POTLATCH: La fiesta en que los ricos regalaban sus bienes
En
 el último cuarto del siglo XIX el parlamento canadiense y el
 Congreso de EEUU aprobaron la insólita prohibición de una
 ancestral costumbre de los indios de la Costa Noroeste.
Pero
 no porque temieran que pudiera reforzar su sentimiento grupal e
 inducirles a una rebelión, como pasaría en 1895 con la
 proscripción de la Danza del Sol en las tribus de las
 llanuras, sino porque la consideraban inútil, inmoral y contraria
 a los valores de la civilización.
Esa
 tradición vedada consistía en una fiesta anual en la que, entre
 música y baile, los más pudientes de la tribu se desprendían de
 sus pertenencias regalándolas o incluso destruyéndolas. Era lo que
 llamaban potlatch.
Fueron
 los misioneros como William Duncan y los agentes gubernamentales de
 asuntos indios como George Blenkinsop y Gilbert M. Sproat los que
 informaron negativamente sobre el potlatch por
 ir en contra del espíritu
 capitalista y
 constituir una práctica salvaje que podía afectar negativamente a
 las propias tribus.
Por
 eso en 1884 la Indian
 Act canadiense
 dictaba una reglamentación de comportamiento para los más de
 seiscientos pueblos indígenas, a los que denominaba Primeras
 Naciones, y era de aplicación unilateral obligatoria.
La
 ley era amplia y buscaba la asimilación
 de los indios al
 modo de vida blanco eliminando ciertas costumbres ancestrales,
 obligando a dejar las familias numerosas en favor de pequeños
 núcleos familiares e internando a los niños aborígenes en
 escuelas especiales para la correspondiente reeducación, so pena de
 ser separados de sus padres y entregados en acogida.
Una
 enmienda a dicha ley, añadida al año siguiente y conocida
 como Potlatch
 Ban,
 vetó específicamente el potlatch.
 Por supuesto, los afectados lo consideraron una injusticia y algunos
 desobedecieron abiertamente; al principio no hubo represalias pero a
 partir de 1921 se produjeron detenciones, terminando una veintena de
 individuos de ambos sexos en
 prisión.
El potlatch formaba
 parte de la tradición de pueblos de habla
 na-dené (Haida,
 Tingit), penutia (Tshimshian) y wakash (Nuu-chah-nulth,
 Kwakiutl), así como la cultura Salish,
 que ocupaban tanto el litoral como el interior de la Columbia
 Británica y el noroeste de EEUU.
El
 nombre mismo describe la idea, pues deriva del término paɬaˑč,
 que en lengua Nuu-chah-nulth significa regalo o regalar. No
 obstante, cada pueblo dotaba a su potlach de
 características propias. Eso sí, tenían elementos en común, como
 aprovechar determinados eventos
 sociales para
 celebrarlo (bodas, fallecimientos, adopciones, inauguraciones de
 casas y similares) y hacerlo fundamentalmente en el invierno.
Era
 un rito jerárquico, dirigido por un numaym,
 una especie de clan rico (si bien incluía también a sus miembros
 de clase baja y esclavos) dirigido por un anciano asociado a algún
 tótem. Cada tribu estaba compuesta por varios numaym,
 cada uno de los cuales contaba con un centenar de personas
 aproximadamente.
Por
 lógica, únicamente los acomodados tenían
 capacidad suficiente para llevar a cabo esa costumbre; de hecho, los
 cabezas de cada uno rivalizaban entre sí en hacer ostentación de
 regalos y si pensaban que no habían alcanzado nivel suficiente
 quemaban en una hoguera lo restante.
Originalmente
 las dádivas eran en forma de cosas
 físicas y almacenables,
 como  pemmican
 (carne
 de foca desecada), pescado, aceite, canoas, pieles, esclavos
 o coppers,
 unas láminas de cobre procedentes del forro de los barcos que se
 labraban en forma de T y hacían la función de joyas suntuarias.
Sin
 embargo, el contacto con el hombre blanco trajo un enriquecimiento
 generalizado a
 través del comercio de forma paralela a un desplome
 demográfico por
 la ausencia de defensas naturales ante las enfermedades.
Ello
 cambió el concepto del potlatch:
 un numaym hacia
 de anfitrión de otros, que se reunían sentándose según su
 jerarquía y siguiendo un estricto protocolo para recibir la
 distribución de derechos de caza, pesca y recolección en el
 territorio. O sea, se pasó de dar bienes físicos a privilegios
 sobre los recursos naturales.
 Todo ello acompañado de danzas rituales en las que los oficiantes
 iban ataviados con las máscaras que representaban a sus respectivos
 clanes.
No
 resulta difícil entrever que en el fondo se trata de una compleja
 forma de relación
 social,
 tanto en el orden externo (entre pueblos y tribus) como en el
 interno (dentro de cada numaym mismo
 e incluso de cada familia), para estructurar la división
 de la riqueza,
 lo que de paso sirve para determinar la primacía de un clan sobre
 otro y transmitir los privilegios a los sucesores.
Y
 es que lo que el potlatch ponía
 de manifiesto no era que el poder político estuviera en manos de
 quien poseyera mayor poder económico sino de quien distribuyera
 mejor los recursos. Dicho de otra forma, el
 que más repartía alcanzaba la supremacía porque
 superaba en prestigio a los demás.
Claro
 que esta descripción del potlatch es
 general -basada en los estudios sobre los indios Kwakwaka’wakw de
 Vancouver- y en cada pueblo adoptaba características diferentes e
 incluso había varios tipos.
Con
 el tiempo, los más humildes empezaron a reclamar
 derechos de
 los que hasta entonces se hallaban privados, con lo que los
 privilegiados tuvieron que aumentar la cantidad de los regalos y
 extender el abanico de beneficiarios para poder competir con sus
 rivales y mantener su posición social.
La
 consecuencia de ello fue la dilapidación
 de enormes cantidades de bienes porque
 a veces aún sobraban cosas y lo que se hacía entonces era, como
 decíamos antes, destruirlas sin más. Dicha destrucción podía
 alcanzar niveles asombrosos: casas, parcelas, canoas…
Los
 antropólogos suelen interpretar esto como una fórmula
 de adaptación
 geográfica a los recursos disponibles,
 es decir, un pueblo que pasase por un período de escasez podía
 beneficiarse de la generosidad de otro que tuviera una situación
 boyante; y viceversa, pues era impensable no devolver el favor
 cuando hubiera ocasión.
Pero
 los blancos decimonónicos sólo vieron en ello un derroche
 absurdo,
 de ahí que incitaran al gobierno a la prohibición secundados por
 las empresas (que sólo encontraban personal indio en verano, porque
 en invierno se dedicaban a gastar las ganancias de aquella forma
 inconcebible) y los religiosos, que denunciaban la inmoralidad de
 que algunas mujeres tuvieran que prostituirse para poder saldar las
 cuentas de los potlatch de
 sus maridos.
Así
 que la enmienda citada lo tipificó como delito
 menor,
 sancionando con pena de prisión de dos a seis meses tanto la
 participación en esa fiesta como la incitación a su celebración.
Decíamos
 al comienzo que la aplicación práctica de la ley fue
 un fracaso debido
 al arraigo de la tradición, al papel fundamental que jugaba ésta
 en su vida social y religiosa, al disgusto que levantó entre los
 indígenas y a las dificultades para controlar el vastísimo
 territorio por el que se diseminaban las tribus.
En
 contra se alzó la voz del antropólogo Franz
 Boas,
 que había estudiado el fenómeno en Vancouver y consideraba un
 despropósito la prohibición. Algunos agentes también consideraron
 innecesaria la ley, suponiendo que con el tiempo decaería la
 costumbre con la educación impartida a las nuevas generaciones.
La
 proscripción se
 suprimió finalmente en 1951 y
 los indios recuperaron el potlatch 
 como una forma de reivindicar su pasado y su identidad, cobrando
 fuerza en las décadas de los setenta y ochenta hasta la actualidad.

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