FALSA DEMOCRACIA
 La crisis social actual va unida al
 paro, a la corrupción y a la desigualdad cada vez mayor entre ricos
 y pobres, a la contaminación de sustancias tóxicas en el aire que
 respiramos, en el agua que bebemos, en los alimentos que ingerimos,
 en las plantas y en el suelo, en los productos de higiene y
 cosmética que utilizamos, en la ropa que nos ponemos, en las casas
 que habitamos, o en la contaminación por las radiaciones
 electromagnéticas. 
 
El
 continuo crecimiento de las ciudades como epicentros de la sociedad,
 aumenta exponencialmente estos problemas: se extienden y amplifican
 la frialdad emocional y espiritual entre las masas de gentes que las
 habitan, cunde el desamor, la hostilidad, la soledad patológica que
 nos convierte en seres dóciles y decrépitos, con una mísera
 convivencia, en conflicto permanente, camino de una total
 deshumanización que nos conduce, si antes no lo remediamos, al
 colapso social y a la devastación del planeta.
 ¿Por qué hemos llegado a esta
 situación? ¿Por qué no participamos activamente como miembros de
 la comunidad en la búsqueda de soluciones reales a todos estos
 problemas? ¿Por qué nos encontramos fragmentados y en lucha
 interpersonal? ¿Por qué mantenemos una actitud pasiva, miramos
 hacia otro lado e ignoramos la realidad social de la que somos
 víctimas y cómplices a la vez? 
 
Esta
 es la cuestión de fondo que nos plantea al conjunto de los
 ciudadanos la crítica situación social y política que estamos
 sufriendo. Sin duda es un indicio de falta de salud estar adaptado y
 ser cómplice de una sociedad enferma. Y el precio que estamos
 pagando por ello es insoportablemente muy alto. Es cierto que una
 pequeña parte de la población española se está movilizando a
 ráfagas y a tientas, pero no hay vientos favorables para quien no
 sabe a que puerto se dirige.
A
 poco que reflexionemos con cierta seriedad, observaremos que uno de
 los problemas fundamentales de nuestra sociedad –que resurgió en
 España con el 15M, pero que ha estado ahí mucho tiempo antes de
 que se aprobara la Constitución de 1978–, es el de la
 inexistencia de una democracia real. Problema que afecta a la
 practica diaria de la vida democrática y al estado de salud de la
 práctica política. 
 
En
 su sentido literal, democracia significa
 el gobierno del pueblo (demos:
 pueblo y cracia:
 gobierno), es decir, el ejercicio directo del
 poder por parte de los ciudadanos. Este es un poder unitario,
 indivisible, en virtud del cual la soberanía corresponde realmente
 al pueblo que ejerce el autogobierno. Ahora bien, cuando no se
 quiere que esta unidad del poder resida en el pueblo ¿qué hay que
 hacer? Despedazarla introduciendo la división de poderes:
 el legislativo,
 el ejecutivo y
 el judicial.
 Una vez dividido el poder, el siguiente paso consiste en transferir
 cada uno de los poderes del pueblo a otras manos, mediante la
 creación de unos cuerpos particulares que trituren la unidad de la
 soberanía popular.
Poder
 legislativo
El
 poder legislativo pasa al Parlamento que lo ejerce por delegación a
 través de los partidos que actúan de intermediarios y excluyen al
 pueblo del ejercicio de la política. Los intereses que persiguen
 son distintos de los de sus representados, del pueblo. Pero los
 partidos con representación parlamentaria (en las Cortes Generales
 y parlamentos autonómicos) o municipal, no sólo se encargan de
 excluir al pueblo del ejercicio del poder y de la participación
 política, también reciben dinero del Estado para sufragar sus
 gastos de funcionamiento. Un dinero que tenemos que pagarles
 obligatoriamente todos los ciudadanos aunque no les hayamos votado.
 [Sin contar el dinero oculto que los partidos reciben de las
 empresas privadas]. 
 
Es
 más, la Constitución
 española
 (artículo
 72) otorga el poder a las dos cámaras de las Cortes Generales
 (Congreso y Senado) de elaborar sus propios reglamentos, aprobar sus
 presupuestos y decidir cual es el sueldo y demás asignaciones
 (viajes, alojamiento,…) que cobrarán los diputados y senadores.
 Algo similar ocurre con los representantes en parlamentos
 autonómicos y ayuntamientos. De modo que con nuestros impuestos
 tenemos que pagar el sueldo y otros gastos –que ellos mismos se
 asignan– a miles de políticos profesionales de los partidos, sin
 que podamos ejercer ningún control directo sobre ellos.
Como
 el representante electo es jurídicamente independiente de los
 electores, es decir, que no es responsable ante ellos, no existe
 ninguna garantía de que la voluntad de los electores sea cumplida
 por los elegidos. Ni puede haberla porque la Constitución
 española prohíbe
 expresamente el mandato
 imperativo (artículo
 67.2), por lo que los representantes electos –que son delegados de
 los partidos– no están obligados a cumplir sus promesas
 electorales. En consecuencia, no existe siquiera una verdadera
 relación de representación. Para que esta exista es necesario que
 el representante esté jurídicamente obligado a cumplir la voluntad
 del representado (mandato imperativo) y que el cumplimiento de esta
 obligación esté garantizado jurídicamente. Esta garantía es el
 poder de los representados de revocar a
 sus representantes, algo que tampoco permite la Constitución
 actual. Pero no sólo no podemos revocar a los diputados y
 senadores, sino que la Constitución (artículo 71) les garantiza la
 inviolabilidad e inmunidad.
Con
 la elección de los representantes, este cuerpo particular de la
 sociedad se vuelve más poderoso que el cuerpo general y termina
 prácticamente con la soberanía popular. Son ellos los que se
 encargan de elaborar las leyes y normas que de ningún modo expresan
 la voluntad general del pueblo, ya que la Constitución
 española carece,
 incluso, de cualquier mecanismo de democracia directa que permita
 realmente que los ciudadanos podamos revocar cualquier ley o aprobar
 una nueva. La iniciativa
 legislativa popular (ILP)
 para presentar una proposición de ley (artículo 87.3 de la
 Constitución) es una farsa, excluye todas las materias propias de
 ley orgánica (poder judicial, derechos fundamentales, libertades
 públicas, estatutos de autonomía, régimen electoral general,
 referendum, etc.), excluye las materias tributarias, las de carácter
 internacional o prerrogativa de gracia. Es decir, se nos vetan las
 leyes que más nos afectan a los ciudadanos. A estos vetos a la ILP
 hay que añadir la dificultad que supone recoger 500.000 firmas en
 nueve meses y las trabas que pone el Congreso de los Diputados. De
 hecho la ILP de la actual Constitución no permite a los ciudadanos
 legislar, sino hacer una propuesta al Congreso para que este
 legisle, si quiere. Que los representantes y sus partidos políticos
 no quieren la democracia directa se manifiesta también en el hecho
 que de las 71 ILP que se han presentado en los últimos treinta
 años, tan sólo dos han sido aceptadas por las Cortes.
El referéndum que
 permite la Constitución (artículo 92) es otra farsa, solo
 es consultivo, es decir, que no es vinculante, así que el
 Gobierno no está obligado a aceptar la decisión del pueblo. Los
 ciudadanos que decidan votar sólo pueden decir “si” o “no”
 o dejar en blanco la papeleta con el texto oficial de la consulta.
 El referéndum en ningún caso puede ser convocado por iniciativa de
 los propios ciudadanos, sino que  tiene que ser previamente
 autorizado por el Congreso de los Diputados y ser convocado por el
 Rey. A su vez, está regulado por una ley
 orgánica que,
 entre otras  cosas, al estar sometido al régimen electoral
 general, beneficia a los partidos políticos representados en las
 Cortes Generales, ya que sólo ellos pueden disponer de espacios
 gratuitos en los medios de difusión públicos para hacer campaña
 durante el referéndum.
En
 una democracia representativa, como los ciudadanos no participan en
 la elaboración de las leyes, no puede existir una voluntad general
 efectiva, no existe una finalidad común porque los intereses
 permanecen divididos. La voluntad general que se nos dice expresada
 en las leyes aprobadas por el parlamento, no es una auténtica
 voluntad general. No es fruto de una asociación efectiva de hombres
 y mujeres libres. No nace de una puesta en común, ni expresa los
 intereses comunes concretos reales. No es fruto de la superación de
 las divergencias de intereses. La ley surgida del parlamento no une
 intereses reales, no asocia, no crea un cuerpo unitario. No es el
 pueblo quien hace la ley; al contrario, es la ley de los
 representantes de los partidos la que hace (se impone) al pueblo. 
 
En
 consecuencia, no es casual que las leyes se hagan en beneficio
 privado y el Estado movilice su fuerza coercitiva para reprimir a
 quien viole la ley en defensa del interés privado que esta
 defiende. ¿Acaso, por ejemplo, no es esto lo que se hace en un
 desahucio o cuando se rescata a la banca y se crea una deuda pública
 ilegítima que tenemos que pagar todos? Entonces el desahucio y la
 deuda pública  no son ya la expresión de la soberanía
 popular, al contrario, son la expresión de la soberanía del cuerpo
 particular de representantes de los partidos contra el pueblo.
Cuando
 la soberanía popular se enajena, cuando se transfiere a los
 representantes, el cuerpo parlamentario se vuelve más poderoso que
 la voluntad general del pueblo. Cualquier derecho plasmado en la
 Constitución actual (trabajo, vivienda, educación, etc.) es papel
 mojado si el pueblo no tiene el poder real de hacer que se cumpla.
 No hay que llamarse a engaño. La lucha por la dignidad sólo podrá
 tener éxito cuando el pueblo –realmente indignado– recupere el
 poder de legislar. Y esto no es posible sin cambiar la Constitución
 partidocrática de un régimen que llaman democracia representativa,
 pero no es más que una dictadura de los partidos apoyada y
 mantenida por el poder financiero del que son sus fieles lacayos.
La
 Constitución española dice que los partidos políticos –que sólo
 representan a una parte minoritaria de la sociedad– «concurren a
 la formación y manifestación de la voluntad popular y son
 instrumento fundamental para la participación política» (artículo
 6). El objetivo de los partidos es alcanzar el poder y así gobernar
 a todos los ciudadanos que mayoritariamente no son miembros de los
 partidos. De forma que una parte minoritaria de la sociedad gobierna
 a la inmensa mayoría.
Poder
 ejecutivo
A
 través de los partidos, la democracia representativa –tras
 haberle privado al pueblo del poder de legislar,– también le
 sustrae el poder
 ejecutivo a
 la soberanía popular. Todo con el fin de hacer realidad las
 aspiraciones del liberalismo político de Locke y Montesquieu para
 que la división de poderes supuestamente evite la tiranía. Pero
 esta sustracción del poder ejecutivo por los partidos, se lleva
 hasta el extremo de que pueden formar parte del Gobierno personas
 que ni siquiera han sido votadas en unas elecciones, es decir, que
 ni siquiera representan formalmente a ningún cuerpo electoral. Esto
 es algo corriente en el Gobierno del estado y en el de las
 autonomías.
Por
 otra parte, esta delegación del poder ejecutivo por la soberanía
 popular se manifiesta también en el hecho de que el Gobierno no
 tiene una responsabilidad directa ante el cuerpo electoral, si no
 sólo ante el Parlamento, cuyos representantes, como hemos visto,
 tampoco están obligados a cumplir la voluntad popular. En
 consecuencia, no es que los partidos políticos incumplan sus
 programas electorales y los gobiernos se pasen por la entrepierna
 sus promesas, es que la Constitución española les permite que
 hagan lo que les de la gana al margen de la “soberanía popular”.
La
 Constitución española y las leyes orgánicas fundamentales
 consagran los mecanismos de poder en los partidos mientras se les
 niegan a los ciudadanos. Los partidos han monopolizado la política
 y dejado al ciudadano sin ninguna posibilidad de participación que
 no sea votarles en las elecciones. Los partidos políticos que
 supuestamente son instrumentos de participación, buscan con avidez
 un reparto de las prebendas del Estado, a pesar de que tienen cada
 vez menos apoyo social (unos diez millones de españoles no
 ejercieron su derecho a votar en las elecciones de 2011). Un apoyo
 que declina con la oleada actual de corrupción convertida, no en
 excepción, sino en una regla habitual en el marco de una crisis
 general. Esclerotizados y llenos de verborrea, su capacidad de
 debate se agota en ellos mismos. La Constitución nos deja a los
 ciudadanos sin ninguna responsabilidad concreta y personal ante los
 problemas sociales de un sistema político corrupto que, lejos de
 ser una democracia, es la dictadura parlamentaria de los partidos
 enquistados en el Estado sobre el conjunto de los miembros de la
 sociedad.
Poder
 judicial
Finalmente,
 la democracia representativa le sustrae también a la soberanía
 popular el tercero de los poderes: el poder
 judicial.
 El ejercicio directo de este poder por parte del pueblo desaparece
 bajo el eufemismo constitucional de que «la justicia emana del
 pueblo». Sin embargo, es pura retórica afirmar que el poder
 judicial es independiente. La existencia misma del Ministerio de
 Justicia muestra que la separación de poderes es una falacia. 
 
Según
 la Constitución española –que impide cualquier tipo de control
 ciudadano sobre el poder judicial–, los jueces y magistrados son
 inamovibles y administran justicia en nombre del Rey (artículo
 117).  La elección de los miembros del Consejo General del
 Poder Judicial (su órgano de gobierno) depende directa o
 indirectamente de las Cortes Generales (artículo 122),  donde
 los diputados y senadores proponen y eligen a quienes indican sus
 partidos. Algo similar ocurre con el Tribunal Constitucional
 (artículo 159) y el Tribunal Supremo. 
 
El
 Fiscal General del Estado es propuesto por el Gobierno (artículo
 124) y, finalmente, todos son nombrados por el Rey, que es el Jefe
 de Estado vitalicio que nunca ha sido elegido por el pueblo en unas
 elecciones, tiene el mando supremo de las Fuerzas Armadas y no esta
 sujeto a responsabilidad. Todo ello muestra con claridad que ni
 siquiera existe la independencia del poder judicial en una
 democracia que es falsa y engañosa.
Al
 final, con la división de poderes y su transferencia de la
 soberanía popular a otras manos, se garantiza la unidad y fortaleza
 del estado. Y este termina imponiéndose contra el arbitrio de la
 mayoría de la población, para convertirse en un poder que rige la
 vida social, tal y como lo conocemos hoy. Para darse una idea de la
 verdadera dimensión de poder del estado español (que en el año
 2012 se apropiaba del 44% del Producto interior Bruto y empleaba a
 más de 3 millones de personas) basta con leer el artículo 149 de
 la Constitución. 
 
Las
 políticas y leyes que surgen de la supuesta división de poderes no
 son públicas como se nos hace creer, porque no surgen de la
 voluntad popular, sino del Estado. No es el pueblo quien las diseña,
 organiza y realiza, sino el entramado estatal de funcionarios con
 capacidad para tomar decisiones (altos mandos del ejército, de la
 policía, del aparato judicial, altos funcionarios de los
 ministerios, funcionarios medios,…) y representantes de partidos
 políticos que se integran en la urdimbre estatal en beneficio de
 las grandes empresas y el capital financiero. Los recursos
 económicos que las grandes empresas reciben del Estado (como el
 dinero empleado para el rescate de los bancos), provienen de los
 tributos que pagan los contribuyentes que son los que, en realidad,
 mantienen la maquinaria estatal que oprime, exprime con impuestos y
 sojuzga al pueblo.
En
 las democracias representativas con la desaparición del
 ejercicio directo del
 poder por el pueblo, los representantes y gobiernos no son más que
 una forma humillante de hacernos la mamola a los ciudadanos que,
 convertidos en polvo de votantes, nos tenemos que limitar a
 depositar el voto en la urna cada cuatro años. Lo que es un
 beneficio y un éxito para los políticos profesionales y para los
 intereses empresariales que defienden, es sin duda un perjuicio y un
 fracaso desde el punto de vista de los intereses colectivos.
En
 España, al igual que en otros países, los fundamentos de la
 democracia representativa están en quiebra. Pero el problema aún
 es mayor si tenemos en cuenta que los parlamentos carecen de
 protagonismo en la vida política hasta extremos insospechados y
 son, cada vez más, un simple comité legislativo del gobierno. Un
 parlamentario no es ya un legislador (tarea que realiza el Gobierno
 a golpe de real decreto las más de las veces) y controla menos al
 ejecutivo que un periodista. Es más, la elección de unos
 representantes surgida del voto de una mayoría está siendo
 sustituida total o parcialmente por la decisión de expertos.
A
 esta servidumbre de los parlamentarios hay que añadir el cada vez
 más escaso poder de decisión de los gobiernos salidos de las
 urnas. Una de las cosas que ha destapado de nuevo la crisis actual,
 es que la vida política está monopolizada por decisiones lejanas,
 hasta el punto que en el mundo globalizado, en materia económica
 los gobiernos nacionales o regionales dependen de las decisiones de
 quienes no han sido elegidos democráticamente. Estos son los que
 controlan el sistema monetario y la máquina de imprimir el dinero
 (el Banco de Inglaterra es privado desde hace más de tres siglos y
 la Reserva Federal de EE.UU. hace más de un siglo que también es
 privada). 
 
Así
 que los gobiernos de los estados les tienen que pedir prestado a los
 Bancos Centrales con pago de intereses el dinero que antes podían
 emitir. Como consecuencia, los gobiernos aceptan ser esclavizados
 por la deuda y se les imponen las decisiones políticas que deben
 tomar para que las consecuencias de la crisis tengamos que pagarlas
 los ciudadanos. De modo que una minoría corrupta se enriquece y
 beneficia a costa de aumentar las penurias, la pobreza y el
 sufrimiento de la gran mayoría. Ante esta situación
 la desobediencia
 civil es
 o debiera ser un  deber ciudadano.
 El
ejercicio de la democracia directa también implica que tenemos que
abandonar la sensación de que cada individuo tiene poco o muy poco
que decir.  Esta actitud pasiva que ha delegado todo el
acontecer político en los representantes parlamentarios y
municipales, es la que ha permitido la gestación de la crisis y el
paro. La corrupción generalizada actual que se desarrolla
diariamente entretejiendo el poder económico y político, primando
los intereses empresariales por encima de los sociales, o las
prebendas e inmunidad legal de la que gozan los representantes
electos, el poder financiero y las grandes empresas, no se puede
atajar votando una vez cada cuatro años a unos candidatos, mientras
los políticos, funcionarios y empresarios implicados en la
corrupción actúan diariamente para satisfacer su avaricia.
La
representación parlamentaria o municipal en vez de ser portadora de
salud social, lleva en si las semillas de la tragedia que genera la
pasividad ciudadana. Poner en práctica la democracia directa exige
la responsabilidad de la participación ciudadana. Somos los
ciudadanos los que tenemos que tomar el protagonismo en la vida
política y social, ejerciendo un contrapoder real diario sobre el
gobierno y sobre las repercusiones sociales de la actividad económica
para impedir que la avaricia del interés privado se imponga al
interés de la comunidad.
¿Acaso
una de las peores deficiencias, sino la peor, de la sociedad actual
no es justamente que nos dejamos representar demasiado? La
representación parlamentaria y municipal ha contribuido a inhibir la
participación de los ciudadanos en la vida comunitaria. El entramado
de representantes y burócratas fomentan la pasividad entre el
conjunto de la población, asfixiando cuando no impidiendo cualquier
iniciativa de participación activa. 
Cuando
un grupo humano se deja representar en las cuestiones comunes, su
vida carece de contenido comunitario. La vida en comunidad se pone de
manifiesto, ante todo, en el tratamiento y la participación activa
de las cuestiones comunes. Sin ese tratamiento y participación la
comunidad no puede existir.
Las
ciudades actuales no son ya una comunidad de ciudadanos libres
conscientes de unos problemas comunes, de unos intereses comunes y de
unos objetivos comunes. No existe una actividad ciudadana marcada por
una acción disciplinada y cooperativa en la que las personas marchan
hombro con hombro con sus vecinos, dependiendo unos de otros para
apoyar una causa común. El individualismo y las ambiciones
personales han debilitado o roto los sentimientos –en otro tiempo
intensos– de comunidad. La mayoría de las personas vivimos
inmersas en nuestro reducto individual, sin ejercer nuestra
responsabilidad a través de un control activo de lo que acontece en
la vida social. Al igual que los políticos que nos gobiernan,
actuamos como si tuviéramos agorafobia, palabra griega que significa
miedo a las ágoras, a los espacios públicos.
Los
sacerdotes de la democracia representativa
La
falta de reacción y respuesta popular ante los graves problemas
sociales es ya una respuesta. La peor de todas las respuestas. La
pasividad es una forma de complicidad. Y esta complicidad es
alimentada consciente o inconscientemente por aquellos que ponen el
acento en las candidaturas. Existe una correspondencia especialmente
íntima entre la representación y la pasividad. Ninguna candidatura
electoral es capaz de resolver los 
problemas actuales. Los aspirantes a candidatos que digan lo
contrario o son unos ilusos o nos engañan. Dos razones más por las
que debemos desconfiar de ellos y no hacerles caso. Porque, por mucho
que griten algunos desde las tribunas de candidaturas electorales, la
responsabilidad y la participación ciudadana no se puede imponer por
decreto legislativo de unos representantes. Tiene que gestarse antes
con un movimiento social fuerte. La representación parlamentaria
sólo sirve para que algunos satisfagan sus mezquinas ambiciones
políticas y cobren un sueldo, pero a costa de prolongar la pasividad
ciudadana y con ella la injusta e insufrible situación actual.
Superarla con éxito depende en gran medida de nuestros actos, no del
resultado de unas elecciones.
¿Cuanto
tiempo más vamos a seguir dejándonos manipular y engañar? 
Basta con mirar hacia atrás y ver la sociedad deforme por la
corrupción que nos ha traído la democracia representativa, para
comprender que su afilado borde corta la posibilidad de solucionar
los problemas sociales y sólo conduce a la inexorable agonía de la
sociedad. Después de 35 años, creer que con la Constitución
española actual los representantes salidos de la urnas nos van a
resolver algún problema social, es una creencia de conmovedora
ingenuidad o de perversa manipulación. 
Mienten
o deliran quienes dicen que han «secuestrado nuestra democracia», o
hablan de querer «frenar estos procesos de involución de nuestras
democracias», porque ocultan que esa democracia nunca ha existido,
es una gran mentira; que la democracia representativa no es
democracia, sino una dictadura parlamentaria de los partidos. Los
candidatos de todo signo (derecha, centro e izquierda) que hay en
esta sociedad corrupta alimentan esa creencia, juegan con los
sentimientos de la gente, convierten en hoguera los fuegos del
corazón humano para que los elijan y así, como moscas y piojos
rollizos, poder gozar del banquete de santidad electoral aferrados a
la teta del cargo.
Algunos,
en un alarde de cinismo o desatino incongruente (aquí lo de menos es
la intención), se presentan como candidatos a la elección para
«hacer llegar a las instituciones la voz y las demandas» de una
supuesta «mayoría social que ya no se reconoce» ni en la Unión
Europea ni en «un régimen corrupto sin regeneración posible». Y,
en el colmo de la desfachatez, añaden que «sólo de la ciudadanía
puede venir la solución».
¿Si
el régimen no tiene regeneración y la solución está en los
ciudadanos, para que quieren que les voten? Todos estos candidatos
una vez elegidos, continuarán su aletear de grandes vuelos en las
tribunas parlamentarias, para terminar pidiendo de nuevo el voto en
las siguientes elecciones. Se justificarán diciendo que para poder
resolver los problemas tiene que ser más numeroso el número de
representantes elegidos en su bando. Falsa quimera o engaño
consciente de los que no quieren un nuevo orden social porque aspiran
o propugnan vivir “mejor” bajo el capitalismo y una falsa
democracia.
En
su búsqueda del poder, estos miembros del sacerdocio de la
democracia representativa, seguirán expandiendo sentimientos
reformistas de naturaleza reaccionaria con su visión de luz hacia el
provenir, para hacerle más llevadera al
pueblo
su miseria en el presente. Su objetivo es el mismo siempre : ahogar
al ser humano en sí mismo para poder dominarlo en masa. Al final,
para el panal de electores que buscan representantes huyendo de su
responsabilidad ciudadana, lo que comienza siendo una ilusion,
termina una vez más en frustración. 
La
historia se repite de nuevo como tragedia por una sociedad que,
cegada por la pasividad, sufre de amnesia o ignora su pasado y sigue
tropezando de nuevo en la piedra de la democracia representativa, en
la que los ciudadanos no ejercen el poder de legislar, tampoco tienen
en sus manos el gobierno y el poder judicial, ni controlan a los
representantes mediante el mandato imperativo y el poder de
revocarlos.
De
la pasividad infrahumana al activismo destructor
Pero
no nos engañemos. El que vive de rodillas y no lucha por lo que
quiere sólo se merece lo que le den.  La historia nos ha
proporcionado muchas veces el hecho repetido de que los seres humanos
aprendemos mediante el escarmiento que siempre deja un poso amargo. A
veces ni por esas aprendemos. ¿Seremos capaces de aprender de los
hechos del pasado? ¿Podemos ver más claro colectivamente el camino
a seguir sin dejar que nos engañen otra vez los que nos quieren
representar?
No
es suficiente con desear de forma pasiva que exista una democracia
real, directa. La palabra «desidia» es un tipo de pereza y
significa etimológicamente «pródigo en deseos»  El deseo es
una llamada a la acción. Y la acción se realiza en base a un
proyecto y a un plan estratégico. De modo que de nada valen las
buenas intenciones sin una acción colectiva y masiva que nos permita
acabar con la actual Constitución para que el pueblo ejerza
realmente el poder. Dificultades las hay y muchas.
Es
cierto que en nuestra sociedad en desintegración abunda la pasividad
e inacción de un elevado número de individuos embrutecidos y
deshumanizados como nunca antes, robotizados serviles (casi
infra-humanos) y aptos para ser manipulados por el poder, bufones que
buscan placeres efímeros a costa de un profundo, enfermizo y
prolongado sufrir. También es cierto que una parte de la población
española se viene movilizando, pero no hay viento favorable para el
que no sabe a que puerto se dirige. 
La
actitud de los activistas que buscan y promueven la acción
continuada, es la antagónica de la pasividad, igualmente enfermiza
pero más destructora.  En su búsqueda de resultados a corto
plazo, el activismo es un vampiro que devora a las personas que lo
practican en su afán continuado y obsesivo de promover una acción y
otra, y otra,… Al final no sólo consumen toda su energía, sino
que terminan destruyendo también la propia lucha y, con ella, a un
número indeterminado de personas que participan guiadas por un
compromiso social para, finalmente, terminar abandonando la lucha en
un trasiego permanente de gente “quemada”. Incapaz de formular
unos objetivos estratégicos claros, el instrumento preferido del
activista es el panfleto, que llama a la acción reivindicativa sin
una estrategia claramente anticapitalista que dirija la lucha hacia
un cambio social revolucionario.
Pero
allí donde crece la confusión y la desesperación, también crece
la esperanza que es capaz de resucitar en el mismo corazón de la
desesperanza. Que nadie se confunda: esperanza no es sinónimo de
ilusión. Es verdad que tampoco es certidumbre pero, como dijo
Antonio Machado, se hace camino al andar.  Porque una conciencia
clara de lo que queremos y del camino a seguir para lograrlo, nos
proporciona la valentía necesaria para ponernos manos a la obra. Por
eso, aunque con el recrudecimiento de la crisis global que vivimos
parezca difícil o improbable, no es una tarea imposible cambiar el
sistema social y político actual por una democracia directa donde la
soberanía popular sea real. 
Sólo
requiere, junto a una estrategia global, de una acción y
organización ciudadana perseverante que practique la democracia
directa, que crezca la movilización social y la desobediencia civil,
hasta que el movimiento social sea lo suficientemente fuerte y
poderoso para empujar la Constitución al crematorio de la funeraria
y posibilitar el cambio revolucionario que asegure el ejercicio del
poder directo de los ciudadanos.
La
crítica situación actual empieza por el ciudadano mismo. Es
indispensable la participación directa de los ciudadanos en las
decisiones de interés común (desde los impuestos hasta los
presupuestos, pasando por alimentación, la sanidad o la educación).
Junto al ejercicio del autogobierno, es esencial la información que
permita la transparencia y fundamente la toma de decisiones por los
ciudadanos. Se trata de eliminar cualquier tipo de trabas a la
democracia directa para ejercer el gobierno de un modo claro. Es
cierto que esto puede provocar otro tipo de problemas. Pero siempre
será mejor que el estado actual de las cosas.
La
democracia es un método para convivir y buscar soluciones a los
problemas, que requiere obligatoriamente para que funcione de la
participación regular directa de los ciudadanos. Es, sobre todo, un
proyecto ético basado en un sistema de valores sociales y morales
donde la generosidad de compartir se impone a la avaricia de
competir, valores que son los que dan sentido al ejercicio del poder
en y por la comunidad. Necesitamos imperiosamente reconstruir la
ética pública. Todos tenemos la responsabilidad moral de actuar en
un proceso de invención ética, caudaloso, tenaz, incierto si, igual
que la vida  misma. Se necesitarán intentos, tanteos, ajustes,
reflexión, críticas, equivocaciones, firmeza para resistir las
dificultades para que al final pueda emerger un modo de vida en
comunidad más digno, justo y saludable.
La
soberanía del pueblo sólo es posible cuando pone en común todos
los intereses y se mantiene como un cuerpo unitario que conserva
todos los poderes. La democracia directa implica también, como diría
Marx, la «supresión del Estado parásito» y acabar con una
sociedad de libre mercado que a través de la industrialización ha
convertido al ser humano en una mercancía. Para lograrlo es
imprescindible que exista una organización social libre regida por
el autogobierno, con trabajo no asalariado y un nuevo sistema de
valores ajeno al consumismo y al apego a la propiedad privada.

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