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11.12.14

La humanidad necesita un nuevo sueño y una nueva ilusión.

LA MUERTE DEL SUEÑO COLECTIVO


¿La humanidad ha olvidado sus sueños? ¿Hemos perdido la ilusión como especie? ¿Ha muerto nuestra fascinación por el proyecto colectivo que representamos?

Muchas veces da la sensación de que efectivamente es así. Parece como si los humanos hubiéramos caído presa de un cierto sentimiento de hastío y desencanto.
Casi como si estuviéramos hartos de nosotros mismos.
Un estado mental que a la postre puede resultar extremadamente peligroso, pues nos puede conducir a un estado de apatía global…o a algo aún peor.
UN PROYECTO COMÚN

Queramos o no, todos formamos parte de este proyecto colectivo que llamamos humanidad y es algo que de forma consciente o inconsciente todos llevamos dentro.
Por ejemplo, cuando el primer hombre pisó la luna, todos pisamos la luna con él. Nadie pensó “Bah, hay un tío que no conozco de nada que ha llegado a la luna…El clamor generalizado fue “¡Hemos llegado a la Luna!”, por más que cada uno, en su vida personal, estuviera muy lejos de ser astronauta y de sentirse partícipe de que esa hazaña no tuviera ningún sentido lógico.
Siempre podremos discutir sobre la necesidad de los países, las fronteras, las religiones, o todas las líneas y muros mentales que nos dividen en grupos imaginarios y podremos discutir tanto como queramos sobre la necesidad imperiosa de borrar todas esos muros ficticios de nuestra mente; pero nadie podrá discutir el sentimiento de pertenencia al colectivo humano que todos albergamos en nuestro interior y que nos hace responsables y partícipes, a cada uno de nosotros, de todos los logros y de todos los fracasos colectivos, por más que nos consideremos a nosotros mismos individuos libres e independientes.
Es algo que llevamos profundamente arraigado a nivel inconsciente. Este sentimiento natural de pertenencia a la humanidad es el que justifica que hablemos de un sueño colectivo o de una ilusión común como miembros de la especie humana.

Y es que como humanidad, es innegable que en el pasado hemos vivido momentos de gran efervescencia e ilusión, de sueños de conquista y de exploración del mundo que nos rodea.
Los siglos XV, XVI, XVII y XVIII fueron testigos de la ilusión occidental por el descubrimiento de nuevos territorios y por viajar a los confines de la tierra inexplorada, aunque fuera con intenciones explotadoras y criminales.
El siglo XIX fue testigo de nuestra esperanza ciega ante las posibilidades de la técnica y de la ciencia. Creíamos que podíamos conquistar la naturaleza y que llegaríamos a desentrañar los secretos del universo gracias a nuestra capacidad de raciocinio.
Incluso en este pasado siglo XX, asistimos a uno de los momentos de mayor ilusión colectiva: el sueño de la conquista del espacio, fruto de la carrera espacial entre EEUU y la URSS, que culminó con la llegada del hombre a la Luna.
Es una necesidad que forma parte de la esencia misma del ser humano: pisar tierras desconocidas donde nadie más haya estado, ver cosas que nadie más ha visto antes, descubrir qué hay más allá…
Muchas veces esta obsesión no tiene ningún sentido práctico y está ligada al egocentrismo de algunos individuos y a sus deseos de notoriedad, pero lo que no se puede negar es que en el fondo, los seres humanos no podemos evitarlo: todos lo llevamos dentro en mayor o menor medida.
Forma parte integral de lo que somos, de la misma forma que lo es nuestra necesidad de crear obras artísticas o de comprender el cómo y el porqué de todo lo que nos rodea.
Pero este impulso tan nuestro, que crece ligado a nuestros sueños más esenciales, parece que se esté desvaneciendo.
Precisamente ahora, cuando disponemos de mayores conocimientos y mejores herramientas y capacidades a nuestra disposición, cuando somos capaces de alcanzar los objetivos más difíciles, cuando hay más dinero invertido en investigación y cuando se realizan mayores descubrimientos científicos en todos los campos…precisamente ahora, es cuando esa ilusión casi infantil que lo impulsa todo, parece difuminarse…
Es como si una llama se estuviera apagando en la psique humana, a nivel colectivo.
Hay una frase del segundo hombre que pisó la luna, el astronauta Buzz Aldrin, que define muy bien el sentimiento de desilusión al que hacemos referencia…
“Me prometisteis colonias en Marte y en lugar de eso, tengo Facebook”

Esta frase es altamente significativa, pues nos habla muy claramente del letargo de nuestros grandes sueños e ilusiones colectivas.
Evidentemente, la frase se puede interpretar literalmente como una muestra de desencanto personal por parte de Buzz Aldrin, como astronauta y científico inmerso en la carrera espacial.
Y evidentemente, también la podemos circunscribir en el extraño proceso de estancamiento que vive la humanidad en su conjunto en las últimas décadas y que podríamos asociar, con poco margen para la duda, a los intereses de los grandes poderes financieros, que siendo propietarios de los recursos minerales y petrolíferos, han ralentizado tanto como han podido el avance técnico y científico de la humanidad, con el fin de alargar temporalmente su volumen de negocio y disponer así del margen de tiempo suficiente para poder concentrar el máximo poder en sus manos, con el fin de garantizarse una posición preponderante en el siguiente paradigma tecnológico, político, social y evolutivo (un salto adelante que hemos iniciado de forma muy clara con la actual crisis económica).

Pero por más que todo esto sea así, la frase de Buzz Aldrin es el reflejo de algo mucho más preocupante: nuestro estado mental como especie; un estado de apatía e indiferencia que contiene en su interior el germen de nuestra propia destrucción…
FACTORES PSICOLÓGICOS CLAVE

Hay dos factores que han contribuido enormemente a que la humanidad llegue a este peligroso estado psíquico: la saturación de información y el exceso de fantasías preconcebidas.
Saturación de Información
Uno de los grandes problemas de los hombres actuales, es que hemos perdido nuestra capacidad de asombro.
Parece que la gente ya no es capaz de sentir una fascinación duradera por nada; ya no hay nada que nos sorprenda ni nos conmueva durante demasiado tiempo.
Y eso es debido principalmente a la saturación de información que sufrimos en la sociedad actual.
Como indicamos en nuestro artículo Por qué no estalla una revolución, estamos sometidos a un bombardeo tan incesante de información, que ninguna noticia o descubrimiento, por impactante que sea, llega a hacer mella en nosotros. Cualquier atisbo de asombro que sintamos por algo es parecido al “oooh” de admiración que soltamos ante un fuego artificial: dura exactamente hasta que explota el siguiente cohete y una nueva figura de brillantes colores en el cielo nos hace olvidar la anterior.

Eso castra nuestra capacidad para asombrarnos ante lo extraordinario.
Y si no somos capaces de sentir un auténtico y duradero asombro ante lo excepcional, tampoco seremos capaces de generar un sentimiento duradero de fascinación por nada y sin esa fascinación, no llegaremos a generar sueños e ilusiones que deriven en firmes anhelos colectivos.
Esa capacidad de asombro es una expresión de la chispa infantil que todos llevamos en lo más hondo. Sin ella perdemos contacto con lo mejor de nuestra esencia como seres humanos y nos convertimos en una mera máquina biológica cuya única función es consumir recursos hasta extinguirse. Eso explica en gran parte ese sentimiento de hastío, de indiferencia y de apatía generalizados que nos afecta actualmente como seres humanos.

Exceso de fantasías preconcebidas
Otro elemento determinante es que nuestro día a día contiene un suministro industrial de raciones de fantasía “precocinada”.
Un ejemplo paradigmático de ello son los videojuegos, en los que los niños no tienen nada que imaginar, pues todo el trabajo ya ha sido realizado por los propios creadores del juego.
Así pues, no solo estamos sometidos a un bombardeo constante de información que nos aturde por completo, sino que nuestra mente no tiene ni el tiempo ni la necesidad de concebir nuevas realidades alternativas, ni de generar fantasías propias.
Parece que en nuestro mundo todas las canciones ya han sido compuestas, todos los libros ya han sido escritos y todos los mundos alternativos ya han sido imaginados y que solo nos queda sumergirnos en un bucle infinito en el que se reversiona lo antiguo, una y otra vez, con las consiguientes actualizaciones y revisiones propias de cada época; un proceso que empieza con los antiguos modelos de automóvil, pasa por los viejos éxitos discográficos y termina en las antiguas películas de género fantástico convertidas en remakes.
Si algún día llegamos a tener coches voladores, que nadie dude que entre ellos habrá un nuevo modelo del Volkswagen escarabajo, del Mini Cooper o del Ford Fiesta.
Esta incapacidad para generar elementos realmente nuevos, sin duda contribuye a alimentar un sentimiento de indiferencia y aburrimiento a nivel profundo del que muchas veces no llegamos a ser plenamente conscientes.
Pero este bombardeo incesante con fantasías precocinadas tiene un segundo efecto aún más demoledor del que nadie parece tomar conciencia.
Y es que gracias a la omnipresente fantasía en cine y TV, ya hemos viajado a los confines del universo y lo hemos hecho con un perfecto encuadre, con alta resolución y con sonido surround.
Nuestra mente y nuestros ojos ya están habituados a cruzar agujeros de gusano, viajar al futuro y al pasado, surcar el cosmos con enormes naves interestelares, luchar contra monstruos espaciales o a ver robots gigantescos paseándose por nuestras calles.
Todo ello con imágenes mucho más claras y motivantes que las que nos pueda ofrecer la propia realidad, ese lugar sucio, desencantado y lleno de imágenes borrosas y desenfocadas en el que no hay astronautas guapos que se parezcan a Val Kilmer o a Carrie-Anne Moss.
Por esa razón, cuando vemos una sonda posándose en un cometa nos produce una total y absoluta indiferencia, de la misma manera que a nadie le despierta la más mínima admiración ver un torpe carricoche con un ridículo brazo robótico paseándose por Marte y tomando fotos de piedras, por más que se trate de un logro histórico.
Para una mente programada a través de épicos espectáculos visuales, montajes de infarto y músicas atronadoras, la realidad se convierte en un lugar muy triste: ya sabemos que en los planetas inertes que nos rodean solo encontraremos feas rocas y gases venenosos y eso nos provoca hastío y nos aburre soberanamente.
Ésta es la consecuencia que ha tenido para nuestra mente la sobrecarga de información y de fantasía pensada por otros.
Se acabaron los niños boquiabiertos que abren los ojos de par en par al ver un traje de astronauta, como sucedía en los años 50.
Hace 6 décadas, había una distancia enorme entre la realidad cotidiana de un niño y la fantasía que podía encontrar en un cuento de ciencia ficción o en un cómic. Por esa razón, la simple lectura de un libro de fantasía podía llegar a alterar los sueños de un niño, hasta el punto de moldear su vida futura para siempre. A veces una simple imagen o un sencillo dibujo eran como una semilla plantada en tierra fértil que crecía hasta convertirse en un sueño vital.
Las facultades de ciencias se llenaban de niños grandes que de forma inconfesable anhelaban cumplir sus sueños infantiles, inoculados por alguna de esas obras de ficción que habían disparado su mente hasta realidades lejanas.
Hoy en día eso es mucho más difícil.
Los sueños y las fantasías no se maceran dentro de las mentes de los niños, sino que son productos de consumo rápido que los críos ven reflejados en pantallas externas.
La fantasía ya no vive dentro de sus mentes, sino fuera de ellas y se conecta o se apaga apretando un botón.
Eso, que puede parecer una anécdota, representa una pérdida irreparable para toda la humanidad y puede marcar el inicio de nuestra decadencia…
LOS DOS NIÑOS DEL MUNDO
Todos los seres humanos llevamos en nuestro interior a un niño soñador y travieso. Todos, con independencia de nuestra personalidad externa. Forma parte de nuestra esencia profunda como seres humanos.
Es ese tipo de niño que se encarama a los árboles, que no puede evitar tirar piedras al agua y que cruza corriendo los prados con los brazos abiertos como si fuera un avión.
Es el tipo de niño que cuando ve una roca, por alta que sea, intenta escalarla para ver el mundo desde lo alto. El niño que convierte un palo en una espada y que al ver una cueva, se adentra en ella venciendo sus miedos, esperando enfrentarse a un dragón imaginario al que arrebatarle un gran tesoro.
Durante siglos, la humanidad ha sido como este niño, capaz de convertir sus sucios harapos en una reluciente armadura con tan solo un chasquido de sus dedos.
Pero ahora nos hemos convertido en algo muy diferente.
Ahora, somos como un niño obeso y consentido, rodeado de miles de juguetes nuevos. Cada segundo vemos aparecer un nuevo y rutilante juguete ante nuestros ojos, hasta el punto que ya no sabemos ni dónde meterlos. Estamos hartos y aburridos de tantos juguetes que tenemos y cuando nuestros padres detectan nuestro hastío, su única solución es regalarnos un nuevo coche teledirigido, esperando que con ello vuelva a brillar la ilusión en nuestra mirada. Pero no sirve de nada, tenemos 100 como ese y al final todos nos parecen iguales.
Es entonces cuando gritamos desesperados “¡Me aburroooo!” y es aquí cuando papá nos espeta enfadado “¿Como te puedes aburrir si tienes todos los juguetes del mundo?”. Y eso nos provoca un profundo desconcierto, porque no sabemos lo que nos ocurre. Creemos que tenemos todo lo que se puede desear porque tenemos millones de juguetes, pero no nos damos cuenta de que lo realmente esencial a la hora de jugar no son los juguetes en sí, sino nuestra capacidad de soñar.

Así se encuentra la humanidad en estos momentos…y esa es una situación peligrosa, muy peligrosa.
Porque ese niño obeso que tanto se aburre, tarde o temprano se dará cuenta de que odia sus juguetes…y empezará a sentir que la única cosa que le provoca emoción es romperlos y quemarlos, pues los identifica con su propio hartazgo. Incendiará sus castillos de juguete, estrellará los coches teledirigidos contra las paredes, les arrancará las cabezas a los muñecos y destripará con saña sus ositos de peluche.
Y en nuestro mundo real ya empezamos a presentar síntomas de este deseo íntimo tan inconfesable, algo que se ve reflejado en nuestra propia fantasía.
Hay un creciente sentimiento de atracción y fascinación morbosa por la destrucción de la civilización.
Nos fascinan mucho más las películas donde nuestra civilización queda destruida y aniquilada que la fantasía acerca de nuestros logros tecnológicos futuros.
A nadie le interesan ya las historias de naves que exploran el espacio interestelar para mayor gloria de la especie humana.
Queremos asteroides acercándose a la tierra, epidemias zombi asolando el mundo o escenarios post apocalípticos que nos aboquen a empezar de cero, aunque sea armados con arcos y flechas.
Los consumimos ávidamente.
Quizás nadie quiera aceptarlo, pero hay un creciente número de personas que desean un reset total del mundo. Algo parecido a un apocalipsis que nos permita volver a la casilla de salida otra vez. Hay un deseo morboso de ello, casi una necesidad existencial, porque cada vez hay más gente que siente íntimamente que los seres humanos somos un cáncer y que nuestra civilización no tiene cura.
Y no, no estamos hablando de élites poderosas que ocupan las altas esferas del poder: ese deseo se intuye esparcido por todos los estratos de la sociedad, aunque muchas veces las personas que lo desean no sean plenamente conscientes de ello.
Y eso es fruto de nuestro profundo hastío. Estamos hartos del mundo que hemos construido y de ver en qué nos hemos convertido.
Estamos hartos de nosotros mismos.
Poca gente querrá confesarlo, pero estos sentimientos están ahí, ocultos en lo más profundo de nuestras mentes, como un zumbido sutil pero incesante que compartimos todos a nivel subconsciente.
Quizás tú no lo sientas porque seas muy feliz o estés repleto/a de esperanza, pero si escuchas con atención lo percibirás, allí al fondo, donde nuestros sótanos se comunican.
Es un zumbido común para todos.
¿Qué efecto puede tener para la civilización humana que tantas mentes a nivel inconsciente deseen morbosamente que todo acabe para poder empezar de nuevo?
Ningún efecto positivo, sin duda…
Y es que si solo odiáramos nuestro presente, el problema tendría fácil solución.
Solo tendríamos que aferrarnos al sueño colectivo de nuestro futuro y luchar por hacernos con él, como única esperanza para salvar nuestro presente y nuestra especie.
Pero a estas alturas, carecemos de ese proyecto ilusionante como especie y ese es el gran peligro que puede llevarnos a la autodestrucción.
¿Porque, cuál es nuestro gran sueño como especie en la actualidad?
Cuando miramos al futuro de la humanidad, ¿qué idea nos ilusiona?
¿Llegar a tener un mundo repleto de robots sirvientes que lo hagan todo por nosotros?
¿Vivir con el cerebro conectado a un mundo virtual al más puro estilo Matrix donde todos seamos súper héroes?
¿Establecer colonias fuera de la Tierra para que las multinacionales puedan explotar los recursos minerales de otros planetas y los ricos puedan ir a Saturno de vacaciones a hacerse selfies con los anillos de fondo?
¿O quizás el gran sueño es llevar un chip insertado en el cerebro que grabe nuestros orgasmos para poder intercambiarlos con los amigos por whatsapp?
Sí, lo que hemos expuesto aquí no son más que caricaturas…pero tienen mucho que ver con la realidad que nos están vendiendo.
Somos ese niño obeso y aburrido, que ya solo juega con su mechero y que cada vez está más fascinado con la llama que desprende…y lo único que se les ocurre ofrecernos para sacarnos del hastío son nuevos juguetes…
Es evidente que la humanidad necesita un nuevo sueño y una nueva ilusión.
Un gran proyecto compartido, por el cual valga la pena vivir y luchar.
Algo que tenga sentido, un sentido profundo que conecte con nuestra esencia y que nos produzca fascinación y emoción con tan solo pensar en ello.
Y no porque sea algo bonito o porque expresarlo así resulte muy poético.
Sino porque en estos momentos, crear un sueño común es una prioridad de primer nivel.
Nos va la cabeza en ello…
GAZZETTA DEL APOCALIPSIS

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