DEL DESEO DE ESCRIBIR A LA NECESIDAD DE LEER
Escribir y leer hoy ya no son meros placeres, sino actos de supervivencia. En un mundo donde las pantallas devoran la atención y disuelven el pensamiento, escribir sigue siendo uno de los últimos refugios de la realidad, y leer, uno de los últimos gestos capaces de despertar una mente dormida.Escribir hoy es casi un sacrilegio, habiéndose convertido en un acto de resistencia desarmada contra la hipnosis colectiva, un repentino estallido de lucidez en un mundo donde las pupilas, dilatadas por las pantallas, son alimentadas a la fuerza con imágenes como gansos digitales.
En
este mundo moribundo, uno podría pensar que la escritura ya no tiene cabida,
que las palabras apenas pueden resistir la gran anestesia conectada. Sin embargo,
es precisamente ahora que la escritura se vuelve esencial, porque la realidad
misma no ha desaparecido, sino que simplemente ha sido cubierta por un velo de
píxeles que muchos ahora confunden con un horizonte.
Internet, este oráculo inestable, ha transformado a las
masas en consumidores voraces pero insaciables de certezas pre-digeridas.
Clics, se desplazan, comentan como si tosieran, por reflejo, sin siquiera
inhalar el más mínimo aliento de pensamiento crítico. En este teatro de sombras
luminosas, la atención se ha convertido en presa, el matiz en delito y el
conocimiento en un esfuerzo considerado sospechoso. ¿De qué sirve leer, de qué
sirve aprender, cuando la opinión instantánea sirve como diploma para la
mayoría?
Y mientras los grandes medios de comunicación difunden sus
disparates mentales, las voces independientes —las únicas con la libertad
suficiente para decir algo más allá del discurso subsidiado y aséptico—
escriben en un desierto donde el oasis es invisible para los transeúntes. A los
autores se les pide que sobrevivan sin ser leídos, que creen sin apoyo, que
arrojen luz sin que nadie les abra los ojos. Sin embargo, a pesar de la falta
de apoyo, debemos seguir dando la alarma, explicando, intentando crear
oportunidades. No por vanidad, sino por sentido del deber.
Porque escribir no es solo otra forma de entretenimiento; es
un acto de salvaguarda, casi de preservación, de la especie humana. Cada frase
arrancada del clamor es un recordatorio de lo que significa pensar, sentir y,
sobre todo, discernir. Escribir es negarse a que el lenguaje se convierta en
una mera herramienta de manipulación emocional. Es mantener la puerta abierta a
quienes, un día, despertarán del hechizo y buscarán algo más que el pensamiento
algorítmico y prefabricado.
El autor independiente es quizás hoy el último guardián, el
que se niega a jurar lealtad a las narrativas hegemónicas, el que persiste en
creer que la verdad, incluso fragmentaria, aún vale la pena perseguir. No ganan
nada con continuar... y es precisamente por eso que deben continuar. Porque en
este mundo saturado de información faltan individuos capaces de decir: «Quiero
saber y comprender».
Así que sí, escribir es ahora también un acto de
insubordinación. Se ha convertido en un gesto de desafío contra la apatía
general, un acto de fe en la inteligencia humana en una época en la que esta se
delega fácilmente en máquinas o gurús de los medios. Pero es en momentos en que
todo parece perdido que la pluma redescubre su poder primordial para romper la
fachada, abrir un camino, recordarle a la realidad que no ha muerto. Escribir
hoy ya no se trata de hablar a las masas apáticas, sino de hablar a quienes aún
no se han rendido.
Pero entonces, en esta pesadilla distópica, ¿qué podría
despertar a este país que antaño fue una forja intelectual, donde el choque de
ideas valía más que la embriaguez del entretenimiento? ¿Qué podría impulsar a
querer comprender en lugar de consumir, a saber en lugar de creer, a perpetuar
esta cultura que les han enseñado a percibir como polvorienta cuando es lo
único que los protege?
La respuesta no es sencilla ni cómoda, porque lo que se
necesita es una verdadera conmoción. No un cataclismo externo, sino interno.
Esta sacudida íntima revela de repente el vacío tras las ilusiones digitales,
la pobreza tras la saturación y la mentira tras la comodidad. Mientras la
ilusión perdure, la mente duerme. Pero a veces, el simple atisbo de la fractura
basta para reavivar el deseo de aprender. La ignorancia no se combate con
decreto, sino con la falta de sentido.
Necesitamos recuperar el gusto por los altos estándares.
Esta palabra intimida hoy en día porque evoca esfuerzo, perseverancia y fuerza
de voluntad: tres valores que el sistema dominante se empeña en sustituir por
la rapidez, la comodidad y, sobre todo, la pasividad. Pero sin altos
estándares, no hay libertad interior. Porque, en última instancia, no es la
tiranía la que prevalece, sino la indolencia la que la invita.
Y sobre todo, necesitamos redescubrir el placer de ser
inteligentes. Sí, placer. No arrogancia, ni elitismo, sino el simple placer de
comprender un mundo que intenta despojarnos de sí mismo, de disipar esta niebla
que todo lo transforma en opiniones fugaces. El placer de leer a un autor que
te abre un camino que desconocías, que te ofrece información a la que no tenías
acceso. O simplemente a quien pone palabras a tus penas.
Esta es una alegría que ninguna transmisión digital puede
ofrecer. Porque un autor no te lanza información a la cara, sino que te
acompaña, te conmueve, te cambia la perspectiva. Leer no se trata de absorber
contenido; se trata de recorrer un paisaje mental. Y dentro de este paisaje, a
veces una frase te impacta de repente como un destello de luz en una habitación
a oscuras. Una imagen, una idea, un razonamiento… En resumen, algo que nunca
habías considerado ni vislumbrado sin atreverte a expresarlo.
Este descubrimiento dista mucho de ser un milagro pasivo,
pues exige una presencia excepcional, disponibilidad y atención en un mundo
saturado de notificaciones. Pero eso es precisamente lo que lo hace tan
valioso. El autor no impone nada, sugiriendo, proponiendo y creando una brecha
en el muro de tus certezas, y solo tú decides si la cruzas. Ahí reside el
verdadero placer de la vida, en esta repentina apertura que no te infantiliza,
sino que te expande.
Y entonces llega esa alegría aún más sutil, casi íntima, de
tener, por una vez, un pensamiento que te pertenece solo a ti. No una opinión
extraída de las noticias, ni una reacción prefabricada, sino un pensamiento
genuino, moldeado por el esfuerzo, refinado por la reflexión y, sobre todo,
vivo, porque nació en ti.
Necesitamos restaurar el valor de la libertad intelectual. Y
mientras la cultura siga siendo un pasatiempo opcional, se devaluará. Debe
volver a convertirse en un instinto de supervivencia, una herramienta de
autodefensa, un acto de soberanía personal. Y en un país donde todo el mundo
habla de libertad, ya es hora de que alguien nos recuerde que la libertad más
fundamental es la claridad de pensamiento.
En última instancia, nada cambiará hasta que se den cuenta
que la ignorancia es extremadamente costosa. No en cifras, sino en términos de
destino. Porque la ignorancia nunca es gratuita, ya que se paga con la pérdida
de lucidez, con opciones negadas y con una voz silenciada. A veces creemos que
desconocer nos protege, que evitar la complejidad nos alivia, que abandonar la
reflexión nos permite "vivir en paz". Pero esta es una tranquilidad
casi secuestrada, pacífica solo porque ignoramos la altura de los muros que nos
rodean.
El verdadero precio de la ignorancia es lo que nos arrebata,
incluso antes de que nos demos cuenta. Me refiero a la capacidad de actuar, de
juzgar y de anticipar. Un pueblo que desconoce lo que lo moldea ya no controla
lo que le espera. Se convierte en navegante sin mapa, pasajeros de un barco
cuyo rumbo otros marcan y cuya dirección ellos ya ni siquiera pueden discernir.
La ignorancia no impide el progreso; es mucho peor, pues nos impide elegir
adónde ir.
Este costo es invisible. No aparece en una declaración. Se
mide en compromisos silenciosos, en el abandono gradual del pensamiento
crítico, en la delegación de la propia voluntad, en la resignación a creer que
«todo es demasiado complicado de todas formas». Una sociedad que deja de
educarse no solo es más débil, sino sobre todo más manipulable, más dócil y más
susceptible a las narrativas prefabricadas. No por malicia inherente, sino por
falta de defensas internas.
Porque la verdadera libertad no se proclama, se construye. Y
se construye, ante todo, sobre el conocimiento. La ignorancia, en cambio, es
terreno fértil para toda forma de dependencia: dependencia de la retórica,
dependencia de las ilusiones, dependencia de las autoridades —políticas,
tecnológicas, culturales— que se complacen en pensar por nosotros. Esto no es
una conspiración; es la tendencia natural de cualquier estructura de poder
cuando nadie la observa.
Aquí es donde se juega el destino. No en una conmoción
espectacular, sino en este cambio gradual donde los individuos dejan de ser
actores para convertirse en espectadores, y luego en figurantes. Un pueblo que
desconoce su historia, que no exige comprender el mundo, que no defiende los
matices, inevitablemente acaba sufriendo el destino de un guion escrito por
otros.
Y, sin embargo, este destino no es inevitable. A veces basta
con una comprensión repentina, como la intuición brutal de que la ignorancia es
más costosa que el esfuerzo, que la oscuridad pesa más que el conocimiento y
que la abdicación intelectual siempre termina pagándose con la pérdida de la
libertad. Cuando esta verdad se haga evidente, incluso para algunos individuos
obstinados, entonces algo finalmente cambiará. Porque los destinos colectivos
siempre comienzan con las sublevaciones silenciosas de unas pocas mentes que se
niegan a que se les dicte el suyo.
La ignorancia no es un estado del ser, sino una rendición. Y
solo el día en que se comprenda que la recuperación comienza con el
aprendizaje, su destino se reescribirá. Porque esta camisa de fuerza de la que
hablo solo puede prosperar gracias a la pasividad, la distracción generalizada
y la docilidad que se logra mediante la sobrecarga sensorial. Solo el día en
que todos comprendan que la ignorancia no es neutralidad, sino territorio
conquistado por otros, nacerá el deseo de liberarse.
Así que sí, se necesita un despertar. Quizás muy lento,
quizás silencioso, pero inevitable. Porque quien deja de pensar se encuentra de
rodillas, y quien retoma la reflexión rompe las cadenas sin que lo veamos
caer.
Pero este despertar no vendrá de arriba. No surgirá de un
discurso, una reforma ni un milagro. Comenzará donde todo cambio verdadero se
arraiga: en la mente del individuo. En ese momento íntimo en el que uno decide
dejar de ser un receptor pasivo del mundo, para finalmente comprenderlo. En esa
decisión simple, casi humilde, de reconectar con el conocimiento en lugar de la
distracción.
Tomar las riendas de tu vida no significa cambiar nada, sino
empezar por mantenerte firme. Significa elevarte por encima de la opacidad
circundante, negándote a ser un simple extra en tu propia vida. Y para eso, no
hay secreto: tienes que nutrir tu mente. No con fragmentos fugaces, ni con
opiniones prefabricadas, sino con obras reflexivas, bien elaboradas y con cuerpo.
Aquí es donde los autores independientes se vuelven
esenciales. Son los guardianes solitarios de un mundo saturado, los últimos
artesanos de un conocimiento puro, sin diluir, sin formato, sin filtrar por los
intereses que rigen las narrativas dominantes. Apoyarlos no es simplemente
hacer una buena acción; es darse la oportunidad de acceder a voces auténticas,
libres y humanas; voces que aún pueden transmitir, iluminar y desafiar.
Adquirir sus libros es un acto de serena soberanía, una
decisión sobre lo que pones en tu mente, eligiendo la profundidad sobre la
superficialidad, dando espacio a tu intelecto para respirar. Es redescubrir,
página tras página, ese placer olvidado de sentir cómo tus pensamientos se
fortalecen, se refinan y se desarrollan. Es comprender que el conocimiento no
es un lujo, sino un aliento vital.
Así que sí, el despertar llegará sin duda. Quizás con
suavidad, quizás demasiado despacio, pero llegará a todos aquellos que decidan
reabrir un libro, escuchar una perspectiva diferente, acercarse a lo que aún
desconocen.
Y comprende que esta razón comienza de la manera más
fundamental: con un libro. Un libro sobre la mesita de noche, esperando a ser
abierto una noche en la que finalmente te niegas a dormirte a la sombra de
otros. Este gesto parece minúsculo, casi insignificante, pero en realidad es
vital y cabe en la palma de la mano. Sin embargo, puede transformar todo tu
ser, toda la trayectoria de tu vida, y solo hace falta abrirlo.
Porque es allí, precisamente allí, donde comienza la salida
de la niebla. En este gesto sencillo y decisivo, aparentemente poco heroico,
pero de un impacto inmenso. Abrir un libro, y abrirlo de verdad, con atención,
con hambre, es ya respirar de otra manera, empezar a ver más allá de la niebla
que nos envuelve. No es un acto espectacular, pero sí vital. Un acto que marca
el inicio de la reconquista. Un acto que reaviva la luz y la vida.
Así que, en esta Navidad, que todos redescubran la alegría
de regalar cosas que iluminen en lugar de distraer. Que los
libros vuelvan a ocupar su lugar al pie del árbol, como promesas de
libertad y evasión. Que reaviven la inteligencia, la curiosidad y la chispa
interior que nuestros tiempos sofocan. Y que esta Navidad finalmente traiga a
todos un poco de esa luz que se lee, se comparte y se transmite.
Phil BROQ.
https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/12/de-lenvie-decrire-la-necessite-de-lire.html

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