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30.3.17

Actúe de forma razonada y no tema lo que puedan pensar los demás

LA CORRECCIÓN POLÍTICA: Arma de destrucción masiva

Muchos intelectuales e informadores advirtieron del irresistible ascenso de Donald Trump. Pero muy pocos se tomaron la molestia de analizarlo con rigor, de determinar cuáles eran las corrientes de fondo que impulsaban con fuerza al magnate neoyorkino. Y diríase que la dimensión del “fenómeno Trump” era directamente proporcional a la estupidez de no pocos analistas, mucho más dispuestos a escandalizarse, a rasgarse las vestiduras, que a investigar sus verdaderas causas.

Que un personaje como Trump obtuviera el apoyo de decenas de millones de ciudadanos, obligaba a un análisis mucho más profundo y objetivo, libre de aspavientos de cara a la galería. Trump no sólo ganó apoyos en la “América profunda”, sino también en el nordeste, incluso en regiones tan industriales y prósperas como Virginia y Massachusetts. Sus seguidores crecieron en el Norte y en Sur, en el Oeste y en el Este: en todas partes. Así pues, el misterio estaba en el origen de esa potente mar de fondo que no sólo generaba turbulencias en EEUU sino también al otro lado del Atlántico.

Nada de lo que hoy está sucediendo puede entenderse sin tener en cuenta la perversa acción de los políticos durante las pasadas décadas: su intromisión en la vida privada de los ciudadanos, su insistencia en legislar basándose en lo que llamaron derechos colectivos y, especialmente, su pretensión de imponer a la población una nueva ideología: la corrección política. Todo ello ha acabado comprometiendo la libertad individual, la igualdad ante la ley, los principios, la honradez, el juego limpio, el pensamiento crítico y, por supuesto, el bienestar económico. Y de aquellos polvos, estos lodos.


Durante décadas, los políticos aprovecharon el viento de popa de la prosperidad económica para desviarse de sus obligaciones y dedicarse a “defender al ser humano de sí mismo”, de su codicia y capacidad de destrucción. Utilizaron la seguridad, la salud y el medioambiente como coartadas para perseguir sus propios intereses. Para ello, promulgaron infinidad de leyes y normas que se inmiscuían cada vez más en el ámbito íntimo de las personas e interferían de forma inexorable en sus legítimas aspiraciones. Las consecuencias más evidentes de esta deriva fueron, por ejemplo, los enormes obstáculos administrativos para abrir una empresa, por modesta que fuera, o simplemente encontrar un trabajo decente.

LA TIRANÍA DE LOS GRUPOS MEJOR ORGANIZADOS

Los políticos descubrieron que dividir a la sociedad en rebaños, en constante pugna entre ellos, es la mejor forma de tenerla controlada. Por ello, la política ha primado los derechos colectivos en detrimento de los derechos individuales, unos derechos grupales que implican, por definición, la prevalencia de unos grupos en perjuicio del resto. La consecuencia más grave, sin duda, ha sido la quiebra de la igualdad ante la ley. Pero también el decaimiento del esfuerzo y la eficiencia, dado que lo que cuenta no es el mérito individual sino la pertenencia a un grupo. O la desaparición de la responsabilidad individual: al fin y al cabo, si los sujetos se ven obligados a compartir el fruto de sus aciertos, ¿por qué no habrían de trasladar a los demás los costes de sus errores? El sistema de favores, prebendas y privilegios acaba deformando la mentalidad de muchas personas, genera ciudadanos infantiles, acostumbrados al paternalismo, a reivindicar más que a esforzarse.

Así, la adhesión a grupos interesados constituye la vía más directa hacia la ventaja y el privilegio. El sistema de derechos por colectivos no sólo discrimina; también favorece la picaresca, el abuso de unos pocos sobre la mayoría, cuando los beneficios se asignan con criterios meramente burocráticos. Al final, muchas personas no encuentran trabajo, simplemente por no conocer a nadie que les enchufe, consiga un certificado de discapacidad, por no haber denunciado a su pareja o por no pertenecer a alguno de los múltiples grupos con ventajas para ser empleados o subvencionados.

SI NO PUEDE DECIRSE… TAMPOCO PUEDE PENSARSE

Lo más grave, con diferencia, es la pretensión de políticos y burócratas de moldear la forma de pensar de las personas para evitar que se resistan a la arbitrariedad, al atropello. Generaron, para ello, una ideología favorable a los intereses grupales, una religión laica: la corrección política, que arroja a la hoguera a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Esta doctrina determina qué palabras pueden pronunciarse y cuales son tabú, aplicando el principio orwelliano de que todo aquello que no puede decirse… tampoco puede pensarse. Propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado grupo y dicta que la discriminación puede ser buena: para ello la llama “positiva”. Pero toda persona sabe en su fuero interno que ninguna discriminación es positiva.

En los países con convenciones democráticas consolidadas, con una sociedad civil desarrollada y consciente de sus derechos y obligaciones, celosa de sus principios y convicciones, el avance de esta mentalidad ha sido lento, aunque inexorable. En países como España, sin embargo, carentes de tradición democrática, con una mayoría que cree que la democracia consiste solo en votar, la ortodoxia de lo políticamente correcto progresó a una velocidad vertiginosa, convirtiéndose en dogma de general aceptación a izquierda y derecha en tiempo récord.

Pero, tarde o temprano, estos sistemas, como cualquier otro basado en la mentira, acaban saltando por los aires. En ocasiones, porque la crisis lleva a una reducción del botín a repartir, con el consiguiente choque entre grupos interesados. Otras, por el hartazgo de muchas personas hartas de tanta trampa y marrullería que les impide ganarse la vida dignamente, o cansadas de que otros les señalen, pisoteen y vivan a su costa. Pero también por una reacción exacerbada, desmesurada, contra la imposición de los códigos políticamente correctos. Es lo que se conoce en psicología como reactancia, una reacción emocional que se opone a ciertas reglas censoras, vistas como absurdas y arbitrarias por reprimir conductas e ideas que el sujeto considera justas y lícitas.

El péndulo oscila al extremo contrario, la tortilla se voltea, y muchos ciudadanos acaban apoyando posiciones igualmente alejadas de la moderación. Donald Trump, o el ascenso de la extrema derecha en algunos países europeos, surgen tras décadas de imposición de la corrección política, por el hartazgo de muchas personas que, tan cabreadas como desesperadas, se pasan al extremo opuesto. Cierto es que, cuando una campaña es netamente emocional, la racionalidad es lo de menos. Pero, cuidado, millones de personas no caen en el error por obra y gracia del marketing o de consignas falaces, sino por la verdad que en ese error se encierra. Menos aún irán en contra del intimidante statu quo si no existe un caldo de cultivo adecuado, una potente causa de fondo: mentiras que han estado golpeando sus oídos, y su conciencia, durante años.

PREVENIR O LAMENTAR

Para que el sistema volviera a ser justo, eficiente y racional, deberían cambiarse las leyes, simplificarlas, retirar muchas trabas administrativas, eliminar las normas que conceden prebendas y privilegios, restaurar la igualdad ante la ley. Pero aún haría falta más: habría que desterrar la nefasta corrección política, esa ideología justificadora de privilegios grupales y sustituirla por convenciones sanas: honradez, inclinación al juego limpio, ética, libertad y responsabilidad individual.

Es una muy mala noticia que las élites políticas, y sus grupos aliados, insistan en lo políticamente correcto. Ocurre que en muchos países que no son los Estados Unidos, el control que ejerce el establishment alcanza cotas inaceptables en aquellas latitudes. Y muy pocos medios osan desafiar sus directrices. Pero lo que pudiera parecer un seguro en el corto plazo, generará a la larga tensiones extraordinarias. Solo hace falta levantar la cabeza y mirar a nuestro alrededor para comprobar que cada vez son más las personas hastiadas de tanta discriminación y tanta majadería, personas que desean ser ellas mismas, no clones sin identidad dentro del grupo asignado. Y de seguir así, podría llegar el día en el que el fenómeno Trump, en comparación, nos parezca una broma.

Es urgente plantar cara de forma decidida a lo políticamente correcto. No es tan difícil. Es rigurosamente falso que la verdad no venda. Los monstruosos guardianes de esta nueva religión obligatoria no son más que achacosos tigres de papel. Se puede romper el tabú si se hace con convicción, explicándolo con argumentos razonables, y ganar el apoyo de un enorme sector de la población hasta ahora silenciado. Recuerden: en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Pero hay que darse prisa: las manecillas del reloj siguen girando.


LOS PERVERSOS MECANISMOS QUE CONDUCEN A LA AUTOCENSURA
"Lo políticamente correcto es una de las formas más edulcoradas de la estupidez. Se basa en la negación de la realidad, y por ende inhabilita para su análisis, pues se crea una ficción llena de beaterías y cortinas de humo, que degenera en una colección de tópicos que podría servir para transitar en Alicia en el país de las maravillas”. 
Enrique de Diego
La Peste de lo “Políticamente Correcto” que vino a sustituir a la tan denostada CENSURA y resulta mucho más amordazadora que aquélla. Porque contra la censura estaba bien visto rebelarse, puesto que venía impuesta desde fuera, pero la corrección política no es otra cosa que AUTOCENSURA. Miedo a decir lo que uno piensa y a no estar en sintonía con la “moral” al uso, cuando a veces esa moral completamente ESTÚPIDA”. 
Carmen Posadas
La corrección política es la incapacidad para pensar con claridad: Lo que no se puede decir no se puede pensar, no es que no se pueda decir lo impensable, es que no se puede pensar lo indecible.
Alain Badiou
Quizá en alguna conversación con amigos o conocidos, tras exponer algún argumento haya escuchado la respuesta fatídica, casi como un susurro: “eso es verdad… pero no se puede decir”. ¿Puede existir algo más absurdo y aberrante que no poder decir la verdad? 

Vivimos en una sociedad donde sólo la mentira, la consigna, lo políticamente correcto puede pregonarse públicamente. Pocas veces la cruda verdad. ¿Por qué se difunden con tanta facilidad las ideas más absurdas? ¿Por qué casi todo el mundo acaba pensando de la misma manera, como si de clones se tratase? ¿Que impulsa a intelectuales e informadores, ésos que tienen la obligación moral de actuar como conciencia crítica de la sociedad, a autocensurarse de forma tan vergonzante? 

¿Qué mecanismo mantiene atadas y amordazadas a muchas mentes pensantes? La clave se encuentra en dos términos fundamentales: manipulación y miedo.

El ciudadano común no establece sus criterios sobre cualquier tema buscando toda la información disponible y procesándola exhaustivamente. Casi todo el mundo descarta este método por el elevado coste, esfuerzo y preparación que requiere. Por ello, a la hora de posicionarse ante cualquier asunto la gente suele recurrir a reglas heurísticas, procedimientos prácticos de carácter intuitivo, puros atajos capaces de alcanzar una conclusión con muy poca información. Una de las reglas heurísticas más interesantes es la que los latinos denominaron el Argumentum ad Populum, mientras los anglosajones se dieron el gusto de llamar Bandwagon Effect. Se trata de ese mecanismo que impulsa a muchas personas, gregarias por naturaleza, necesitadas de la aceptación del resto o, simplemente, perezosas para elaborar su propio criterio, a adherirse a lo que piensa la mayoría, a apuntarse al caballo ganador. Si los demás creen algo… alguna razón tendrán.

Por ello, las encuestas de opinión poseen una enorme capacidad manipuladora: pueden persuadir a mucha gente de la mayor atrocidad simplemente haciéndoles creer que eso es lo que piensa la mayoría. Así, cualquier idea, por falsa y perniciosa que sea, la mayor insensatez, la más colosal majadería, se convierten en dogma de general aceptación tras ser repetidas y repetidas por los medios. Por ello, no siempre las encuestas de opinión tienen un propósito inocuo, mucho menos bondadoso. A veces, su objetivo no es ilustrar sobre la sensibilidad social sino modificar los criterios del público, modelar la forma de pensar de la gente. Los medios, especialmente las televisiones, ejercen una influencia superlativa, con múltiples e insondables vías para la manipulación, tanto más eficaces cuanto más carente de principios bien asentado se encuentre la población. Y muy eficaces cuando se aplican a una población carente de principios y criterios asentados.

Pero para lograr una generalizada autocensura, para generar dogmas y tabúes, no basta con fomentar una determinada manera de pensar: es necesario infundir temor. En La Espiral del silencio (1977) Elisabeth Noelle-Neumann explicó los mecanismos psicológicos y sociales que fomentan la adhesión a los dogmas. Los sujetos son mayoritariamente cobardes e inseguros, necesitan la aceptación del grupo, un sentido de pertenencia. 

Muchos renuncian a su propio juicio, o evitan exponerlo en público, si no coincide con el que perciben mayoritario. Callarán, o abrazarán los planteamientos opuestos, para no sentirse aislados, rechazados por el resto, contemplados como herejes. Algunos, incluso, mantendrán dos criterios contradictorios, una suerte de esquizofrenia: el suyo privado, vergonzante, reservado para su interior, y el mayoritario, ése que garantiza la aceptación de otros. Muchas personas todavía poseen una cierta conciencia de la verdad, pero mucha cobardía para reconocerla públicamente. Así, la espiral conduce a que las creencias percibidas como mayoritarias acaben siéndolo realmente. Por este motivo, los medios de masas, especialmente la televisión, difunden con tanta facilidad argumentos sectarios, absurdos, tergiversados, propagadores del miedo.

ROMPER LA ESPIRAL DE SILENCIO

Todavía peor, en sistemas cerrados, de acceso restringido, en los que no se asciende en la escala social o se encuentra un buen trabajo por el mérito o el esfuerzo sino por los favores o las relaciones personales, el miedo se multiplica. Decir la verdad, hablar abiertamente con honestidad, denunciar las injusticias, puede implicar perder favores, contactos, envidiables puestos o, en el caso de los intelectuales, golosas subvenciones. Allí donde impera la injusticia es peligroso tener razón. También desaparece el incentivo para la excelencia intelectual, para formar y estructurar adecuadamente el cerebro, esa costosa y esforzada labor que lo prepara para ejercer el pensamiento crítico, lógico y racional. Por eso existen demasiados sujetos que creen saberlo todo por repetir las consignas políticamente correctas escuchadas en televisión.

Ahora bien, cuando un puñado de personas supera el miedo, se lanza a decir o a escribir abiertamente lo que piensa, cuando osa romper los tabúes, poner en tela de juicio los mitos… todo comienza a cambiar. Si el desafío a la ortodoxia se realiza con convicción, sin temor, medias tintas, complejos ni disculpas, si se aportan argumentos profundos, coherentes y racionales, las nuevas ideas despiertan a quienes albergaban la verdad latente. Comienza a disiparse el miedo y la nueva corriente va ganando adeptos a medida que muchos se convencen de que será mayoritaria en el futuro. El círculo virtuoso quiebra la espiral de silencio: cada vez más individuos pierden el complejo pues se sienten acompañados. Y un creciente número comienza a mofarse de la absurda corrección política, del oscurantismo imperante, hasta que éste acaba sucumbiendo. El proceso puede ser lento, pero no hay muros suficientes para encarcelar permanentemente a la razón.

Para evitar la degradación social, para prevenir lo que Hannah Arendt llamó la banalización del mal, no permanezca nunca callado por miedo al qué dirán. Muéstrese siempre crítico, desconfíe de las argumentaciones falaces, especialmente si son repetidas incesantemente por la televisión (de lo que vea en la pequeña pantalla, créase la décima parte). Manténgase firme, actúe de forma razonada y pierda el temor a lo que puedan pensar los demás. Y, sobre todo, no desaproveche la oportunidad de exponer sus argumentos con contundencia, de manera estentórea, cuando oiga aquello de: “cierto, pero no se puede decir”.


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