Oro, de Plata, de Bronce y de Hierro. Al presente nos
encontramos en la cuarta edad, el Kali-yuga o "Edad de la
Sombra"; y nos encontramos en ella, dicen, desde hace ya más de seis mil
años, es decir, desde una época muy anterior a todas las que son conocidas por
la Historia "clásica".
Desde entonces, las verdades
que en otros tiempos eran conocidas por todos los hombres se han hecho cada vez
más ocultas y difíciles de alcanzar; los que las poseen son cada vez menos
numerosos, y si el tesoro de la sabiduría "no humana", anterior a
todas las edades, no puede perderse jamás, se rodea de velos cada vez más
impenetrables, que lo disimulan a las miradas y bajo los cuales resulta
extremadamente difícil de descubrir. Por esto es por lo que por todas partes se
trata de algo que se ha perdido —al menos en apariencia y en relación con el
mundo exterior— y que deben reencontrar aquellos que aspiran al verdadero
conocimiento; pero se dice también que lo que así está oculto se hará visible
al final de este ciclo, que será al mismo tiempo, en virtud de la continuidad
que liga todas las cosas entre si, el comienzo de un ciclo nuevo.
Pero, se preguntará, ¿por qué
el desarrollo cíclico debe cumplirse así en un sentido descendente, yendo de lo
superior a lo inferior, lo que, como se notará sin esfuerzo, es la negación
misma de la idea de "progreso" tal como la entienden los modernos? Es
porque el desenvolvimiento de toda manifestación implica necesariamente un
alejamiento cada vez mayor del principio del que procede; por lo tanto, desde
el punto más alto, tiende forzosamente hacia abajo y, como los cuerpos pesados,
lo hace con una velocidad siempre creciente, hasta que finalmente encuentra un
punto de parada.
Esta caída podría ser
caracterizada como una materialización progresiva, porque la expresión del
principio es pura espiritualidad; decimos la expresión, y no el principio
mismo, porque éste no puede ser designado por ninguno de los términos que
parecen indicar una oposición cualquiera, dado que está más allá de todas las
oposiciones. Por otra parte, palabras como "espíritu" y
"materia", que, para mayor comodidad, tomamos prestadas aquí al
lenguaje occidental, no tienen apenas para nosotros más que un valor simbólico;
en todo caso, no pueden convenir verdaderamente a aquellos de que se trata sino
a condición de desproveerlas de las interpretaciones especiales que de ellas da
la Filosofía moderna, cuyos "espiritualismo" y
"materialismo" no son, a nuestros ojos, sino dos formas
complementarias que se implican la una a la otra y que son igualmente omisibles
para quien quiera elevarse por encima de estos puntos de vista contingentes.
Pero, por otra parte, no es de
metafísica pura de lo que nos proponemos tratar aquí; por eso es por lo que,
sin perder de vista los principios esenciales, podemos, tomando las
indispensables precauciones para evitar todo equívoco, permitirnos el uso de
términos que, aunque inadecuados, parecen susceptibles de hacer las cosas, más
fácilmente comprensibles, en la medida en que pueda hacerse sin
desnaturalizarlas.
Lo que acabamos de decir sobre
el desenvolvimiento de la manifestación presenta un panorama que, aun siendo
exacto en el conjunto, es sin embargo demasiado simplificado y esquemático, por
lo que puede hacer pensar que dicho desenvolvimiento se efectúa en linea recta,
según un sentido único y sin oscilación de ninguna clase; la realidad es por el
contrario muy compleja. En efecto, en todas las cosas cabe la posibilidad, como
hemos indicado con anterioridad, de considerar dos tendencias opuestas, una
descendente y otra ascendente, o, si se quiere uno servir de otro modo de
presentación, una centrifuga y la otra centrípeta; y de la predominancia de la
una o de la otra proceden dos fases complementarias de la manifestación, la una
de alejamiento del principio, la otra de retorno hacia el
principio, que a menudo se comparan simbólicamente con los movimientos del
corazón o con las dos fases de la respiración.
Aunque de ordinario estas dos
fases se describan como sucesivas, hay que concebir que, en realidad, las dos
tendencias a las que corresponden actúan siempre simultáneamente, aunque en
proporciones diversas; y a veces ocurre, en ciertos momentos críticos en que la
tendencia descendente parece estar a punto de llevar definitivamente ventaja en
la marcha general del mundo, que interviene una acción especial para reforzar
la tendencia contraria, de manera de establecer un cierto equilibrio al menos
relativo, tal como lo permitan las condiciones del momento, y de esta forma
operar un enderezamiento parcial, mediante el que el movimiento de caída puede
parecer detenido o neutralizado temporalmente [1].
[1] Esto se
refiere a la función de "conservación divina" que, en la tradición
hindú, es representada por Vishnú, y más particularmente a la doctrina de los
Avataras o "descendimientos" del principio divino al mundo
manifestado.
Es fácil de comprender que
estos datos tradicionales de los que debemos limitarnos a esbozar unas nociones
muy sumarias, hacen posibles concepciones muy diferentes de todos los ensayos
de ''Filosofía de la Historia" a que se entregan los modernos, y mucho más
vastas y profundas. Pero, por el momento, no se nos ocurre en modo alguno
remontarnos a los orígenes del ciclo presente, ni siquiera, más simplemente, a los
principios del Kali-yuga; nuestras intenciones no se refieren, al menos de
una manera directa, sino a un dominio mucho más limitado: a las últimas fases
de este mismo Kali-yuga.
Se puede efectivamente, en el
interior de cada uno de los grandes períodos de los que hemos hablado,
distinguir todavía diferentes fases secundarias que constituyen subdivisiones
de ellos; y dado que cada parte es de alguna manera análoga al todo, estas
subdivisiones reproducen, por así decir, sobre una escala más reducida, la
marcha general del gran ciclo en el que se integran; pero, aun aquí, una
investigación completa de las modalidades de aplicación de esta ley a los
diversos casos particulares nos llevaría bastante más allá del cuadro que nos
hemos trazado para este estudio.
Para terminar estas
consideraciones preliminares, mencionaremos solamente algunas de las épocas
particularmente críticas que ha atravesado la Humanidad, las que entran en el
período que se acostumbra a llamar "histórico", porque es efectivamente
el único accesible a la Historia ordinaria o "profana"; y esto nos
conducirá con toda naturalidad a lo que debe ser el objeto propio de nuestro
estudio, puesto que la última de estas épocas críticas no es otra que la que
constituye lo que se denominan los tiempos modernos.
Hay un hecho bastante extraño,
que parece no haber sido notado nunca como merece serlo: es que el período
propiamente "histórico", en el sentido que acabamos de indicar, se
remonta exactamente al siglo VI antes de la Era cristiana, como si allí hubiese
una barrera que no es posible franquear con ayuda de los medios de
investigación de que disponen los investigadores ordinarios. A partir de esa
época, se dispone por todas partes de una cronología bastante precisa y bien
establecida; por el contrario, para todo lo que es anterior, no se consigue en
general más que una vaga aproximación, y las fechas propuestas para los mismos
acontecimientos varían a menudo en varios siglos.
Inclusive para los países de
los que no se tienen más que simples vestigios esparcidos, como por ejemplo
Egipto, esto resulta muy chocante; y lo que aún resulta más asombroso es que,
en un caso excepcional y privilegiado como el de China, que posee, para épocas
bastante más alejadas, anales fechados por medio de observaciones astronómicas
que no deberían dejar lugar a ninguna duda, los modernos no califican menos
esas épocas de "legendarias", como si hubiese allí un dominio sobre
el que no se reconoce el derecho a tener ninguna certeza y hasta se prohibiesen
a sí mismos obtenerlas.
La Antigüedad llamada
"clásica" no es pues, a decir verdad, más que una antigüedad
relativa, e inclusive mucho más próxima a los tiempos modernos que a la
verdadera Antigüedad, puesto que no se remonta siquiera a la mitad del Kali-yuga,
cuya misma duración no es, según la doctrina hindú, más que la décima parte de
la del Manvantara; y por esto se podrá juzgar suficientemente hasta qué
punto tienen razones los modernos para mostrarse orgullosos ¡de sus
conocimientos históricos! Todo esto, responderían sin duda ellos todavía para
justificarse, no son más que períodos "legendarios", por lo cual
estiman que no tienen que tenerlos en cuenta; pero esta respuesta no es otra
cosa que la confesión de su ignorancia y de una incomprensión que sólo puede
explicar su desdén por la tradición; el espíritu específicamente moderno
no es efectivamente sino el espíritu anti-tradicional.
En el siglo VI antes de la Era
cristiana, se produjeron, cualquiera que fuera la causa, cambios considerables
en casi todos los pueblos, cambios que presentaron por otra parte caracteres
diferentes según los países. En ciertos casos, fue una readaptación de la
tradición a condiciones distintas a las existentes con anterioridad,
readaptación que se cumplió en un sentido rigurosamente ortodoxo. Es lo que
tuvo lugar especialmente en China, en que la doctrina, primitivamente
constituída por un conjunto único, fue entonces dividida en dos partes
netamente distintas: el Taoísmo, reservado a una élite y comprendiendo la
metafísica pura y las ciencias tradicionales de orden propiamente especulativo,
y el Confucianismo, común a todos sin distinción, y teniendo por dominio las
aplicaciones prácticas y principalmente sociales.
Entre los persas, parece que
hubo igualmente una readaptación del Mazdeísmo, porque esa época fue la del
último Zoroastro [2]. En la India, se vio nacer entonces el Budismo, que
cualquiera que haya sido por otra parte su carácter original [3], debía
desembocar, por el contrario, al menos en algunas de ramas, en una rebelión
contra el espíritu tradicional, yendo hasta la negación de toda autoridad,
hasta una verdadera anarquía, en el sentido etimológico de "ausencia de
principio", en el orden intelectual y en el orden social.
[2] Hay que
hacer notar que el nombre de Zoroastro designa en realidad no a un personaje
particular sino una función, a la vez profética y legisladora; hubo varios
Zoroastros, que vivieron en épocas muy diferentes; y es incluso verosímil que
esa función debió de tener un carácter colectivo, lo mismo que la
de Vyasaen la India, y lo mismo también que, en Egipto, lo que fue
atribuído a Toth o a Hermes representa la obra de toda la casta sacerdotal.
[3] La cuestión
del Budismo está, en realidad, lejos de ser tan sencilla como podrían hacerlo
pensar estas breves nociones. Es interesante hacer notar que si los hindúes,
desde el punto de vista de su propia tradición, han condenado siempre a los
budistas, muchos de ellos no profesan menos un gran respeto por el mismo Buda,
llegando algunos de ellos a ver en él al noveno Avatara, mientras que
otros identifican a éste con Cristo. Por otra parte, en lo que concierne al
Budismo tal como es conocido hoy, es preciso tener buen cuidado de distinguir
entre sus dos formas del Mahayana y del Hinayana, del "Gran
Vehículo" y del "Pequeño Vehículo". De una manera general, se
puede decir que el Budismo fuera de la India difiere notablemente de su forma
india original, que comenzó rápidamente a perder terreno después de la muerte
de Ashoka y desapareció completamente algunos siglos más tarde.
Lo que resulta bastante
curioso es que en la India no se encuentre ningún monumento que se remonte más
allá de esta época, y los orientalistas, que pretenden empezarlo todo por el
Budismo, cuya importancia exageran singularmente, han intentado sacar partido
de esta constatación en favor de su tesis. La explicación del hecho es sin
embargo bien simple: es que todas las construcciones anteriores eran de madera,
de manera que han desaparecido naturalmente sin dejar huellas [4]; pero lo que
es verdad es que un cambio semejante en el modo de construcción corresponde
necesariamente a una modificación profunda de las condiciones generales de
existencia del pueblo que las produjo.
[4] Este caso no
es particular de la India y se lo encuentra también en Occidente; es
exactamente por la misma razón por la que no se encuentra ningún vestigio de
ciudades galas, cuya existencia es sin embargo incontestable, estando
atestiguada por testigos contemporáneos; y, aquí igualmente, los historiadores
modernos se han aprovechado de esta ausencia de monumentos para pintar a los
galos como salvajes que vivían en los bosques.
Acercándonos a Occidente,
vemos que la misma época fue, entre los judíos, la de la cautividad de Babilonia;
y lo que constituye quizás uno de los hechos más asombrosos que se pueden
constatar, es que un corto período de setenta años fue suficiente para hacerles
perder hasta su escritura, puesto que hubieron luego de reconstituir los Libros
sagrados con caracteres completamente distintos a los que habían estado en uso
hasta entonces.
Se podrían citar aún otros
acontecimientos tenidos lugar casi en las mismas fechas. Haremos notar
solamente lo que fue para Roma el comienzo del período propiamente
"histórico" que sucedió a la época "legendaria" de los
reyes, y que también se sabe, aunque de una manera un poco vaga, que se dieron
entonces importantes movimientos entre los pueblos célticos; pero, sin insistir
más en ello, llegaremos a lo que concierne a Grecia. Aquí, igualmente, el siglo
VI fue el punto de partida de la civilización llamada "clásica", la
única a la que los modernos reconocen el carácter "histórico", y todo
lo que antecede es lo bastante mal conocido como para ser tratado de
"legendario", aunque los descubrimientos arqueológicos recientes no
permiten ya dudar de que hubo por lo menos una civilización muy real; y tenemos
algunas razones para pensar que esta primera civilización helénica fue mucho
más interesante intelectualmente que la que la siguió, y que sus relaciones no
dejan de ofrecer alguna analogía con las existentes entre la Europa de la Edad
Media y la Europa moderna.
Sin embargo, conviene hacer
notar que la escisión no fue tan radical como en este último caso, porque hubo,
al menos parcialmente, una readaptación efectuada en el orden tradicional,
principalmente en el dominio de los "misterios"; y con esto es
necesario relacionar el Pitagorismo, que fue sobre todo, bajo una forma nueva,
una restauración del Orfismo anterior, y cuyos evidentes lazos con el culto
délfico de Apolo hiperbóreo permiten inclusive considerar una filiación
continua y regular con una de las más antiguas tradiciones de la Humanidad.
Pero, por otra parte, pronto se vio aparecer algo de lo que no existía aún ningún
ejemplo y que debía, por consiguiente, ejercer una influencia nefasta sobre
todo el mundo occidental: nos referimos a este modo especial de pensamiento que
adoptó y conserva el nombre de "Filosofía"; y este punto es lo
suficientemente importante como para que nos detengamos en él unos instantes.
La palabra ''Filosofía'', en
sí misma, puede sin duda ser tomada en un sentido muy legítimo, que fue sin
duda su sentido primitivo, sobre todo si es verdad que, como se pretende, fue
Pitágoras el primero en emplearla: etimológicamente, no significa otra cosa que
"amor a la sabiduría"; designa pues en principio una disposición
previa requerida para acceder a la sabiduría, y puede designar también, por una
extensión completamente natural, la búsqueda que, naciendo de esta misma
disposición, debe conducir al conocimiento. No es pues más que un estado
preliminar y preparatorio, un encaminamiento hacia la sabiduría, un grado
correspondiente a un estado inferior de ésta [5]; la desviación que se ha
producido después ha consistido en tomar este grado transitorio por el fin en
sí mismo, en pretender sustituir la Sabiduría por la ''Filosofía'', lo que
implica el olvido o el desconocimiento de la verdadera naturaleza de esta
última.
[5] La relación
es aquí la misma que existe, en la doctrina taoista, entre el estado del
"hombre dotado" y el del "hombre trascendente".
Es así como nació lo que
podemos llamar la Filosofía "profana", es decir, una pretendida
sabiduría puramente humana, luego de orden simplemente racional, que ocupa el
lugar de la verdadera sabiduría tradicional, suprarracional y "no
humana". Sin embargo, algo de ésta subsiste todavía a través de toda la
Antigüedad; prueba de ello es, antes que nada, la persistencia de los
"misterios", cuyo carácter esencialmente "iniciático" no
podría ser negado, y está también el hecho de que la enseñanza de los mismos
filósofos tenía a la vez, lo más a menudo, un lado "exotérico" y un
lado "esotérico", que podía —este último— permitir la ligazón a un
punto de vista superior, que se manifiesta por otra parte de una manera muy
neta, aunque quizá incompleta en ciertos aspectos, algunos siglos más tarde,
con los alejandrinos.
Para que la Filosofía
"profana" fuese definitivamente constituida como tal, era preciso que
permaneciera sólo el "exoterismo" y se llegara hasta a la negación
pura y simple de todo "esoterismo"; esto es precisamente a lo que
debía conducir, entre los modernos, el movimiento comenzado por los griegos;
las tendencias que se habían ya afirmado entre éstos debían entonces ser
llevadas hasta sus consecuencias más extremas, y la importancia excesiva que
ellos acordaron al pensamiento racional iba a acentuarse todavía más hasta
llegar al "racionalismo", actitud especialmente moderna que consiste
no ya simplemente en ignorar sino en negar expresamente todo lo que es de orden
suprarracional.
En lo que se acaba de decir,
hay particularmente una cosa que retener desde el punto de vista que nos ocupa:
que conviene buscar en la Antigüedad "clásica" algunos de los
orígenes del mundo moderno; éste no anda enteramente equivocado cuando se avala
con la civilización grecolatina y se pretende su continuador. Hay que decir,
sin embargo, que no se trata más que de una continuación lejana y un poco
infiel, porque en esa Antigüedad había, a pesar de todo, muchas cosas, en el
orden intelectual y espiritual, cuyo equivalente no sería posible encontrar
entre los modernos; en todo caso, constituyen dos grados bastante diferentes en
el oscurecimiento progresivo del verdadero conocimiento. Por otra parte, se
podría concebir que la decadencia de la civilización antigua haya llevado, de
una manera gradual y sin solución de continuidad, a un estado más o menos
semejante al que contemplamos hoy; pero, de hecho, no ocurrió así y, en el
intervalo, hubo para el Occidente otra época crítica que fue al propio tiempo
una de esas épocas de enderezamiento de las que aludíamos más arriba.
Esa época es la del principio
y la expansión del cristianismo, coincidente, por una parte, con la dispersión
del pueblo judío y, por otra parte, con la última fase de la civilización
grecolatina; y podemos pasar más rápidamente sobre estos acontecimientos, a
despecho de su importancia, porque son más generalmente conocidos que aquellos
de que hemos hablado hasta ahora, y porque su sincronismo ha sido más puesto de
relieve, incluso por los historiadores cuyas miras son más superficiales.
Se han señalado también a
menudo ciertos rasgos comunes a la decadencia antigua y a la época actual; y,
sin querer llevar demasiado lejos el paralelismo, se debe reconocer que hay en
efecto algunas semejanzas bastante asombrosas. La Filosofía puramente
"profana" había ganado terreno: la aparición por un lado del
escepticismo, el éxito del "moralismo" estoico y epicúreo por otro,
muestran bastante bien hasta qué punto la intelectualidad se había rebajado. Al
mismo tiempo, las antiguas doctrinas sagradas, que casi nadie comprendía ya,
habían degenerado, y por el hecho de esta incomprensión, en "paganismo",
en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, que ellas no eran ya más que
"supersticiones", cosas que, por haber perdido su significación
profunda, se sobrevivieron a sí mismas mediante manifestaciones completamente
exteriores. Hubo intentos de reacción contra esta decadencia: el mismo
helenismo intentó revivificarse con ayuda de elementos tomados prestados a las
doctrinas orientales con las cuales podía encontrarse en contacto; pero esto no
era suficiente: la civilización grecolatina debía tener fin, y el enderezamiento
había de venir de otro lado y operarse bajo otra forma.
Fue el cristianismo el que
cumplió esa transformación, y, notémoslo de pasada, la comparación que se puede
establecer bajo ciertos aspectos entre ese tiempo y el nuestro es quizás uno de
los elementos determinantes del "mesianismo" desordenado que despunta
actualmente. Después del turbulento período de las invasiones bárbaras,
necesario para acabar la destrucción del antiguo estado de cosas, fue
restaurado un orden normal para una duración de algunos siglos: fue la Edad
Media, tan menospreciada por los modernos, que son incapaces de comprender su
intelectualidad, y para quienes esa época se presenta ciertamente como mucho
más extraña y lejana que la Antigüedad "clásica".
Para nosotros, la verdadera
Edad Media se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta principios del
siglo XIV; en esta última fecha comienza una nueva decadencia que, a través de
diversas etapas, irá acentuándose hasta nosotros. Aquí está el verdadero punto de
partida de la crisis moderna: es el comienzo de la disgregación de la
"cristiandad", con la que se identificaba esencialmente la
civilización occidental del medioevo; es, al mismo tiempo que el fin del
régimen feudal, bastante estrechamente solidario de esta misma
"cristiandad", el origen de la constitución de las
"nacionalidades".
Hay pues que hacer remontar la
época moderna a casi dos siglos más de lo que de ordinario se hace; el
Renacimiento y la Reforma son sobre todo resultantes, y uno y otra no han sido
posibles sino por la decadencia previa; pero, lejos de ser un enderezamiento,
marcaron una caída mucho más profunda, porque consumaron la ruptura definitiva
con el espíritu tradicional, el primero en el dominio de las ciencias y las
artes, la segunda en el dominio religioso mismo, que era sin embargo aquel en
que una tal ruptura hubiera podido parecer más difícilmente concebible. Lo que
se llama Renacimiento fue en realidad, como ya hemos dicho en otras ocasiones,
la muerte de muchas cosas. So pretexto de volver a la civilización grecolatina,
no se tomó de ella más que lo que ella había tenido de más exterior, porque
esto era lo único que había podido expresarse claramente en textos escritos; y
esa restitución incompleta no podía por otra parte tener más que un carácter
muy artificial, puesto que se trataba de formas que, desde hacía siglos, habían
dejado de vivir su vida verdadera.
En cuanto a las ciencias
tradicionales de la Edad Media, después de haber tenido todavía algunas últimas
manifestaciones hacia esta época, desaparecieron también tan totalmente como
las de las civilizaciones lejanas que fueron en otro tiempo aniquiladas por
algún cataclismo; y, esta vez, nada debía venir a reemplazarlas. En adelante,
no existieron más que la filosofía y la ciencia "profanas", es decir,
la negación de la verdadera intelectualidad, la limitación del conocimiento al
orden más inferior, el estudio empírico y analítico de los hechos que no son
relacionados con ningún principio, la dispersión en una multitud indefinida de
detalles insignificantes, la acumulación de hipótesis sin fundamento, que se
destruyen incesantemente las unas a las otras, y de puntos de vista
fragmentarios que no pueden conducir a nada, salvo a esas aplicaciones
prácticas que constituyen la única superioridad efectiva de la civilización
moderna; superioridad poco envidiable por otra parte y que, desarrollándose
hasta ahogar toda otra preocupación, ha dado a esta civilización el carácter
puramente material que hace de ella una verdadera monstruosidad.
Lo que es completamente
extraordinario es la rapidez con que la civilización del medioevo cayó en el
más completo olvido; los hombres del siglo XVII no tenían ya la menor noción de
ella, y los monumentos que subsistían de ella no representaban nada a sus ojos,
ni en el orden intelectual ni siquiera en el orden estético; por esto se puede
juzgar hasta qué punto la mentalidad había sido cambiada en el intervalo. No
intentaremos investigar aquí los factores, ciertamente muy complejos, que concurrieron
a este cambio, tan radical que parece difícil admitir que haya podido operarse
espontáneamente y sin intervención de una voluntad directriz cuya exacta
naturaleza permanece forzosamente bastante enigmática. Se dan, a este respecto,
circunstancias bastante extrañas, como la vulgarización, en un momento
determinado, y su presentación como descubrimientos nuevos, de cosas que eran
conocidas en realidad desde hace mucho tiempo, pero cuyo conocimiento, en razón
de ciertos inconvenientes que correrían el riesgo de superar las ventajas, no
había llegado hasta entonces al dominio público [6].
[6] No citaremos
más que dos ejemplos, entre los hechos de este género que deberían tener las
más graves consecuencias: la pretendida invención de la imprenta, que los
chinos conocían con anterioridad a la Era cristiana, y el descubrimiento
"oficial" de América, con la que durante toda la Edad Media habían
existido comunicaciones mucho más continuadas.
Es muy inverosímil también que
la leyenda que hizo de la Edad Media una época de "tinieblas", de
ignorancia y de barbarie, haya tenido nacimiento y se haya acreditado por si
misma, y que la verdadera falsificación de la Historia a la que se han
entregado los modernos se emprendiera sin una idea preconcebida; pero no iremos
más adelante en el examen de esta cuestión, porque, de cualquier forma que esta
tarea se haya cumplido, es, por el momento, la constatación del resultado lo
que, en suma, más nos importa. Hay una palabra que fue honrada en el
Renacimiento y que resumía por adelantado todo el programa de la civilización
moderna: es la palabra "humanismo".
Se trataba en efecto de
reducirlo todo a proporciones puramente humanas, de hacer abstracción de todo
principio de orden superior, y, podría decirse simbólicamente, de apartarse del
cielo so pretexto de conquistar la tierra. Los griegos, cuyo ejemplo se
pretendía seguir, no habían llegado jamás tan lejos en este sentido, ni
siquiera en el tiempo de su mayor decadencia intelectual, y por lo menos las
preocupaciones utilitarias no habían pasado nunca entre ellos al primer plano,
mientras que esto iba a producirse muy pronto entre los modernos. El
"humanismo" era ya una primera forma de lo que ha llegado a ser el
"laicismo" contemporáneo; y, queriendo llevarlo todo a la medida del
Hombre, tomado por un fin en sí mismo, se terminó por descender, de etapa en
etapa, al nivel de lo que en él hay de más inferior, y por no buscar ya apenas
más que la satisfacción de las necesidades inherentes al lado material de su naturaleza,
búsqueda bastante ilusoria, por lo demás, porque ella crea siempre más
necesidades artificiales de las que puede satisfacer.
El mundo moderno, ¿irá hasta
abajo de esta pendiente fatal, o bien, como ha ocurrido a la decadencia del
mundo grecolatino, se producirá un nuevo enderezamiento también esta vez, antes
de que se alcance el fondo del abismo hacia el que se ve arrastrado? Apenas
parece que una parada a medio camino sea ya posible, y que, después de todas
las indicaciones suministradas por las doctrinas tradicionales, hayamos entrado
verdaderamente en la fase final del Kali-yuga, en el período más sombrío
de esta "Edad de la Sombra", en ese estado de disolución del que no
es posible salir más que mediante un cataclismo, porque no es un simple
enderezamiento lo que es ya necesario, sino una renovación total.
El desorden y la confusión
reinan en todos los dominios; han sido llevados a un punto tal que superan con
mucho todo cuanto se había visto precedentemente, Y, surgidos del Occidente,
amenazan ahora con invadir el mundo entero. Nosotros sabemos que su triunfo no
puede ser jamás más que aparente y pasajero, pero, en un tal grado, parece ser
el signo más grave de todas las crisis que la Humanidad haya atravesado en el
curso de su ciclo actual. ¿No hemos llegado a esa época anunciada por los
Libros sagrados de la India, "en que las castas serán mezcladas, en
que la familia misma ya no existirá"? Basta con mirar alrededor de sí para
convencerse de que este estado es realmente el del mundo actual, y para
comprobar por todas partes esa decadencia profunda que el Evangelio
llama "la abominación de la desolación". No hay que disimular la
gravedad de la situación; conviene enfrentarse con ella tal como es, sin ningún
"optimismo", pero también sin ningún "pesimismo", puesto
que, como decíamos con anterioridad, el fin del viejo mundo será también el
comienzo de un mundo nuevo.
Ahora se plantea una cuestión:
¿cuál es la razón de ser de un período como el que vivimos? En efecto, por
anormales que sean las condiciones presentes consideradas en si mismas, deben
sin embargo entrar en el orden general de las cosas, en ese orden que, según
una fórmula extremo-oriental, está hecho de la suma de todos los desórdenes.
Esta época, por penosa y turbulenta que sea, debe tener también, como todas las
demás, su lugar marcado en el conjunto del desenvolvimiento humano, y, por otra
parte, el hecho mismo de que estuviese prevista por las doctrinas tradicionales
es, a este respecto, una indicación suficiente.
Lo que hemos dicho de la
marcha general de un ciclo de manifestación, que marcha en el sentido de una
materialización progresiva, da inmediatamente la explicación de un tal estado,
y muestra claramente que lo que es anormal y desordenado desde un cierto punto
de vista particular no es sin embargo más que la consecuencia de una ley
referida a un punto de vista superior o más amplio. Añadiremos, sin insistir en
ello, que, como todo cambio de estado, el tránsito de un ciclo a otro no puede
cumplirse más que en la oscuridad; hay aquí una ley muy importante cuyas
aplicaciones son múltiples, pero cuya exposición un poco detallada, nos
llevaría demasiado lejos [7].
[7] En los
misterios de Eleusis, esta ley estaba representada por el simbolismo del grano
de trigo; los alquimistas la representaban por la "putrefacción" y
por el color negro que marca el principio de la "Gran Obra". Lo que
los místicos cristianos llaman la "noche oscura del alma" no es más
que la aplicación al desarrollo espiritual del ser que se eleva a estados
superiores, y seria fácil señalar todavía muchas otras concordancias.
Esto no es todo: la época
moderna debe corresponder necesariamente al desarrollo de ciertas posibilidades
que, desde el origen, estaban incluidas en la potencialidad del ciclo actual;
y, por inferior que sea el rango ocupado por estas posibilidades en la
jerarquía del conjunto, no por ello debían menos, al igual que las otras, ser
llamadas a la manifestación según el orden que les fuera asignado. Bajo este
aspecto, lo que, según la tradición, caracteriza la última fase del ciclo, es
la explotación de todo lo que había sido descuidado o rechazado en el curso de
las fases precedentes; y es esto lo que podemos constatar en la civilización
moderna, que no vive, de alguna manera, más que de lo que las civilizaciones
anteriores no habían querido.
Para darse cuenta de ello, no
hay más que ver cómo los representantes de aquellas tales civilizaciones que se han mantenido
hasta aquí en el mundo oriental aprecian las ciencias occidentales y sus
aplicaciones industriales. Esos conocimientos inferiores, tan vanos a la mirada
de quien posee un conocimiento de otro orden, debían sin embargo ser
"realizados", y no podían serlo más que en un estadio en que la
verdadera intelectualidad hubiese desaparecido; estas investigaciones de un
alcance exclusivamente práctico, en el más estricto sentido de esta palabra,
debían ser cumplidas, pero no podían serlo más que en el extremo opuesto de la
espiritualidad primordial, por hombres inmersos en la materia hasta el punto de
no concebir nada más allá, y haciéndose tanto más esclavos de esta materia
cuanto más quisiesen servirse de ella, lo que les conduce a una agitación
siempre creciente, sin regla y sin meta, a la dispersión en la pura multiplicidad
hasta la disolución final.
Tal es, esbozada a grandes
rasgos y reducida a lo esencial, la verdadera explicación del mundo moderno;
pero, declarémoslo muy netamente, esta explicación no podría de ningún modo ser
tomada por una justificación. Una desgracia no deja de ser una desgracia por el
hecho de ser inevitable; e inclusive si del mal debe salir un bien, eso no
desprovee al mal de su carácter de tal. Pero, bien entendido, nosotros no
empleamos por otra parte aquí estos términos de "bien" y de
"mal" sino para hacernos comprender mejor, y fuera de toda intención
específicamente "moral". Los desórdenes parciales no pueden sino ser,
porque son elementos necesarios del orden total; pero, a pesar de esto, una
época de desorden es, en si misma, algo comparable a una monstruosidad que, al
ser consecuencia de ciertas leyes naturales, no es menos una desviación y una
especie de error, o un cataclismo que, aunque siendo resultado del curso normal
de las cosas, es asimismo, si se le encara aisladamente, un trastorno y una
anomalía. La civilización moderna, como todas las cosas, tiene forzosamente su
razón de ser, y si ella es verdaderamente la que termina un ciclo, se puede
decir que es lo que debe ser que viene a su tiempo y en su lugar; pero no por ello
deberá menos ser juzgada según estas palabras evangélicas demasiado a menudo
mal comprendidas "Es preciso que haya escándalo, pero ¡ay de aquel por
quien llega el escándalo!".
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