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5.7.17

Los que manejan la economía y la política internacional permanecen ocultos

LABOR DE LOS BANQUEROS DESDE LA ANTIGÜEDAD 


Del escritor español Antonio Pérez Omister (1959) presentamos aquí dos artículos que publicó (elguardianentreelbenzeno.blogspot.com) a fines de 2010, Los Mercaderes del Templo y Los Banqueros Bolcheviques, textos donde, en su usual estilo de recopilación de datos investigados, primero da un panorama histórico de los banqueros internacionales, que remontan sus orígenes a la cultura babilónica y a los prestamistas medievales hasta evolucionar a su actual cártel bancario mundial, y luego, en el segundo texto, comenta hechos relativos a la relación de esos mismos personajes con el comunismo soviético, al cual financiaron completamente junto con otras variantes del mismo, y alude a los orígenes relacionados del Estado sionista.

Los Mercaderes del Templo

     Resulta muy significativo que el único episodio "violento" que se atribuye a Jesús en los Evangelios sea precisamente el pasaje que recoge su enfrentamiento con los mercaderes del Templo, en el que, látigo en mano, expulsa a los cambistas que lo habían convertido en una "cueva de ladrones". Jesús amonesta vehementemente a los usureros por ejercer sus actividades fraudulentas en las inmediaciones del recinto sagrado del Templo de Jerusalén que, dicho sea de paso, funcionaba en la Antigüedad como un auténtico banco central en la Judea ocupada por Roma.

     Los préstamos y todas las transacciones comerciales de entonces, estaban reglamentadas por los sacerdotes del Templo, y para que éstas fuesen válidas legalmente, debían estar selladas por los escribas saduceos. Esto no sólo fue así en Judea; en el antiguo Egipto, en Babilonia y en otras culturas del Próximo Oriente, los templos cumplían también la función de bancos centrales, y los sacerdotes que los servían, actuaban como administradores de los mismos.


     En Egipto, eran los sacerdotes de Amón en Tebas los que ejercían las mismas tareas que en Judea desempeñaban los fariseos en el Templo en tiempos de Cristo. Además de por las constantes disputas religiosas, saduceos y fariseos mantenían un encarnizado enfrentamiento por obtener mayores parcelas de poder en la administración del Templo-Banco. Incluso en la Roma pagana, el templo de Júpiter Capitolino albergaba el Tesoro del Estado, y su custodia estaba confiada a la casta sacerdotal por considerarse un asunto "sagrado".

     La antiquísima y relativamente misteriosa institución de la Banca está documentada desde tiempos inmemoriales, muy anteriores al cristianismo, pues se han encontrado tablillas de arcilla con apuntes contables en los valles iraquíes donde se desarrolló la civilización mesopotámica, y entre los ríos Éufrates y Tigris donde floreció la cultura babilónica.

     En España, durante la Edad Media, los banqueros tenían su oficina en los puestos que se les otorgaban en las ferias de ganado, al aire libre o bajo los soportales de las iglesias, siguiendo la tradición judeo-cristiana. Dicha oficina era muy sencilla, pues se trataba de un banco y un tablón a modo de mesa de operaciones; ese tablón es lo que se conocía como la banca, de ahí el nombre. En ella se contaba el dinero, se hacían los pagos y los cobros y todo tipo de negocios y operaciones bancarias. En el antiguo reino de Castilla, cuando un banquero era denunciado por usura o prácticas ilícitas, las autoridades de la ciudad lo expulsaban de las inmediaciones de la iglesia donde se reunía el gremio, y rompían su banca, el tablón que utilizaba como mesa de trabajo en sus transacciones, y de ahí proviene el término "bancarrota".

     En las postrimerías de la Edad Media el prestamista o banquero adquirió pronto un papel primordial en el desarrollo de la economía de los pueblos, pues sus recursos financieros permitían afrontar empresas para las que de otra manera no se podía reunir la financiación necesaria. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, pues la incipiente Banca no tardó en corromperse, cayendo en la práctica habitual de la usura —el cobro abusivo de intereses— que, básicamente, ha perdurado hasta nuestros días y que constituye, en esencia, la razón de ser de la banca privada.

     En vísperas de los grandes descubrimientos geográficos protagonizados por españoles y portugueses, se habían creado ya estrechos vínculos entre las monarquías europeas y las principales familias de banqueros del continente. Ya en el siglo XVI se habían generalizado los préstamos a los soberanos europeos para sufragar tanto las guerras continentales como las expediciones a ultramar. Inmediatamente esos "préstamos" se extendieron también entre la nobleza, los terratenientes e incluso las ciudades o burgos que contrataban con los banqueros el arriendo de impuestos, o su participación en las deudas del Estado, como, por ejemplo, en Venecia y Génova, donde se estableció un Fondo de Deuda Pública con la participación de los grandes mercaderes de aquellas dos ciudades que se lanzaron a la especulación con esos sólidos valores, convirtiéndose en los banqueros preferidos de las Coronas de Aragón y de Castilla. El sistema empleado por los banqueros venecianos y genoveses fue, inicialmente, el de recaudar los impuestos del Estado.

     Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros de entonces, cuando los reyes acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus campañas militares y sus expediciones de conquista, no fue desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía el capital más los intereses del crédito, se le podían embargar sus bienes aplicándole la ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era que si un banquero pretendía presionar a un rey moroso, se encontrase con que su deudor ordenara a sus alguaciles que lo detuviesen y que le cortasen la cabeza, o que lo arrojasen a la hoguera, como fue el caso de los tristemente célebres Templarios, los precursores inmediatos de la banca moderna internacionalizada. Algo parecido les sucedió a los judíos en España cuando la reina Isabel de Castilla llegó a la pragmática conclusión de que era mucho más "rentable" expulsarlos que abonarles los préstamos recibidos durante la guerra de Granada.

     El moderno capitalismo comienza en Gran Bretaña con la revolución industrial del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación de las principales castas de banqueros en Europa, en especial las dinastías Rothschild, Baring, Warburg, Lazard, Selignam, Schröder, Speyer, Morgan, etcétera.

     Un hecho trascendental en la formación del cártel de banqueros europeos de entonces fue la creación del Banco de Inglaterra en 1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las ganancias obtenidas con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio a través de la Compañía de las Indias Orientales, hacia actividades más "decentes" que consolidasen el prestigio del Imperio, y favorecieran su expansión y la supremacía de los intereses británicos a escala mundial.

     Entre otras cosas, el Banco de Inglaterra se creó para financiar las guerras coloniales de conquista de territorios en ultramar, como las dos Guerras del Opio contra China, la ocupación de la India, las guerras continentales europeas, las guerras napoleónicas, o las distintas revoluciones que en 1848 estallaron en varios países europeos, como Francia y Alemania, rivales comerciales directos de Inglaterra, pero también la guerra austro-prusiana en 1866, la franco-prusiana de 1870-1871, las revoluciones rusas de 1905 y 1917, la guerra ruso-japonesa de 1905, o las dos Guerras Mundiales del pasado siglo XX, sólo por citar los conflictos más destacados en los que jugó un papel primordial la banca internacional, siempre con los Rothschild, Rockefeller, Morgan y Warburg a la cabeza.

     En poco tiempo, todas las Cortes europeas asistieron al nacimiento de una influyente categoría de cortesanos y consejeros que no provenía de la tradicional nobleza y la aristocracia de rancio abolengo, sino de la Banca. Son lo que aún hoy se conoce en Europa como la "nobleza negra" descendiente de especuladores, prestamistas y usureros que obtuvieron sus títulos nobiliarios hace unos doscientos cincuenta años, coincidiendo, precisamente, con la internacionalización de la Banca a través de la financiación de las guerras europeas.

      Pero los banqueros de entonces, como todos los millonarios hechos a sí mismos, no eran unos incautos. Supieron reconocer inmediatamente la oportunidad que se ofrecía ante ellos y decidieron diversificar las apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más discreta al menos a uno de sus más directos enemigos, otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o incluso al mismo enemigo al que éste se enfrentaba en la guerra para la que había pedido el dinero. De este modo, en caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada, y en el tiempo pactado, se podía interrumpir su financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo el crédito que necesitase para destruír a su rival. De paso, se fidelizaba también al enemigo del rey.

     Poco a poco, las guerras se internacionalizaron —como hoy la economía— y se hizo preciso financiar a terceros y cuartos elementos en discordia, involucrando a varios países en las contiendas, como se ha venido haciendo en todas la guerras europeas que han sacudido el continente desde la Guerra de los Treinta Años de 1618-1648, la Guerra de Sucesión española de 1700-1714, las napoleónicas de 1800-1815, o las dos Guerras Mundiales, la primera de 1914-1918, y la segunda entre 1939-1945. Todas ellas han sido auténticas Guerras Europeas. Los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial se iniciaron, exactamente, con una década de depresión económica a escala mundial que se inició en 1929, con el desplome de Wall Street en unas circunstancias jamás del todo aclaradas y no muy distintas de las que se dieron en Septiembre de 2008. En ambas ocasiones, la ruina de muchos significó el enriquecimiento de una selecta élite.

     En aquellas primeros conflictos armados internacionalizados, a veces era precisa la intervención de más de dos contendientes para obtener los beneficios y resultados deseados; por eso, desde hace ya tres siglos, la ascensión de la Banca ha estado directamente ligada a su participación en la financiación de todas las grandes guerras europeas, y sus protagonistas, los patriarcas de la Banca internacional, han demostrado estar dotados de una ambición sin límites, y de una falta de escrúpulos infinita. Para ellos no hay más ley que la del mercado; todo lo demás es superfluo.

     Aquella doble estrategia de apoyar al monarca y a sus enemigos, ya fuesen éstos internos (revolucionarios) o externos (otros Estados), se perfeccionó hasta constituír la marca distintiva de determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además una pose cosmopolita y progresista, al tiempo que una proyección social y un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos Estados europeos; exactamente lo mismo que están haciendo ahora en Irlanda, y que pretenden hacer también con España. Por todo esto, a aquellos especuladores decimonónicos se les acabó conociendo como los "banqueros internacionales". Su propósito era harto sencillo entonces, como lo sigue siendo ahora: influír en la política y en el gobierno de las naciones, en su provecho y beneficio.

     Desde la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una sociedad ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte, ha sido siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII, coincidiendo con la conversión de la Gran Banca en una nueva e influyente casta social, se crearon los ejércitos nacionales y el servicio militar obligatorio. Con mayores ejércitos, se podían hacer mayores guerras, y a mayores guerras... ¡mayores beneficios!, para la Banca, no para los que combatían y morían en ellas, claro está.

     Así, de las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las grandes guerras entre dos o más Estados-Naciones de los siglos XVIII y XIX, y ya en los inicios del siglo XX, antes de globalizarse la economía, se mundializó la guerra, un excelente negocio para las grandes familias de banqueros que prestaron dinero indiscriminadamente a todos los bandos en conflicto y que hicieron un negocio redondo con ello.

     De lo que se trató básicamente durante las conferencias de Paz de Versalles en 1919, al término de la Primera Guerra Mundial, fue de qué forma iban a devolver los Estados beligerantes los créditos recibidos. Familias de banqueros como los Warburg y los Rothschild, por citar dos ejemplos, tuvieron a algunos de sus miembros representando los intereses de Francia y Gran Bretaña, mientras otros hacían lo propio con Alemania y Austria, las grandes derrotadas. De hecho, Alemania ha terminado recientemente, hace poco más de un mes [3 de Octubre de 2010] [1], de saldar la deuda contraída durante la guerra de 1914-1918.


     Actualmente, la banca internacional financia más de cincuenta conflictos armados en todo el mundo. Sin su financiación, esas sangrientas guerras no existirían.–

Los Banqueros Bolcheviques

     Existen numerosas evidencias que demuestran que la Revolución rusa de 1917 fue financiada por la banca internacional liderada por el poderoso sindicato de banqueros judíos instalados en Wall Street y Londres.

     El influyente rabino Wise (ideólogo tambien del mito del "Holocausto") declaraba lo siguiente en el New York Times del 24 de Marzo de 1917: «Creo que de todos los logros de mi pueblo, ninguno ha sido más noble que la parte que los hijos e hijas de Israel han tomado en el gran movimiento que ha culminado en la Rusia Libre (¡la Revolución!)».

     Asimismo, del Registro de la Comunidad Judía de la ciudad de Nueva York, se extrae el siguiente texto:

     «La empresa de Kuhn-Loeb & Company sostuvo el préstamo de guerra japonés entre 1904 y 1905, haciendo así posible la victoria japonesa sobre Rusia... Jacob Schiff financió a los enemigos de la Rusia autocrática y usó su influencia para mantener alejada a Rusia de los mercados financieros de Estados Unidos».

     En 1916 se celebró en Nueva York un congreso de organizaciones marxistas rusas. Esos gastos fueron sufragados por el banquero judío Jacob Schiff. Otros de los banqueros que asistieron e hicieron generosas donaciones fueron Felix Warburg, Otto Kahn, Mortimer Schiff y Olaf Asxhberg.

     Sin embargo, según la historia oficial que se enseña en las escuelas y en las universidades se asegura que las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia se debieron a un minúsculo grupúsculo de revolucionarios marxistas que, liderados por Lenin y Trotsky, lucharon heroicamente contra la opresión y la tiranía zarista logrando alcanzar el poder e implantar un sistema, el marxista, que había sido diseñado por un judío alemán varias décadas antes para ser implantado en la Alemania industrializada, y no en la paupérrima Rusia rural y desindustrializada. Consecuencia: la revolución marxista creó más miseria y desheredados que el propio sistema que pretendía erradicar.

     Para toda empresa, incluída la implantación del marxismo, se necesita mucho dinero, un dinero cuya procedencia jamás aclararon los líderes del marxismo. Sin dinero e influencias no se puede lograr nada.

     Sabemos que durante la guerra de Crimea (1853-1856) James Rothschild se ofreció muy gentilmente para su financiación y que la Emperatriz Eugenia de Montijo intercedió en su favor para convencer al Emperador francés Napoleón III.

     Gracias a eso, Rothschild consiguió un doble objetivo:

    accedió al consejo de administración del Banco de Francia, y
    logró infligir un serio revés al Zar, considerado ya entonces el tiránico opresor de los judíos.

     El duque de Coburgo cuenta esto en sus memorias:

     «Esta actitud hostil [contra el Zar] debe atribuírse a que los israelitas sufrían una particular opresión en Rusia».

     Muy caro le iban a costar a Francia sus negocios con los Rothschild. Más tarde, la élite financiera judía logró aislar diplomáticamente a Rusia, mientras, a través de la banca  Kuhn-Loeb y Cía. de New York, cuyo jefe era Jacob Schiff, agente de Rothschild, financió a Japón en 1905 y se ocupó de que el resto de banqueros del sindicato internacional no concediesen créditos a Rusia para seguir adelante con la guerra, lo que provocó la derrota rusa y la consiguiente revolución que se desató en 1905.

     Otra vez se había aplicado la fórmula Rothschild de cerrar el grifo del crédito al gobierno que le interesaba derrocar, y concederlo al que convenía potenciar para eliminar al primero. Aquella línea de crédito abierta por la banca judía a Japón le sirvió para modernizar su Ejército y su Armada, cuyo expansionismo culminaría con la invasión de China en 1937 y, posteriormente, con su intervención en la Segunda Guerra Mundial contra Estados Unidos y Gran Bretaña, los mismos países que lo habían financiado a partir de 1905 para vencer a los rusos, y en 1914 para frenar el expansionismo alemán en el Extremo Oriente.

     Hacia esa época, durante la breve guerra ruso-japonesa de 1905, y la sangrienta revolución que agitó al Imperio ruso, hizo su aparición en escena un tal Leiba Davidovich Bronstein, alias León Trotsky, que fue encarcelado y logró huír de Siberia para residir después en Suiza, París y Londres donde conoce a otros refugiados como Lenin, Plejanov y Martov. Así lo cuenta el propio Trotsky en su autobiografía:

     «He vivido exiliado, en conjunto, unos doce años, en varios países de Europa y América, dos años antes de estallar la revolución de 1905 y unos diez después de su represión. Durante la guerra fui condenado a prisión por rebeldía en la Alemania gobernada por los Hoehenzollern (1905); al año siguiente fui expulsado de Francia y me trasladé a España, donde, tras una breve detención en la cárcel de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la atenta vigilancia de la policía, me expulsaron de nuevo y embarqué con rumbo a Norteamérica. Allí, me sorprendieron las primeras noticias de la revolución rusa de Febrero [1917].
     «De vuelta a Rusia, en Marzo de ese mismo año, fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un campo de concentración en Canadá. Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y en ambas ocasiones fui presidente del Soviet de Petrogrado. Como hijo de un terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de los privilegiados que al de los oprimidos. En mi familia y en la finca se hablaba el ruso ucraniano. Y aunque en las escuelas sólo admitían a los chicos judíos hasta un cierto cupo, por cuya causa hube de perder un año, como yo era siempre el primero de la clase, para mí no regía aquella limitación».

     Resulta que en ese período tan convulso de la Historia, Trotsky se convirtió en un hombre de élite, regresando a Rusia casado con la hija de Givotovsky, uno de los socios menores de los banqueros Warburg, socios y además parientes de Jacob Schiff; de ahí que Trotsky se convierta en el principal revolucionario de 1905. La conexión de Trotsky con la revolución bolchevique se realizó gracias a la mujer de Lenin, Krupsakaya. Tanto peso tenía esa mujer en el movimiento bolchevique que Trotsky señala su trabajo en el exilio. Por supuesto, del misterioso origen de sus fuentes de financiación no se dice ni una sola palabra:

     «Lenin había ido concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nereida Kostantinovna Krupsakaya. La Krupsakaya era el centro de todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas, cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi siempre a papel quemado, a causa de las cartas y papeles que constantemente había que estar haciendo desaparecer».

     Los banqueros judíos también apoyaron a la URSS durante la Guerra Fría, tanto económica como tecnológicamente, gracias al traspaso de patentes e información técnica, del mismo modo que llevan dos décadas apoyando y favoreciendo de todas las maneras imaginables al régimen comunista chino.

     Mientras las potencias occidentales se gastaban miles de millones de dólares en armarse contra el enemigo soviético, los especuladores controlaban a los dos bandos, como ya lo habían hecho durante las guerras napoleónicas y la Primera Guerra Mundial. Su táctica era infalible. Ganara quien ganara, ellos nunca saldrían perdiendo. Veamos algunos ejemplos concretos sobre esta cuestión:

     Después de la Revolución bolchevique, la Standard Oil, unida a los intereses de los Rockefeller, invirtió millones de dólares en negocios en la URSS. Entre otras adquisiciones, se hizo con la mitad de los campos petrolíferos del Cáucaso.

     Según informes del Departamento de Estado norteamericano, la banca Kuhn-Loeb  financió los planes de recuperación de los bolcheviques durante los cinco primeros años de la Revolución (1917-1922).

     El ex-director de cambio y divisas internacionales de la Reserva Federal admitió en una conferencia pronunciada el 5 de Diciembre de 1984 que la banca soviética influía enormemente en el mercado interbancario a través de determinadas empresas "análogas" estadounidenses. Asimismo, los soviéticos se aliaron en 1980 con grandes empresas occidentales para controlar el mercado mundial del oro.

     Según se desprende de documentos del FBI desclasificados y del Departamento de Estado norteamericano, apoyados por documentos del Kremlin filtrados tras la caída de la URSS (1991), el magnate Armand Hammer financió y colaboró desde los primeros años de la Revolución bolchevique en el establecimiento de la Unión Soviética. Albert Gore, padre del ex-vicepresidente Al Gore, trabajó durante buena parte de su vida para Hammer. Albert Gore, desde su puesto en la comisión de Relaciones Exteriores del Senado, abortó varias investigaciones federales sobre las relaciones de Hammer con la URSS. Además, el multimillonario financió la carrera política de Al Gore, candidato a la presidencia de EE.UU. en 2000 y que, finalmente, fue polémicamente derrotado por George W. Bush.

     El Comité Reece del Congreso de Estados Unidos, encargado de investigar las operaciones de las fundaciones libres de impuestos, descubrió la implicación de esas supuestas sociedades filantrópicas dependientes de la banca privada, en la financiación de movimientos revolucionarios en todo el mundo.

     El New York Times publicó que el conocido magnate Cyrus Eaton, junto con David Rockefeller, alcanzó varios acuerdos con los soviéticos para enviarles todo tipo de patentes durante la época de la Guerra Fría. Es decir, los especuladores internacionales estuvieron durante años enviando a la URSS capacidad tecnológica estadounidense para que pudiese seguir la estela de EE.UU. en la carrera de armamentos, algo que ya denunció el senador y futuro Presidente Richard Nixon en 1949, cuando Mao Tse-Tung se hizo con el poder en China. En 1972 los banqueros lo obligaron a sellar la paz con el tirano chino, y dos años después lo "expulsaron" de la Casa Blanca a través del escándalo del Watergate por haber opuesto demasiadas objeciones a la que se conoció como "la gran apertura a China".

     George Soros es uno de los grandes especuladores de nuestra época, y digno continuador de los Rothschild, Rockefeller y Warburg. Resulta muy revelador recordar lo que el propio banquero Paul Warburg declaró en cierta ocasión ante los miembros del Senado estadounidense: «Nos guste o no, tendremos un gobierno mundial único. La cuestión es, si se conseguirá mediante consentimiento o por imposición».

     La instauración de la Sociedad de Naciones, tras la Primera Guerra Mundial, precursora de la actual Organización de Naciones Unidas (ONU), refundada después de la Segunda Guerra Mundial, fue el paso previo para el establecimiento de ese gobierno mundial del que hablaba Warburg.

     En 1929, cuando se produjo la gran crisis financiera de Wall Street, inducida por los Rothschild, Rockefeller, Warburg, Morgan y los demás banqueros del trust internacional, el Partido Nacionalsocialista alemán contaba con cerca de 180.000 afiliados, y en las siguientes elecciones generales obtuvo 107 diputados en el Reichstag o Parlamento nacional. Tras una serie de crisis gubernamentales provocadas deliberadamente, las elecciones de 1932 le dieron la mayoría al Partido Nacionalsocialista con 230 diputados. En 1933 Hitler consiguió el apoyo de más del 90% de los votantes, erigiéndose en Führer (caudillo) con una mayoría apabullante en las urnas.

     Una de las incógnitas de la Segunda Guerra Mundial es saber por qué la aviación Aliada, que contó con la supremacía aérea a partir de 1943, no destruyó las vías férreas que transportaban a los deportados judíos a los campos. Tal vez una de las razones sea que desde la segunda mitad del siglo XIX los judíos hasidim de Europa Oriental controlaban el mercado internacional de diamantes, que amenazaba con desbancar al del oro, fiscalizado a nivel mundial por los Rothschild de Londres. Si el oro, como valor absoluto de intercambio, era substituído por los diamantes, podía darse un dramático vuelco en los mercados internacionales de divisas.

     Por otra parte, los cientos de miles de judíos europeos a los que los sionistas querían convencer para que abandonasen sus hogares y emigrasen a Palestina para fundar allí un Estado hebreo, no lo habrían hecho de no haberse visto obligados por la amenaza de la persecución, primero, y por las dramáticas consecuencias del "Holocausto", después.

     Y esto nos lleva a tomar en consideración una maquiavélica ecuación histórica, una diabólica y trágica relación causa-efecto, según la cual, de no haberse producido el  "Holocausto", jamás hubiese llegado a fundarse el moderno Estado de Israel. Repasemos brevemente los prolegómenos de la fundación del "hogar judío" en Palestina preconizado por los sionistas.

     Un falso telegrama enviado el 16 de Enero de 1917 por el secretario de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador en Méjico, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial, sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mejicano estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue "convenientemente" interceptado por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al Presidente Woodrow Wilson.

     El contenido de aquel telegrama aceleró la entrada de Estados Unidos en la guerra. Además, el mensaje fue enviado en un momento en que los sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad en Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el paquebote RMS Lusitania, un barco de pasajeros inglés. Varios cientos de pasajeros estadounidenses que viajaban a bordo perdieron la vida. Muchos años después, ya en la década de los años ochenta, cuando la historia no interesaba a nadie, se demostró que el Lusitania, tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de artillería. La misión de "señuelo" del RMS Lusitania fue planificada y aprobada por el propio Lord  del Almirantazgo, Winston Churchill.

     Además de involucrar hábilmente a Estados Unidos en la contienda, los británicos prometieron a los influyentes banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas de Theodor Herzl, que si Gran Bretaña derrotaba a Turquía, apoyaría la creación del anhelado «hogar judío» en Palestina.

     Por supuesto, ese «hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía internacional debía contribuír al esfuerzo de guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a los árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran Bretaña. Cuando acabó la guerra, «Donde dije digo, digo Diego» [se desdijo de todo]. Los ingleses se apropiaron de los territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que no se correspondían con las etnias que los habitaban desde los tiempos bíblicos sino con los ricos yacimientos petrolíferos que contenían. A continuación, crearon una serie de maleables petro-monarquías de opereta, y se dedicaron a explotar tranquilamente sus nuevos negocios. Básicamente, el sistema de alianzas establecido en 1919 ha perdurado hasta nuestros días.

     El teniente Thomas E. Lawrence ("Lawrence de Arabia") se mostró siempre crítico con aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de varios años, hasta que en 1935 aquel molesto héroe de la guerra del desierto falleció en un extraño accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por una solitaria carretera que atravesaba la bucólica campiña inglesa.

     Entretanto, los judíos se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos del monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los británicos permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos (anti-bolcheviques) y europeos del Este, ex-ciudadanos del disuelto Imperio Austro-Húngaro. A partir de 1933 el flujo migratorio de judíos alemanes a Palestina fue también considerable. Hasta esa época, la de entreguerras, la población judía en Palestina era mayoritariamente sefardí, descendientes de aquellos judíos españoles expulsados en 1492.

     Terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina fue imparable, y recuerda inquietantemente las fenomenales avalanchas de marroquíes y subsaharianos que han llegado a España en los últimos diez años. De hecho, la táctica empleada por los judíos europeos en Palestina recuerda mucho la que están empleando ahora los marroquíes en Ceuta y Melilla: conseguir, a través de la inmigración, la mayoría demográfica necesaria para obtener su independencia o, lo que es lo mismo, en caso de las ciudades autónomas españolas, su integración en Marruecos.

     Viendo lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de en medio y los judíos proclamaron el Estado de Israel el 14 de Mayo de 1948. El resto del problema es de sobras conocido.

     Arthur Balfour creó un terrible equívoco en 1917, y esa artimaña diplomática de los británicos tuvo unos efectos catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los estadounidenses, "vendieron" a los judíos algo que no les pertenecía para saldar una vieja deuda de guerra.

     En 1916 Wilson fue reelegido Presidente de Estados Unidos. Uno de sus slogans  durante la campaña electoral fue: "Él nos mantuvo alejados de la guerra". Pero sus intenciones eran bien distintas. El "coronel" Mandel House, agente del trust de la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados motivos eran estrictamente mercantilistas.

     La banca internacional había prestado grandes sumas de dinero a Gran Bretaña, implicándose en su industria y en su comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio militar estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus agentes norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.

     La mayoría de los grandes periódicos de la época estaban en manos de banqueros que eran sus principales accionistas. Si la excusa perfecta para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el hundimiento del USS Mainey la proporcionaron los periódicos sensacionalistas de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes en 1915.

     La noticia fue magnificada por la misma prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había fomentado la intervención norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la embajada alemana en Washington había publicado reiterados avisos advirtiendo que el RMS Lusitania transportaba armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra, situación que se daba también en alta mar, por lo que sus submarinos tenían orden de hundir cualquier buque que transportase tropas o municiones con destino a Gran Bretaña y sus aliados.

     Todo fue en balde. Casi dos años después, en Abril de 1917, bajo el lema "La guerra que acabará con todas las guerras", Estados Unidos entró en el conflicto.

     Pero aquella lejana guerra de 1914-1918 no acabó con todas las guerras, como se dijo falazmente para engañar a la opinión pública. Fue, más bien, el principio de todas las demás guerras que asolaron al mundo a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de este siglo XXI, que no parece que vaya a ser mejor que el anterior.

     Como siempre, los que manejan los hilos de la economía y la política internacional permanecen ocultos entre bastidores. Y mientras la ciudadanía siga pensando que las crisis económicas y financieras, así como las guerras, se producen de forma espontánea, los especuladores tendrán asegurada su impunidad.–


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