LAS RELACIONES HUMANAS
Se han ido
deteriorando por un individualismo cada vez más radicalizado
En la era de la digitalización, el poderío y supremacía
de las tecnológicas llega incluso a superar el de los Estados. Con ello, el
poder y la comunicación se han modificado con un único objetivo: captar nuestra
atención de forma constante. Y poco a poco, sin darnos cuenta, las sociedades
se van fragmentando. En su libro ‘Fragmentados’, Alfonso Ballesteros, profesor de Filosofía
del Derecho en la Universidad Miguel Hernández de Elche, analiza las causas de
esta profunda crisis de la atención y la sociabilidad y nos invita a
reflexionar sobre la creciente debilidad de las democracias, hasta el punto de
hacernos pensar en un escenario posdemocrático.
Corren malos tiempos para las democracias liberales del siglo XXI. Según apuntas en tu libro, su crisis es causa de fragmentación. ¿Cuáles son los principales motivos que las hacen tambalearse?
Uno de los fundamentales es el deterioro de los lazos
sociales a distintos niveles. Las relaciones humanas se han ido deteriorando
por un individualismo cada vez más radicalizado, que, debido a la
tecnología, permite un mayor aislamiento y pérdida de la relaciones físicas, de
la capacidad para mantener conversaciones tranquilas con otras personas, de
escuchar al otro, de dialogar reposadamente. Cosas que forman la base de una
democracia y casi de cualquier forma política que no sea despótica. En vez de
formas políticas, Hannah Arendt prefiere hablar de formas de
convivencia; es decir, como seres humanos hemos decidido convivir, lo cual
supone relacionarnos. Pero la primera forma de convivencia, la primera
comunidad –la familia– también se ha deteriorado mucho.
De hecho, en el libro mencionas «la hostilidad a la
familia» y afirmas que «está en el punto de mira de las políticas públicas». Es
cierto que cada vez hay más familias monoparentales, con un solo hijo o
sin ellos. ¿Esto es causa o consecuencia de la fragmentación de la sociedad?
Hay multitud de causas, concausas y fenómenos circulares que
pueden ser causa y efecto a la vez. Hemos reemplazado los vínculos familiares
por vínculos digitales con personas que no conocemos, conocemos poco o con las
que mantenemos vínculos muy líquidos y eso nos dificulta entender cualquier
tipo de sacrificio por una comunidad más amplia. Si no soy capaz de
sacrificarme por mis padres que están enfermos o por mis hijos, mi mujer, mi
marido, ¿cómo voy a hacerlo por una realidad más amplia? La capacidad de
compromiso y de sacrificio empieza por los más cercanos. La democracia requiere
un cierto grado de compromiso cívico y sacrificio, pero, ¿en qué ámbito lo
aprendemos? Las políticas públicas de hace décadas han insistido mucho en el
valor de determinadas decisiones individuales. Pueden parecer una forma de
emancipación, pero en el fondo atacan la propia institución matrimonial y
familiar. Por ejemplo, aquellas políticas que favorecen a una mujer que es
madre soltera, quizá sean positivas, pero si beneficiamos a esas personas
frente a las que están casadas o tienen hijos, en realidad estamos diciendo que
es mejor no estar juntos. Son cosas que están tan arraigadas en nuestra
sociedad que su cuestionamiento parece algo retrógrado.
Crisis y desaparición no son lo mismo y, precisamente, el
subtítulo del ensayo es «posdemocracia». ¿Está la democracia en riesgo de
extinción? ¿Qué escenario intuyes?
Lo que tenemos ahora mismo es una democracia muy débil con
muy poca conciencia cívica y pocos movimientos de asociaciones, de personas que
se dediquen de manera pacífica y desinteresada a promover determinadas
políticas, algo fundamental en una democracia. Al limitarnos a votar caemos un
poco en lo que decía Rousseau: el pueblo inglés es libre el día de las
elecciones y el resto del tiempo es esclavo. No todo puede ser solo votar.
Estamos en una democracia donde los partidos dominan el escenario político de
manera muy fuerte y en la que el ciudadano, de alguna manera, ha renunciado a
pensar libremente. ¿Podemos hablar ya de posdemocracia? Pensar fuera de
determinados planteamientos o hablar con libertad es difícil. La gente tiene
miedo, aunque mucha gente también está harta y está empezando a expresar con
más claridad y respeto ciertas cosas. La tecnología puede ayudar a que el
escenario posdemocrático llegue a término. Un ejemplo son los chatbots, si
nos relacionados de manera cotidiana con las máquinas y nuestro
tiempo está totalmente ocupado por el diálogo ellas y por el mero
entretenimiento.
¿Pudiera ser que se nos haya olvidado que no todo son
derechos, que también tenemos algunas obligaciones en una democracia?
Los derechos son una cosa muy positiva, pero hemos extremado
el individualismo y la existencia de las libertades puramente individuales y no
la libertad de actuar concertadamente con otros. Esto es fundamental en la
vida, mucho más que el mero consentimiento individual, que es una abstracción
de la modernidad que poco tiene que ver con nuestras vidas. La vida es la
libertad con los otros, no contra los otros; la libertad surge de la comunidad.
Y la democracia es eso. La dimensión de los derechos está demasiado contagiada
por una concepción de la libertad muy individualista y los deberes no se
entienden sin el otro: los deberes políticos y jurídicos son ante el otro. Se
nos ha olvidado el sacrificio por la comunidad política.
Muchos etiquetan las redes sociales y las plataformas
digitales de totalitarias, algo que niegas, aunque admites que comparten
ciertos elementos con el totalitarismo. ¿Cuáles son estos elementos?
En primer lugar, la vigilancia creciente de todas
las actividades humanas, que es posible gracias a la ubicuidad de la tecnología
–algo que no era posible con el totalitarismo– y, después, la promoción de la
soledad de la que hablábamos antes. Hannah Arendt insiste en este segundo
elemento sobre el totalitarismo, que califica de forma de soledad organizada.
Hay una organización profundamente colectiva, pero también un gran aislamiento,
porque no hay relaciones sólidas y profundas entre las personas. Y el fenómeno
digital produce esa soledad: un aislamiento con comunicación, pero puramente
psicológico, pues necesitamos esas pequeñas descargas de dopamina.
Qué paradójico que en la era de IA y las redes sociales,
cuando más conectados estamos unos con otros sea, a la vez, el momento de la
historia en el que el ser humano se encuentra más solo…
En buena medida el problema no es la tecnología, sino los
fines que persiguen y los medios que han creado para conseguir esos fines. Las
redes sociales son muy adictivas y estimulantes psicológicamente, pero podrían
haberse pensado de otra manera. Haber creado, por ejemplo, una red social que
facilitase contactar si estamos separados o encontrarnos si estamos en la misma
ciudad. Pero en realidad está diseñada para lo contrario, de forma que es más
satisfactorio contactar digitalmente con esa persona que verla físicamente.
Porque si la vemos en persona no recibimos los estímulos psicológicos que
obtenemos al hacerlo de forma digital: el deseo de validación social, los me
gusta, el reenvío. La dopamina.
En tu libro tocas también el tema de los medios de
comunicación. En una época en la que todos somos creadores de contenido y
parece que la atención que el medio capta importa más que la veracidad y
calidad del mismo, ¿qué papel deben jugar los medios de comunicación en una
democracia representativa y liberal sólida?
Un papel mucho mayor del que tienen. Los medios
tradicionales eran importantísimos para la democracia y se han visto
desplazados por las redes sociales. Debería recuperarse el papel que ha tenido
históricamente el periodismo profesional. Yo creo que las redes sociales no
pueden reemplazar ese papel tradicional de la prensa, no tanto porque
cualquiera pueda crear contenido como por la desprofesionalización de los
medios. Lo positivo es que se da voz a todo el mundo, pero esto se ha
deteriorado por los algoritmos, que promueven a todo el que diga las cosas más
provocadoras o desagradables y genere contenidos más violentos o pornográficos.
En la era digital, el acceso a la información está a la
mano de cualquiera. ¿Acceder a la información implica necesariamente acceder al
conocimiento?
No. De hecho, la información, en buena medida, cuando supera
un determinado umbral y es excesivamente abundante, se convierte en un enemigo
del conocimiento, porque pone al cerebro en un estado de fuerte tensión o
supera su capacidad de filtrado. El cerebro siempre tiene que filtrar
información, pero en una sociedad como la nuestra, donde hay una abundancia de
la misma, lo que escasea es la atención y el conocimiento es cada vez
más difícil. Porque el conocimiento se adquiere, entre otras cosas, prestando
atención, seleccionando información y logrando captar su sentido.
Asumo que también necesitamos cierta pausa y reposo para
asimilar lo nuevo, razonarlo y elaborar juicios y opiniones, algo que parece
difícil en esta sociedad de la información donde todo sucede a una velocidad
vertiginosa…
Efectivamente, junto al filtrado también se necesita la
pausa. Así como el esfuerzo por mantener la atención en la misma cosa durante
un tiempo prolongado. Sin pausa, sin detenimiento, sin concentrarnos de manera
repetida en la misma cosa no alcanzamos el conocimiento ni la excelencia en
nada.
Lo cual me lleva a la utilidad, la eficacia y el rendimiento como
valores superiores en la economía de la atención. Ante este escenario, ¿qué
cabida tienen la verdad y la objetividad, no solo de las noticias, sino de los
actos o los discursos de los políticos, los profesionales, los ciudadanos?
La verdad está muy desplazada. Por un lado, por la eficacia:
yo quiero lograr que mi discurso llegue más a gente y capte su atención y si es
provocador, si miento o si exagero ligeramente va a captarla mejor. Por otro lado,
por la de noticias que inundan la opinión pública, que es otra forma de engaño,
ahí la veracidad no aparece, porque –como decíamos antes– para llegar a la
verdad y el conocimiento necesito filtrar y centrar la atención. También el
subjetivismo de los individuos hace que muchas veces el individuo mismo no
quiera la verdad. En el fondo, la verdad y la duda están muy relacionadas.
Todos buscamos la verdad por naturaleza; el deseo de saber es un impulso
natural del ser humano. Pero este pasa por la modestia y por admitir quedarse
en la duda; lo cual no significa que la verdad no exista, sino que es difícil
llegar a ella. De hecho, la verdad es también manifestar mi duda. «Solo sé que
no sé nada», decía Sócrates, el gran filósofo de la Historia. Esa modestia es
en sí sabiduría, también en el ámbito político. Y eso facilita la convivencia,
porque si dudo estoy más cerca de ti.
Pienso en las redes sociales: en el poder que creemos que
nos dan al permitirnos expresar de forma pública e inmediata cosas de manera
categórica, pensando que tenemos siempre la razón. No solo eso, sino que el de
en frente está equivocado si discrepa con nosotros, algo que nos impide
dialogar.
Cuando se dialoga se tiene que asumir que el propio juicio
puede ser mejorado gracias al otro, que el otro nos ayuda a descubrir la
verdad. Es una cosa colectiva. Los grandes filósofos que hemos tenido en la
Historia, los griegos, son diálogos; ahí están Platón o Sócrates. Ese
ejercicio fundamental en la filosofía lo es también en la democracia, lo cual
no quiere decir que todo se pueda pactar o que toda la verdad surja del diálogo
y del consenso.
Una de tus líneas de investigación versa sobre la
respuesta jurídica ante la incursión de la tecnología en nuestra vida
cotidiana. ¿Qué medidas urgentes deberían desarrollarse para proteger a los
ciudadanos del creciente poder digital? Mencionas que el reglamento de
la UE es pobre en cuanto a metadatos se refiere, por ejemplo.
En una sociedad democrática, la iniciativa debería partir de
los ciudadanos que actúan concertadamente, que se asocian en todos los ámbitos
de la vida para cambiar las cosas. Cuando esto no ocurre, tienen que aparecer
el Estado, la Unión Europea y demás. En el ámbito de la salud, tenemos una gran
conciencia que nos ha llevado a regular [ciertas cosas], pero no el ámbito de
la tecnología. De la misma manera que se muestran los riesgos para la salud al
comprar tabaco, podríamos advertir sobre los de la tecnología. A mí me parece
que la mejor manera de proteger la atención, por ejemplo, es prohibir los smartphones en
las clases. ¿Esto va contra la libertad de los individuos? Tampoco en el cine o
en la ópera se puede hablar por teléfono. La propia actividad que estoy
desarrollando en el aula exige que me comporte de cierta manera. Es una cosa
muy pequeña, pero podría tener un efecto muy grande. O limitar el uso de
los metadatos.
Aquí el problema es que se ha centrado la atención en los metadatos personales,
cuando se ha demostrado que los metadatos anónimos tienen un poder de
predicción de comportamiento colectivo extraordinario.
Urges a «promover unos derechos en internet que realmente
protejan al individuo», pero ¿quién vigila a los vigilantes?
¿Debe el derecho dejar que se manipule a la gente a nivel
prerreflexivo, de manera deliberada y superando el umbral de la conciencia? En
principio, creo que no. Lo que pasa es que está tan arraigado y las tecnológicas tienen
tantísimo poder, que a ver quién tiene el valor de frenar esto. Hay un
contraste muy grande entre lo analógico y lo digital: lo analógico está
híperregulado y nuestras vidas están muy protocolizadas por los Estados, la
Unión Europea, Naciones Unidas. Es importante que los creadores de esas normas
no sean los propios lobbies. Alex Pentland [informático y profesor
del MIT], por ejemplo, ha estado detrás de la regulación de la protección de
datos de China, Europa y Estados Unidos y es un señor que ataca la propia idea
del individuo, que no cree en la libertad humana, en los derechos individuales
ni en la democracia liberal y que pertenece a una tradición que defiende el
colectivismo. ¿Cómo va el Reglamento de Protección de Datos a proteger la
democracia liberal si uno de sus actores principales no cree en ella?
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