¿FUNCIONA LA DEMOCRACIA?
En mi anterior artículo describía cómo las sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos que se consideran avances indiscutibles de la civilización y cuyos resultados, por tanto, no están siendo sometidos a un juicio objetivo.
Los tres primeros experimentos, que desarrollaba en ese texto, son el aumento desorbitado del tamaño del Estado, que ha conducido a una abusiva presión fiscal, un endeudamiento gigantesco, que hipoteca nuestro futuro, y un sistema económico-monetario que está minando la capacidad adquisitiva de la población, la cual ve cómo sus padres o abuelos eran capaces de mantener una familia de cuatro hijos con un solo sueldo y ellos no pueden mantener dos hijos con dos sueldos.
Esos tres experimentos, muy recientes en términos
históricos, son un corolario lógico del cuarto experimento, igualmente
reciente, pues su generalización es cosa de los últimos 50-100 años.
El cuarto experimento
Este cuarto experimento se ha convertido además en la vaca
sagrada más intocable de nuestra época: la corrección política nos exige
adorarlo ciegamente como un tótem y nos prohíbe analizarlo a la luz de la
verdad y de la experiencia. En efecto, su divinización ―utilizada como coartada
para que la clase dirigente obtenga un poder casi sin paragón en la Historia―
impide cualquier crítica, por razonable que ésta sea. Sin embargo, el
surgimiento del explotador Estado Gigante o Estado Leviatán, con sus impuestos,
normas y regulaciones asfixiantes, con su deuda impagable y su inflación
empobrecedora, ha coincidido con el desarrollo de este experimento. Aunque
correlación no implique necesariamente causalidad, en este caso existen
argumentos para defender que sí la hay.
El cuarto experimento es la democracia, o más
concretamente la versión actual hacia la que ha evolucionado desde sus
orígenes, y que se apoya en dos pilares: el sufragio universal incondicional y
el poder ilimitado de la mayoría. El primero implica que el derecho a voto está
basado exclusivamente en una edad mínima bastante baja, lo que de por sí
describe bien la escasa importancia que se le da (en Reino Unido va a rebajarse
hasta los 16 años, una edad muy madura para decidir sobre cuestiones
importantes, como todo el mundo sabe).
El segundo implica que la mayoría parlamentaria es
omnipotente para decidir y redefinir todo a voluntad como si fuera Dios, aunque
ello contradiga la dignidad y derechos inherentes del hombre, la ley natural,
la propia definición de vida, la biología, los hechos históricos probados, la
moral, la lógica, la física o los derechos de las minorías.
La mayoría es una regla problemática, como describía en «el
ejemplo de la cuenta del bar» Huemer, profesor de filosofía de la Universidad
de Colorado. Imagine que sale con unos amigos a tomar una cerveza. Cuando llega
el momento de pagar usted propone que se pague a escote, pero un amigo suyo
sugiere que usted lo pague todo y somete esta propuesta a votación. Todos votan
a favor de que pague usted, menos usted. ¿Tiene obligación de pagar? ¿Están los
demás legitimados para obligarle?
Hans-Hermann Hoppe, profesor emérito de la Universidad de
Nevada y discípulo de Murray Rothbard, lo plantea de otra manera: si existiera
un gobierno mundial, gobernarían los chinos y los indios con mayoría absoluta y
decidirían enseguida redistribuir hacia sus cofres la riqueza que acumula
Occidente. De hecho, en nombre de las mayorías, los gobiernos actuales,
elegidos un día cada cuatro años, tienen durante el resto del cuatrienio tal
poder que harían palidecer de envidia a los reyes absolutistas. Como decía John
Adams, segundo presidente de EEUU, «cuando las elecciones terminan, la
esclavitud comienza».
Ello quizá explica la prudencia con la que se manifestaba el
filósofo británico Herbert Spencer: «La gran superstición política del pasado
fue el derecho divino de los reyes, y la gran superstición política del
presente es el derecho divino de los parlamentos», es decir, de las mayorías.
Muchas cuestiones comunes pueden reexaminarse a la luz del
abuso de la mayoría. Con la fiscalidad progresiva, la mayoría decide que la
minoría más rica debe pagar tipos impositivos más elevados. Con la legislación
laboral se dificulta el despido para «proteger» a la mayoría empleada socavando
las posibilidades de encontrar trabajo a la minoría desempleada. Con las
políticas que encarecen artificialmente el precio de la vivienda se beneficia a
los propietarios de vivienda (una mayoría) a costa de la minoría que desea
acceder a ella por primera vez. Con el aumento de las pensiones más allá de su
sostenibilidad, se beneficia a las generaciones mayores a costa de las más
jóvenes, que son minoría dada la inversión de la pirámide demográfica.
Finalmente, con el aborto, la mayoría ya nacida priva de su derecho a existir a
la minoría indefensa y sin voz que aún se encuentra en el útero de sus madres.
Tres ideas cruciales
Dado el halo que aún rodea a la diosa democracia, antes de
continuar debemos aclarar tres ideas importantes. La primera es que democracia
no es sinónimo ni garante de libertad, y a veces puede ser su antónimo.
En efecto, las dos ventajas de la democracia poco tienen que
ver con la libertad: dar cierta voz a los gobernados (tampoco mucha: un día
cada cuatro años) y propiciar una alternancia del poder pacífica y previsible.
Sin embargo, se ha querido confundir a la población
equiparando libertad política con libertad personal. En realidad, son conceptos
muy diferentes, como podrá ver enseguida. Imagínese que le ofrecen dejar de
pagar impuestos durante ocho años a cambio de no votar en las dos próximas
elecciones. ¿Lo aceptaría? Apuesto a que sí. De hecho, un tercio de los
votantes decide habitualmente abstenerse en las elecciones y, por tanto,
desprecia su libertad política.
Ahora imagine que le ofrecen dejar de pagar impuestos
durante ocho años, pero esta vez a cambio de no poder salir de casa sin permiso
previo de la policía, a la que tiene que informar de todos sus movimientos y
que tiene potestad para decidir dónde puede pasar las vacaciones. ¿Lo
aceptaría? Apuesto a que no.
La divergencia entre democracia y libertad queda probada en
la experiencia de los democráticos Estados de Bienestar (particularmente en la
UE), que están protagonizando una creciente restricción de las libertades
personales. Asimismo, existen ejemplos históricos de democracias que incubaron
tiranías, como la Alemania de Hitler en 1933, la Venezuela de Chávez en 1998 o
la dictadura impuesta durante el covid, con el Parlamento cerrado, los
encierros domiciliarios, los toques de queda y los controles policiales.
La segunda idea importante es que, como escribió el
historiador de Oxford Ronald Syme, «en todas las épocas, cualquiera que sea la
forma y el nombre del gobierno, ya sea monarquía, república o democracia, una
oligarquía se esconde detrás de la fachada». Por lo tanto, no existe una
democracia ideal etimológicamente perfecta en la que el pueblo ostenta el
poder, sino una oligarquía democrática sometida a un mayor o menor control por
parte del pueblo. Entender esto resulta crucial.
Finalmente, la tercera idea es que todo sistema político
(incluida la democracia) es un instrumento y no un fin en sí mismo. Un
instrumento, ¿para qué? Para preservar el bien común, es decir, las condiciones
sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su
propia perfección. Esto se concreta en el respeto a la libertad, al orden y a
la justicia dentro de un marco ético que promueva la virtud y, por tanto, la
felicidad.
Hay democracias y democracias
La democracia es muy frágil. Puede ser un buen sistema
político, pero sólo si reúne ciertas condiciones; si no, puede convertirse en
un sistema político enemigo de la libertad, de la propiedad, de la justicia y
del bien común. Por lo tanto, resulta engañoso hablar de democracia, en
singular; hay democracias y democracias. Por ejemplo:
– no es lo mismo una democracia con elecciones limpias que
con elecciones amañadas;
– tampoco es lo mismo una democracia con prensa libre y
veraz que sin ella;
– no es lo mismo una democracia sujeta al imperio de la ley
con una Constitución respetada que una democracia en la que el gobierno carece
de límites;
– tampoco es lo mismo una democracia que aprueba leyes
justas que una que aprueba leyes injustas, o una en la que apenas hay
corrupción que otra en la que la corrupción es rampante;
– no es lo mismo una democracia con separación de poderes
que sin ella: no es lo mismo una democracia con un Tribunal Constitucional
independiente que otra en la que éste esté corrompido y politizado;
– tampoco es lo mismo una democracia con instituciones
independientes que otra donde las instituciones están colonizadas por la clase
política.
– no es lo mismo una democracia con un Estado Gigante que
una democracia con un Estado mínimo en el que los gobernantes apenas puedan
interferir en la vida de los gobernados.
– tampoco es lo mismo una democracia directa que una
democracia representativa, y no es lo mismo que los representantes sean
elegidos directamente por los electores a que sean elegidos a dedo por el líder
del partido;
– no es lo mismo una democracia con una policía
independiente que puedan investigar las corruptelas del gobierno que una
democracia en la que la policía está controlada por el poder político;
– tampoco es lo mismo una democracia con una población bien
formada que con una población ignorante, o con una población económicamente
independiente que con una población que vive del Estado;
– no es lo mismo una democracia con una población
cohesionada (que vive las elecciones sin temor a la victoria del contrario) que
una democracia con una población enfrentada en la que la victoria del
adversario se percibe como una amenaza;
– finalmente, no es lo mismo una democracia sujeta a una
clara moral pública que otra donde ésta haya desaparecido; por ejemplo, no es
lo mismo una democracia en la que la mentira o la traición a las promesas
electorales se castigan que otra en la que dichas conductas queden impunes.
A mayor democracia, ¿menos libertad?
Paradójicamente, la generalización de la democracia ha
conllevado una preocupante disminución de la libertad personal en todo
Occidente, por lo que los defensores de la libertad tenemos la obligación de
señalar el elefante en la habitación, como hicieron Aristóteles, los Padres
Fundadores de EEUU, Tocqueville, o, más recientemente, pensadores liberales
como Hoppe, Brennan o Caplan. La alucinante disminución a la libertad de
expresión y la generalización de la autocensura deberían encender todas las
alarmas.
En cualquier caso, no podemos caer en la intimidación de
considerar la democracia como una diosa ante la que sólo cabe inclinarse, sino
como un sistema político más que debe ser objeto de crítica y escrutinio y al
que debemos exigir que ofrezca los resultados prometidos.
Con su inteligente ironía, el pensador colombiano Nicolás
Gómez-Dávila definía la democracia como «el régimen político donde el ciudadano
confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses
privados». Los Padres Fundadores de EEUU la definían como como «dos lobos y una
oveja votando qué hay para cenar esta noche». Efectivamente, les preocupaba que
la democracia degenerara en la «dictadura de la mayoría».
Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Se ha corrompido el concepto de
democracia o es que nunca fue ninguna panacea?
La breve historia de la democracia
La realidad es que la historia de la democracia es tan breve
que puede considerarse algo prácticamente episódico en la Historia de la
Humanidad. Tras su origen en la Antigua Grecia y algunos guiños de la República
de Roma (en ambos casos, sin sufragio universal), apenas volvió a utilizarse
prácticamente en los siguientes 1.800 años.
Al llegar a principios del siglo XIX, la mera idea de
igualar el poder de voto de un joven inexperto y frívolo con el de un anciano
experimentado y sabio, o de personas educadas con personas ignorantes, o de
aquellos que pagan impuestos para financiar subsidios con los que reciben esos
mismos subsidios, era considerada una idea extraña. Quizá por ello, en el Reino
Unido sólo el 7% de la población mayor de 20 años tenía derecho a voto en 1832.
Hubo que esperar hasta el primer cuarto del siglo XX para
que se adoptara el sufragio universal en parte de Europa, aunque algunos grupos
de la población sufrieron retrasos aún mayores (en Brasil los analfabetos no
pudieron votar hasta 1988), a veces por razones puramente discriminatorias. Por
ejemplo, en Suecia los católicos no pudieron votar hasta 1860 y tuvieron que
esperar hasta 1950 para poder ser miembros del gobierno; en Italia, las mujeres
no pudieron votar hasta 1945 (y en algunos cantones suizos hasta 1990); y las
minorías étnicas o raciales en Canadá, Australia o EEUU no pudieron hacerlo
hasta 1965, aproximadamente.
¿Un sistema disfuncional?
¿Por qué han devenido las democracias en sistemas
disfuncionales? ¿Podemos establecer una relación con los otros experimentos? Yo
creo que sí. Los yonquis del poder adulan y seducen a las masas con todo tipo
de promesas de dinero público hasta convertir el proceso electoral en una
subasta de votos. Quizá eso explique por qué el tamaño del Estado (y la consecuente
disminución de la libertad del individuo) ha aumentado de forma paralela al
desarrollo democrático.
Cualquier análisis racional del proceso de formación del
voto conduce a conclusiones muy sobrias que moderan el entusiasmo democrático,
pues las tres características fundamentales del voto son la frivolidad, la
inercia y la ignorancia. Además, el voto, lejos de ser racional y libre, está
condicionado por las pasiones (particularmente por el miedo y la envidia) y por
la propaganda. Churchill defendía que «el mejor argumento contra la democracia
es una conversación de un cuarto de hora con el votante medio». Esta ignorancia
no tiene por qué reflejar pereza o indolencia, sino un simple argumento lógico,
el llamado “efecto de ignorancia racional” de Downs
En efecto, como explica el profesor de la Universidad de
Georgetown Jason Brennan en su provocadora obra Contra la Democracia, «cuando
se trata de política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no
sabe nada y muchas personas saben menos que nada». No debería sorprendernos. El
sufragio universal incondicional implica que «una abrumadora mayoría de
personas carece incluso de un conocimiento elemental sobre la política, y
muchas de ellas están mal informadas». Sin embargo, estas personas «ejercen su
poder político sobre los demás, pues el sufragio universal incondicional
concede poder político de una manera indiscriminada». Brennan se pregunta: «Yo
puedo señalar al votante medio y preguntarme con razón: ¿por qué debería esta
persona tener cierto grado de poder sobre mí? Puedo igualmente volverme hacia
el conjunto del electorado y preguntar: ¿Quién ha decidido que esa gente mande
sobre mí?».
El sufragio universal conduce además a una politización
exagerada de la sociedad. Los medios de comunicación no hablan de otra cosa que
no sea de lo que dicen y hacen en cada momento los políticos, motivo por el
que, cuando éstos están de vacaciones, la prensa adelgaza y sólo nos hablan de
desastres naturales. A su vez, esta simbiosis entre política y periodismo
facilita que los políticos promuevan a través de sus altavoces mediáticos la
polarización de la sociedad, pues el teatro político fomenta el miedo e incluso
el odio hacia el que piensa diferente. De este modo, conforme las democracias
envejecen, las opiniones políticas se convierten en difícilmente reconciliables
y enfrentan a los ciudadanos entre sí empujados por sus irresponsables líderes,
aunque el enfrentamiento entre ciudadanos sea mucho más enconado que el que
tienen los políticos entre ellos en privado. La violencia política —llegando a
la eliminación física del adversario— puede aumentar, como hemos visto
recientemente en EEUU.
Hay otras explicaciones de por qué las democracias no están
dando los resultados apetecidos. Aristóteles argumentaba que las democracias
caían por culpa de los «demagogos rastreros y sin escrúpulos que en realidad
aspiran a la tiranía». Puede ser. Tenemos, sin duda, ejemplos muy cercanos.
También es posible que la democracia lleve en sí misma inherente el germen de
su propia destrucción.
Pero el hecho irrebatible es que nunca en la Historia se
había utilizado la democracia a una escala tan masiva, y, paradójicamente,
salvo en regímenes totalitarios, nunca la oligarquía gobernante (la clase
política) había ostentado tal poder. A mayor poder de la oligarquía gobernante,
menor libertad del pueblo gobernado, por lo que la libertad política ha ido
acompañada de una grave pérdida de libertad personal.
¿Acertaba, por tanto, el gran Jouvenel al afirmar que «la
soberanía del pueblo no deja de ser una ficción que a la larga no puede menos
que destruir las libertades individuales»? ¿Ha sido la democracia una
distracción por la que, mientras con una mano nos permitían votar un día cada
cuatro años, con la otra nos quitaban nuestro dinero y nos restringían cada vez
más nuestras libertades diarias?
Por qué terminó la democracia en la Antigua Grecia
El fin del primer experimento democrático de la Antigua
Grecia hace 2.500 años puede encerrar alguna lección para las sociedades
modernas, tal y como lo explicó la historiadora y helenista Edith Hamilton en
su maravilloso libro The Echo of Greece, publicado en 1957. Esta
larga, pero portentosa cita, pertenece al capítulo titulado «El fracaso de
Atenas»:
«Lo que el pueblo quería era un gobierno que le
proporcionara una vida cómoda, y con este objetivo primordial, las ideas de
libertad y autosuficiencia quedaron oscurecidas hasta el punto de desaparecer.
Atenas se consideraba cada vez más como una cooperativa de la que todos los
ciudadanos tenían derecho a beneficiarse. Los fondos que ello exigía, cada vez
más cuantiosos, hacían necesaria una fiscalidad cada vez más pesada, pero eso
sólo preocupaba a los ricos, que siempre eran una minoría. La política estaba
ahora estrechamente relacionada con el dinero, tanto como con el voto. Los
votos estaban en venta.
Atenas había llegado al punto de rechazar la
independencia, y la libertad que ahora quería era que la liberaran de la
responsabilidad. Solo podía haber un resultado. Si los hombres insistían en
liberarse de la carga de una vida autosuficiente y de la responsabilidad,
dejarían de ser libres. La responsabilidad era el precio que todo hombre debía
pagar por la libertad. No había otra forma de obtenerla.
Pero, para entonces, Atenas había llegado al fin de la
libertad y nunca volvería a tenerla».
¿Será éste el destino de las democracias occidentales?
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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