14.4.25

No hay tiempo para enojos o indignación. Debemos desaprender la comodidad artificial

LAS COSAS BUENAS LLEGAN PARA QUIENES ESPERAN...

Actualmente vivimos al final de una era que podría liberar al mundo entero. No es un simple ciclo el que se cierra, sino una estructura entera que se derrumba, lenta y metódicamente, como un coloso hueco golpeado sobre su talón de arcilla. Los pilares de la modernidad occidental, que creíamos inquebrantables, se están resquebrajando en un silencio mediático ensordecedor.

El trabajo se vacía de su sentido, la política se reduce a la contabilidad del miedo, la cultura se transforma en un circo decadente y subvencionado, la justicia se imparte en nombre de la ideología de un pequeño grupo de degenerados y no de la ley. La seguridad ha desaparecido de nuestras calles. Más de un tercio de la población del país es de origen inmigrante y, sin embargo, nos llaman racistas.

Nos prometieron progreso y nos dieron precariedad. Nos prometieron la emancipación, pero nos obligaron a aceptar la alienación. Lo que se suponía que sería un modelo de paz y prosperidad ha resultado ser un espejismo que enmascara una dictadura, y quienes todavía se aferran a él lo hacen no por fe sino por miedo y pánico a la alternativa y al regreso de la realidad. Nuestros líderes son tiranos y lo que queda del pueblo es estúpido con teléfonos inteligentes y frente al televisor.

Esto no es un manifiesto ni una lamentación. Es más que una observación, es una autopsia. La autopsia de un sistema moribundo que surgió de la incapacidad de los individuos para amar la libertad. Es la historia de una decadencia asumida por quienes se alimentan de ella y negada por quienes la financian. Y, quizás también, un preludio de algo más grande por venir. Un cambio más ambicioso que la manipulación de los globalistas, más saludable que su ideología obsoleta, más vivo que sus ganancias y privilegios. Dondequiera que miremos, vemos que las élites que todavía gobiernan nuestras naciones ya no gobiernan; Están administrando su propio declive. Y en su caída pretenden arrastrar a toda una civilización a la que desprecian, a la que humillan, a la que manipulan, a la que gravan, a la que vigilan, a la que oprimen mediante el maquiavelismo, pero que ya no comprenden y a la que temen.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que una nación se definía por su capacidad de producir, de innovar, de construir la realidad. El pueblo trabajaba, los políticos dirigían, los hombres de armas protegían, la élite pensaba en el mañana. Pero este mecanismo jerárquico, ciertamente desigual, tenía todavía un significado, un objetivo, un deseo de elevación. Hoy, todo eso está muerto, sepultado bajo los escombros humeantes del capitalismo rentista, del liberalismo connivente, del estatismo obeso y de una burguesía cobarde y cínica que prefirió liquidar la demanda interna, basada en el trabajo, el salario y la dignidad, en nombre de una competitividad global sesgada y sobresubvencionada, pero que les ofreció sus privilegios.

Los herederos decadentes de los aristócratas, en su planteamiento político, han liquidado la elevación espiritual de los hombres a cambio del tráfico mafioso. Algunos países han abordado la brecha de demanda con diversos trucos. Estos trucos son la deuda ficticia y exponencial, el desarrollo del complejo militar-industrial y farmacéutico, las manipulaciones del mercado de valores, que permiten sacar dinero de los bolsillos de los inversores extranjeros, pero también todo un diluvio de subvenciones pagadas a asociaciones de izquierda del llamado campo del bien. Asociaciones que no pueden sobrevivir sin sus subvenciones, como los medios de comunicación y su multitud de periodistas, para justificar su existencia.

Mientras tanto, en otro informe condenatorio del Tribunal de Cuentas Europeo se destacan graves disfunciones que indican que, entre 2021 y 2023, se pagaron 7.400 millones de euros en subsidios sin ningún control riguroso. Lo que es aún más preocupante es que 30 ONG, que representan menos del 1% de los beneficiarios, se llevaron el 40% de los fondos, sin que se ofreciera ninguna justificación transparente. Algunas de estas entidades, presentadas como ONG, ni siquiera contaban con la persona jurídica correspondiente. Y eso sin contar los mágicos 800.000 millones para hacer la guerra, pero de los que no se destina ni un solo euro a ayudar a la gente ni a las industrias.

Ucrania, esta guerra por poderes para salvar la ilusión de un imperio estadounidense, fue el catalizador del fin de un ciclo de chantaje y violencia contra pueblos soberanos. La alianza entre Rusia y China se ha consolidado, los BRICS se han expandido y el dólar está empezando a perder su monopolio. Las sanciones, que supuestamente debían aplastar a Rusia, sólo han demostrado la impotencia de este Occidente imperialista para imponer su voluntad. Rusia se mantuvo firme. Mejor, ella ha progresado. Mientras tanto, Estados Unidos y su arrogante y desconectado caniche europeo veían cómo su propia industria armamentística se desmoronaba bajo el peso de su narcisismo y su arrogancia. Después de la falsa democracia, exportable a base de fusiles y cañones, llega ahora la hora del falso mesías, para salvar de la muerte su industria y quitarle la vida a todos aquellos que deberían destronarlos revelando sus mentiras.

Esta es la gran confrontación que se avecina ante nuestros ojos y no es simbólica. La guerra del sentido contra el vacío burocrático. La guerra de la vida contra la de la ideología. El pueblo contra sus dirigentes, los trabajadores contra los parásitos, los creadores contra los rentistas, la realidad contra la ilusión. Y todos los que hoy están al mando saben que su mundo está llegando a su fin. Se está desmoronando, agrietándose por todas partes. Así que se aferran con la rabia de los condenados, con el frenesí de los náufragos. Censuran, difaman, prohíben, encarcelan. Pero a pesar de todas sus maniobras, a pesar de las cortinas de humo mediáticas y de los eslóganes reciclados, ya no consiguen convencer. El barniz se está agrietando. Sus leyes están muertas.

La gente los ve. Todavía pueden dar miedo. Un poco. Pero no por mucho tiempo. Porque tarde o temprano la gente se dará cuenta de todo. Ese verdadero poder se está trasladando a otra parte. En algún lugar distinto a los propietarios de la tierra, de los bancos, de las empresas, de los periódicos, de los jueces, de los ideales preparados y de los conceptos preconcebidos. Aquellos que no se rendirán a menos que les quiten todo.

Estas fuerzas no negocian, tiranizan. Avanzan enmascarados tras promesas vacías de crecimiento, competitividad y “libre mercado”, mientras aplastan naciones, pueblos y equilibrios sociales y ecológicos en nombre de un orden abstracto, desencarnado, diseñado para el lucro y contra la vida humana. Y como cualquier imperio ideológico en sus últimas etapas, se vuelven histéricos tan pronto como son desafiados. Su racionalidad se convierte en obsesión, su pragmatismo en fanatismo. Se niegan a morir, incluso cuando la realidad los golpea duramente. Y ese día ¡tendrás que estar preparado!

La gran pregunta entonces sigue siendo: ¿quién reconstruirá? ¿Quién llevará la antorcha a las ruinas? No serán los vencidos arrepentidos, ni los nostálgicos impotentes, ni los cómplices vergonzosos. Serán aquellos que no hayan negado la realidad. Los que saben trabajar, plantar, soldar, construir, pensar, cuidar, enseñar, no para brillar, sino para ayudar y transmitir. Aquellos que aman su tierra, su familia, su gente, su cultura, su fe, su libertad, no por folclore, sino por deber a la vida y por respeto a sus mayores.

No hay tiempo para quejas, enojos o incluso indignación. Ahora debemos desaprender la comodidad artificial, desintoxicar nuestras mentes de esta suavidad programada y volver a aprender la vida desnuda. Aquella que requiere esfuerzo, apoyo mutuo y altos estándares. Tendremos que reconstruir la solidaridad no con lemas sino con gestos. Se necesitarán hombros fuertes, corazones asentados y mentes claras. Se necesitará coraje y paciencia. Y también el tiempo, largo, duro, indiferente a los estados de ánimo del día a día.

Porque la civilización, la verdadera civilización, nunca renace en el tumulto de las leyes ni en las promesas de los tribunales. Vuelve a través del trabajo, del sacrificio, de la fidelidad a las cosas sencillas y esenciales. No regresa pronto, pero siempre regresa…

Phil BROQ.

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