LABOR DE LOS BANQUEROS DESDE LA ANTIGÜEDAD
Del
escritor español Antonio Pérez Omister (1959) presentamos aquí dos
artículos que publicó (elguardianentreelbenzeno.blogspot.com)
a fines de 2010, Los
Mercaderes del Templo y Los
Banqueros Bolcheviques,
textos donde, en su usual estilo de recopilación de datos
investigados, primero da un panorama histórico de los banqueros
internacionales, que remontan sus orígenes a la cultura babilónica
y a los prestamistas medievales hasta evolucionar a su actual cártel
bancario mundial, y luego, en el segundo texto, comenta hechos
relativos a la relación de esos mismos personajes con el comunismo
soviético, al cual financiaron completamente junto con otras
variantes del mismo, y alude a los orígenes relacionados del Estado
sionista.
Los
Mercaderes del Templo
Resulta
muy significativo que el único episodio "violento" que se
atribuye a Jesús en los Evangelios sea precisamente el pasaje que
recoge su enfrentamiento con los mercaderes del Templo, en el que,
látigo en mano, expulsa a los cambistas que lo habían convertido en
una "cueva
de ladrones".
Jesús amonesta vehementemente a los usureros por ejercer sus
actividades fraudulentas en las inmediaciones del recinto sagrado del
Templo de Jerusalén que, dicho sea de paso, funcionaba en la
Antigüedad como un auténtico banco central en la Judea ocupada por
Roma.
Los
préstamos y todas las transacciones comerciales de entonces, estaban
reglamentadas por los sacerdotes del Templo, y para que éstas fuesen
válidas legalmente, debían estar selladas por los escribas
saduceos. Esto no sólo fue así en Judea; en el antiguo Egipto, en
Babilonia y en otras culturas del Próximo Oriente, los templos
cumplían también la función de bancos centrales, y los sacerdotes
que los servían, actuaban como administradores de los mismos.
En
Egipto, eran los sacerdotes de Amón en Tebas los que ejercían las
mismas tareas que en Judea desempeñaban los fariseos en el Templo en
tiempos de Cristo. Además de por las constantes disputas religiosas,
saduceos y fariseos mantenían un encarnizado enfrentamiento por
obtener mayores parcelas de poder en la administración del
Templo-Banco. Incluso en la Roma pagana, el templo de Júpiter
Capitolino albergaba el Tesoro del Estado, y su custodia estaba
confiada a la casta sacerdotal por considerarse un asunto "sagrado".
La
antiquísima y relativamente misteriosa institución de la Banca está
documentada desde tiempos inmemoriales, muy anteriores al
cristianismo, pues se han encontrado tablillas de arcilla con apuntes
contables en los valles iraquíes donde se desarrolló la
civilización mesopotámica, y entre los ríos Éufrates y Tigris
donde floreció la cultura babilónica.
En
España, durante la Edad Media, los banqueros tenían su oficina en
los puestos que se les otorgaban en las ferias de ganado, al aire
libre o bajo los soportales de las iglesias, siguiendo la tradición
judeo-cristiana. Dicha oficina era muy sencilla, pues se trataba de
un banco y un tablón a modo de mesa de operaciones; ese tablón es
lo que se conocía como la banca,
de ahí el nombre. En ella se contaba el dinero, se hacían los pagos
y los cobros y todo tipo de negocios y operaciones bancarias. En el
antiguo reino de Castilla, cuando un banquero era denunciado por
usura o prácticas ilícitas, las autoridades de la ciudad lo
expulsaban de las inmediaciones de la iglesia donde se reunía el
gremio, y rompían su banca, el tablón que utilizaba como mesa de
trabajo en sus transacciones, y de ahí proviene el
término "bancarrota".
En
las postrimerías de la Edad Media el prestamista o banquero adquirió
pronto un papel primordial en el desarrollo de la economía de los
pueblos, pues sus recursos financieros permitían afrontar empresas
para las que de otra manera no se podía reunir la financiación
necesaria. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo
a su desprestigio social, pues la incipiente Banca no tardó en
corromperse, cayendo en la práctica habitual de la usura —el cobro
abusivo de intereses— que, básicamente, ha perdurado hasta
nuestros días y que constituye, en esencia, la razón de ser de la
banca privada.
En
vísperas de los grandes descubrimientos geográficos protagonizados
por españoles y portugueses, se habían creado ya estrechos vínculos
entre las monarquías europeas y las principales familias de
banqueros del continente. Ya en el siglo XVI se habían generalizado
los préstamos a los soberanos europeos para sufragar tanto las
guerras continentales como las expediciones a ultramar.
Inmediatamente esos "préstamos" se extendieron también
entre la nobleza, los terratenientes e incluso las ciudades o burgos
que contrataban con los banqueros el arriendo de impuestos, o su
participación en las deudas del Estado, como, por ejemplo, en
Venecia y Génova, donde se estableció un Fondo de Deuda Pública
con la participación de los grandes mercaderes de aquellas dos
ciudades que se lanzaron a la especulación con esos sólidos
valores, convirtiéndose en los banqueros preferidos de las Coronas
de Aragón y de Castilla. El sistema empleado por los banqueros
venecianos y genoveses fue, inicialmente, el de recaudar los
impuestos del Estado.
Ahora
bien, el problema que afrontaron los banqueros de entonces, cuando
los reyes acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus
campañas militares y sus expediciones de conquista, no fue
desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía
el capital más los intereses del crédito, se le podían embargar
sus bienes aplicándole la ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era
que si un banquero pretendía presionar a un rey moroso, se
encontrase con que su deudor ordenara a sus alguaciles que lo
detuviesen y que le cortasen la cabeza, o que lo arrojasen a la
hoguera, como fue el caso de los tristemente célebres Templarios,
los precursores inmediatos de la banca moderna internacionalizada.
Algo parecido les sucedió a los judíos en España cuando la reina
Isabel de Castilla llegó a la pragmática conclusión de que era
mucho más "rentable" expulsarlos que abonarles los
préstamos recibidos durante la guerra de Granada.
El
moderno capitalismo comienza en Gran Bretaña con la revolución
industrial del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación
de las principales castas de banqueros en Europa, en especial las
dinastías Rothschild, Baring, Warburg, Lazard, Selignam, Schröder,
Speyer, Morgan, etcétera.
Un
hecho trascendental en la formación del cártel de banqueros
europeos de entonces fue la creación del Banco
de Inglaterra en
1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las ganancias obtenidas
con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio a través
de la Compañía
de las Indias Orientales,
hacia actividades más "decentes" que consolidasen el
prestigio del Imperio, y favorecieran su expansión y la supremacía
de los intereses británicos a escala mundial.
Entre
otras cosas, el Banco
de Inglaterra se
creó para financiar las guerras coloniales de conquista de
territorios en ultramar, como las dos Guerras del Opio contra China,
la ocupación de la India, las guerras continentales europeas, las
guerras napoleónicas, o las distintas revoluciones que en 1848
estallaron en varios países europeos, como Francia y Alemania,
rivales comerciales directos de Inglaterra, pero también la guerra
austro-prusiana en 1866, la franco-prusiana de 1870-1871, las
revoluciones rusas de 1905 y 1917, la guerra ruso-japonesa de 1905, o
las dos Guerras Mundiales del pasado siglo XX, sólo por
citar los conflictos más destacados en los que jugó un papel
primordial la banca internacional, siempre con los Rothschild,
Rockefeller, Morgan y Warburg a la cabeza.
En
poco tiempo, todas las Cortes europeas asistieron al nacimiento de
una influyente categoría de cortesanos y consejeros que no provenía
de la tradicional nobleza y la aristocracia de rancio abolengo, sino
de la Banca. Son lo que aún hoy se conoce en Europa como la "nobleza
negra" descendiente
de especuladores, prestamistas y usureros que obtuvieron sus títulos
nobiliarios hace unos doscientos cincuenta años, coincidiendo,
precisamente, con la internacionalización de la Banca a través de
la financiación de las guerras europeas.
Pero
los banqueros de entonces, como todos los millonarios hechos a sí
mismos, no eran unos incautos. Supieron reconocer inmediatamente la
oportunidad que se ofrecía ante ellos y decidieron diversificar las
apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de
forma más discreta al menos a uno de sus más directos enemigos,
otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o incluso al mismo
enemigo al que éste se enfrentaba en la guerra para la que había
pedido el dinero. De este modo, en caso de que el primero no
devolviera la cantidad adelantada, y en el tiempo pactado, se podía
interrumpir su financiación a la vez que se incrementaba la línea
de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo
el crédito que necesitase para destruír a su rival. De paso, se
fidelizaba también al enemigo del rey.
Poco
a poco, las guerras se internacionalizaron —como hoy la economía—
y se hizo preciso financiar a terceros y cuartos elementos en
discordia, involucrando a varios países en las contiendas, como se
ha venido haciendo en todas la guerras europeas que han sacudido el
continente desde la Guerra de los Treinta Años de 1618-1648, la
Guerra de Sucesión española de 1700-1714, las napoleónicas de
1800-1815, o las dos Guerras Mundiales, la primera de 1914-1918,
y la segunda entre 1939-1945. Todas ellas han sido auténticas
Guerras Europeas. Los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial se
iniciaron, exactamente, con una década de depresión económica a
escala mundial que se inició en 1929, con el desplome
de Wall Street en
unas circunstancias jamás del todo aclaradas y no muy distintas de
las que se dieron en Septiembre de 2008. En ambas ocasiones, la ruina
de muchos significó el enriquecimiento de una selecta élite.
En
aquellas primeros conflictos armados internacionalizados, a veces era
precisa la intervención de más de dos contendientes para obtener
los beneficios y resultados deseados; por eso, desde hace ya tres
siglos, la ascensión de la Banca ha estado directamente ligada a su
participación en la financiación de todas las grandes guerras
europeas, y sus protagonistas, los patriarcas de la Banca
internacional, han demostrado estar dotados de una ambición sin
límites, y de una falta de escrúpulos infinita. Para ellos no hay
más ley que la del mercado; todo lo demás es superfluo.
Aquella
doble estrategia de apoyar al monarca y a sus enemigos, ya fuesen
éstos internos (revolucionarios) o externos (otros Estados), se
perfeccionó hasta constituír la marca distintiva de determinadas
familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además
una pose cosmopolita y progresista, al tiempo que una proyección
social y un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos
Estados europeos; exactamente lo mismo que están haciendo ahora en
Irlanda, y que pretenden hacer también con España. Por todo esto, a
aquellos especuladores decimonónicos se les acabó conociendo como
los "banqueros internacionales". Su propósito era harto
sencillo entonces, como lo sigue siendo ahora: influír en la
política y en el gobierno de las naciones, en su provecho y
beneficio.
Desde
la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una sociedad
ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no
disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte,
ha sido siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII,
coincidiendo con la conversión de la Gran Banca en una nueva e
influyente casta social, se crearon los ejércitos nacionales y el
servicio militar obligatorio. Con mayores ejércitos, se podían
hacer mayores guerras, y a mayores guerras... ¡mayores beneficios!,
para la Banca, no para los que combatían y morían en ellas, claro
está.
Así,
de las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las
grandes guerras entre dos o más Estados-Naciones de los siglos XVIII
y XIX, y ya en los inicios del siglo XX, antes de globalizarse la
economía, se mundializó la guerra, un excelente negocio para las
grandes familias de banqueros que prestaron dinero
indiscriminadamente a todos los bandos en conflicto y que hicieron un
negocio redondo con ello.
De
lo que se trató básicamente durante las conferencias de Paz de
Versalles en 1919, al término de la Primera Guerra Mundial, fue de
qué forma iban a devolver los Estados beligerantes los créditos
recibidos. Familias de banqueros como los Warburg y los Rothschild,
por citar dos ejemplos, tuvieron a algunos de sus miembros
representando los intereses de Francia y Gran Bretaña, mientras
otros hacían lo propio con Alemania y Austria, las grandes
derrotadas. De hecho, Alemania ha terminado recientemente, hace poco
más de un mes [3 de Octubre de 2010] [1], de saldar la deuda
contraída durante la guerra de 1914-1918.
Actualmente,
la banca internacional financia más de cincuenta conflictos armados
en todo el mundo. Sin su financiación, esas sangrientas guerras no
existirían.–
Los
Banqueros Bolcheviques
Existen
numerosas evidencias que demuestran que la Revolución rusa de 1917
fue financiada por la banca internacional liderada por el poderoso
sindicato de banqueros judíos instalados en Wall
Street y
Londres.
El
influyente rabino Wise (ideólogo tambien del mito del "Holocausto")
declaraba lo siguiente en el New
York Times del
24 de Marzo de 1917: «Creo
que de todos los logros de mi pueblo, ninguno ha sido más noble que
la parte que los hijos e hijas de Israel han tomado en el gran
movimiento que ha culminado en la Rusia Libre (¡la Revolución!)».
Asimismo,
del Registro de la Comunidad Judía de la ciudad de Nueva York, se
extrae el siguiente texto:
«La
empresa de Kuhn-Loeb
& Company sostuvo
el préstamo de guerra japonés entre 1904 y 1905, haciendo así
posible la victoria japonesa sobre Rusia... Jacob Schiff financió a
los enemigos de la Rusia autocrática y usó su influencia para
mantener alejada a Rusia de los mercados financieros de Estados
Unidos».
En
1916 se celebró en Nueva York un congreso de organizaciones
marxistas rusas. Esos gastos fueron sufragados por el banquero judío
Jacob Schiff. Otros de los banqueros que asistieron e hicieron
generosas donaciones fueron Felix Warburg, Otto Kahn, Mortimer Schiff
y Olaf Asxhberg.
Sin
embargo, según la historia oficial que se enseña en las escuelas y
en las universidades se asegura que las revoluciones de 1905 y 1917
en Rusia se debieron a un minúsculo grupúsculo de revolucionarios
marxistas que, liderados por Lenin y Trotsky, lucharon heroicamente
contra la opresión y la tiranía zarista logrando alcanzar el poder
e implantar un sistema, el marxista, que había sido diseñado por un
judío alemán varias décadas antes para ser implantado en la
Alemania industrializada, y no en la paupérrima Rusia rural y
desindustrializada. Consecuencia: la revolución marxista creó más
miseria y desheredados que el propio sistema que pretendía
erradicar.
Para
toda empresa, incluída la implantación del marxismo, se necesita
mucho dinero, un dinero cuya procedencia jamás aclararon los líderes
del marxismo. Sin dinero e influencias no se puede lograr nada.
Sabemos
que durante la guerra de Crimea (1853-1856) James Rothschild se
ofreció muy gentilmente para su financiación y que la Emperatriz
Eugenia de Montijo intercedió en su favor para convencer al
Emperador francés Napoleón III.
Gracias
a eso, Rothschild consiguió un doble objetivo:
—accedió
al consejo de administración del Banco
de Francia,
y
—logró
infligir un serio revés al Zar,
considerado ya entonces el tiránico opresor de los judíos.
El
duque de Coburgo cuenta esto en sus memorias:
«Esta
actitud hostil [contra el Zar] debe atribuírse a que los israelitas
sufrían una particular opresión en Rusia».
Muy
caro le iban a costar a Francia sus negocios con los Rothschild. Más
tarde, la élite financiera judía logró aislar diplomáticamente a
Rusia, mientras, a través de la banca Kuhn-Loeb
y Cía. de
New York, cuyo jefe era Jacob Schiff, agente de Rothschild, financió
a Japón en 1905 y se ocupó de que el resto de banqueros del
sindicato internacional no concediesen créditos a Rusia para seguir
adelante con la guerra, lo que provocó la derrota rusa y la
consiguiente revolución que se desató en 1905.
Otra
vez se había aplicado la fórmula Rothschild de cerrar el grifo del
crédito al gobierno que le interesaba derrocar, y concederlo al que
convenía potenciar para eliminar al primero. Aquella línea de
crédito abierta por la banca judía a Japón le sirvió para
modernizar su Ejército y su Armada, cuyo expansionismo culminaría
con la invasión de China en 1937 y, posteriormente, con su
intervención en la Segunda Guerra Mundial contra Estados Unidos y
Gran Bretaña, los mismos países que lo habían financiado a partir
de 1905 para vencer a los rusos, y en 1914 para frenar el
expansionismo alemán en el Extremo Oriente.
Hacia
esa época, durante la breve guerra ruso-japonesa de 1905, y la
sangrienta revolución que agitó al Imperio ruso, hizo su aparición
en escena un tal Leiba Davidovich Bronstein, alias León Trotsky, que
fue encarcelado y logró huír de Siberia para residir después en
Suiza, París y Londres donde conoce a otros refugiados como Lenin,
Plejanov y Martov. Así lo cuenta el propio Trotsky en su
autobiografía:
«He
vivido exiliado, en conjunto, unos doce años, en varios países de
Europa y América, dos años antes de estallar la revolución de 1905
y unos diez después de su represión. Durante la guerra fui
condenado a prisión por rebeldía en la Alemania gobernada por los
Hoehenzollern (1905); al año siguiente fui expulsado de Francia y me
trasladé a España, donde, tras una breve detención en la cárcel
de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la atenta vigilancia de
la policía, me expulsaron de nuevo y embarqué con rumbo a
Norteamérica. Allí, me sorprendieron las primeras noticias de la
revolución rusa de Febrero [1917].
«De
vuelta a Rusia, en Marzo de ese mismo año, fui detenido por los
ingleses e internado durante un mes en un campo de concentración en
Canadá. Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y en
ambas ocasiones fui presidente del Soviet de
Petrogrado. Como hijo de un terrateniente acomodado, pertenecía más
bien al grupo de los privilegiados que al de los oprimidos. En mi
familia y en la finca se hablaba el ruso ucraniano. Y aunque en las
escuelas sólo admitían a los chicos judíos hasta un cierto cupo,
por cuya causa hube de perder un año, como yo era siempre el primero
de la clase, para mí no regía aquella limitación».
Resulta
que en ese período tan convulso de la Historia, Trotsky se convirtió
en un hombre de élite, regresando a Rusia casado con la hija de
Givotovsky, uno de los socios menores de los banqueros Warburg,
socios y además parientes de Jacob Schiff; de ahí que Trotsky se
convierta en el principal revolucionario de 1905. La conexión de
Trotsky con la revolución bolchevique se realizó gracias a la mujer
de Lenin, Krupsakaya. Tanto peso tenía esa mujer en el movimiento
bolchevique que Trotsky señala su trabajo en el exilio. Por
supuesto, del misterioso origen de sus fuentes de financiación no se
dice ni una sola palabra:
«Lenin
había ido concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La
secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nereida
Kostantinovna Krupsakaya. La Krupsakaya era el centro de todo el
trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas que
llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que
partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las
cartas, cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi
siempre a papel quemado, a causa de las cartas y papeles que
constantemente había que estar haciendo desaparecer».
Los
banqueros judíos también apoyaron a la URSS durante la Guerra
Fría,
tanto económica como tecnológicamente, gracias al traspaso de
patentes e información técnica, del mismo modo que llevan dos
décadas apoyando y favoreciendo de todas las maneras imaginables al
régimen comunista chino.
Mientras
las potencias occidentales se gastaban miles de millones de dólares
en armarse contra el enemigo soviético, los especuladores
controlaban a los dos bandos, como ya lo habían hecho durante las
guerras napoleónicas y la Primera Guerra Mundial. Su táctica era
infalible. Ganara quien ganara, ellos nunca saldrían perdiendo.
Veamos algunos ejemplos concretos sobre esta cuestión:
Después
de la Revolución bolchevique, la Standard
Oil,
unida a los intereses de los Rockefeller, invirtió millones de
dólares en negocios en la URSS. Entre otras adquisiciones, se hizo
con la mitad de los campos petrolíferos del Cáucaso.
Según
informes del Departamento de Estado norteamericano, la banca
Kuhn-Loeb
financió los planes de recuperación de los bolcheviques durante los
cinco primeros años de la Revolución (1917-1922).
El
ex-director de cambio y divisas internacionales de la Reserva
Federal admitió
en una conferencia pronunciada el 5 de Diciembre de 1984 que la banca
soviética influía enormemente en el mercado interbancario a través
de determinadas empresas "análogas" estadounidenses.
Asimismo, los soviéticos se aliaron en 1980 con grandes empresas
occidentales para controlar el mercado mundial del oro.
Según
se desprende de documentos del FBI desclasificados y del Departamento
de Estado norteamericano, apoyados por documentos del
Kremlin filtrados
tras la caída de la URSS (1991), el magnate Armand Hammer financió
y colaboró desde los primeros años de la Revolución bolchevique en
el establecimiento de la Unión Soviética. Albert Gore, padre del
ex-vicepresidente Al Gore, trabajó durante buena parte de su vida
para Hammer. Albert Gore, desde su puesto en la comisión de
Relaciones Exteriores del Senado, abortó varias investigaciones
federales sobre las relaciones de Hammer con la URSS. Además, el
multimillonario financió la carrera política de Al Gore, candidato
a la presidencia de EE.UU. en 2000 y que, finalmente, fue
polémicamente derrotado por George W. Bush.
El
Comité Reece del Congreso de Estados Unidos, encargado de investigar
las operaciones de las fundaciones libres de impuestos, descubrió la
implicación de esas supuestas sociedades filantrópicas dependientes
de la banca privada, en la financiación de movimientos
revolucionarios en todo el mundo.
El New
York Times publicó
que el conocido magnate Cyrus Eaton, junto con David Rockefeller,
alcanzó varios acuerdos con los soviéticos para enviarles todo tipo
de patentes durante la época de la Guerra
Fría.
Es decir, los especuladores internacionales estuvieron durante años
enviando a la URSS capacidad tecnológica estadounidense para que
pudiese seguir la estela de EE.UU. en la carrera de armamentos, algo
que ya denunció el senador y futuro Presidente Richard Nixon en
1949, cuando Mao Tse-Tung se hizo con el poder en China. En 1972 los
banqueros lo obligaron a sellar la paz con el tirano chino, y dos
años después lo "expulsaron" de la Casa Blanca a través
del escándalo del Watergate por
haber opuesto demasiadas objeciones a la que se conoció como "la
gran apertura a China".
George
Soros es uno de los grandes especuladores de nuestra época, y digno
continuador de los Rothschild, Rockefeller y Warburg. Resulta muy
revelador recordar lo que el propio banquero Paul Warburg declaró en
cierta ocasión ante los miembros del Senado estadounidense: «Nos
guste o no, tendremos un gobierno mundial único. La cuestión es, si
se conseguirá mediante consentimiento o por imposición».
La
instauración de la Sociedad
de Naciones,
tras la Primera Guerra Mundial, precursora de la actual Organización
de Naciones Unidas (ONU),
refundada después de la Segunda Guerra Mundial, fue el paso previo
para el establecimiento de ese gobierno mundial del que hablaba
Warburg.
En
1929, cuando se produjo la gran crisis financiera de Wall
Street,
inducida por los Rothschild, Rockefeller, Warburg, Morgan y los demás
banqueros del trust internacional,
el Partido Nacionalsocialista alemán contaba con cerca de 180.000
afiliados, y en las siguientes elecciones generales obtuvo 107
diputados en el Reichstag o
Parlamento nacional. Tras una serie de crisis gubernamentales
provocadas deliberadamente, las elecciones de 1932 le dieron la
mayoría al Partido Nacionalsocialista con 230 diputados. En 1933
Hitler consiguió el apoyo de más del 90% de los votantes,
erigiéndose en Führer (caudillo)
con una mayoría apabullante en las urnas.
Una
de las incógnitas de la Segunda Guerra Mundial es saber por qué la
aviación Aliada, que contó con la supremacía aérea a partir de
1943, no destruyó las vías férreas que transportaban a los
deportados judíos a los campos. Tal vez una de las razones sea que
desde la segunda mitad del siglo XIX los judíos hasidim de
Europa Oriental controlaban el mercado internacional de diamantes,
que amenazaba con desbancar al del oro, fiscalizado a nivel mundial
por los Rothschild de Londres. Si el oro, como valor absoluto de
intercambio, era substituído por los diamantes, podía darse un
dramático vuelco en los mercados internacionales de divisas.
Por
otra parte, los cientos de miles de judíos europeos a los que los
sionistas querían convencer para que abandonasen sus hogares y
emigrasen a Palestina para fundar allí un Estado hebreo, no lo
habrían hecho de no haberse visto obligados por la amenaza de la
persecución, primero, y por las dramáticas consecuencias
del "Holocausto",
después.
Y
esto nos lleva a tomar en consideración una maquiavélica ecuación
histórica, una diabólica y trágica relación causa-efecto, según
la cual, de no haberse producido el "Holocausto",
jamás hubiese llegado a fundarse el moderno Estado de Israel.
Repasemos brevemente los prolegómenos de la fundación del "hogar
judío" en
Palestina preconizado por los sionistas.
Un
falso telegrama enviado el 16 de Enero de 1917 por el secretario de
Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador en
Méjico, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial,
sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno
mejicano estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo
II para invadir Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos
en 1848. El telegrama fue "convenientemente" interceptado
por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de
Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al
embajador estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su
vez se lo envió al Presidente Woodrow Wilson.
El
contenido de aquel telegrama aceleró la entrada de Estados Unidos en
la guerra. Además, el mensaje fue enviado en un momento en que los
sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad en
Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el paquebote
RMS Lusitania,
un barco de pasajeros inglés. Varios cientos de pasajeros
estadounidenses que viajaban a bordo perdieron la vida. Muchos años
después, ya en la década de los años ochenta, cuando la historia
no interesaba a nadie, se demostró que el Lusitania,
tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por
la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de
artillería. La misión de "señuelo" del RMS Lusitania fue
planificada y aprobada por el propio Lord
del
Almirantazgo, Winston Churchill.
Además
de involucrar hábilmente a Estados Unidos en la contienda, los
británicos prometieron a los influyentes banqueros judíos, próximos
a los postulados sionistas de Theodor Herzl, que si Gran Bretaña
derrotaba a Turquía, apoyaría la creación del anhelado «hogar
judío» en Palestina.
Por
supuesto, ese «hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía
internacional debía contribuír al esfuerzo de guerra británico.
Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a los
árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran
Bretaña. Cuando acabó la guerra, «Donde
dije digo, digo Diego» [se
desdijo de todo]. Los ingleses se apropiaron de los territorios
turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que
aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países
ficticios que no se correspondían con las etnias que los habitaban
desde los tiempos bíblicos sino con los ricos yacimientos
petrolíferos que contenían. A continuación, crearon una serie de
maleables petro-monarquías de opereta, y se dedicaron a explotar
tranquilamente sus nuevos negocios. Básicamente, el sistema de
alianzas establecido en 1919 ha perdurado hasta nuestros días.
El
teniente Thomas E. Lawrence ("Lawrence de Arabia") se
mostró siempre crítico con aquellos planes del Gobierno británico,
y así se lo hizo saber a lo largo de varios años, hasta que en 1935
aquel molesto héroe de la guerra del desierto falleció en un
extraño accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por una
solitaria carretera que atravesaba la bucólica campiña inglesa.
Entretanto,
los judíos se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y
para paliar los efectos del monumental engaño, durante la época de
entreguerras (1919-1939), los británicos permitieron a los judíos
instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos
(anti-bolcheviques) y europeos del Este, ex-ciudadanos del disuelto
Imperio Austro-Húngaro. A partir de 1933 el flujo migratorio de
judíos alemanes a Palestina fue también considerable. Hasta esa
época, la de entreguerras, la población judía en Palestina era
mayoritariamente sefardí, descendientes de aquellos judíos
españoles expulsados en 1492.
Terminada
la Segunda Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos
desembarcando en Palestina fue imparable, y recuerda inquietantemente
las fenomenales avalanchas de marroquíes y subsaharianos que han
llegado a España en los últimos diez años. De hecho, la táctica
empleada por los judíos europeos en Palestina recuerda mucho la que
están empleando ahora los marroquíes en Ceuta y Melilla: conseguir,
a través de la inmigración, la mayoría demográfica necesaria para
obtener su independencia o, lo que es lo mismo, en caso de las
ciudades autónomas españolas, su integración en Marruecos.
Viendo
lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de en medio
y los judíos proclamaron el Estado de Israel el 14 de Mayo de 1948.
El resto del problema es de sobras conocido.
Arthur
Balfour creó un terrible equívoco en 1917, y esa artimaña
diplomática de los británicos tuvo unos efectos catastróficos en
la zona. Luego, en 1948, secundados por los estadounidenses,
"vendieron" a los judíos algo que no les pertenecía para
saldar una vieja deuda de guerra.
En
1916 Wilson fue reelegido Presidente de Estados Unidos. Uno de sus
slogans
durante la campaña electoral fue: "Él
nos mantuvo alejados de la guerra".
Pero sus intenciones eran bien distintas. El "coronel"
Mandel House, agente del trust de
la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para
lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos
solapados motivos eran estrictamente mercantilistas.
La
banca internacional había prestado grandes sumas de dinero a Gran
Bretaña, implicándose en su industria y en su comercio exterior.
Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por la
competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato
internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder
buena parte de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban
urgentemente el auxilio militar estadounidense. En ese empeño, el
cártel financiero utilizó a todos sus agentes norteamericanos,
sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La
mayoría de los grandes periódicos de la época estaban en manos de
banqueros que eran sus principales accionistas. Si la excusa perfecta
para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el hundimiento
del USS Mainey
la proporcionaron los periódicos sensacionalistas de Hearst, el
pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el hundimiento
del paquebote RMS Lusitania por
los alemanes en 1915.
La
noticia fue magnificada por la misma prensa amarilla del magnate
Randolph Hearst que había fomentado la intervención norteamericana
en Cuba, y en cuyos periódicos la embajada alemana en Washington
había publicado reiterados avisos advirtiendo que el
RMS Lusitania transportaba
armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra,
situación que se daba también en alta mar, por lo que sus
submarinos tenían orden de hundir cualquier buque que transportase
tropas o municiones con destino a Gran Bretaña y sus aliados.
Todo
fue en balde. Casi dos años después, en Abril de 1917, bajo el
lema "La
guerra que acabará con todas las guerras",
Estados Unidos entró en el conflicto.
Pero
aquella lejana guerra de 1914-1918 no acabó con todas las guerras,
como se dijo falazmente para engañar a la opinión pública. Fue,
más bien, el principio de todas las demás guerras que asolaron al
mundo a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de este siglo XXI,
que no parece que vaya a ser mejor que el anterior.
Como
siempre, los que manejan los hilos de la economía y la política
internacional permanecen ocultos entre bastidores. Y mientras la
ciudadanía siga pensando que las crisis económicas y financieras,
así como las guerras, se producen de forma espontánea, los
especuladores tendrán asegurada su impunidad.–
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