LA MUERTE DEL SUEÑO COLECTIVO
¿La humanidad ha olvidado sus sueños? ¿Hemos
perdido la ilusión como especie? ¿Ha muerto nuestra fascinación por el proyecto
colectivo que representamos?
Muchas veces da la sensación de que
efectivamente es así. Parece como si los humanos hubiéramos caído presa de un
cierto sentimiento de hastío y desencanto.
Casi
como si estuviéramos hartos de nosotros mismos.
Un
estado mental que a la postre puede resultar extremadamente peligroso, pues nos
puede conducir a un estado de apatía global…o a algo aún peor.
UN PROYECTO COMÚN
Queramos
o no, todos formamos parte de este proyecto colectivo que llamamos humanidad y
es algo que de forma consciente o inconsciente todos llevamos dentro.
Por
ejemplo, cuando el primer hombre pisó la luna, todos pisamos la luna con él. Nadie
pensó “Bah, hay un tío que no conozco de nada que ha
llegado a la luna…” El clamor generalizado fue “¡Hemos
llegado a la Luna!”, por más que cada uno, en su vida personal,
estuviera muy lejos de ser astronauta y de sentirse partícipe de que esa hazaña
no tuviera ningún sentido lógico.
Siempre
podremos discutir sobre la necesidad de los países, las fronteras, las
religiones, o todas las líneas y muros mentales que nos dividen en grupos
imaginarios y podremos discutir tanto como queramos sobre la necesidad
imperiosa de borrar todas esos muros ficticios de nuestra mente; pero nadie
podrá discutir el sentimiento de pertenencia al colectivo humano que todos
albergamos en nuestro interior y que nos hace responsables y partícipes, a cada
uno de nosotros, de todos los logros y de todos los fracasos colectivos, por
más que nos consideremos a nosotros mismos individuos libres e independientes.
Es
algo que llevamos profundamente arraigado a nivel inconsciente. Este
sentimiento natural de pertenencia a la humanidad es el que justifica que
hablemos de un sueño colectivo o de una ilusión
común como
miembros de la especie humana.
Y
es que como humanidad, es innegable que en el pasado hemos vivido momentos de
gran efervescencia e ilusión, de sueños de conquista y de exploración del mundo
que nos rodea.
Los
siglos XV, XVI, XVII y XVIII fueron testigos de la ilusión occidental por el
descubrimiento de nuevos territorios y por viajar a los confines de la tierra
inexplorada, aunque fuera con intenciones explotadoras y criminales.
El
siglo XIX fue testigo de nuestra esperanza ciega ante las posibilidades de la
técnica y de la ciencia. Creíamos que podíamos conquistar la naturaleza y que
llegaríamos a desentrañar los secretos del universo gracias a nuestra capacidad
de raciocinio.
Incluso
en este pasado siglo XX, asistimos a uno de los momentos de mayor ilusión
colectiva: el sueño de la conquista del espacio, fruto de la carrera espacial
entre EEUU y la URSS, que culminó con la llegada del hombre a la Luna.
Es
una necesidad que forma parte de la esencia misma del ser humano: pisar tierras
desconocidas donde nadie más haya estado, ver cosas que nadie más ha visto
antes, descubrir qué hay más allá…
Muchas
veces esta obsesión no tiene ningún sentido práctico y está ligada al
egocentrismo de algunos individuos y a sus deseos de notoriedad, pero lo que no
se puede negar es que en el fondo, los seres humanos no podemos evitarlo: todos
lo llevamos dentro en mayor o menor medida.
Forma
parte integral de lo que somos, de la misma forma que lo es nuestra necesidad
de crear obras artísticas o de comprender el cómo y el porqué de todo lo que
nos rodea.
Pero
este impulso tan nuestro, que crece ligado a nuestros sueños más esenciales,
parece que se esté desvaneciendo.
Precisamente
ahora, cuando disponemos de mayores conocimientos y mejores herramientas y
capacidades a nuestra disposición, cuando somos capaces de alcanzar los
objetivos más difíciles, cuando hay más dinero invertido en investigación y
cuando se realizan mayores descubrimientos científicos en todos los
campos…precisamente ahora, es cuando esa ilusión casi infantil que lo impulsa
todo, parece difuminarse…
Es
como si una llama se estuviera apagando en la psique humana, a nivel colectivo.
Hay
una frase del segundo hombre que pisó la luna, el astronauta Buzz Aldrin, que
define muy bien el sentimiento de desilusión al que hacemos referencia…
“Me prometisteis colonias en Marte y en lugar
de eso, tengo Facebook”
Esta
frase es altamente significativa, pues nos habla muy claramente del letargo de
nuestros grandes sueños e ilusiones colectivas.
Evidentemente,
la frase se puede interpretar literalmente como una muestra de desencanto
personal por parte de Buzz Aldrin, como astronauta y científico inmerso en la
carrera espacial.
Y evidentemente, también la podemos
circunscribir en el extraño proceso de estancamiento que vive la humanidad en su conjunto
en las últimas décadas y que podríamos asociar, con poco margen para la duda, a
los intereses de los grandes poderes financieros, que siendo propietarios de
los recursos minerales y petrolíferos, han ralentizado tanto como han podido el
avance técnico y científico de la humanidad, con el fin de alargar
temporalmente su volumen de negocio y disponer así del margen de tiempo
suficiente para poder concentrar el máximo poder en sus manos, con el fin de
garantizarse una posición preponderante en el siguiente paradigma tecnológico,
político, social y evolutivo (un salto adelante que hemos iniciado de forma muy
clara con la actual crisis económica).
Pero
por más que todo esto sea así, la frase de Buzz Aldrin es el reflejo de algo
mucho más preocupante: nuestro estado mental como especie; un estado de apatía
e indiferencia que contiene en su interior el germen de nuestra propia
destrucción…
FACTORES PSICOLÓGICOS CLAVE
Hay
dos factores que han contribuido enormemente a que la humanidad llegue a este
peligroso estado psíquico: la saturación de información y el exceso de
fantasías preconcebidas.
Saturación de Información
Uno
de los grandes problemas de los hombres actuales, es que hemos perdido nuestra
capacidad de asombro.
Parece
que la gente ya no es capaz de sentir una fascinación duradera por nada; ya no
hay nada que nos sorprenda ni nos conmueva durante demasiado tiempo.
Y
eso es debido principalmente a la saturación de información que sufrimos en la
sociedad actual.
Como indicamos en nuestro artículo Por qué no estalla una revolución, estamos
sometidos a un bombardeo tan incesante de información, que ninguna noticia o
descubrimiento, por impactante que sea, llega a hacer mella en nosotros. Cualquier
atisbo de asombro que sintamos por algo es parecido al “oooh” de admiración que soltamos ante un
fuego artificial: dura exactamente hasta que explota el siguiente cohete y una
nueva figura de brillantes colores en el cielo nos hace olvidar la anterior.
Eso
castra nuestra capacidad para asombrarnos ante lo extraordinario.
Y
si no somos capaces de sentir un auténtico y duradero asombro ante lo
excepcional, tampoco seremos capaces de generar un sentimiento duradero de
fascinación por nada y sin esa fascinación, no llegaremos a generar sueños e
ilusiones que deriven en firmes anhelos colectivos.
Esa capacidad de asombro es una expresión de
la chispa infantil que todos llevamos en lo más hondo. Sin
ella perdemos contacto con lo mejor de nuestra esencia como seres humanos y nos
convertimos en una mera máquina biológica cuya única función es consumir
recursos hasta extinguirse. Eso explica en gran parte ese sentimiento de
hastío, de indiferencia y de apatía generalizados que nos afecta actualmente
como seres humanos.
Exceso de fantasías preconcebidas
Otro
elemento determinante es que nuestro día a día contiene un suministro
industrial de raciones de fantasía “precocinada”.
Un
ejemplo paradigmático de ello son los videojuegos, en los que los niños no
tienen nada que imaginar, pues todo el trabajo ya ha sido realizado por los
propios creadores del juego.
Así
pues, no solo estamos sometidos a un bombardeo constante de información que nos
aturde por completo, sino que nuestra mente no tiene ni el tiempo ni la
necesidad de concebir nuevas realidades alternativas, ni de generar fantasías
propias.
Parece
que en nuestro mundo todas las canciones ya han sido compuestas, todos los
libros ya han sido escritos y todos los mundos alternativos ya han sido
imaginados y que solo nos queda sumergirnos en un bucle infinito en el que se
reversiona lo antiguo, una y otra vez, con las consiguientes actualizaciones y
revisiones propias de cada época; un proceso que empieza con los antiguos modelos
de automóvil, pasa por los viejos éxitos discográficos y termina en las
antiguas películas de género fantástico convertidas en remakes.
Si
algún día llegamos a tener coches voladores, que nadie dude que entre ellos
habrá un nuevo modelo del Volkswagen escarabajo, del Mini Cooper o del Ford
Fiesta.
Esta
incapacidad para generar elementos realmente nuevos, sin duda contribuye a
alimentar un sentimiento de indiferencia y aburrimiento a nivel profundo del
que muchas veces no llegamos a ser plenamente conscientes.
Pero
este bombardeo incesante con fantasías precocinadas tiene un segundo efecto aún
más demoledor del que nadie parece tomar conciencia.
Y
es que gracias a la omnipresente fantasía en cine y TV, ya hemos viajado a los
confines del universo y lo hemos hecho con un perfecto encuadre, con alta
resolución y con sonido surround.
Nuestra
mente y nuestros ojos ya están habituados a cruzar agujeros de gusano, viajar
al futuro y al pasado, surcar el cosmos con enormes naves interestelares,
luchar contra monstruos espaciales o a ver robots gigantescos paseándose por
nuestras calles.
Todo
ello con imágenes mucho más claras y motivantes que las que nos pueda ofrecer
la propia realidad, ese lugar sucio, desencantado y lleno de imágenes borrosas
y desenfocadas en el que no hay astronautas guapos que se parezcan a Val Kilmer
o a Carrie-Anne Moss.
Por
esa razón, cuando vemos una sonda posándose en un cometa nos produce una total
y absoluta indiferencia, de la misma manera que a nadie le despierta la más
mínima admiración ver un torpe carricoche con un ridículo brazo robótico
paseándose por Marte y tomando fotos de piedras, por más que se trate de un
logro histórico.
Para
una mente programada a través de épicos espectáculos visuales, montajes de
infarto y músicas atronadoras, la realidad se convierte en un lugar muy triste:
ya sabemos que en los planetas inertes que nos rodean solo encontraremos feas
rocas y gases venenosos y eso nos provoca hastío y nos aburre soberanamente.
Ésta
es la consecuencia que ha tenido para nuestra mente la sobrecarga de
información y de fantasía pensada por otros.
Se
acabaron los niños boquiabiertos que abren los ojos de par en par al ver un
traje de astronauta, como sucedía en los años 50.
Hace
6 décadas, había una distancia enorme entre la realidad cotidiana de un niño y
la fantasía que podía encontrar en un cuento de ciencia ficción o en un cómic.
Por esa razón, la simple lectura de un libro de fantasía podía llegar a alterar
los sueños de un niño, hasta el punto de moldear su vida futura para siempre. A
veces una simple imagen o un sencillo dibujo eran como una semilla plantada en
tierra fértil que crecía hasta convertirse en un sueño vital.
Las
facultades de ciencias se llenaban de niños grandes que de forma inconfesable
anhelaban cumplir sus sueños infantiles, inoculados por alguna de esas obras de
ficción que habían disparado su mente hasta realidades lejanas.
Hoy
en día eso es mucho más difícil.
Los
sueños y las fantasías no se maceran dentro de las mentes de los niños, sino
que son productos de consumo rápido que los críos ven reflejados en pantallas
externas.
La
fantasía ya no vive dentro de sus mentes, sino fuera de ellas y se conecta o se
apaga apretando un botón.
Eso,
que puede parecer una anécdota, representa una pérdida irreparable para toda la
humanidad y puede marcar el inicio de nuestra decadencia…
LOS DOS NIÑOS DEL MUNDO
Todos
los seres humanos llevamos en nuestro interior a un niño soñador y travieso. Todos,
con independencia de nuestra personalidad externa. Forma parte de nuestra
esencia profunda como seres humanos.
Es
ese tipo de niño que se encarama a los árboles, que no puede evitar tirar
piedras al agua y que cruza corriendo los prados con los brazos abiertos como
si fuera un avión.
Es
el tipo de niño que cuando ve una roca, por alta que sea, intenta escalarla
para ver el mundo desde lo alto. El niño que convierte un palo en una espada y
que al ver una cueva, se adentra en ella venciendo sus miedos, esperando
enfrentarse a un dragón imaginario al que arrebatarle un gran tesoro.
Durante
siglos, la humanidad ha sido como este niño, capaz de convertir sus sucios
harapos en una reluciente armadura con tan solo un chasquido de sus dedos.
Pero
ahora nos hemos convertido en algo muy diferente.
Ahora,
somos como un niño obeso y consentido, rodeado de miles de juguetes nuevos.
Cada segundo vemos aparecer un nuevo y rutilante juguete ante nuestros ojos,
hasta el punto que ya no sabemos ni dónde meterlos. Estamos hartos y aburridos
de tantos juguetes que tenemos y cuando nuestros padres detectan nuestro
hastío, su única solución es regalarnos un nuevo coche teledirigido, esperando
que con ello vuelva a brillar la ilusión en nuestra mirada. Pero no sirve de
nada, tenemos 100 como ese y al final todos nos parecen iguales.
Es entonces cuando gritamos desesperados “¡Me
aburroooo!” y es
aquí cuando papá nos espeta enfadado “¿Como
te puedes aburrir si tienes todos los juguetes del mundo?”. Y eso nos provoca un profundo
desconcierto, porque no sabemos lo que nos ocurre. Creemos que tenemos todo lo
que se puede desear porque tenemos millones de juguetes, pero no nos damos
cuenta de que lo realmente esencial a la
hora de jugar no son los juguetes en sí, sino nuestra capacidad de soñar.
Así
se encuentra la humanidad en estos momentos…y esa es una situación peligrosa,
muy peligrosa.
Porque
ese niño obeso que tanto se aburre, tarde o temprano se dará cuenta de que odia
sus juguetes…y empezará a sentir que la única cosa que le provoca emoción es
romperlos y quemarlos, pues los identifica con su propio hartazgo. Incendiará
sus castillos de juguete, estrellará los coches teledirigidos contra las
paredes, les arrancará las cabezas a los muñecos y destripará con saña sus
ositos de peluche.
Y
en nuestro mundo real ya empezamos a presentar síntomas de este deseo íntimo
tan inconfesable, algo que se ve reflejado en nuestra propia fantasía.
Hay un creciente sentimiento de atracción y
fascinación morbosa por la destrucción de la civilización.
Nos
fascinan mucho más las películas donde nuestra civilización queda destruida y
aniquilada que la fantasía acerca de nuestros logros tecnológicos futuros.
A
nadie le interesan ya las historias de naves que exploran el espacio
interestelar para mayor gloria de la especie humana.
Queremos
asteroides acercándose a la tierra, epidemias zombi asolando el mundo o
escenarios post apocalípticos que nos aboquen a empezar de cero, aunque sea
armados con arcos y flechas.
Los
consumimos ávidamente.
Quizás
nadie quiera aceptarlo, pero hay un creciente número de personas que desean un
reset total del mundo. Algo parecido a un apocalipsis que nos permita volver a
la casilla de salida otra vez. Hay un deseo morboso de ello, casi una necesidad
existencial, porque cada vez hay más gente que siente íntimamente que los seres
humanos somos un cáncer y que nuestra civilización no tiene cura.
Y
no, no estamos hablando de élites poderosas que ocupan las altas esferas del
poder: ese deseo se intuye esparcido por todos los estratos de la sociedad,
aunque muchas veces las personas que lo desean no sean plenamente conscientes
de ello.
Y
eso es fruto de nuestro profundo hastío. Estamos hartos del mundo que hemos
construido y de ver en qué nos hemos convertido.
Estamos
hartos de nosotros mismos.
Poca
gente querrá confesarlo, pero estos sentimientos están ahí, ocultos en lo más
profundo de nuestras mentes, como un zumbido sutil pero incesante que
compartimos todos a nivel subconsciente.
Quizás
tú no lo sientas porque seas muy feliz o estés repleto/a de esperanza, pero si
escuchas con atención lo percibirás, allí al fondo, donde nuestros sótanos se
comunican.
Es
un zumbido común para todos.
¿Qué
efecto puede tener para la civilización humana que tantas mentes a nivel
inconsciente deseen morbosamente que todo acabe para poder empezar de nuevo?
Ningún
efecto positivo, sin duda…
Y
es que si solo odiáramos nuestro presente, el problema tendría fácil solución.
Solo
tendríamos que aferrarnos al sueño colectivo de nuestro futuro y luchar por
hacernos con él, como única esperanza para salvar nuestro presente y nuestra
especie.
Pero
a estas alturas, carecemos de ese proyecto ilusionante como especie y ese es el
gran peligro que puede llevarnos a la autodestrucción.
¿Porque,
cuál es nuestro gran sueño como especie en la actualidad?
Cuando
miramos al futuro de la humanidad, ¿qué idea nos ilusiona?
¿Llegar
a tener un mundo repleto de robots sirvientes que lo hagan todo por nosotros?
¿Vivir
con el cerebro conectado a un mundo virtual al más puro estilo Matrix donde
todos seamos súper héroes?
¿Establecer
colonias fuera de la Tierra para que las multinacionales puedan explotar los
recursos minerales de otros planetas y los ricos puedan ir a Saturno de
vacaciones a hacerse selfies con los anillos de fondo?
¿O
quizás el gran sueño es llevar un chip insertado en el cerebro que grabe
nuestros orgasmos para poder intercambiarlos con los amigos por whatsapp?
Sí,
lo que hemos expuesto aquí no son más que caricaturas…pero tienen mucho que ver
con la realidad que nos están vendiendo.
Somos
ese niño obeso y aburrido, que ya solo juega con su mechero y que cada vez está
más fascinado con la llama que desprende…y lo único que se les ocurre
ofrecernos para sacarnos del hastío son nuevos juguetes…
Es
evidente que la humanidad necesita un
nuevo sueño y una nueva ilusión.
Un
gran proyecto compartido, por el cual valga la pena vivir y luchar.
Algo
que tenga sentido, un sentido profundo que conecte con nuestra esencia y que
nos produzca fascinación y emoción con tan solo pensar en ello.
Y
no porque sea algo bonito o porque expresarlo así resulte muy poético.
Sino
porque en estos momentos, crear un sueño común es una prioridad de primer
nivel.
Nos
va la cabeza en ello…
GAZZETTA
DEL APOCALIPSIS
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