21.11.17

El gnóstico está comprometido con una realidad absolutamente trascendente

EL LABERINTO GNÓSTICO                                                                    
 
"Creo que lo que llamamos nuestra sombra, aquí, en la tierra, es nuestra sustancia verdadera... Creo que nuestro cuerpo no es sino las heces de nuestra mejor parte" (Herman Melville, Moby Dick).

     Ante la quietud, lo inflexible, lo inmutable, el orden o el cosmos, los gnósticos traerán el desorden como una proyección del desgobierno de sus vidas en sus propias creencias. Su actitud será la de negar radical, violentamente, que el mundo que vemos, palpamos u oímos tenga el sentido que el discurso greco-cristiano, dominante en los primeros siglos de nuestra Era, imponía desde el prestigio del pedestal de las estatuas. Derribar esas estatuas, hacerlas añicos y esbozar una sonrisa de satisfacción sobre los destrozos fue su primer objetivo. Los gnósticos se plantaron en mitad del laberinto, no quisieron seguir ni a derecha ni a izquierda, sólo encontraron muros que obstaculizaban su ansia de hallar la salida, así que miraron hacia adentro y después hacia arriba, y en las dos direcciones sólo vieron el cielo. Y el cielo no tenía muros, ni barreras, ni límites, ni fronteras. Así que decidieron pasar su vida mirando hacia arriba. Pero sus cuerpos nunca salieron del laberinto.

     Quizá la primera pregunta que podríamos hacernos es ¿en qué mundo, bajo qué premisas o ideas, en qué situación política o social surge el gnosticismo? Los más importantes de los grupos gnósticos aparecieron en los primeros siglos del cristianismo en la parte oriental del Imperio romano, es decir, en ese Oriente tan civilizado al que Alejandro Magno (356-323 a.C.) y sus generales (los diádocos) habían enseñado a hablar —y a pensar o a sentir— en griego.
Este pupilo de Aristóteles (384-322 a.C.) emprendió campañas victoriosas hasta el río Indo acabando con la hegemonía militar persa, al tiempo que logró asimilar, mediante una inteligente política de matrimonios mixtos, a las élites persas, babilónica o egipcia a la cultura de los nuevos conquistadores. Su empresa fue un éxito durante siglos, dejando a los romanos un terreno abonado para su posterior dominación militar y política, aunque no cultural: la cultura de las élites, también la de los mismos romanos, continuó siendo de hecho griega.


     La expansión supranacional de la cultura griega, a raíz de las conquistas de Alejandro, dará lugar a lo que se conoce como periodo helenístico. Con la Roma imperial esa realidad cambiará los significados de Oriente y Occidente, siendo propiamente Grecia sólo una pequeña parte occidental del gran Oriente griego. El gnosticismo será un movimiento religioso e intelectual que tendrá su auge en el siglo II, cuando ese mundo helenístico entre en una profunda crisis de valores por la irrupción de una nueva religión, el cristianismo, que pasará de secta judía a religión oficial del Imperio romano [1]. Aunque también puede pensarse que el cristianismo, incluso el más ortodoxo, en su labor de síntesis entre el Logos helénico y el monoteísmo judío, fue, en realidad, el gnosticismo triunfante que tachó de heréticos al resto de sistemas gnósticos. Desde Pablo de Tarso (ca. 5-67 d.C.) esa nueva religión estará impregnada de elementos propiamente gnósticos. No deja de resultar sugerente la afirmación de Adolf von Harnack (1851-1930) sobre la diferencia entre el cristianismo gnóstico y el cristianismo católico: el primero representaba una "helenización aguda" de las creencias monoteístas, mientras que el segundo consistía en la "helenización crónica" de las mismas [2].

[1] Hay que tener en cuenta, sin embargo, la existencia de una gnosis judaica que se desarrolló en el siglo I, con influencias del platonismo, cuyas primeras muestras se encuentran en las alegorías de Filón de Alejandría (15/10–45/50 d.C.). Sus miembros más destacados fueron Cerinto, Dositeo y, especialmente, Simón Mago. Véase José Montserrat Torrents, Introducción General, en Los Gnósticos, vol. I, Madrid, 1983, pp. 21-32.
[2] Hans Jonas, La Religión Gnóstica. El Mensaje del Dios Extraño y los Comienzos del Cristianismo, Madrid, 2003, p. 70. Véase también Henri-Charles Puech, "El Problema del Gnosticismo", en En Torno a la Gnosis I, Madrid, 1982, pp. 191-192.


EL UNIVERSO ORDENADO

     Ahora bien, ¿a qué se oponen esos pensadores gnósticos?; ¿qué es lo que les resulta tan insoportable como para declararse en rebeldía?; ¿cuáles eran los valores o las ideas que se les hacían tan insoportables? Principalmente, se oponían con desesperación rabiosa a una idea que era mucho más que una idea, que era toda una configuración intelectual que actuaba como cimiento del mundo helénico. Nos referimos a la idea de Kósmos. Los gnósticos van a plantear contra esa fe, contra esa religión del racionalismo greco-romano, un desafío contundente. Una rebelión que, sin embargo, se nos aparece como huérfana pues nació enfrentada a los prestigiosos padres que inauguraron la Filosofía clásica, esos venerables abuelos del pensamiento occidental que aún son objeto de devoción en las academias del mundo occidental.

     Ante una tradición ideológica tan avasalladora, reverenciada por sus grandes resultados intelectuales, que actuaba como un poderoso "agente conservador" (Jonas, op. cit., p. 259), el gnosticismo se propuso como una antítesis orgullosa. Los gnósticos estaban, en cierto modo, atentando contra una de las formas de esa piedad familiar tan rígida y tan característica de la mentalidad helénica, la misma piedad que más tarde —y hasta hoy— pasará a ser uno de los estandartes del mundo greco-cristiano. Y, como no podía ser de otra manera, la impiedad merecía el más severo de los castigos. De ahí que quede tan poco de las fuentes originales del gnosticismo, y que ese poco que conocemos de sus argumentos filosóficos o religiosos se lo debamos a los que fueron sus píos perseguidores.

     El Kósmos era un concepto al que una larga tradición griega le había otorgado la más alta dignidad religiosa. Todo lo relacionado con él conllevaba el respeto y la admiración; se trataba de una idea plena de connotaciones positivas en la cultura helénica. Esto es así porque significaba "orden" en general, un atributo que era aplicado no sólo al mundo sino también a una casa, a una ciudad, a un grupo o a una vida (Ibid., p. 261). En el mundo griego algo se ennoblecía, adquiría rasgos sagrados, cuando estaba ordenado. Debemos tener en cuenta que si se usaba la palabra kósmos para hacer referencia al universo, ese concepto no denotaba el Todo como suma cuantitativa de lo existente sino su cualidad de totalidad ordenada.

     El universo era considerado como el ejemplo más sublime del orden, y era, además, la causa de los diferentes órdenes particulares que deben imitar las dos características definitorias del modelo primario: la belleza y la racionalidad (Ibid., p. 262). Es decir, lo bello y lo racional alcanzaban en el universo su manifestación más pura y elevada. La armonía de los movimientos celestes era considerada en el mundo griego clásico como la prueba visible de un orden intrínsecamente divino. Éste era el motivo por el que Platón (ca. 427-347 a.C.), en una de sus habituales proyecciones omnipotentes, consideraba al kósmos como un "viviente provisto de alma y razón", sin rastro de maldad o mezquindad, algo propio de seres inferiores como los humanos, quienes deben aspirar a esa bondad ordenada en grado sumo (Platón, Timeo, 30c). En esto, como en tantas otras cosas, su discípulo Aristóteles mantuvo las enseñanzas de su maestro, despreciando los asuntos humanos al considerarlos como una parte degradada de la inagotable y racional belleza del Kósmos:

     «Sería absurdo considerar la política o la prudencia como lo más excelente, si el hombre no es lo mejor del cosmos...Y nada cambia, si se dice que el hombre es el más excelente de los animales, porque también hay otras cosas mucho más dignas en la Naturaleza que el hombre, como es evidente por los objetos que constituyen el cosmos» (Aristóteles, Ética Nicomaquea, VI. 7).

     En su último diálogo, Las Leyes, Platón vincula explícitamente kósmos y organización política. Los gobernantes ideales, aquellos que actúan según el modelo de los dioses que "han de regir perpetuamente el universo entero", se asemejan, de algún modo, "a los aurigas de carros que rivalizan entre sí o los pilotos de navíos" (Leyes, 905e). Pero, quizás sea mejor, como apunta el filósofo, compararlos con los "jefes de un campamento [militar]", o en todo caso, con "médicos prevenidos, en relación con el cuerpo, contra la guerra que promueven las enfermedades" (Ibid., 905e), lo que nos da una idea de la antigüedad de las metáforas corporales en la filosofía política occidental.

     Lo que, tras el velo de una argumentación racional, nos quiere decir el Ateniense [3] es que una ciudad necesita de un jefe, de un fuerte poder ejecutivo, que se comporte como el general de un ejército, esto es, que extinga cualquier posible disidencia y extienda la disciplina ante la posibilidad siempre presente de que haya que enfrentarse con algún peligro que arruine la polis o que la lleve a la tan temida disolución. El orden de la ciudad debe, ante todo, imitar el orden cósmico:

      «El que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a la preservación y a la virtud del total, mientras que cada una de las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada una de estas cosas, hasta en la más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia unos regidores [4] encargados de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima fracción» (Ibid., 903b).

[3] En Las Leyes, el protagonista del diálogo no es Sócrates, como en los más famosos diálogos platónicos, sino un personaje llamado el "Ateniense", que formula las teorías del autor.
[4] El término griego original es árchontes que, más tarde, servirá a los gnósticos para designar a las potencias malvadas con las que el Demiurgo controla nuestro mundo terrenal.

     Esta visión griega contrasta fuertemente con la tradición judía, no sólo porque en ella está presente la creencia en que Yahvé, un único locus de omnipotencia, creó el mundo ex nihilo, lo que suponía un auténtico tabú en el helenismo —una cultura incapaz de pensar la Nada—, sino muy especialmente por la alta consideración del hombre como cima de la creación. Para el judaísmo, los cuerpos celestes no son divinos ni perfectos sino únicamente materia sin vida y, por lo tanto, inferiores en dignidad a cualquier animal, ya no digamos al ser humano. La divinización del cosmos no podía tener ningún sentido para un hebreo, puesto que el concepto de Naturaleza, de una realidad física con leyes independientes a la voluntad del creador, es ajeno a la Torá.

     En los territorios helenizados de Oriente Medio, y ya en los primeros siglos de la Era cristiana, el sentimiento de pertenencia y de identidad que ligaba a la ciudadanía con sus espacios públicos más próximos, y que caracterizó a la polis clásica, había quedado muy erosionado [5]. Ahora las autoridades políticas quedaban muy alejadas, fuera de la vista y del oído del ciudadano corriente, que lo más cerca que estaba del poder político era contemplando una estatua, es decir, el cuerpo petrificado de algún Emperador o de un monarca local aliado del Imperio. La personificación del poder se irá consolidando bajo la dominación romana, al tiempo que los Emperadores irán adquiriendo una veneración religiosa.

[5] Ya desde el periodo posterior a las conquistas de Alejandro Magno, "El tipo de actividad política... era muy diferente a aquella de los días en que la polis griega era realmente independiente... Por muchas razones, que van desde la búsqueda de una mayor seguridad a la creación de nuevos valores cívicos, las ciudades del mundo helenístico se vieron obligadas a cambiar el modelo de vida pública" (Frank W. Walbank, The Hellenistic World, Cambridge, 1992, pp. 141-142).

     El efecto de las escuelas cínicas y epicúreas en la cultura política helenística había sido el de disolver los vínculos estrechos entre el ciudadano y la polis. El pensamiento post-aristotélico había servido para romper el cordón umbilical [6] que unía a las personas con la ciudad en la que habían nacido y pasaban su vida. El estoicismo que, a pesar de su origen griego, pasaría a convertirse en una especie de corriente filosófica oficial del Imperio romano, elaboró su devoción cósmica o universalista cuando el sentimiento de extrañamiento entre los ciudadanos y sus gobernantes estaba ya muy asentado.

[6] Homero describe cómo en los enfrentamientos entre aqueos y troyanos, los guerreros de cada bando portaban con sí unos escudos que, en la traducción que manejamos, son adjetivados como "umbilicados", sugiriéndonos quizá una relación muy honda, casi maternal, entre ese instrumento de protección y su portador: "Y ellos [aqueos y troyanos], cuando encontrándose a un mismo sitio vinieron, / chocaron junto escudos y junto lanzas y ánimos de hombres / de coraza de bronce, y los umbilicados escudos / pegaron uno a otro, y se alzó mucho el fragor del combate" (Homero, Ilíada, libro VIII, vv. 60-63).

     La enorme expansión del escenario político no alteró, sin embargo, la doctrina clásica de la interrelación armoniosa entre el Todo y las partes. Pero ésta sí dejó inevitablemente de dar cuenta de la situación cotidiana del ciudadano que habitaba una nueva polis ampliada hasta casi todo el mundo conocido. Ahora esa gran ciudad será nada menos que el Cosmos, y ser ciudadano del universo, un cosmopolita, no solo será una aspiración filosófica sino una realidad que podía abrumar a unos seres humanos sin referencias más cercanas.

     A los hombres y mujeres del Imperio se les proponía alegremente que se integraran en el kósmos como partes de un todo omnipotente, teniendo ellos en su interior un componente también divino, un logos que los emparentaba con un universo sabio e infinitamente virtuoso. En el fondo, esas declaraciones deberían sonar a los ciudadanos del Imperio como las órdenes de un director de escena en un montaje teatral de proporciones gigantescas. Al fin y al cabo, la principal misión del ciudadano sería a partir de entonces la representación lo más fiel posible de su rol en la sociedad, un rol predeterminado por la providencia cósmica.

      La analogía entre el kósmos y el ciudadano hace que éste se encuentre en medio de un desvarío en el que ha perdido por completo el control de su vida. La ascensión vertiginosa de la polis al cosmos en la civilización helenística dejaba desorientados, y un tanto abandonados, a individuos para los que el gobierno de sus vidas aparecía impuesto nada menos que por la fuerza de las estrellas. El sentimiento de indefensión ante esas energías descomunales, que debían además soportarse pasivamente, estaba llamado a producir un terremoto en el plano de las creencias. La protesta se elevará a los cielos, será un grito desesperado con los adornos de la filosofía griega y de las nuevas corrientes religiosas orientales, y se llamará gnosticismo.


LA GRAN NEGACIÓN

     "La actitud gnóstica es principalmente negación" [7]. Así de categórico se pronunciaba Henri-Charles Puech (1902-1986), historiador francés y especialista en los movimientos gnósticos. Sin embargo, cuando un lector actual quiere aproximarse a esas formas de pensamiento y religiosidad de la Antigüedad tardía se da cuenta de que tanto los filósofos paganos como los primeros intelectuales del cristianismo se afanaron constantemente en negar radicalmente las explicaciones que sobre la divinidad, el mundo, el tiempo o la situación del hombre en el mundo ofrecían esos pensadores heterodoxos.

[7] Henri-Charles Puech, La Gnosis y el Tiempo (1952), en En Torno a la Gnosis I, p. 268.

     No hay que dejar de lado el hecho de que el cristianismo de los primeros tiempos aspiraba a convertirse en un sustituto válido de la religiosidad helenística. Por esa razón, ya desde las epístolas de Pablo de Tarso, primero judío helenizado y después converso cristiano, la Redención que predicaba esa nueva religión era vista como una paidagôgia, pues relataba la historia sagrada de la salvación "como un medio pedagógico del que Dios se sirve para formar y educar poco a poco a la Humanidad y conducirla a una gloriosa madurez" (Ibid., p. 284). La aparición de Jesucristo se situará en el centro de la Historia, y marcará el paso hacia un futuro más perfecto: el Antiguo Testamento progresa hacia el Nuevo Testamento. En ese progreso inevitable se hacía necesaria la superación de la ya caduca ley mosaica [8].

[8] "De este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su ineficacia e inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a su perfección, pues no era más que una introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios" (Hebreos 7:18-19).

     La sangre derramada por Jesús de Nazaret en la cruz también simboliza, en la interpretación paulina, el final de una primera etapa en la historia de la salvación de los hombres. Con ella se cumplió el final de la antigua alianza entre Yahvé y el pueblo judío. Había llegado la hora de un contrato más universalista, alejado de deidades tribales, que integrara a todos los ciudadanos del cosmos, los cosmopolitas. Nos referimos a ese mundo helenístico tan ancho y tan avanzado que Pablo se encargará de recorrer anunciando el final de una época y el reparto de una herencia a quienes estuvieran dispuestos a seguirlo [9].

[9] Para Pablo, Jesucristo era "el mediador de una nueva Alianza; para que interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida. Pues donde hay testamento, se requiere que conste la muerte del testador" (Hebreos 9:15-17).

     Los gnósticos, en cambio, harán saltar por los aires tanto la concepción cristiana del tiempo —rectilínea y progresiva, con un principio y un final absolutos— como la helénica, basada en un modelo circular e inmutable sin ningún sentido histórico específico [10]. Para ellos, la aparición de Cristo supone entrar en contacto con una verdad que anula tanto la Historia como el Kósmos.  Ambos son imposturas que nos encadenan a un mundo cruel y despiadado.

[10] Véase la exposición clásica en Platón, Timeo, 37c–38c.

     Al contrario que para Pablo y sus seguidores cristianos más ortodoxos, los gnósticos pensarán que el Antiguo Testamento ni anuncia ni predispone nada. Con la venida del Salvador, el tiempo se rompe en dos partes que se contradicen y de las que la segunda es la sana y disuelve a la enfermedad que suponía la primera. Los profetas de las escrituras hebreas eran, para el gnosticismo, los aliados del Demiurgo, o lo que es lo mismo, de un dios impostor que ha creado un cosmos lleno de maldad, suciedad y sufrimiento. La divinidad que trajo Jesús supone una novedad absoluta que rompe para siempre el encantamiento con el que estamos apegados a la materia, una mera ilusión óptica, y al tiempo, un triste sucedáneo de la eternidad. Las creencias absolutamente trascendentes del gnosticismo no sólo serán anti-cósmicas, también serán anti-históricas (Puech, op. cit., p. 298). Había llegado el momento de escapar de esta cárcel de los sentidos, de este "abismo infernal" que llamamos mundo, de esta "noche de la carne", y despertar a una vida no de los cuerpos sino del espíritu (Ibid., p. 300).


CONOCIMIENTO SALVADOR

     Las persecuciones a las que fueron sometidos por la Iglesia oficial hace que existan muy pocos testimonios y escritos directos de autores gnósticos [11]. Las fuentes casi exclusivas para el conocimiento del gnosticismo en su época de esplendor provienen de los heresiólogos eclesiásticos, los oponentes de los gnósticos, fundamentalmente de dos de ellos: Ireneo de Lyon (ca. 130-202 d.C) e Hipólito de Roma (ca. 170-236 d.C). Sin embargo, hay que añadir que el primero de ellos, Ireneo —quien, procedente de Esmirna, acabaría sus días como obispo en tierras galas—, escribió su popular Adversus Haereses (Contra las Herejías) [12] alrededor del año 180 d.C, esto es, contemporáneamente al surgimiento de los mismos movimientos a los que tan fieramente se opuso. Sobre la enorme variedad de ideas entre los gnósticos, Ireneo comentará burlonamente que éstos pasaban su vida «dando a luz, cada día, en la medida que pueden, alguna cosa nueva: ya que nadie es "perfecto" entre ellos, si no ha "dado frutos" en enormes mentiras» [13].

[11] Esta situación cambió un tanto desde el descubrimiento en 1945 de una importante colección de manuscritos gnósticos, escritos en diversos dialectos coptos, en la población egipcia de Nag Hammadi. Esos códices datan de los siglos III y V, es decir, son posteriores a la época del gnosticismo clásico, al que nos referimos en estas páginas. Dos expertos en este campo, Hans Jonas y José Montserrat Torrents, consideran que, a pesar de tratarse de un importante hallazgo, esos documentos no anulan los escritos de los heresiarcas cristianos. Al contrario, confirman su descripción de las doctrinas gnósticas. Por su parte, José Montserrat cree que la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi "despertó grandes esperanzas entre los investigadores... Ahora bien, a medida que se avanza en el conocimiento de la biblioteca, aumentan las perplejidades y aun el desencanto... Por más interesante que sea su contenido, su problemática conexión con el resto del mundo antiguo disminuye su valor aclaratorio y comprobatorio respecto al gnosticismo clásico. En resumidas cuentas, resulta más interesante para una tipología de la gnosis que para una historia del gnosticismo" (Montserrat Torrents, Introducción General, p. 21). Véase también Jonas, La Religión Gnóstica, p. 310.
[12] Eric Voegelin consideraba a esta obra "un tratado sobre el tema [el gnosticismo] que debe seguir consultando el estudiante que quiera entender las ideas y los movimientos políticos modernos" (Eric Voegelin, La Nueva Ciencia de la Política, Bs. Aires, 2006, p. 155).
[13] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, en Los Gnósticos, vol. I, I. 18, 1, p. 185.

     La palabra Gnosticismo, que se ha usado para agrupar a esas sectas consideradas heréticas por los primeros padres de la Iglesia, deriva de gnosis, término griego que designa el "conocimiento". Pero no es un conocimiento cualquiera, de un ámbito concreto de la sociedad o del mundo natural, sino el conocimiento de Dios, es decir, la forma más elevada posible de sabiduría que un ser humano pueda alcanzar. Su fin explícito se dirigía a alcanzar la salvación a partir de unas doctrinas sólo conocidas por los miembros de esas corrientes espirituales. En palabras de Puech, diríamos que la gnosis "es un conocimiento absoluto que salva por sí mismo... el gnosticismo es la teoría de la obtención de la salvación por el conocimiento" (Puech, op. cit., p. 289).

     El objeto último de la Gnosis, como decimos, es Dios. Pero los efectos de tal conocimiento son la transformación completa del alma del conocedor. Conocimiento y salvación se implican mutuamente, guardan una relación de identidad, y objeto y sujeto se funden en una fantasía omnipotente proyectada desde el mundo interno del seguidor de esas doctrinas. Esto guarda cierta relación con la theoria griega, si bien ésta mantiene más distancia con el objeto de sus desvelos. En la theoria, la relación cognitiva entre sujeto y objeto es "óptica", es decir, se establece una relación visual pero la forma o modelos ideales no se ven alterados por la visión [14]. El conocimiento gnóstico, en cambio, supone una entrega activa del conocedor a la divinidad y en ese proceso de unión mística, el alma (psyché) saldrá depurada, purgada de mezclas impuras con la materia corporal, y convertida en espíritu (pneuma) (Jonas, op. cit, p. 69).

[14] En la clásica argumentación de Platón, de este modo, el ser humano, encarcelado en un mundo de apariencias, conseguiría "con ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido" llegar a "liberarse de las cadenas" y "volverse de las sombras hacia las imágenes y el fuego y ascender desde la caverna hasta el lugar iluminado por el Sol" (Platón, La República, 532a-b).

     Dejemos que sea Ireneo quien nos cuente cómo entendían los valentinianos, una de las principales escuelas gnósticas, esta experiencia de reciprocidad entre conocimiento y salvación espiritual:

     «La perfecta redención consiste para ellos en el mismo conocimiento de la grandeza indecible. Puesto que la deficiencia y la pasión han existido por la ignorancia, por medio del conocimiento es destruída toda substancia proveniente de aquélla, de tal modo que es la gnosis redención del hombre interior. Pero no la conciben corporal, pues el cuerpo es corruptible, ni psíquicamente, puesto que el alma procede de la deficiencia y es como la casa del espíritu; por tanto, también la redención tiene que ser espiritual. El hombre interior, el espiritual, es redimido por medio del conocimiento, y a los tales les basta con el conocimiento de todas las cosas. Ésta es la verdadera redención» (Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 21, 4, p. 195).


LA RAÍZ SIN PRINCIPIO

     Si hay un rasgo que sobresale en el gnosticismo en todas sus variantes es la oposición que se establece entre el cosmos (la Creación) y Dios. Al dios de los gnósticos no se le puede en modo alguno responsabilizar del mal que existe en nuestro mundo, un mundo que, en definitiva, no es otra cosa que una manifestación material de ese mal. Dios no ha creado el cosmos, ni lo dirige. De hecho, cualquier relación que se estableciera entre esa divinidad y el mundo material sólo serviría para manchar la extrema pureza del dios de los gnósticos. Su trascendencia es absoluta: se sitúa más allá del cosmos y sin ningún contacto con el mismo. Además, el mundo no lo conoce, permanece en la ignorancia completa de la existencia de ese dios, el único digno de tal nombre.

     Su único compromiso con el mundo —y compromiso es un término quizá inadecuado— es la salvación de los espíritus encerrados en él, para procurar su huída de esta prisión de los sentidos. Esta salvación se lograría, como hemos apuntado antes, por medio del conocimiento de ese dios "extranjero", "desconocido", "inefable", "oculto", "extraño", ajeno tanto a la cotidianeidad como a la historia de los humanos y de la cosas que nos rodean (Puech, op. cit., p. 291-292). "Puesto que la Deficiencia nació porque ellos [los hombres] no conocían al Padre, por eso, cuando llegaron a conocer al Padre, la Deficiencia vuelve a la no existencia de forma instantánea" [15]. Entonces, la salvación, nuestra posibilidad de alcanzar la verdad que nos permita escapar de la esclavitud del tiempo y el espacio, está en nuestras manos, siempre que sigamos sus doctrinas para iniciados, esas que nos quitarán las telarañas de los ojos.

[15] Evangelio de la Verdad, 24:28-32, citado en Jonas, op. cit., p. 328.

    Ireneo comienza su exposición sobre los valentinianos —la principal corriente del gnosticismo cristiano helenista [16]— con estas palabras sobre el Dios trascendente:

     «Había, según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas invisibles e innominables. Llámanlo Pre-Principio, Pre-Padre y Abismo, y es para ellos inabarcable, es su manera de ser e invisible, sempiterno e ingénito.
    Vivió infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también Pensamiento, a quien denominan asimismo Gracia y Silencio» [17].

[16] "El valentinismo es, con mucho, la más importante de las corrientes gnósticas. Para Ireneo, era la gnosis en sí (tout court). Sus ramificaciones se extendieron por Oriente y Occidente, alcanzando el valle del Ródano y el Norte de África" (Montserrat Torrents, Introducción General, p. 56). Valentín, el fundador de esa corriente, era originario de Egipto, y pasaría de Alejandría a Roma alrededor del 140 d.C. En Alejandría habría tenido contacto tanto con la filosofía y mitología paganas como con las doctrinas cristianas y judías. Se consideraba parte de la Iglesia romana, aunque mantenía un doble lenguaje en sus enseñanzas: uno para el público general y otro, esotérico, para los iniciados en su escuela. "Su doctrina exotérica se adaptaba a la regla de fe de la Iglesia episcopal. Fue Ireneo quien puso mano en los escritos internos de la escuela y denunció su heterodoxia" (Ibid., p. 58).
[17] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 1, p. 91. La actividad de los creadores del mundo antes de la creación ya había sido planteada antes por los estoicos; véase por ejemplo Cicerón, Sobre la Naturaleza de los Dioses, libro I, cap. 9.

     Podemos observar cómo en la descripción de Ireneo sobresalen los rasgos negativos respecto a esta sustancia primordial: no se la puede ver, ni nombrar ni abarcar. Tampoco tiene edad ni es generada por nada. Su única compañera es Énnoia, el pensamiento sin palabras, silencioso, cuyo único contenido es la divinidad misma y sus potencialidades infinitas. Es decir, nos encontraríamos ante un dios sin ninguna necesidad externa, autosuficiente y anterior a cualquier modalidad de comunicación. El dios gnóstico existía antes de la palabra, del Logos, que es un instrumento humano, no divino. La única teología posible ante tal divinidad es una teología negativa (Jonas, op. cit., p. 307): cualquier atributo positivo sacado del ámbito de los sentidos equivaldría a manchar la perfección de esa deidad.

     Lo único que podemos conocer, en realidad, es que primordialmente sólo existían Abismo y Silencio. De hecho, será el Silencio la "matriz" del primer "conyugio" (syzygía): Intelecto (Noûs), elemento masculino, y Verdad (Alétheia), elemento femenino, de los que surgirán el total de treinta emanaciones (también llamados "Eones") que formarán el resto del Pleroma [18] o plenitud de la divinidad, una región superior del universo separada radicalmente del cosmos en el que nos movemos y vivimos los mortales.

[18] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 1. Véase también otra descripción de la formación del Pleroma, fundamentalmente coincidente, en Hipólito de Roma, Refutación de Todas las Herejías, VI, 29:2-8. El término Pleroma evoca a la plenitud de la que habla Pablo de Tarso en sus epístolas, ver Efesios 1:23 y Colosenses 1:19 y 2:9.

     El Pleroma, al que también se le conoce como Totalidad o Todo (Jonas, op. cit, p. 207), incluiría los diferentes aspectos o características de la divinidad, en un orden jerárquico y descendente, siendo el Intelecto el primero en ser emitido, el único con la capacidad de contemplar el Abismo, "la raíz sin principio" (Ireneo, op. cit., I. 2, 2), mientras que los demás eones aspiran y desean acceder a esa contemplación. Algo que, no obstante, les está vedado.


LOS ESPÍRITUS ELEGIDOS

     Cuando alguien accedía al conocimiento o gnosis del Dios verdadero, el Otro inefable, encontraba una puerta oculta al resto de los mortales deficientes en su ignorancia, entraría en un recinto iluminado de acceso exclusivo para los gnostikoi. Esa presunción les permitía estar y no estar a la vez en el cosmos compartido con los demás seres humanos. Aunque vivían entre los condenados, ellos ya estaban salvados: el mismo conocimiento de las realidades superiores y auténticas los había salvado de la tiranía cósmica de los Arcontes, los ángeles que dominaban el mundo y que controlaban la heimarméne, el "destino universal". Es decir, la gnosis por sí misma nos liberaba de unas leyes cósmicas que actuaban como las cadenas que nos sujetaban a esta vida estéril, inauténtica (Jonas, op. cit., pp. 77-78), que encerraban el espíritu (pneuma) en un gigantesco recinto sin barrotes. Un espejismo que producía una falsa sensación de libertad, cuando, en realidad, el ser humano vivía encerrado para cumplir una cadena perpetua por el mero hecho de haber nacido.

     Para la doctrina valentiniana, los hombres están compuestos de las mismas tres sustancias que componen a Sophia Achamot, la sabiduría inferior arrojada del Pleroma. Por una parte, fueron creados "a imagen y semejanza" del Demiurgo, el dios adorado por judíos y cristianos, y que no es otra cosa que un engendro de Sophia, pues fue creado sin contacto con las realidades espirituales. A imagen de su parte material, a semejanza de su parte psíquica [19], pero el Demiurgo no podía insuflar a sus criaturas ninguna parte espiritual, ya que él mismo carecía de ella. Finalmente, tanto los hombres psíquicos como los materiales —siendo estos últimos la especie más degradada— fueron revestidos con "una túnica de piel" a la que conocemos como "carne sensible" (Ibid.)

[19] Ireneo, Contra las Herejías, I. 5, 5, p. 122. Se trata de un exégesis libre de Génesis 1:26.

     Sin embargo, al Demiurgo le pasó inadvertido el "retoño" espiritual que su desconocida Madre había introducido en alguno de los hombres. Ese elemento divino —procedente del parto de Sophia ante la contemplación de los ángeles que acompañaban al Salvador—, fue "ocultamente" colocado en algunas criaturas, sin que el Demiurgo "se diera cuenta", con el fin de que, "sembrado a través de él [el Demiurgo] en el alma, que de él procede, y en este cuerpo material, siendo gestado y habiendo crecido en ellos, se halle dispuesto a la recepción del perfecto Logos" (Ibid., I. 5, 6).

     El Demiurgo no podía conocer de ningún modo a este "hombre espiritual": "puesto que desconocía a la Madre, desconocía también su descendencia" (Ibid.). Este hombre espiritual es el hombre que habitaba en el interior del alma de los gnósticos. Se trataba, por tanto, de una chispa divina que, aunque encerrada bajo la carne y el alma, procedía del Pleroma superior y extraño o ajeno al mundo. Por esa razón, los gnósticos se denominaban a sí mismos pneumatikoi, es decir, los que poseen el espíritu. Se constituirán en un grupo de hombres superior por naturaleza a las otras dos clases de Humanidad: los "psíquicos", esto es, los judíos y los cristianos ordinarios, los simples "creyentes", que aunque tienen alma, no cuentan con espíritu; y, más inferiores aún, los "hýlicos", encadenados y sometidos al cuerpo y la materia [20], es decir, los paganos [21].

[20] Puech, La Gnosis y el Tiempo, p. 287. Véase también Jonas, La Religión Gnóstica, p. 78.
[21] Valentín era originario de Alejandría, una ciudad en la que, como en otras tantas de la parte oriental del Imperio romano, convivían cristianos, judíos y paganos. Esa antropología parece responder a la situación social y a las afinidades religiosas de las corrientes gnósticas.

     Hemos de añadir, sin embargo, que la utilización del término pneuma para designar esta chispa divina y trascendente escondida y recubierta tanto por el soma como por la psyché no es una creación exclusivamente gnóstica. También es de uso común en el Nuevo Testamento, especialmente en las epístolas de Pablo de Tarso [22]. Como señala Hans Jonas (1903-1993), "el significado griego de psyché, con toda su dignidad, no era suficiente para expresar la nueva concepción de un principio que trascendía todas las asociaciones naturales y cósmicas unidas al concepto griego" (op. cit., p. 156).

[22] "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu... las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne sino en el espíritu, ya que el espíritu de Dios habita en vosotros" (Romanos 8:1-4, 7-9). Véase también, por ejemplo, 1 Corintios 15: 44, 46-49.

     Los gnósticos seguirán a Pablo en la creencia de que los hombres materiales no pueden de ningún modo recibir la salvación, no están preparados para ello al carecer de pneuma: "Lo material... perece por necesidad, por cuanto no puede recibir ningún soplo de incorruptibilidad... la materia no es capaz de salvación" (Ireneo, op. cit., I. 6, 1). Pero, además, en las doctrinas valentinianas, la salvación no se deriva de la conducta, sino de la esencia. Ya hemos dicho cómo los hombres materiales la tienen absolutamente vetada; en cambio, los psíquicos, aunque no pueden alcanzar la gnosis perfecta, pueden, siempre que observen una buena conducta (Ibid., I 6, 2), alcanzar una beatitud psíquica, es decir, en la Mediedad, entre el cosmos y el Pleroma. Sólo el hombre espiritual se salvará absolutamente, gracias a la simiente espiritual que porta en su interior.

     «Del mismo modo que lo terreno no puede participar en la salvación, porque no es capaz de recibirla, así también lo espiritual... no puede recibir la corrupción, cualesquiera que sean las obras a las que se entregue. El oro arrojado en el barro no pierde su belleza, sino que conserva su propia naturaleza, puesto que el barro en nada puede perjudicar al oro; así afirman acerca de sí mismos que, aunque se entreguen a cualquier tipo de obras materiales, no pueden recibir ningún daño ni perder la subsistencia espiritual» (Ibid.).

     Como no podía ser de otra forma, esta creencia fundamental del gnosticismo tendrá fuertes implicaciones en su visión de la moralidad y la virtud cívica.


MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL

     El gnóstico sólo está comprometido con una realidad absolutamente trascendente, con un dios desconocido, inefable, apartado tanto de los cuerpos (soma) como de las almas (psyché) de los seres humanos. Él no las ha creado ni derivan de su existencia. Sólo el pneuma es una propiedad divina. Por lo tanto, los nomoi, las leyes y normas que rigen la ciudad y la moralidad pública no cuentan para los conocedores del reino del espíritu. Al contrario, respetarlas supondría la sumisión al Demiurgo, a un creador ignorante de su posición subordinada, una posición inaceptable cuando uno se encuentra entre el limitado número de los elegidos: "las normas del reino no espiritual no pueden obligar a aquel que pertenece al espíritu" (Jonas, op. cit., p. 291).

     La salvación que el gnóstico tiene asegurada comporta una auténtica liberación de las cadenas que lo unen al tiempo y al espacio mundano. Es una liberación en un doble sentido: una libertad negativa, eleuthéria, "desprendimiento o emancipación de la tiranía del Destino y de la esclavitud del cuerpo y la Materia"; y una libertad de signo positivo, exousía, "poder absoluto o licencia de hacer cuanto nos plazca" (Puech, op. cit., p. 316). Clemente de Alejandría (ca. 150–215 d.C.), uno de los fundadores de la filosofía cristiana [23], se mostrará escandalizado con la prepotencia moral de los seguidores de las corrientes gnósticas:

     «Dicen que son por naturaleza hijos del primer Dios. Luego sacan ventaja de su noble abolengo y de su libertad y viven como les apetece. Su voluntad es quedar libres de todo dominio, y en su deseo de placer se consideran señores del sábado y superiores a todas las razas de hombres a fuer de hijos del rey» [24].

[23] El otro fundador será Orígenes (185-254 d.C.). Véase Werner Jaeger, Cristianismo Primitivo y Paideia Griega, Madrid, 1995, pp. 71ss.
[24] Clemente de Alejandría, Stromata, III, 4, 30, en Los Gnósticos, vol. II, Madrid, 1983, p. 392.

     Como unos príncipes caprichosos, henchidos de arrogancia, se sentían con todo el derecho de renunciar a acatar el nomos que sujetaba a los mortales. Su argumento antinómico era tanto una superación del platonismo —que sí aceptaba las enseñanzas mundanas como un paso previo para dirigir la mirada al estrato superior de las ideas eternas—, como una superación asimismo de la creencia judía en un dios creador del mundo. Los "ángeles que crearon el mundo" (Ireneo, op. cit., I. 23, 3) someten a los cuerpos a las leyes físicas y a las almas a las normas morales y políticas, esclavizando de esta manera tanto a nuestra parte material como psíquica. Para maestros gnósticos como Basílides o Carpócrates [25], o grupos como los cainitas, las leyes de la ciudad no serían otra cosa que la vertiente psíquica del dominio de los Arcontes, los aliados del Demiurgo, identificando a éste con Yahvé, creador y legislador, el dios de los judíos, en el que siguen creyendo por ignorancia el resto de los cristianos.

[25] No se conocen las fechas exactas de la vida de estos pensadores, aunque se sabe que desarrollaron su actividad en la primera mitad del siglo II.

     Mezclando la filosofía pagana con las creencias judías, los gnósticos rechazarán en bloque los preceptos que emanan de los códigos legales de ambas perspectivas. Su pneuma, su Yo auténtico, no puede someterse a unas normas hechas para seres ignorantes y deficientes, en suma, indignos por no haber accedido a la gnosis de Dios. Ellos no pertenecen a la Naturaleza, y por lo tanto se encuentran liberados de la heimarmené, de la tiranía cósmica. La violación de la ley es, en este sentido, un signo de virtud gnóstica. O dicho de otra manera, el vicio emancipa al espíritu, la virtud nos esclaviza. Al atribuír recompensas o castigos, elogios o rechazos a determinadas acciones, la virtud niega la libertad del espíritu, expone al gnóstico al rechazo o la aprobación de la ignorante mayoría social y le dicta reglas de conducta que no le pertenecen (Jonas, op. cit., p. 291-292).


CONTRA YAHVÉ

     El desprecio al dios de la Torá hebrea es uno de los temas más recurrentes en las muy diversas corrientes del gnosticismo cristiano. En realidad, no se le reconoce su papel como divinidad por derecho propio y, en prácticamente todas las escuelas y autores, sólo se le considera como una deidad subalterna o como el príncipe de los ángeles que crearon este mundo material, cuya existencia es en sí misma una tortura para los seres espirituales. El dios judío es, en pocas palabras, el alcaide de la prisión cósmica. Un carcelero soberbio que tiene la arrogancia de autoproclamarse como el único dios, a pesar de no disponer de ningún atisbo de gnosis divina.

     Con ese platonismo tan incrustado en las enseñanzas valentinianas, que les hacía ver la Tierra como un criatura degradada de un más allá de modelos perfectos, los gnósticos defendían que la ignorancia del Demiurgo hebreo lo llevó a hacer el cielo, "sin conocer Cielo alguno, y formó al hombre sin saber del Hombre, e hizo aparecer la Tierra desconociendo la Tierra... así en todo ignoraba los modelos de las cosas que hacía" (Ireneo, op. cit., I. 5, 3). Era, en definitiva, un Demiurgo "insensato y necio", que "no sabe lo que hace ni lo que elabora" [26]. Es decir, un ser que no merece adoración porque se trata nada más que de "una Potencia muy separada y muy distante de la Potestad suprema que está sobre todas las cosas, e ignorante del Dios que está por encima del universo" [27]. En el gnosticismo cristiano apreciamos, por tanto, una pronunciada animadversión hacia Yahvé, hasta el punto de que algunos autores como Satornilo [siglo II d.C.] llegarán a decir que Cristo, "el Salvador", vino al mundo "para destruír al dios de los judíos" y a todos los demás arcontes (Ireneo, op. cit., I. 24, 2).

[26] Hipólito de Roma, Refutación de Todas las Herejías, VI, 33, p. 151.
[27] Ireneo, op. cit., I. 26, 1. Véase también Hipólito, Refutación, VII, 33. Esta descripción es atribuída al gnóstico Cerinto.

     Con Marción de Sínope (ca. 85-160 d.C.) el dualismo entre los dos dioses alcanza la que quizás sea su expresión más acabada. Por un lado habría un Dios desconocido, extra-cósmico, amoroso y bueno, que se apiada de unas criaturas que no son suyas, a las que no lo liga nada, ni siquiera una chispa divina extraviada en tiempos inmemoriales. Por otro lado, estaría Yahvé, el dios judío, un creador que somete al universo y a sus criaturas a una legislación inflexible, causante, en último término, de la maldad y el sufrimiento humano. El marcionismo dinamita cualquier puente entre esas dos divinidades y deja al judaísmo como una religión opresiva y atrasada, una creencia que necesita ser superada si de verdad el ser humano quiere salvarse y encontrar felicidad fuera del mundo.

     El gnosticismo cristiano, con su recurrente desprecio a la religión judía —a su dios, a sus leyes, a sus profetas o a su concepción de la vida social y política— abre la puerta de par en par al anti-judaísmo metafísico, algo que, sin embargo, no se diluyó con la desaparición de los pensadores y grupos gnósticos sino que, como dice Gershom Scholem, "continuó reafirmándose dentro de la Iglesia Católica y de sus descendientes heréticos a lo largo de toda la Edad Media".–

Juan Dorado Romero, 2013

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