21.12.25

Abrir un libro, abrirlo de verdad, con hambre y atención, es ya respirar de otra manera

DEL DESEO DE ESCRIBIR A LA NECESIDAD DE LEER 

Escribir y leer hoy ya no son meros placeres, sino actos de supervivencia. En un mundo donde las pantallas devoran la atención y disuelven el pensamiento, escribir sigue siendo uno de los últimos refugios de la realidad, y leer, uno de los últimos gestos capaces de despertar una mente dormida. 

Si aún escribimos, es para preservar lo que se pierde. Si aún leemos, es para preservarnos a nosotros mismos. Porque un pueblo que deja de leer se olvida de sí mismo, y un pueblo que se olvida de sí mismo permite que otros escriban su historia.

Escribir hoy es casi un sacrilegio, habiéndose convertido en un acto de resistencia desarmada contra la hipnosis colectiva, un repentino estallido de lucidez en un mundo donde las pupilas, dilatadas por las pantallas, son alimentadas a la fuerza con imágenes como gansos digitales. 

En este mundo moribundo, uno podría pensar que la escritura ya no tiene cabida, que las palabras apenas pueden resistir la gran anestesia conectada. Sin embargo, es precisamente ahora que la escritura se vuelve esencial, porque la realidad misma no ha desaparecido, sino que simplemente ha sido cubierta por un velo de píxeles que muchos ahora confunden con un horizonte.

Internet, este oráculo inestable, ha transformado a las masas en consumidores voraces pero insaciables de certezas pre-digeridas. Clics, se desplazan, comentan como si tosieran, por reflejo, sin siquiera inhalar el más mínimo aliento de pensamiento crítico. En este teatro de sombras luminosas, la atención se ha convertido en presa, el matiz en delito y el conocimiento en un esfuerzo considerado sospechoso. ¿De qué sirve leer, de qué sirve aprender, cuando la opinión instantánea sirve como diploma para la mayoría?

Y mientras los grandes medios de comunicación difunden sus disparates mentales, las voces independientes —las únicas con la libertad suficiente para decir algo más allá del discurso subsidiado y aséptico— escriben en un desierto donde el oasis es invisible para los transeúntes. A los autores se les pide que sobrevivan sin ser leídos, que creen sin apoyo, que arrojen luz sin que nadie les abra los ojos. Sin embargo, a pesar de la falta de apoyo, debemos seguir dando la alarma, explicando, intentando crear oportunidades. No por vanidad, sino por sentido del deber.

Porque escribir no es solo otra forma de entretenimiento; es un acto de salvaguarda, casi de preservación, de la especie humana. Cada frase arrancada del clamor es un recordatorio de lo que significa pensar, sentir y, sobre todo, discernir. Escribir es negarse a que el lenguaje se convierta en una mera herramienta de manipulación emocional. Es mantener la puerta abierta a quienes, un día, despertarán del hechizo y buscarán algo más que el pensamiento algorítmico y prefabricado.

El autor independiente es quizás hoy el último guardián, el que se niega a jurar lealtad a las narrativas hegemónicas, el que persiste en creer que la verdad, incluso fragmentaria, aún vale la pena perseguir. No ganan nada con continuar... y es precisamente por eso que deben continuar. Porque en este mundo saturado de información faltan individuos capaces de decir: «Quiero saber y comprender».

Así que sí, escribir es ahora también un acto de insubordinación. Se ha convertido en un gesto de desafío contra la apatía general, un acto de fe en la inteligencia humana en una época en la que esta se delega fácilmente en máquinas o gurús de los medios. Pero es en momentos en que todo parece perdido que la pluma redescubre su poder primordial para romper la fachada, abrir un camino, recordarle a la realidad que no ha muerto. Escribir hoy ya no se trata de hablar a las masas apáticas, sino de hablar a quienes aún no se han rendido.

Pero entonces, en esta pesadilla distópica, ¿qué podría despertar a este país que antaño fue una forja intelectual, donde el choque de ideas valía más que la embriaguez del entretenimiento? ¿Qué podría impulsar a querer comprender en lugar de consumir, a saber en lugar de creer, a perpetuar esta cultura que les han enseñado a percibir como polvorienta cuando es lo único que los protege?

La respuesta no es sencilla ni cómoda, porque lo que se necesita es una verdadera conmoción. No un cataclismo externo, sino interno. Esta sacudida íntima revela de repente el vacío tras las ilusiones digitales, la pobreza tras la saturación y la mentira tras la comodidad. Mientras la ilusión perdure, la mente duerme. Pero a veces, el simple atisbo de la fractura basta para reavivar el deseo de aprender. La ignorancia no se combate con decreto, sino con la falta de sentido.

Necesitamos recuperar el gusto por los altos estándares. Esta palabra intimida hoy en día porque evoca esfuerzo, perseverancia y fuerza de voluntad: tres valores que el sistema dominante se empeña en sustituir por la rapidez, la comodidad y, sobre todo, la pasividad. Pero sin altos estándares, no hay libertad interior. Porque, en última instancia, no es la tiranía la que prevalece, sino la indolencia la que la invita.

Y sobre todo, necesitamos redescubrir el placer de ser inteligentes. Sí, placer. No arrogancia, ni elitismo, sino el simple placer de comprender un mundo que intenta despojarnos de sí mismo, de disipar esta niebla que todo lo transforma en opiniones fugaces. El placer de leer a un autor que te abre un camino que desconocías, que te ofrece información a la que no tenías acceso. O simplemente a quien pone palabras a tus penas.

Esta es una alegría que ninguna transmisión digital puede ofrecer. Porque un autor no te lanza información a la cara, sino que te acompaña, te conmueve, te cambia la perspectiva. Leer no se trata de absorber contenido; se trata de recorrer un paisaje mental. Y dentro de este paisaje, a veces una frase te impacta de repente como un destello de luz en una habitación a oscuras. Una imagen, una idea, un razonamiento… En resumen, algo que nunca habías considerado ni vislumbrado sin atreverte a expresarlo.

Este descubrimiento dista mucho de ser un milagro pasivo, pues exige una presencia excepcional, disponibilidad y atención en un mundo saturado de notificaciones. Pero eso es precisamente lo que lo hace tan valioso. El autor no impone nada, sugiriendo, proponiendo y creando una brecha en el muro de tus certezas, y solo tú decides si la cruzas. Ahí reside el verdadero placer de la vida, en esta repentina apertura que no te infantiliza, sino que te expande.

Y entonces llega esa alegría aún más sutil, casi íntima, de tener, por una vez, un pensamiento que te pertenece solo a ti. No una opinión extraída de las noticias, ni una reacción prefabricada, sino un pensamiento genuino, moldeado por el esfuerzo, refinado por la reflexión y, sobre todo, vivo, porque nació en ti.

Necesitamos restaurar el valor de la libertad intelectual. Y mientras la cultura siga siendo un pasatiempo opcional, se devaluará. Debe volver a convertirse en un instinto de supervivencia, una herramienta de autodefensa, un acto de soberanía personal. Y en un país donde todo el mundo habla de libertad, ya es hora de que alguien nos recuerde que la libertad más fundamental es la claridad de pensamiento.

En última instancia, nada cambiará hasta que se den cuenta que la ignorancia es extremadamente costosa. No en cifras, sino en términos de destino. Porque la ignorancia nunca es gratuita, ya que se paga con la pérdida de lucidez, con opciones negadas y con una voz silenciada. A veces creemos que desconocer nos protege, que evitar la complejidad nos alivia, que abandonar la reflexión nos permite "vivir en paz". Pero esta es una tranquilidad casi secuestrada, pacífica solo porque ignoramos la altura de los muros que nos rodean.

El verdadero precio de la ignorancia es lo que nos arrebata, incluso antes de que nos demos cuenta. Me refiero a la capacidad de actuar, de juzgar y de anticipar. Un pueblo que desconoce lo que lo moldea ya no controla lo que le espera. Se convierte en navegante sin mapa, pasajeros de un barco cuyo rumbo otros marcan y cuya dirección ellos ya ni siquiera pueden discernir. La ignorancia no impide el progreso; es mucho peor, pues nos impide elegir adónde ir.

Este costo es invisible. No aparece en una declaración. Se mide en compromisos silenciosos, en el abandono gradual del pensamiento crítico, en la delegación de la propia voluntad, en la resignación a creer que «todo es demasiado complicado de todas formas». Una sociedad que deja de educarse no solo es más débil, sino sobre todo más manipulable, más dócil y más susceptible a las narrativas prefabricadas. No por malicia inherente, sino por falta de defensas internas.

Porque la verdadera libertad no se proclama, se construye. Y se construye, ante todo, sobre el conocimiento. La ignorancia, en cambio, es terreno fértil para toda forma de dependencia: dependencia de la retórica, dependencia de las ilusiones, dependencia de las autoridades —políticas, tecnológicas, culturales— que se complacen en pensar por nosotros. Esto no es una conspiración; es la tendencia natural de cualquier estructura de poder cuando nadie la observa.

Aquí es donde se juega el destino. No en una conmoción espectacular, sino en este cambio gradual donde los individuos dejan de ser actores para convertirse en espectadores, y luego en figurantes. Un pueblo que desconoce su historia, que no exige comprender el mundo, que no defiende los matices, inevitablemente acaba sufriendo el destino de un guion escrito por otros.

Y, sin embargo, este destino no es inevitable. A veces basta con una comprensión repentina, como la intuición brutal de que la ignorancia es más costosa que el esfuerzo, que la oscuridad pesa más que el conocimiento y que la abdicación intelectual siempre termina pagándose con la pérdida de la libertad. Cuando esta verdad se haga evidente, incluso para algunos individuos obstinados, entonces algo finalmente cambiará. Porque los destinos colectivos siempre comienzan con las sublevaciones silenciosas de unas pocas mentes que se niegan a que se les dicte el suyo.

La ignorancia no es un estado del ser, sino una rendición. Y solo el día en que se comprenda que la recuperación comienza con el aprendizaje, su destino se reescribirá. Porque esta camisa de fuerza de la que hablo solo puede prosperar gracias a la pasividad, la distracción generalizada y la docilidad que se logra mediante la sobrecarga sensorial. Solo el día en que todos comprendan que la ignorancia no es neutralidad, sino territorio conquistado por otros, nacerá el deseo de liberarse.

Así que sí, se necesita un despertar. Quizás muy lento, quizás silencioso, pero inevitable. Porque quien deja de pensar se encuentra de rodillas, y quien retoma la reflexión rompe las cadenas sin que lo veamos caer. 

Pero este despertar no vendrá de arriba. No surgirá de un discurso, una reforma ni un milagro. Comenzará donde todo cambio verdadero se arraiga: en la mente del individuo. En ese momento íntimo en el que uno decide dejar de ser un receptor pasivo del mundo, para finalmente comprenderlo. En esa decisión simple, casi humilde, de reconectar con el conocimiento en lugar de la distracción.

Tomar las riendas de tu vida no significa cambiar nada, sino empezar por mantenerte firme. Significa elevarte por encima de la opacidad circundante, negándote a ser un simple extra en tu propia vida. Y para eso, no hay secreto: tienes que nutrir tu mente. No con fragmentos fugaces, ni con opiniones prefabricadas, sino con obras reflexivas, bien elaboradas y con cuerpo.

Aquí es donde los autores independientes se vuelven esenciales. Son los guardianes solitarios de un mundo saturado, los últimos artesanos de un conocimiento puro, sin diluir, sin formato, sin filtrar por los intereses que rigen las narrativas dominantes. Apoyarlos no es simplemente hacer una buena acción; es darse la oportunidad de acceder a voces auténticas, libres y humanas; voces que aún pueden transmitir, iluminar y desafiar.

Adquirir sus libros es un acto de serena soberanía, una decisión sobre lo que pones en tu mente, eligiendo la profundidad sobre la superficialidad, dando espacio a tu intelecto para respirar. Es redescubrir, página tras página, ese placer olvidado de sentir cómo tus pensamientos se fortalecen, se refinan y se desarrollan. Es comprender que el conocimiento no es un lujo, sino un aliento vital.

Así que sí, el despertar llegará sin duda. Quizás con suavidad, quizás demasiado despacio, pero llegará a todos aquellos que decidan reabrir un libro, escuchar una perspectiva diferente, acercarse a lo que aún desconocen.

Y comprende que esta razón comienza de la manera más fundamental: con un libro. Un libro sobre la mesita de noche, esperando a ser abierto una noche en la que finalmente te niegas a dormirte a la sombra de otros. Este gesto parece minúsculo, casi insignificante, pero en realidad es vital y cabe en la palma de la mano. Sin embargo, puede transformar todo tu ser, toda la trayectoria de tu vida, y solo hace falta abrirlo.

Porque es allí, precisamente allí, donde comienza la salida de la niebla. En este gesto sencillo y decisivo, aparentemente poco heroico, pero de un impacto inmenso. Abrir un libro, y abrirlo de verdad, con atención, con hambre, es ya respirar de otra manera, empezar a ver más allá de la niebla que nos envuelve. No es un acto espectacular, pero sí vital. Un acto que marca el inicio de la reconquista. Un acto que reaviva la luz y la vida.

Así que, en esta Navidad, que todos redescubran la alegría de regalar cosas que iluminen en lugar de distraer. Que los libros vuelvan a ocupar su lugar al pie del árbol, como promesas de libertad y evasión. Que reaviven la inteligencia, la curiosidad y la chispa interior que nuestros tiempos sofocan. Y que esta Navidad finalmente traiga a todos un poco de esa luz que se lee, se comparte y se transmite.

Phil BROQ. 

https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/12/de-lenvie-decrire-la-necessite-de-lire.html

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