EL QUINTO EXPERIMENTO
En artículos recientes he ido desgranando cómo las
sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos,
históricamente muy recientes, que se consideran avances indiscutibles de la civilización
y cuyos resultados, por tanto, no están siendo sometidos a un juicio objetivo.
Los cuatro primeros experimentos, ya analizados, son el aumento desorbitado del tamaño del Estado, que ha conducido a una abusiva presión fiscal; un endeudamiento gigantesco, que hipoteca nuestro futuro; un sistema económico-monetario que está minando la capacidad adquisitiva de la población, la cual ve cómo sus padres o abuelos eran capaces de mantener una familia de cuatro hijos con un solo sueldo y ellos no pueden mantener dos hijos con dos sueldos; y la democracia basada en el sufragio universal incondicionado y en el poder ilimitado de la mayoría, que está conduciendo, paradójicamente, a un grave retroceso de las libertades individuales.
El quinto experimento
Por fin llegamos al quinto y último experimento, mucho más
profundo y de consecuencias mucho más destructivas. Es el experimento de vivir
sin Dios. En efecto, por primera vez en la Historia, los países occidentales
viven como si Dios no existiera. Ya no hay un Ser Superior, ni Diez
Mandamientos, ni ley natural, ni bien ni mal. No hace falta siquiera negar la
existencia de Dios; simplemente se le ignora.
Esta secularización de Occidente tiene a España
―históricamente, país católico por excelencia― como termómetro cualificado. Si
en 1978 el 78% de la población se declaraba católica, hoy ese porcentaje ha
bajado al 57%; si en 1978, el 40% se declaraba practicante, hoy ese porcentaje
ha caído a menos de la mitad. Solo en los últimos 30 años, el porcentaje de
matrimonios religiosos en España ha pasado del 80% al 20%
Eliminar a Dios significa en realidad sustituirlo por otros
dioses: el poder, el sexo, el dinero, la popularidad o la madre Tierra, o por
una serie de ideologías que ocultan, tras la fachada, una siniestra
misantropía. Como advirtió Juan Pablo II de forma ciertamente profética, «el
hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse
contra el hombre». Si ya no somos hijos de Dios, ¿de dónde provienen nuestros
derechos? ¿De lo que decidan otros hombres? Entonces, ¿ya no son inalienables?
Si las normas y los derechos son decididos por otros
hombres, sea por una mayoría divinizada que actúa en nombre de la diosa
democracia o por una sedicente élite no electa, como ocurre en la UE; si vox
populi, vox Dei, ya no existen normas inmutables ni límites infranqueables,
pues en una sociedad relativista todo depende de opiniones subjetivas, de la
última moda, de los caprichos cambiantes de la mayoría o de las creencias del
poderoso.
No olviden que cuando el poder no está sujeto a las
restricciones de una norma superior, los que lo detentan se convierten en
dioses, pero no en dioses justos y buenos, sino en oscuros tiranos. Y si
nuestros semejantes pueden decidir cuáles son nuestros derechos, éstos dejan de
serlo, porque un derecho no puede depender del permiso de otros.
Estamos perdiendo nuestra libertad en nombre de un sucedáneo
de libertad. Libertad sin responsabilidad, libertad sin verdad, libertad sin
bien, libertad sin moral. Y en la búsqueda de esta libertad mal entendida nos
hemos convertido en esclavos. Peor aún, nos hemos convertido en esclavos que
ignoran su estado de esclavitud.
Europa como paradigma de decadencia
Quizá ninguna región del planeta ejemplifica mejor la
decadencia de Occidente y la perniciosa influencia del quinto experimento que
Europa. Pero ¿qué es Europa? ¿Un pequeño continente delimitado por los Urales,
el Báltico, el Mediterráneo y el Atlántico? Sería muy pobre limitarnos a su
descripción geográfica.
Tampoco podemos limitarnos a definir Europa como la heredera
de la filosofía griega y del Derecho romano. Sin duda lo es, pero en su momento
de mayor expansión en el s. II ―bajo el emperador Trajano, nacido en Hispania―,
el Imperio Romano no llegó a cubrir sino la mitad de la Europa de hoy. A contrario
sensu, el norte de África y Asia Menor pertenecieron a Roma y obviamente no
son europeos.
Finalmente, tampoco parece adecuado definir Europa como el
continente de las democracias, pues, como hemos visto, es éste un experimento
recientísimo, por lo que en la mayor parte de la historia de Europa la
democracia ni estaba ni se le esperaba.
Entonces, ¿qué factor común define mejor la identidad de
Europa? El cristianismo. Dicho de otro modo, lo que tienen en común todos los
países europeos son las 600 catedrales románicas, góticas, renacentistas,
barrocas y neoclásicas que adornan sus ciudades desde hace siglos. De hecho, la
capital de la UE debería ser Roma, y no Bruselas.
El cristianismo fue el germen de Europa y su clave de
bóveda. Incluso tras la Reforma protestante que dividiría Europa en dos, siguió
siéndolo aunque fuera bajo el signo de las guerras de religión, que, con la
honrosa excepción de nuestro emperador Carlos, en realidad escondían las muy
prosaicas pasiones humanas y ambiciones políticas de sus protagonistas. Esto
explica, por ejemplo, que el perjuro rey Francisco I de Francia ―católico―
firmara una alianza con el sultán otomano Solimán el Magnífico ―musulmán― para
formar un frente común contra el muy católico Imperio español.
Tras la sangrienta Revolución francesa de 1789, que tuvo un
marcado (y violento) carácter anticristiano, el rumbo de Europa fue variando.
Cierto es que la Revolución fracasó a corto plazo, pues hasta 1870 Francia
viviría un largo período de gobierno de reyes y emperadores salpimentado por
breves y turbulentos episodios republicanos. De hecho, hubo que esperar al s.
XX para que la siniestra semilla plantada por Rousseau ―que junto con Lutero y
Descartes conforma la conciencia moderna, en acertada expresión de Maritain―
comenzara a germinar.
Europa, secuestrada por la UE
Esta Europa descreída y desesperanzada a causa de su
secularización constituye el paradigma perfecto de la decadencia de Occidente,
proceso acelerado por su muy reciente secuestro a manos de la UE. En efecto,
hoy Europa está dominada por una superestructura denominada Unión Europea. Esta
superestructura no es Europa, sino el tirano de Europa. En este sentido, es
importante no confundir los términos.
Del mismo modo que los tiranos tienden a confundir a sus
países con sus personas y a identificar cualquier crítica a su persona con la
alta traición, se ha extendido la falacia de que criticar la UE es criticar
Europa. Nada más lejos de la realidad: es precisamente la simpatía que siento
por Europa lo que me lleva a desear que se libre del yugo de la UE.
Con cierta nostalgia no exenta de irritación recuerdo
aquella atractiva promesa de la libre circulación de personas, mercancías y
capitales (el cebo) que fue utilizada como caballo de Troya para tapar la toma
de poder de un gobierno burocrático no electo con claras ambiciones
totalitarias. Al decir sí a lo primero, creamos, sin saberlo, un monstruo que
amenaza con engullirnos.
Las cinco características de la UE
En este sentido, la UE tiene cinco características. La
primera es una ideologización de carácter marcadamente anticristiano, a la vez
causa y consecuencia del quinto experimento.
Cuando en 1988 Juan Pablo II acudió al Parlamento Europeo,
pocos entendieron la hondura de su análisis sobre las dos visiones opuestas que
había en Europa. La primera era la de quienes «consideran que la
obediencia a Dios es la fuente de la verdadera libertad, la cual no es nunca
libertad arbitraria, sino libertad para la verdad y el bien, lo que se traduce
en la aceptación de principios que manan de la autoridad de Dios, de las cuales
el hombre no puede disponer a su gusto».
La segunda es la actitud de quienes, «habiendo suprimido
toda subordinación de la criatura a Dios, o a un orden trascendente de la
verdad y del bien, consideran al hombre el principio y el fin de todas las
cosas. La ética no tiene entonces otro fundamento que el consenso». Dicho
consenso, carente de límites morales, es el que está decidiendo cuándo empieza
y termina la vida, por ejemplo, una regresión civilizacional que nos devuelve
subrepticiamente a la barbarie de las sociedades paganas de la Antigüedad.
Pues bien, a pesar de que fueron precisamente los principios
cristianos los que impulsaron a los Padres de Europa a proponer su unión (como
el católico Robert Schuman), hoy la UE está controlada por una burocracia que
pertenece claramente al segundo grupo, es decir, que reniega de los principios
cristianos y hace lo posible por dañarlos. Como decía un autor recientemente,
«el nuevo experimento europeo es una experiencia insólita que pretende no sólo
prescindir de la religión, sino hacer de su rechazo fuente esencial de
identidad de la nueva civilización».
En otras palabras, la UE no es una burocracia
ideológicamente neutral, sino que intenta imponer su propia ideología. Esta es
su primera característica. Y cuando algún país se resiste a dicha imposición
(como Polonia o Hungría), la UE le acosa de forma inmisericorde con un
impudoroso doble rasero. Así, cuando alguno de sus correligionarios ateos (como
Sánchez) comete todo tipo de fechorías, miran hacia otro lado.
Fue por esta ideologización por lo que el fallido Tratado de
la Constitución Europea omitió cualquier mención a las raíces cristianas de
Europa, o por el que el Parlamento Europeo votó recientemente a favor de
incluir el aborto como Derecho Fundamental de la UE, o por el que la UE fomenta
la siniestra ideología de género, destructora de individuos y familias, o la
empobrecedora y fanática agencia verde.
Un intervencionismo enfermizo
La segunda característica de la UE es su carácter
intervencionista y liberticida. En efecto, su appáratchik ―copiando
el modelo de la URSS― ejerce un control asfixiante en la vida de sus ciudadanos
con todo tipo de normas invasivas. De ahí la alucinante prohibición de la venta
de coches de combustión a partir de 2035, las sádicas regulaciones impuestas al
campo o la grotesca obligación de que los tapones de las botellas estén unidos
a la propia botella, caso único en el mundo que no pasará a los anales de la
historia de la inteligencia.
La UE siempre está a favor de aumentar el peso del Estado y
los impuestos, y mientras el resto del mundo innova, la UE regula. Europa no
inventa y se queda atrás. En efecto, que Europa se dedique a regular en vez de
innovar tiene consecuencias.
La tercera característica de la UE es que gobierna de
espaldas a los intereses de sus ciudadanos-súbditos. Recuerden el proyecto de
Constitución Europea, cuyo referéndum fue suspendido al ser rechazado por
franceses y holandeses, a pesar del apoyo casi unánime de sus respectivas
clases políticas. La UE decidió no arriesgarse a volver a preguntar a los
ciudadanos, retiró el proyecto y lo sustituyó por el Tratado de Lisboa, que
sólo requería aprobación de los Parlamentos, esto es, de las clases políticas.
Más recientemente, tenemos el caso de las elecciones de Rumanía, anuladas por
su Tribunal Constitucional con el abierto apoyo de la UE obviamente porque el
ganador de la primera vuelta (al que impidieron presentarse) era euroescéptico.
La cuarta característica de la UE es su gran opacidad, que
posiblemente haya convertido a Bruselas en una de las capitales mundiales de la
corrupción. En este sentido, no hay mejor ejemplo que el contrato que firmó la
inefable Von der Leyen con Pfizer para la compra de 1.800 millones de dosis de
vacunas covid por importe de 35.000 millones de euros. Pues bien, la Comisión
Europea inicialmente mantuvo el contrato en secreto, y cuando fue obligada a
revelarlo, lo hizo tachando párrafos enteros. El Tribunal de Cuentas de la UE
pidió repetidas veces transparencia y el Tribunal de Justicia de la UE
dictaminó que Von der Leyen debía hacer públicos sus mensajes personales con el
presidente de Pfizer, que se negaba a entregar. No lo hará, y no le pasará
nada, pues la impunidad es la norma en la UE.
Con su ironía habitual, decía el pensador católico
colombiano Nicolás Gómez-Dávila que «cuanto más graves son los problemas, mayor
es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos». La quinta y
última característica de la UE es la ineptitud. Prueba de ello es la peor
negociación de la Historia, que le ha llevado a aceptar un arancel unilateral
del 15% impuesto por EEUU a pesar de contar con un equilibrio comercial en
bienes y servicios y de que el propio Departamento de Comercio norteamericano reconociera
que la UE tenía por lo general unos aranceles bajos.
Y ahora quieren una guerra
La ideologización, el intervencionismo enfermizo, el
despotismo, la opacidad y la ineptitud de la UE hacen incompatible su defensa
con la defensa de Europa.
Nos han hecho creer que éste es el único modelo que puede
haber en Europa. No es verdad. Otra Europa es posible, pero para ello debe
recuperar sus raíces cristianas y liberarse del yugo de quien la ha
secuestrado.
Ítem más. Observo con gran preocupación la frívola escalada
belicista de los líderes europeos, que ahora inventan una inexistente amenaza
rusa para tapar la decrepitud del imperio que se derrumba. ¿Para qué demonios
querría Rusia atacar Europa? Además, su estulticia parece no captar su
contradicción: por un lado, nos dicen que el ejército ruso es un «tigre de
papel» que no es capaz de avanzar siquiera en Ucrania, pero, por el otro, es
capaz de amenazar simultáneamente Polonia, Alemania, los países nórdicos y las
repúblicas bálticas. ¿En qué quedamos?
Los sátrapas de esa colonia de EEUU llamada UE han obedecido
servilmente los intereses del amo norteamericano creando de la nada un
artificioso enfrentamiento con Rusia, principal y barato proveedor de energía.
No les ha bastado con empobrecer a sus ciudadanos. Ahora quieren una guerra.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo

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