TATUAJES
Cuando la estética se convierte en envenenamiento
crónico.
Cuando uno se tatúa, no está decorando su cuerpo, está cargándolo de veneno. Y no en sentido metafórico. Literalmente. Porque las tintas de tatuaje están compuestas en gran medida por metales pesados, hidrocarburos aromáticos policíclicos y otras sustancias que, inyectadas bajo la piel, no permanecen ahí inmóviles como pigmentos de una cerámica, sino que migran lentamente, atraviesan el organismo, se acumulan en ganglios linfáticos, hígado, bazo, torrente sanguíneo, y se incorporan a procesos fisiológicos que en ningún caso estaban diseñados para gestionarlos.
El cuerpo, al recibir estos materiales, no los reconoce como inocuos: activa su sistema inmunitario para tratar de eliminarlos, lo que provoca una inflamación persistente de bajo grado que lo mantiene en estado de alerta crónica. En otras palabras: el tatuado está envenenado, y lo estará mientras lleve esas tintas en el cuerpo. Cada segundo.
Los tatuajes se han convertido en un fenómeno tan masivo que cualquier disidencia es ya marginal. Parecería que cuestionarlos es cosa de meapilas, carcas o integristas. Pero conviene recordar algunas cosas básicas. La piel es un órgano: no un lienzo. Se perfunde con sangre, transpira, elimina toxinas. Pintarla con esas tintas no es pintar una pared: es alterar un equilibrio fisiológico.
A menudo el cuerpo, en su lucha por expulsar ese
veneno, desplaza parte de los tóxicos a través del sistema linfático, por lo
que muchos tatuajes se deterioran con los años. Esa pérdida de color
—normalizada como simple “desgaste estético”— es en realidad la huella de una
eliminación orgánica: el cuerpo se defiende como puede de lo que no reconoce
como propio.
Cuanto más tatuado esté, peor. Cuanto mayor la superficie, cuanto
más color y más recargado el dibujo, más contaminación interna, más esfuerzo
del sistema inmunológico y más probabilidades de fallo. No importa si el
tatuaje gusta o no: el efecto tóxico es independiente del juicio estético.
Puedes creer que te ves bien, pero tu cuerpo no lo cree: está librando una
guerra interna para neutralizar lo que percibe como una invasión permanente.
De esto no se habla. Ni de las nanopartículas que cruzan la
barrera hematoencefálica. Ni de los disruptores hormonales presentes en la
tinta. Ni de la correlación estadística con enfermedades autoinmunes. Ni de la
contaminación que suponen para el agua y el suelo. Ni de la angustia
psicológica que suele estar detrás de la fiebre por tatuarse. Tampoco se
informa de los intereses de las empresas que fabrican esos productos ni de los
efectos acumulativos con otras fuentes de toxicidad cotidiana.
Los estudios son claros. Muchas tintas negras contienen
carbono derivado de combustión incompleta de petróleo, que genera hidrocarburos
altamente tóxicos¹. Los pigmentos de color incorporan metales como níquel,
plomo, cadmio, mercurio o cromo, en concentraciones superiores a los límites
permitidos para el contacto con el cuerpo humano por vía oral o dérmica². ¿Por
qué es esto legal? Porque no hay legislación específica sobre lo que puede
inyectarse bajo la piel como tatuaje. No hay controles sistemáticos. No hay
estudios longitudinales. No hay voluntad de mirar.
Y la toxicidad va más allá. Estos metales y pigmentos
reaccionan con radiaciones externas, especialmente ultravioleta, provocando
reacciones inflamatorias, alergias, fotodermatitis. En entornos urbanos,
expuestos a frecuencias electromagnéticas artificiales —Wi-Fi, 4G, 5G—, muchas
personas fuertemente tatuadas experimentan brotes de hipersensibilidad,
erupciones cutáneas, dolores migrantes, migrañas, fatiga persistente. El cuerpo
vibra, se irrita, se inflama. Porque el metal, al excitarse por radiación,
transmite esa excitación al tejido.
Todo esto se sabe. Y se oculta. Incluso el Washington
Post reconocía en 2023 que las partículas de las tintas migran a
órganos internos³. Incluso estudios en Nature⁴ alertaban del efecto
del desgaste de los pigmentos a largo plazo. Pero no se investiga más. No
interesa. ¿Por qué? Porque la industria del tatuaje es multimillonaria, y
porque nunca se va a demostrar algo que no conviene demostrar. El principio de
precaución ha desaparecido. El cuerpo humano se ha convertido en el nuevo
vertedero de residuos industriales en forma de moda estética.
La verdadera pregunta es: ¿por qué no se regula? ¿Por qué no se advierte con claridad a los jóvenes? La respuesta es incómoda, pero evidente: los mismos poderes que silencian otros grandes envenenamientos —alimentarios, farmacéuticos, vacúnicos— no van a tener ningún interés en alertar sobre este. Al contrario: una población tatuada, enferma, manipulable y feliz de autodecorarse mientras se autointoxica… es el sueño húmedo de cualquier ingeniero social.
¿O alguien cree que una élite decidida a reducir
drásticamente la población mundial va a obstaculizar un método lento,
voluntario y económicamente rentable de autoeliminación?
El tatuaje no solo se tolera: se promociona. ¿Por qué? Porque para el poder no hay mayor gozo que ver cómo la gente colabora en su propia destrucción. Si quieren envenenarse, que lo hagan. Si además lo hacen pagando, y creyendo que es una forma de rebeldía, mejor. Por eso nunca se informará claramente del contenido de las tintas. Del mismo modo que nunca se informa del veneno en los alimentos ultraprocesados, ni de las consecuencias inmunológicas y neurológicas de las vacunas masivas.
Las élites, que consideran
que sobran varios miles de millones de seres humanos, no van a mover un dedo
para impedir que la gente se autoinyecte metales tóxicos en su propia piel. Al
contrario: ya hace décadas que promueven y estimulan otros caminos paralelos de
autodestrucción. ¿No es acaso lo mismo con las drogas duras? ¿Alguien ha hecho
algo serio por evitar la expansión de la heroína o la cocaína sintética? Se
reparte a espuertas, se tolera, se lava. Y si uno quiere matarse, tanto mejor.
O con ciertos medicamentos adictivos, ampliamente recetados y mantenidos en el
mercado a pesar de sus efectos devastadores. El patrón es el mismo: cuanto más
se autoenvenene la población, menos resistencia ofrecerá.
La estética no puede justificar el envenenamiento. Puedes
discutir si un tatuaje es bonito o feo, pero no puedes discutir que su tinta
contiene veneno. La toxicidad no es opinable. Puedes no creerlo, pero tu cuerpo
sí lo cree. Puedes negarlo, pero tu hígado no lo niega. Puedes reírte de ello,
pero tus ganglios linfáticos no se ríen. Están trabajando sin descanso para
eliminar lo que tú llamas arte.
Sin embargo, el tabú permanece. Está mal visto dudar del
tatuaje. Señalar el veneno. La estética ha ganado a la ética. Lo bonito se
impone a lo bueno. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que, para muchos,
tatuarse ya no es una decisión libre: es una obligación social. El que no se
tatúa queda fuera del grupo. El que conserva su piel intacta parece menos
rebelde, menos interesante, menos digno. ¿Qué clase de libertad es esa? ¿Qué
clase de humanidad hemos fabricado?
Nos enseñaron que rebelarse era tatuarse. Qué burla más
trágica. La verdadera rebeldía será no hacerlo.
Una sociedad que convierte en símbolo de identidad el acto
de envenenarse está profundamente enferma. No sólo en el cuerpo, también en el
alma.
TRIBULETE
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