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7.3.17

La democracia requiere la participación directa de los ciudadanos

FALSA DEMOCRACIA                                                                              


La crisis social actual va unida al paro, a la corrupción y a la desigualdad cada vez mayor entre ricos y pobres, a la contaminación de sustancias tóxicas en el aire que respiramos, en el agua que bebemos, en los alimentos que ingerimos, en las plantas y en el suelo, en los productos de higiene y cosmética que utilizamos, en la ropa que nos ponemos, en las casas que habitamos, o en la contaminación por las radiaciones electromagnéticas.

El continuo crecimiento de las ciudades como epicentros de la sociedad, aumenta exponencialmente estos problemas: se extienden y amplifican la frialdad emocional y espiritual entre las masas de gentes que las habitan, cunde el desamor, la hostilidad, la soledad patológica que nos convierte en seres dóciles y decrépitos, con una mísera convivencia, en conflicto permanente, camino de una total deshumanización que nos conduce, si antes no lo remediamos, al colapso social y a la devastación del planeta.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué no participamos activamente como miembros de la comunidad en la búsqueda de soluciones reales a todos estos problemas? ¿Por qué nos encontramos fragmentados y en lucha interpersonal? ¿Por qué mantenemos una actitud pasiva, miramos hacia otro lado e ignoramos la realidad social de la que somos víctimas y cómplices a la vez?

Esta es la cuestión de fondo que nos plantea al conjunto de los ciudadanos la crítica situación social y política que estamos sufriendo. Sin duda es un indicio de falta de salud estar adaptado y ser cómplice de una sociedad enferma. Y el precio que estamos pagando por ello es insoportablemente muy alto. Es cierto que una pequeña parte de la población española se está movilizando a ráfagas y a tientas, pero no hay vientos favorables para quien no sabe a que puerto se dirige.


A poco que reflexionemos con cierta seriedad, observaremos que uno de los problemas fundamentales de nuestra sociedad –que resurgió en España con el 15M, pero que ha estado ahí mucho tiempo antes de que se aprobara la Constitución de 1978–, es el de la inexistencia de una democracia real. Problema que afecta a la practica diaria de la vida democrática y al estado de salud de la práctica política.

En su sentido literal, democracia significa el gobierno del pueblo (demos: pueblo y cracia: gobierno), es decir, el ejercicio directo del poder por parte de los ciudadanos. Este es un poder unitario, indivisible, en virtud del cual la soberanía corresponde realmente al pueblo que ejerce el autogobierno. Ahora bien, cuando no se quiere que esta unidad del poder resida en el pueblo ¿qué hay que hacer? Despedazarla introduciendo la división de poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Una vez dividido el poder, el siguiente paso consiste en transferir cada uno de los poderes del pueblo a otras manos, mediante la creación de unos cuerpos particulares que trituren la unidad de la soberanía popular.

Poder legislativo
El poder legislativo pasa al Parlamento que lo ejerce por delegación a través de los partidos que actúan de intermediarios y excluyen al pueblo del ejercicio de la política. Los intereses que persiguen son distintos de los de sus representados, del pueblo. Pero los partidos con representación parlamentaria (en las Cortes Generales y parlamentos autonómicos) o municipal, no sólo se encargan de excluir al pueblo del ejercicio del poder y de la participación política, también reciben dinero del Estado para sufragar sus gastos de funcionamiento. Un dinero que tenemos que pagarles obligatoriamente todos los ciudadanos aunque no les hayamos votado. [Sin contar el dinero oculto que los partidos reciben de las empresas privadas].

Es más, la Constitución española (artículo 72) otorga el poder a las dos cámaras de las Cortes Generales (Congreso y Senado) de elaborar sus propios reglamentos, aprobar sus presupuestos y decidir cual es el sueldo y demás asignaciones (viajes, alojamiento,…) que cobrarán los diputados y senadores. Algo similar ocurre con los representantes en parlamentos autonómicos y ayuntamientos. De modo que con nuestros impuestos tenemos que pagar el sueldo y otros gastos –que ellos mismos se asignan– a miles de políticos profesionales de los partidos, sin que podamos ejercer ningún control directo sobre ellos.

Como el representante electo es jurídicamente independiente de los electores, es decir, que no es responsable ante ellos, no existe ninguna garantía de que la voluntad de los electores sea cumplida por los elegidos. Ni puede haberla porque la Constitución española prohíbe expresamente el mandato imperativo (artículo 67.2), por lo que los representantes electos –que son delegados de los partidos– no están obligados a cumplir sus promesas electorales. En consecuencia, no existe siquiera una verdadera relación de representación. Para que esta exista es necesario que el representante esté jurídicamente obligado a cumplir la voluntad del representado (mandato imperativo) y que el cumplimiento de esta obligación esté garantizado jurídicamente. Esta garantía es el poder de los representados de revocar a sus representantes, algo que tampoco permite la Constitución actual. Pero no sólo no podemos revocar a los diputados y senadores, sino que la Constitución (artículo 71) les garantiza la inviolabilidad e inmunidad.

Con la elección de los representantes, este cuerpo particular de la sociedad se vuelve más poderoso que el cuerpo general y termina prácticamente con la soberanía popular. Son ellos los que se encargan de elaborar las leyes y normas que de ningún modo expresan la voluntad general del pueblo, ya que la Constitución española carece, incluso, de cualquier mecanismo de democracia directa que permita realmente que los ciudadanos podamos revocar cualquier ley o aprobar una nueva. La iniciativa legislativa popular (ILP) para presentar una proposición de ley (artículo 87.3 de la Constitución) es una farsa, excluye todas las materias propias de ley orgánica (poder judicial, derechos fundamentales, libertades públicas, estatutos de autonomía, régimen electoral general, referendum, etc.), excluye las materias tributarias, las de carácter internacional o prerrogativa de gracia. Es decir, se nos vetan las leyes que más nos afectan a los ciudadanos. A estos vetos a la ILP hay que añadir la dificultad que supone recoger 500.000 firmas en nueve meses y las trabas que pone el Congreso de los Diputados. De hecho la ILP de la actual Constitución no permite a los ciudadanos legislar, sino hacer una propuesta al Congreso para que este legisle, si quiere. Que los representantes y sus partidos políticos no quieren la democracia directa se manifiesta también en el hecho que de las 71 ILP que se han presentado en los últimos treinta años, tan sólo dos han sido aceptadas por las Cortes.

El referéndum que permite la Constitución (artículo 92) es otra farsa, solo es consultivo, es decir, que no es vinculante, así que el Gobierno no está obligado a aceptar la decisión del pueblo. Los ciudadanos que decidan votar sólo pueden decir “si” o “no” o dejar en blanco la papeleta con el texto oficial de la consulta. El referéndum en ningún caso puede ser convocado por iniciativa de los propios ciudadanos, sino que  tiene que ser previamente autorizado por el Congreso de los Diputados y ser convocado por el Rey. A su vez, está regulado por una ley orgánica que, entre otras  cosas, al estar sometido al régimen electoral general, beneficia a los partidos políticos representados en las Cortes Generales, ya que sólo ellos pueden disponer de espacios gratuitos en los medios de difusión públicos para hacer campaña durante el referéndum.

En una democracia representativa, como los ciudadanos no participan en la elaboración de las leyes, no puede existir una voluntad general efectiva, no existe una finalidad común porque los intereses permanecen divididos. La voluntad general que se nos dice expresada en las leyes aprobadas por el parlamento, no es una auténtica voluntad general. No es fruto de una asociación efectiva de hombres y mujeres libres. No nace de una puesta en común, ni expresa los intereses comunes concretos reales. No es fruto de la superación de las divergencias de intereses. La ley surgida del parlamento no une intereses reales, no asocia, no crea un cuerpo unitario. No es el pueblo quien hace la ley; al contrario, es la ley de los representantes de los partidos la que hace (se impone) al pueblo.

En consecuencia, no es casual que las leyes se hagan en beneficio privado y el Estado movilice su fuerza coercitiva para reprimir a quien viole la ley en defensa del interés privado que esta defiende. ¿Acaso, por ejemplo, no es esto lo que se hace en un desahucio o cuando se rescata a la banca y se crea una deuda pública ilegítima que tenemos que pagar todos? Entonces el desahucio y la deuda pública  no son ya la expresión de la soberanía popular, al contrario, son la expresión de la soberanía del cuerpo particular de representantes de los partidos contra el pueblo.

Cuando la soberanía popular se enajena, cuando se transfiere a los representantes, el cuerpo parlamentario se vuelve más poderoso que la voluntad general del pueblo. Cualquier derecho plasmado en la Constitución actual (trabajo, vivienda, educación, etc.) es papel mojado si el pueblo no tiene el poder real de hacer que se cumpla. No hay que llamarse a engaño. La lucha por la dignidad sólo podrá tener éxito cuando el pueblo –realmente indignado– recupere el poder de legislar. Y esto no es posible sin cambiar la Constitución partidocrática de un régimen que llaman democracia representativa, pero no es más que una dictadura de los partidos apoyada y mantenida por el poder financiero del que son sus fieles lacayos.

La Constitución española dice que los partidos políticos –que sólo representan a una parte minoritaria de la sociedad– «concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política» (artículo 6). El objetivo de los partidos es alcanzar el poder y así gobernar a todos los ciudadanos que mayoritariamente no son miembros de los partidos. De forma que una parte minoritaria de la sociedad gobierna a la inmensa mayoría.

Poder ejecutivo
A través de los partidos, la democracia representativa –tras haberle privado al pueblo del poder de legislar,– también le sustrae el poder ejecutivo a la soberanía popular. Todo con el fin de hacer realidad las aspiraciones del liberalismo político de Locke y Montesquieu para que la división de poderes supuestamente evite la tiranía. Pero esta sustracción del poder ejecutivo por los partidos, se lleva hasta el extremo de que pueden formar parte del Gobierno personas que ni siquiera han sido votadas en unas elecciones, es decir, que ni siquiera representan formalmente a ningún cuerpo electoral. Esto es algo corriente en el Gobierno del estado y en el de las autonomías.

Por otra parte, esta delegación del poder ejecutivo por la soberanía popular se manifiesta también en el hecho de que el Gobierno no tiene una responsabilidad directa ante el cuerpo electoral, si no sólo ante el Parlamento, cuyos representantes, como hemos visto, tampoco están obligados a cumplir la voluntad popular. En consecuencia, no es que los partidos políticos incumplan sus programas electorales y los gobiernos se pasen por la entrepierna sus promesas, es que la Constitución española les permite que hagan lo que les de la gana al margen de la “soberanía popular”.

La Constitución española y las leyes orgánicas fundamentales consagran los mecanismos de poder en los partidos mientras se les niegan a los ciudadanos. Los partidos han monopolizado la política y dejado al ciudadano sin ninguna posibilidad de participación que no sea votarles en las elecciones. Los partidos políticos que supuestamente son instrumentos de participación, buscan con avidez un reparto de las prebendas del Estado, a pesar de que tienen cada vez menos apoyo social (unos diez millones de españoles no ejercieron su derecho a votar en las elecciones de 2011). Un apoyo que declina con la oleada actual de corrupción convertida, no en excepción, sino en una regla habitual en el marco de una crisis general. Esclerotizados y llenos de verborrea, su capacidad de debate se agota en ellos mismos. La Constitución nos deja a los ciudadanos sin ninguna responsabilidad concreta y personal ante los problemas sociales de un sistema político corrupto que, lejos de ser una democracia, es la dictadura parlamentaria de los partidos enquistados en el Estado sobre el conjunto de los miembros de la sociedad.

Poder judicial
Finalmente, la democracia representativa le sustrae también a la soberanía popular el tercero de los poderes: el poder judicial. El ejercicio directo de este poder por parte del pueblo desaparece bajo el eufemismo constitucional de que «la justicia emana del pueblo». Sin embargo, es pura retórica afirmar que el poder judicial es independiente. La existencia misma del Ministerio de Justicia muestra que la separación de poderes es una falacia.

Según la Constitución española –que impide cualquier tipo de control ciudadano sobre el poder judicial–, los jueces y magistrados son inamovibles y administran justicia en nombre del Rey (artículo 117).  La elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (su órgano de gobierno) depende directa o indirectamente de las Cortes Generales (artículo 122),  donde los diputados y senadores proponen y eligen a quienes indican sus partidos. Algo similar ocurre con el Tribunal Constitucional (artículo 159) y el Tribunal Supremo.

El Fiscal General del Estado es propuesto por el Gobierno (artículo 124) y, finalmente, todos son nombrados por el Rey, que es el Jefe de Estado vitalicio que nunca ha sido elegido por el pueblo en unas elecciones, tiene el mando supremo de las Fuerzas Armadas y no esta sujeto a responsabilidad. Todo ello muestra con claridad que ni siquiera existe la independencia del poder judicial en una democracia que es falsa y engañosa.

Al final, con la división de poderes y su transferencia de la soberanía popular a otras manos, se garantiza la unidad y fortaleza del estado. Y este termina imponiéndose contra el arbitrio de la mayoría de la población, para convertirse en un poder que rige la vida social, tal y como lo conocemos hoy. Para darse una idea de la verdadera dimensión de poder del estado español (que en el año 2012 se apropiaba del 44% del Producto interior Bruto y empleaba a más de 3 millones de personas) basta con leer el artículo 149 de la Constitución.

Las políticas y leyes que surgen de la supuesta división de poderes no son públicas como se nos hace creer, porque no surgen de la voluntad popular, sino del Estado. No es el pueblo quien las diseña, organiza y realiza, sino el entramado estatal de funcionarios con capacidad para tomar decisiones (altos mandos del ejército, de la policía, del aparato judicial, altos funcionarios de los ministerios, funcionarios medios,…) y representantes de partidos políticos que se integran en la urdimbre estatal en beneficio de las grandes empresas y el capital financiero. Los recursos económicos que las grandes empresas reciben del Estado (como el dinero empleado para el rescate de los bancos), provienen de los tributos que pagan los contribuyentes que son los que, en realidad, mantienen la maquinaria estatal que oprime, exprime con impuestos y sojuzga al pueblo.

En las democracias representativas con la desaparición del ejercicio directo del poder por el pueblo, los representantes y gobiernos no son más que una forma humillante de hacernos la mamola a los ciudadanos que, convertidos en polvo de votantes, nos tenemos que limitar a depositar el voto en la urna cada cuatro años. Lo que es un beneficio y un éxito para los políticos profesionales y para los intereses empresariales que defienden, es sin duda un perjuicio y un fracaso desde el punto de vista de los intereses colectivos.

En España, al igual que en otros países, los fundamentos de la democracia representativa están en quiebra. Pero el problema aún es mayor si tenemos en cuenta que los parlamentos carecen de protagonismo en la vida política hasta extremos insospechados y son, cada vez más, un simple comité legislativo del gobierno. Un parlamentario no es ya un legislador (tarea que realiza el Gobierno a golpe de real decreto las más de las veces) y controla menos al ejecutivo que un periodista. Es más, la elección de unos representantes surgida del voto de una mayoría está siendo sustituida total o parcialmente por la decisión de expertos.

A esta servidumbre de los parlamentarios hay que añadir el cada vez más escaso poder de decisión de los gobiernos salidos de las urnas. Una de las cosas que ha destapado de nuevo la crisis actual, es que la vida política está monopolizada por decisiones lejanas, hasta el punto que en el mundo globalizado, en materia económica los gobiernos nacionales o regionales dependen de las decisiones de quienes no han sido elegidos democráticamente. Estos son los que controlan el sistema monetario y la máquina de imprimir el dinero (el Banco de Inglaterra es privado desde hace más de tres siglos y la Reserva Federal de EE.UU. hace más de un siglo que también es privada).

Así que los gobiernos de los estados les tienen que pedir prestado a los Bancos Centrales con pago de intereses el dinero que antes podían emitir. Como consecuencia, los gobiernos aceptan ser esclavizados por la deuda y se les imponen las decisiones políticas que deben tomar para que las consecuencias de la crisis tengamos que pagarlas los ciudadanos. De modo que una minoría corrupta se enriquece y beneficia a costa de aumentar las penurias, la pobreza y el sufrimiento de la gran mayoría. Ante esta situación la desobediencia civil es o debiera ser un  deber ciudadano.

El ejercicio de la democracia directa también implica que tenemos que abandonar la sensación de que cada individuo tiene poco o muy poco que decir.  Esta actitud pasiva que ha delegado todo el acontecer político en los representantes parlamentarios y municipales, es la que ha permitido la gestación de la crisis y el paro. La corrupción generalizada actual que se desarrolla diariamente entretejiendo el poder económico y político, primando los intereses empresariales por encima de los sociales, o las prebendas e inmunidad legal de la que gozan los representantes electos, el poder financiero y las grandes empresas, no se puede atajar votando una vez cada cuatro años a unos candidatos, mientras los políticos, funcionarios y empresarios implicados en la corrupción actúan diariamente para satisfacer su avaricia.

La representación parlamentaria o municipal en vez de ser portadora de salud social, lleva en si las semillas de la tragedia que genera la pasividad ciudadana. Poner en práctica la democracia directa exige la responsabilidad de la participación ciudadana. Somos los ciudadanos los que tenemos que tomar el protagonismo en la vida política y social, ejerciendo un contrapoder real diario sobre el gobierno y sobre las repercusiones sociales de la actividad económica para impedir que la avaricia del interés privado se imponga al interés de la comunidad.

¿Acaso una de las peores deficiencias, sino la peor, de la sociedad actual no es justamente que nos dejamos representar demasiado? La representación parlamentaria y municipal ha contribuido a inhibir la participación de los ciudadanos en la vida comunitaria. El entramado de representantes y burócratas fomentan la pasividad entre el conjunto de la población, asfixiando cuando no impidiendo cualquier iniciativa de participación activa.
Cuando un grupo humano se deja representar en las cuestiones comunes, su vida carece de contenido comunitario. La vida en comunidad se pone de manifiesto, ante todo, en el tratamiento y la participación activa de las cuestiones comunes. Sin ese tratamiento y participación la comunidad no puede existir.

Las ciudades actuales no son ya una comunidad de ciudadanos libres conscientes de unos problemas comunes, de unos intereses comunes y de unos objetivos comunes. No existe una actividad ciudadana marcada por una acción disciplinada y cooperativa en la que las personas marchan hombro con hombro con sus vecinos, dependiendo unos de otros para apoyar una causa común. El individualismo y las ambiciones personales han debilitado o roto los sentimientos –en otro tiempo intensos– de comunidad. La mayoría de las personas vivimos inmersas en nuestro reducto individual, sin ejercer nuestra responsabilidad a través de un control activo de lo que acontece en la vida social. Al igual que los políticos que nos gobiernan, actuamos como si tuviéramos agorafobia, palabra griega que significa miedo a las ágoras, a los espacios públicos.

Los sacerdotes de la democracia representativa

La falta de reacción y respuesta popular ante los graves problemas sociales es ya una respuesta. La peor de todas las respuestas. La pasividad es una forma de complicidad. Y esta complicidad es alimentada consciente o inconscientemente por aquellos que ponen el acento en las candidaturas. Existe una correspondencia especialmente íntima entre la representación y la pasividad. Ninguna candidatura electoral es capaz de resolver los  problemas actuales. Los aspirantes a candidatos que digan lo contrario o son unos ilusos o nos engañan. Dos razones más por las que debemos desconfiar de ellos y no hacerles caso. Porque, por mucho que griten algunos desde las tribunas de candidaturas electorales, la responsabilidad y la participación ciudadana no se puede imponer por decreto legislativo de unos representantes. Tiene que gestarse antes con un movimiento social fuerte. La representación parlamentaria sólo sirve para que algunos satisfagan sus mezquinas ambiciones políticas y cobren un sueldo, pero a costa de prolongar la pasividad ciudadana y con ella la injusta e insufrible situación actual. Superarla con éxito depende en gran medida de nuestros actos, no del resultado de unas elecciones.

¿Cuanto tiempo más vamos a seguir dejándonos manipular y engañar?  Basta con mirar hacia atrás y ver la sociedad deforme por la corrupción que nos ha traído la democracia representativa, para comprender que su afilado borde corta la posibilidad de solucionar los problemas sociales y sólo conduce a la inexorable agonía de la sociedad. Después de 35 años, creer que con la Constitución española actual los representantes salidos de la urnas nos van a resolver algún problema social, es una creencia de conmovedora ingenuidad o de perversa manipulación.

Mienten o deliran quienes dicen que han «secuestrado nuestra democracia», o hablan de querer «frenar estos procesos de involución de nuestras democracias», porque ocultan que esa democracia nunca ha existido, es una gran mentira; que la democracia representativa no es democracia, sino una dictadura parlamentaria de los partidos. Los candidatos de todo signo (derecha, centro e izquierda) que hay en esta sociedad corrupta alimentan esa creencia, juegan con los sentimientos de la gente, convierten en hoguera los fuegos del corazón humano para que los elijan y así, como moscas y piojos rollizos, poder gozar del banquete de santidad electoral aferrados a la teta del cargo.

Algunos, en un alarde de cinismo o desatino incongruente (aquí lo de menos es la intención), se presentan como candidatos a la elección para «hacer llegar a las instituciones la voz y las demandas» de una supuesta «mayoría social que ya no se reconoce» ni en la Unión Europea ni en «un régimen corrupto sin regeneración posible». Y, en el colmo de la desfachatez, añaden que «sólo de la ciudadanía puede venir la solución».

¿Si el régimen no tiene regeneración y la solución está en los ciudadanos, para que quieren que les voten? Todos estos candidatos una vez elegidos, continuarán su aletear de grandes vuelos en las tribunas parlamentarias, para terminar pidiendo de nuevo el voto en las siguientes elecciones. Se justificarán diciendo que para poder resolver los problemas tiene que ser más numeroso el número de representantes elegidos en su bando. Falsa quimera o engaño consciente de los que no quieren un nuevo orden social porque aspiran o propugnan vivir “mejor” bajo el capitalismo y una falsa democracia.

En su búsqueda del poder, estos miembros del sacerdocio de la democracia representativa, seguirán expandiendo sentimientos reformistas de naturaleza reaccionaria con su visión de luz hacia el provenir, para hacerle más llevadera al pueblo su miseria en el presente. Su objetivo es el mismo siempre : ahogar al ser humano en sí mismo para poder dominarlo en masa. Al final, para el panal de electores que buscan representantes huyendo de su responsabilidad ciudadana, lo que comienza siendo una ilusion, termina una vez más en frustración.

La historia se repite de nuevo como tragedia por una sociedad que, cegada por la pasividad, sufre de amnesia o ignora su pasado y sigue tropezando de nuevo en la piedra de la democracia representativa, en la que los ciudadanos no ejercen el poder de legislar, tampoco tienen en sus manos el gobierno y el poder judicial, ni controlan a los representantes mediante el mandato imperativo y el poder de revocarlos.

De la pasividad infrahumana al activismo destructor
Pero no nos engañemos. El que vive de rodillas y no lucha por lo que quiere sólo se merece lo que le den.  La historia nos ha proporcionado muchas veces el hecho repetido de que los seres humanos aprendemos mediante el escarmiento que siempre deja un poso amargo. A veces ni por esas aprendemos. ¿Seremos capaces de aprender de los hechos del pasado? ¿Podemos ver más claro colectivamente el camino a seguir sin dejar que nos engañen otra vez los que nos quieren representar?

No es suficiente con desear de forma pasiva que exista una democracia real, directa. La palabra «desidia» es un tipo de pereza y significa etimológicamente «pródigo en deseos»  El deseo es una llamada a la acción. Y la acción se realiza en base a un proyecto y a un plan estratégico. De modo que de nada valen las buenas intenciones sin una acción colectiva y masiva que nos permita acabar con la actual Constitución para que el pueblo ejerza realmente el poder. Dificultades las hay y muchas.

Es cierto que en nuestra sociedad en desintegración abunda la pasividad e inacción de un elevado número de individuos embrutecidos y deshumanizados como nunca antes, robotizados serviles (casi infra-humanos) y aptos para ser manipulados por el poder, bufones que buscan placeres efímeros a costa de un profundo, enfermizo y prolongado sufrir. También es cierto que una parte de la población española se viene movilizando, pero no hay viento favorable para el que no sabe a que puerto se dirige.

La actitud de los activistas que buscan y promueven la acción continuada, es la antagónica de la pasividad, igualmente enfermiza pero más destructora.  En su búsqueda de resultados a corto plazo, el activismo es un vampiro que devora a las personas que lo practican en su afán continuado y obsesivo de promover una acción y otra, y otra,… Al final no sólo consumen toda su energía, sino que terminan destruyendo también la propia lucha y, con ella, a un número indeterminado de personas que participan guiadas por un compromiso social para, finalmente, terminar abandonando la lucha en un trasiego permanente de gente “quemada”. Incapaz de formular unos objetivos estratégicos claros, el instrumento preferido del activista es el panfleto, que llama a la acción reivindicativa sin una estrategia claramente anticapitalista que dirija la lucha hacia un cambio social revolucionario.

Pero allí donde crece la confusión y la desesperación, también crece la esperanza que es capaz de resucitar en el mismo corazón de la desesperanza. Que nadie se confunda: esperanza no es sinónimo de ilusión. Es verdad que tampoco es certidumbre pero, como dijo Antonio Machado, se hace camino al andar.  Porque una conciencia clara de lo que queremos y del camino a seguir para lograrlo, nos proporciona la valentía necesaria para ponernos manos a la obra. Por eso, aunque con el recrudecimiento de la crisis global que vivimos parezca difícil o improbable, no es una tarea imposible cambiar el sistema social y político actual por una democracia directa donde la soberanía popular sea real.

Sólo requiere, junto a una estrategia global, de una acción y organización ciudadana perseverante que practique la democracia directa, que crezca la movilización social y la desobediencia civil, hasta que el movimiento social sea lo suficientemente fuerte y poderoso para empujar la Constitución al crematorio de la funeraria y posibilitar el cambio revolucionario que asegure el ejercicio del poder directo de los ciudadanos.

La crítica situación actual empieza por el ciudadano mismo. Es indispensable la participación directa de los ciudadanos en las decisiones de interés común (desde los impuestos hasta los presupuestos, pasando por alimentación, la sanidad o la educación). Junto al ejercicio del autogobierno, es esencial la información que permita la transparencia y fundamente la toma de decisiones por los ciudadanos. Se trata de eliminar cualquier tipo de trabas a la democracia directa para ejercer el gobierno de un modo claro. Es cierto que esto puede provocar otro tipo de problemas. Pero siempre será mejor que el estado actual de las cosas.

La democracia es un método para convivir y buscar soluciones a los problemas, que requiere obligatoriamente para que funcione de la participación regular directa de los ciudadanos. Es, sobre todo, un proyecto ético basado en un sistema de valores sociales y morales donde la generosidad de compartir se impone a la avaricia de competir, valores que son los que dan sentido al ejercicio del poder en y por la comunidad. Necesitamos imperiosamente reconstruir la ética pública. Todos tenemos la responsabilidad moral de actuar en un proceso de invención ética, caudaloso, tenaz, incierto si, igual que la vida  misma. Se necesitarán intentos, tanteos, ajustes, reflexión, críticas, equivocaciones, firmeza para resistir las dificultades para que al final pueda emerger un modo de vida en comunidad más digno, justo y saludable.

La soberanía del pueblo sólo es posible cuando pone en común todos los intereses y se mantiene como un cuerpo unitario que conserva todos los poderes. La democracia directa implica también, como diría Marx, la «supresión del Estado parásito» y acabar con una sociedad de libre mercado que a través de la industrialización ha convertido al ser humano en una mercancía. Para lograrlo es imprescindible que exista una organización social libre regida por el autogobierno, con trabajo no asalariado y un nuevo sistema de valores ajeno al consumismo y al apego a la propiedad privada.



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