EL
LABERINTO GNÓSTICO
"Creo
que lo que llamamos nuestra sombra, aquí, en la tierra, es nuestra
sustancia verdadera... Creo que nuestro cuerpo no es sino las heces
de nuestra mejor parte"
(Herman
Melville, Moby
Dick).
Ante
la quietud, lo inflexible, lo inmutable, el orden o el cosmos, los
gnósticos traerán el desorden como una proyección del desgobierno
de sus vidas en sus propias creencias. Su actitud será la de negar
radical, violentamente, que el mundo que vemos, palpamos u oímos
tenga el sentido que el discurso greco-cristiano, dominante en los
primeros siglos de nuestra Era, imponía desde el prestigio del
pedestal de las estatuas. Derribar esas estatuas, hacerlas añicos y
esbozar una sonrisa de satisfacción sobre los destrozos fue su
primer objetivo. Los gnósticos se plantaron en mitad del laberinto,
no quisieron seguir ni a derecha ni a izquierda, sólo encontraron
muros que obstaculizaban su ansia de hallar la salida, así que
miraron hacia adentro y después hacia arriba, y en las dos
direcciones sólo vieron el cielo. Y el cielo no tenía muros, ni
barreras, ni límites, ni fronteras. Así que decidieron pasar su
vida mirando hacia arriba. Pero sus cuerpos nunca salieron del
laberinto.
Quizá
la primera pregunta que podríamos hacernos es ¿en qué mundo, bajo
qué premisas o ideas, en qué situación política o social surge el
gnosticismo? Los más importantes de los grupos gnósticos
aparecieron en los primeros siglos del cristianismo en la parte
oriental del Imperio romano, es decir, en ese Oriente tan civilizado
al que Alejandro Magno (356-323 a.C.) y sus generales (los diádocos)
habían enseñado a hablar —y a pensar o a sentir— en griego.
Este pupilo de Aristóteles (384-322 a.C.) emprendió campañas victoriosas hasta el río Indo acabando con la hegemonía militar persa, al tiempo que logró asimilar, mediante una inteligente política de matrimonios mixtos, a las élites persas, babilónica o egipcia a la cultura de los nuevos conquistadores. Su empresa fue un éxito durante siglos, dejando a los romanos un terreno abonado para su posterior dominación militar y política, aunque no cultural: la cultura de las élites, también la de los mismos romanos, continuó siendo de hecho griega.
Este pupilo de Aristóteles (384-322 a.C.) emprendió campañas victoriosas hasta el río Indo acabando con la hegemonía militar persa, al tiempo que logró asimilar, mediante una inteligente política de matrimonios mixtos, a las élites persas, babilónica o egipcia a la cultura de los nuevos conquistadores. Su empresa fue un éxito durante siglos, dejando a los romanos un terreno abonado para su posterior dominación militar y política, aunque no cultural: la cultura de las élites, también la de los mismos romanos, continuó siendo de hecho griega.
La
expansión supranacional de la cultura griega, a raíz de las
conquistas de Alejandro, dará lugar a lo que se conoce como periodo
helenístico.
Con la Roma imperial esa realidad cambiará los significados de
Oriente y Occidente, siendo propiamente Grecia sólo una pequeña
parte occidental del gran Oriente griego. El gnosticismo será un
movimiento religioso e intelectual que tendrá su auge en el siglo
II, cuando ese mundo helenístico entre en una profunda crisis de
valores por la irrupción de una nueva religión, el cristianismo,
que pasará de secta judía a religión oficial del Imperio romano
[1]. Aunque también puede pensarse que el cristianismo, incluso el
más ortodoxo, en su labor de síntesis entre el Logos
helénico y el monoteísmo judío, fue, en realidad, el gnosticismo
triunfante que tachó de heréticos al resto de sistemas gnósticos.
Desde Pablo de Tarso (ca. 5-67 d.C.) esa nueva religión estará
impregnada de elementos propiamente gnósticos. No deja de resultar
sugerente la afirmación de Adolf von Harnack (1851-1930) sobre la
diferencia entre el cristianismo gnóstico y el cristianismo
católico: el primero representaba una "helenización
aguda"
de las creencias monoteístas, mientras que el segundo consistía en
la "helenización
crónica"
de las mismas [2].
[1]
Hay que tener en cuenta, sin embargo, la existencia de una gnosis
judaica que se desarrolló en el siglo I, con influencias del
platonismo, cuyas primeras muestras se encuentran en las alegorías
de Filón de Alejandría (15/10–45/50 d.C.). Sus miembros más
destacados fueron Cerinto, Dositeo y, especialmente, Simón Mago.
Véase José Montserrat Torrents, Introducción
General,
en Los
Gnósticos,
vol. I, Madrid, 1983, pp. 21-32.
[2]
Hans Jonas, La
Religión Gnóstica. El Mensaje del Dios Extraño y los Comienzos del
Cristianismo,
Madrid, 2003, p. 70. Véase también Henri-Charles Puech, "El
Problema del Gnosticismo",
en En
Torno a la Gnosis
I, Madrid, 1982, pp. 191-192.
EL
UNIVERSO ORDENADO
Ahora
bien, ¿a qué se oponen esos pensadores gnósticos?; ¿qué es lo
que les resulta tan insoportable como para declararse en rebeldía?;
¿cuáles eran los valores o las ideas que se les hacían tan
insoportables? Principalmente, se oponían con desesperación rabiosa
a una idea que era mucho más que una idea, que era toda una
configuración intelectual que actuaba como cimiento del mundo
helénico. Nos referimos a la idea de Kósmos.
Los gnósticos van a plantear contra esa fe, contra esa religión del
racionalismo greco-romano, un desafío contundente. Una rebelión
que, sin embargo, se nos aparece como huérfana pues nació
enfrentada a los prestigiosos padres que inauguraron la Filosofía
clásica, esos venerables abuelos del pensamiento occidental que aún
son objeto de devoción en las academias del mundo occidental.
Ante
una tradición ideológica tan avasalladora, reverenciada por sus
grandes resultados intelectuales, que actuaba como un poderoso
"agente
conservador"
(Jonas, op.
cit.,
p. 259), el gnosticismo se propuso como una antítesis orgullosa. Los
gnósticos estaban, en cierto modo, atentando contra una de las
formas de esa piedad
familiar tan rígida y tan característica de la mentalidad helénica,
la misma piedad que más tarde —y hasta hoy— pasará a ser uno de
los estandartes del mundo greco-cristiano. Y, como no podía ser de
otra manera, la impiedad merecía el más severo de los castigos. De
ahí que quede tan poco de las fuentes originales del gnosticismo, y
que ese poco que conocemos de sus argumentos filosóficos o
religiosos se lo debamos a los que fueron sus píos perseguidores.
El
Kósmos
era un concepto al que una larga tradición griega le había otorgado
la más alta dignidad religiosa. Todo lo relacionado con él
conllevaba el respeto y la admiración; se trataba de una idea plena
de connotaciones positivas en la cultura helénica. Esto es así
porque significaba "orden" en general, un atributo que era
aplicado no sólo al mundo sino también a una casa, a una ciudad, a
un grupo o a una vida (Ibid.,
p. 261). En el mundo griego algo se ennoblecía, adquiría rasgos
sagrados, cuando estaba ordenado.
Debemos tener en cuenta que si se usaba la palabra kósmos
para hacer referencia al universo, ese concepto no denotaba el Todo
como suma cuantitativa de lo existente sino su cualidad de totalidad
ordenada.
El
universo era considerado como el ejemplo más sublime del orden, y
era, además, la causa de los diferentes órdenes particulares que
deben imitar las dos características definitorias del modelo
primario: la belleza y la racionalidad (Ibid.,
p. 262). Es decir, lo bello y lo racional alcanzaban en el universo
su manifestación más pura y elevada. La armonía de los movimientos
celestes era considerada en el mundo griego clásico como la prueba
visible de un orden intrínsecamente divino. Éste era el motivo por
el que Platón (ca. 427-347 a.C.), en una de sus habituales
proyecciones omnipotentes, consideraba al kósmos
como un "viviente
provisto de alma y razón",
sin rastro de maldad o mezquindad, algo propio de seres inferiores
como los humanos, quienes deben aspirar a esa bondad ordenada en
grado sumo (Platón, Timeo,
30c). En esto, como en tantas otras cosas, su discípulo Aristóteles
mantuvo las enseñanzas de su maestro, despreciando los asuntos
humanos al considerarlos como una parte degradada de la inagotable y
racional belleza del Kósmos:
«Sería
absurdo considerar la política o la prudencia como lo más
excelente, si el hombre no es lo mejor del cosmos...Y nada cambia, si
se dice que el hombre es el más excelente de los animales, porque
también hay otras cosas mucho más dignas en la Naturaleza que el
hombre, como es evidente por los objetos que constituyen el cosmos»
(Aristóteles, Ética
Nicomaquea,
VI. 7).
En
su último diálogo, Las
Leyes,
Platón vincula explícitamente kósmos
y organización política. Los gobernantes ideales, aquellos que
actúan según el modelo de los dioses que "han
de regir perpetuamente el universo entero",
se asemejan, de algún modo, "a
los aurigas de carros que rivalizan entre sí o los pilotos de
navíos"
(Leyes,
905e). Pero, quizás sea mejor, como apunta el filósofo, compararlos
con los "jefes
de un campamento
[militar]", o en todo caso, con "médicos
prevenidos, en relación con el cuerpo, contra la guerra que
promueven las enfermedades"
(Ibid.,
905e), lo que nos da una idea de la antigüedad de las metáforas
corporales en la filosofía política occidental.
Lo
que, tras el velo de una argumentación racional, nos quiere decir el
Ateniense
[3] es que una ciudad necesita de un jefe, de un fuerte poder
ejecutivo, que se comporte como el general de un ejército, esto es,
que extinga cualquier posible disidencia y extienda la disciplina
ante la posibilidad siempre presente de que haya que enfrentarse con
algún peligro que arruine la polis
o que la lleve a la tan temida disolución. El orden de la ciudad
debe, ante todo, imitar el orden cósmico:
«El
que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a
la preservación y a la virtud del total, mientras que cada una de
las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus
posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada una de estas cosas,
hasta en la más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia
unos regidores
[4] encargados
de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima
fracción»
(Ibid.,
903b).
[3]
En Las
Leyes,
el protagonista del diálogo no es Sócrates, como en los más
famosos diálogos platónicos, sino un personaje llamado el
"Ateniense", que formula las teorías del autor.
[4]
El término griego original es árchontes
que, más tarde, servirá a los gnósticos para designar a las
potencias malvadas con las que el Demiurgo controla nuestro mundo
terrenal.
Esta
visión griega contrasta fuertemente con la tradición judía, no
sólo porque en ella está presente la creencia en que Yahvé, un
único locus
de
omnipotencia, creó el mundo ex
nihilo,
lo que suponía un auténtico tabú en el helenismo —una cultura
incapaz de pensar la Nada—, sino muy especialmente por la alta
consideración del hombre como cima de la creación. Para el
judaísmo, los cuerpos celestes no son divinos ni perfectos sino
únicamente materia sin vida y, por lo tanto, inferiores en dignidad
a cualquier animal, ya no digamos al ser humano. La divinización del
cosmos no podía tener ningún sentido para un hebreo, puesto que el
concepto de Naturaleza, de una realidad física con leyes
independientes a la voluntad del creador, es ajeno a la Torá.
En
los territorios helenizados de Oriente Medio, y ya en los primeros
siglos de la Era cristiana, el sentimiento de pertenencia y de
identidad que ligaba a la ciudadanía con sus espacios públicos más
próximos, y que caracterizó a la polis
clásica, había quedado muy erosionado [5]. Ahora las autoridades
políticas quedaban muy alejadas, fuera de la vista y del oído del
ciudadano corriente, que lo más cerca que estaba del poder político
era contemplando una estatua, es decir, el cuerpo petrificado de
algún Emperador o de un monarca local aliado del Imperio. La
personificación del poder se irá consolidando bajo la dominación
romana, al tiempo que los Emperadores irán adquiriendo una
veneración religiosa.
[5]
Ya desde el periodo posterior a las conquistas de Alejandro Magno,
"El
tipo de actividad política... era muy diferente a aquella de los
días en que la polis
griega
era realmente independiente... Por muchas razones, que van desde la
búsqueda de una mayor seguridad a la creación de nuevos valores
cívicos, las ciudades del mundo helenístico se vieron obligadas a
cambiar el modelo de vida pública"
(Frank W. Walbank, The
Hellenistic World,
Cambridge, 1992, pp. 141-142).
El
efecto de las escuelas cínicas y epicúreas en la cultura política
helenística había sido el de disolver los vínculos estrechos entre
el ciudadano y la polis.
El pensamiento post-aristotélico había servido para romper el
cordón umbilical [6] que unía a las personas con la ciudad en la
que habían nacido y pasaban su vida. El estoicismo que, a pesar de
su origen griego, pasaría a convertirse en una especie de corriente
filosófica oficial del Imperio romano, elaboró su devoción cósmica
o universalista cuando el sentimiento de extrañamiento entre los
ciudadanos y sus gobernantes estaba ya muy asentado.
[6]
Homero describe cómo en los enfrentamientos entre aqueos y troyanos,
los guerreros de cada bando portaban con sí unos escudos que, en la
traducción que manejamos, son adjetivados como "umbilicados",
sugiriéndonos quizá una relación muy honda, casi maternal, entre
ese instrumento de protección y su portador: "Y
ellos [aqueos
y troyanos],
cuando encontrándose a un mismo sitio vinieron, / chocaron junto
escudos y junto lanzas y ánimos de hombres / de coraza de bronce, y
los umbilicados escudos / pegaron uno a otro, y se alzó mucho el
fragor del combate"
(Homero, Ilíada,
libro VIII, vv. 60-63).
La
enorme expansión del escenario político no alteró, sin embargo, la
doctrina clásica de la interrelación armoniosa entre el Todo y las
partes. Pero ésta sí dejó inevitablemente de dar cuenta de la
situación cotidiana del ciudadano que habitaba una nueva polis
ampliada hasta casi todo el mundo conocido. Ahora esa gran ciudad
será nada menos que el Cosmos, y ser ciudadano del universo, un
cosmopolita,
no solo será una aspiración filosófica sino una realidad que podía
abrumar a unos seres humanos sin referencias más cercanas.
A
los hombres y mujeres del Imperio se les proponía alegremente que se
integraran en el kósmos
como partes de un todo omnipotente, teniendo ellos en su interior un
componente también divino, un logos
que los emparentaba con un universo sabio e infinitamente virtuoso.
En el fondo, esas declaraciones deberían sonar a los ciudadanos del
Imperio como las órdenes de un director de escena en un montaje
teatral de proporciones gigantescas. Al fin y al cabo, la principal
misión del ciudadano sería a partir de entonces la representación
lo más fiel posible de su rol en la sociedad, un rol predeterminado
por la providencia cósmica.
La
analogía entre el kósmos
y el ciudadano hace que éste se encuentre en medio de un desvarío
en el que ha perdido por completo el control de su vida. La ascensión
vertiginosa de la polis
al cosmos en la civilización helenística dejaba desorientados, y un
tanto abandonados, a individuos para los que el gobierno de sus vidas
aparecía impuesto nada menos que por la fuerza de las estrellas. El
sentimiento de indefensión ante esas energías descomunales, que
debían además soportarse pasivamente, estaba llamado a producir un
terremoto en el plano de las creencias. La protesta se elevará a los
cielos, será un grito desesperado con los adornos de la filosofía
griega y de las nuevas corrientes religiosas orientales, y se llamará
gnosticismo.
LA
GRAN NEGACIÓN
"La
actitud gnóstica es principalmente negación"
[7]. Así de categórico se pronunciaba Henri-Charles Puech
(1902-1986), historiador francés y especialista en los movimientos
gnósticos. Sin embargo, cuando un lector actual quiere aproximarse a
esas formas de pensamiento y religiosidad de la Antigüedad tardía
se da cuenta de que tanto los filósofos paganos como los primeros
intelectuales del cristianismo se afanaron constantemente en negar
radicalmente las explicaciones que sobre la divinidad, el mundo, el
tiempo o la situación del hombre en el mundo ofrecían esos
pensadores heterodoxos.
[7]
Henri-Charles Puech, La
Gnosis y el Tiempo
(1952), en En
Torno a la Gnosis
I, p. 268.
No
hay que dejar de lado el hecho de que el cristianismo de los primeros
tiempos aspiraba a convertirse en un sustituto válido de la
religiosidad helenística. Por esa razón, ya desde las epístolas de
Pablo de Tarso, primero judío helenizado y después converso
cristiano, la Redención que predicaba esa nueva religión era vista
como una paidagôgia,
pues relataba la historia sagrada de la salvación "como
un medio pedagógico del que Dios
se
sirve para formar y educar poco a poco a la Humanidad y conducirla a
una gloriosa madurez"
(Ibid.,
p. 284). La aparición de Jesucristo se situará en el centro de la
Historia, y marcará el paso hacia un futuro más perfecto: el
Antiguo
Testamento
progresa
hacia el Nuevo
Testamento.
En ese progreso inevitable se hacía necesaria la superación de la
ya caduca ley mosaica [8].
[8]
"De
este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su
ineficacia e inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a su
perfección, pues no era más que una introducción a una esperanza
mejor, por la cual nos acercamos a Dios"
(Hebreos
7:18-19).
La
sangre derramada por Jesús de Nazaret en la cruz también simboliza,
en la interpretación paulina, el final de una primera etapa en la
historia de la salvación de los hombres. Con ella se cumplió el
final de la antigua alianza entre Yahvé y el pueblo judío. Había
llegado la hora de un contrato más universalista, alejado de
deidades tribales, que integrara a todos los ciudadanos del cosmos,
los cosmopolitas. Nos referimos a ese mundo helenístico tan ancho y
tan avanzado que Pablo se encargará de recorrer anunciando el final
de una época y el reparto de una herencia a quienes estuvieran
dispuestos a seguirlo [9].
[9]
Para Pablo, Jesucristo era "el
mediador de una nueva Alianza; para que interviniendo su muerte para
remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han
sido llamados reciban la herencia eterna prometida. Pues donde hay
testamento, se requiere que conste la muerte del testador"
(Hebreos
9:15-17).
Los
gnósticos, en cambio, harán saltar por los aires tanto la
concepción cristiana del tiempo —rectilínea y progresiva, con un
principio y un final absolutos— como la helénica, basada en un
modelo circular e inmutable sin ningún sentido histórico específico
[10]. Para ellos, la aparición de Cristo supone entrar en contacto
con una verdad que anula tanto la Historia como el Kósmos.
Ambos son imposturas que nos encadenan a un mundo cruel y
despiadado.
[10]
Véase la exposición clásica en Platón, Timeo,
37c–38c.
Al
contrario que para Pablo y sus seguidores cristianos más ortodoxos,
los gnósticos pensarán que el Antiguo
Testamento
ni anuncia ni predispone nada. Con la venida del Salvador, el tiempo
se rompe en dos partes que se contradicen y de las que la segunda es
la sana y disuelve a la enfermedad que suponía la primera. Los
profetas de las escrituras hebreas eran, para el gnosticismo, los
aliados del Demiurgo, o lo que es lo mismo, de un dios impostor que
ha creado un cosmos lleno de maldad, suciedad y sufrimiento. La
divinidad que trajo Jesús supone una novedad absoluta que rompe para
siempre el encantamiento con el que estamos apegados a la materia,
una mera ilusión óptica, y al tiempo, un triste sucedáneo de la
eternidad. Las creencias absolutamente trascendentes del gnosticismo
no sólo serán anti-cósmicas, también serán anti-históricas
(Puech, op.
cit.,
p. 298). Había llegado el momento de escapar de esta cárcel de los
sentidos, de este "abismo
infernal"
que llamamos mundo, de esta "noche
de la carne",
y despertar a una vida no de los cuerpos sino del espíritu (Ibid.,
p. 300).
CONOCIMIENTO
SALVADOR
Las
persecuciones a las que fueron sometidos por la Iglesia oficial hace
que existan muy pocos testimonios y escritos directos de autores
gnósticos [11]. Las fuentes casi exclusivas para el conocimiento del
gnosticismo en su época de esplendor provienen de los heresiólogos
eclesiásticos, los oponentes de los gnósticos, fundamentalmente de
dos de ellos: Ireneo de Lyon (ca. 130-202 d.C) e Hipólito de Roma
(ca. 170-236 d.C). Sin embargo, hay que añadir que el primero de
ellos, Ireneo —quien, procedente de Esmirna, acabaría sus días
como obispo en tierras galas—, escribió su popular Adversus
Haereses
(Contra las Herejías) [12] alrededor del año 180 d.C, esto es,
contemporáneamente al surgimiento de los mismos movimientos a los
que tan fieramente se opuso. Sobre la enorme variedad de ideas entre
los gnósticos, Ireneo comentará burlonamente que éstos pasaban su
vida «dando
a luz, cada día, en la medida que pueden, alguna cosa nueva: ya que
nadie es "perfecto" entre ellos, si no ha "dado
frutos" en enormes mentiras»
[13].
[11]
Esta situación cambió un tanto desde el descubrimiento en 1945 de
una importante colección de manuscritos gnósticos, escritos en
diversos dialectos coptos, en la población egipcia de Nag Hammadi.
Esos códices datan de los siglos III y V, es decir, son posteriores
a la época del gnosticismo clásico, al que nos referimos en estas
páginas. Dos expertos en este campo, Hans Jonas y José Montserrat
Torrents, consideran que, a pesar de tratarse de un importante
hallazgo, esos documentos no anulan los escritos de los heresiarcas
cristianos. Al contrario, confirman su descripción de las doctrinas
gnósticas. Por su parte, José Montserrat cree que la biblioteca
gnóstica de Nag Hammadi "despertó
grandes esperanzas entre los investigadores... Ahora bien, a medida
que se avanza en el conocimiento de la biblioteca, aumentan las
perplejidades y aun el desencanto... Por más interesante que sea su
contenido, su problemática conexión con el resto del mundo antiguo
disminuye su valor aclaratorio y comprobatorio respecto al
gnosticismo clásico. En resumidas cuentas, resulta más interesante
para una tipología de la gnosis
que
para una historia del gnosticismo"
(Montserrat Torrents, Introducción
General,
p. 21). Véase también Jonas, La
Religión Gnóstica,
p. 310.
[12]
Eric Voegelin consideraba a esta obra "un
tratado sobre el tema
[el gnosticismo] que
debe seguir consultando el estudiante que quiera entender las ideas y
los movimientos políticos modernos"
(Eric Voegelin, La
Nueva Ciencia de la Política,
Bs. Aires, 2006, p. 155).
[13]
Ireneo de Lyon, Contra
las Herejías,
en Los
Gnósticos,
vol. I, I. 18, 1, p. 185.
La
palabra Gnosticismo,
que se ha usado para agrupar a esas sectas consideradas heréticas
por los primeros padres de la Iglesia, deriva de gnosis,
término griego que designa el "conocimiento". Pero no es
un conocimiento cualquiera, de un ámbito concreto de la sociedad o
del mundo natural, sino el conocimiento de Dios,
es decir, la forma más elevada posible de sabiduría que un ser
humano pueda alcanzar. Su fin explícito se dirigía a alcanzar la
salvación a partir de unas doctrinas sólo conocidas por los
miembros de esas corrientes espirituales. En palabras de Puech,
diríamos que la gnosis
"es
un conocimiento absoluto que salva por sí mismo... el gnosticismo es
la teoría de la obtención de la salvación por el conocimiento"
(Puech, op.
cit.,
p. 289).
El
objeto último de la Gnosis,
como decimos, es Dios.
Pero los efectos de tal conocimiento son la transformación completa
del alma del conocedor. Conocimiento y salvación se implican
mutuamente, guardan una relación de identidad, y objeto y sujeto se
funden en una fantasía omnipotente proyectada desde el mundo interno
del seguidor de esas doctrinas. Esto guarda cierta relación con la
theoria
griega, si bien ésta mantiene más distancia con el objeto de sus
desvelos. En la theoria,
la relación cognitiva entre sujeto y objeto es "óptica",
es decir, se establece una relación visual pero la forma o modelos
ideales no se ven alterados por la visión [14]. El conocimiento
gnóstico, en cambio, supone una entrega activa del conocedor a la
divinidad y en ese proceso de unión mística, el alma (psyché)
saldrá depurada, purgada de mezclas impuras con la materia corporal,
y convertida en espíritu (pneuma)
(Jonas, op.
cit,
p. 69).
[14]
En la clásica argumentación de Platón, de este modo, el ser
humano, encarcelado en un mundo de apariencias, conseguiría "con
ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido"
llegar a "liberarse
de las cadenas"
y "volverse
de las sombras hacia las imágenes y el fuego y ascender desde la
caverna hasta el lugar iluminado por el Sol"
(Platón, La
República,
532a-b).
Dejemos
que sea Ireneo quien nos cuente cómo entendían los valentinianos,
una de las principales escuelas gnósticas, esta experiencia de
reciprocidad entre conocimiento y salvación espiritual:
«La
perfecta redención consiste para ellos en el mismo conocimiento de
la grandeza indecible. Puesto que la deficiencia y la pasión han
existido por la ignorancia, por medio del conocimiento es destruída
toda substancia proveniente de aquélla, de tal modo que es la gnosis
redención del hombre interior. Pero no la conciben corporal, pues el
cuerpo es corruptible, ni psíquicamente, puesto que el alma procede
de la deficiencia y es como la casa del espíritu; por tanto, también
la redención tiene que ser espiritual. El hombre interior, el
espiritual, es redimido por medio del conocimiento, y a los tales les
basta con el conocimiento de todas las cosas. Ésta es la verdadera
redención»
(Ireneo de Lyon, Contra
las Herejías,
I. 21, 4, p. 195).
LA
RAÍZ SIN PRINCIPIO
Si
hay un rasgo que sobresale en el gnosticismo en todas sus variantes
es la oposición que se establece entre el cosmos (la Creación) y
Dios.
Al dios de los gnósticos no se le puede en modo alguno
responsabilizar del mal que existe en nuestro mundo, un mundo que, en
definitiva, no es otra cosa que una manifestación material de ese
mal. Dios
no ha creado el cosmos, ni lo dirige. De hecho, cualquier relación
que se estableciera entre esa divinidad y el mundo material sólo
serviría para manchar la extrema pureza del dios de los gnósticos.
Su trascendencia es absoluta: se sitúa más allá del cosmos y sin
ningún contacto con el mismo. Además, el mundo no lo conoce,
permanece en la ignorancia completa de la existencia de ese dios, el
único digno de tal nombre.
Su
único compromiso con el mundo —y compromiso es un término quizá
inadecuado— es la salvación de los espíritus encerrados en él,
para procurar su huída de esta prisión de los sentidos. Esta
salvación se lograría, como hemos apuntado antes, por medio del
conocimiento de ese dios "extranjero",
"desconocido", "inefable", "oculto",
"extraño",
ajeno tanto a la cotidianeidad como a la historia de los humanos y de
la cosas que nos rodean (Puech, op.
cit.,
p. 291-292). "Puesto
que la Deficiencia nació porque ellos [los
hombres] no
conocían al Padre, por eso, cuando llegaron a conocer al Padre, la
Deficiencia vuelve a la no existencia de forma instantánea"
[15]. Entonces, la salvación, nuestra posibilidad de alcanzar la
verdad que nos permita escapar de la esclavitud del tiempo y el
espacio, está en nuestras manos, siempre que sigamos sus doctrinas
para iniciados, esas que nos quitarán las telarañas de los ojos.
[15]
Evangelio
de la Verdad,
24:28-32, citado en Jonas, op.
cit.,
p. 328.
Ireneo
comienza su exposición sobre los valentinianos —la principal
corriente del gnosticismo cristiano helenista [16]— con estas
palabras sobre el Dios trascendente:
«Había,
según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas
invisibles e innominables. Llámanlo Pre-Principio, Pre-Padre y
Abismo, y es para ellos inabarcable, es su manera de ser e invisible,
sempiterno e ingénito.
Vivió
infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también
Pensamiento, a quien denominan asimismo Gracia y Silencio»
[17].
[16]
"El
valentinismo es, con mucho, la más importante de las corrientes
gnósticas. Para Ireneo, era la gnosis en sí
(tout court).
Sus ramificaciones se extendieron por Oriente y Occidente, alcanzando
el valle del Ródano y el Norte de África"
(Montserrat Torrents, Introducción
General,
p. 56). Valentín, el fundador de esa corriente, era originario de
Egipto, y pasaría de Alejandría a Roma alrededor del 140 d.C. En
Alejandría habría tenido contacto tanto con la filosofía y
mitología paganas como con las doctrinas cristianas y judías. Se
consideraba parte de la Iglesia romana, aunque mantenía un doble
lenguaje en sus enseñanzas: uno para el público general y otro,
esotérico, para los iniciados en su escuela. "Su
doctrina exotérica se adaptaba a la regla de fe de la Iglesia
episcopal. Fue Ireneo quien puso mano en los escritos internos de la
escuela y denunció su heterodoxia"
(Ibid.,
p. 58).
[17]
Ireneo de Lyon, Contra
las Herejías,
I. 1, p. 91. La actividad de los creadores del mundo antes de la
creación ya había sido planteada antes por los estoicos; véase por
ejemplo Cicerón, Sobre
la Naturaleza de los Dioses,
libro I, cap. 9.
Podemos
observar cómo en la descripción de Ireneo sobresalen los rasgos
negativos respecto a esta sustancia primordial: no se la puede ver,
ni nombrar ni abarcar. Tampoco tiene edad ni es generada por nada. Su
única compañera es Énnoia,
el pensamiento sin palabras, silencioso, cuyo único contenido es la
divinidad misma y sus potencialidades infinitas. Es decir, nos
encontraríamos ante un dios sin ninguna necesidad externa,
autosuficiente y anterior a cualquier modalidad de comunicación. El
dios gnóstico existía antes de la palabra, del Logos,
que es un instrumento humano, no divino. La única teología posible
ante tal divinidad es una teología negativa (Jonas, op.
cit.,
p. 307): cualquier atributo positivo sacado del ámbito de los
sentidos equivaldría a manchar la perfección de esa deidad.
Lo
único que podemos conocer, en realidad, es que primordialmente sólo
existían Abismo y Silencio. De hecho, será el Silencio la "matriz"
del primer "conyugio" (syzygía):
Intelecto (Noûs),
elemento masculino, y Verdad (Alétheia),
elemento femenino, de los que surgirán el total de treinta
emanaciones (también llamados "Eones")
que formarán el resto del Pleroma
[18] o plenitud de la divinidad, una región superior del universo
separada radicalmente del cosmos en el que nos movemos y vivimos los
mortales.
[18]
Ireneo de Lyon, Contra
las Herejías,
I. 1. Véase también otra descripción de la formación del Pleroma,
fundamentalmente coincidente, en Hipólito de Roma, Refutación
de Todas las Herejías,
VI, 29:2-8. El término Pleroma
evoca a la plenitud de la que habla Pablo de Tarso en sus epístolas,
ver Efesios
1:23 y Colosenses
1:19
y 2:9.
El
Pleroma,
al que también se le conoce como Totalidad o Todo (Jonas, op.
cit,
p. 207), incluiría los diferentes aspectos o características de la
divinidad, en un orden jerárquico y descendente, siendo el Intelecto
el primero en ser emitido, el único con la capacidad de contemplar
el Abismo, "la
raíz sin principio" (Ireneo,
op.
cit.,
I. 2, 2), mientras que los demás eones aspiran y desean acceder a
esa contemplación. Algo que, no obstante, les está vedado.
LOS
ESPÍRITUS ELEGIDOS
Cuando
alguien accedía al conocimiento o gnosis
del Dios verdadero, el Otro inefable, encontraba una puerta oculta al
resto de los mortales deficientes
en su ignorancia, entraría en un recinto iluminado de acceso
exclusivo para los gnostikoi.
Esa presunción les permitía estar y no estar a la vez en el cosmos
compartido con los demás seres humanos. Aunque vivían entre los
condenados, ellos ya estaban salvados: el mismo conocimiento de las
realidades superiores y auténticas los había salvado de la tiranía
cósmica de los Arcontes,
los ángeles que dominaban el mundo y que controlaban la heimarméne,
el "destino universal". Es decir, la gnosis
por sí misma nos liberaba de unas leyes cósmicas que actuaban como
las cadenas que nos sujetaban a esta vida estéril, inauténtica
(Jonas, op.
cit.,
pp. 77-78), que encerraban el espíritu (pneuma)
en un gigantesco recinto sin barrotes. Un espejismo que producía una
falsa sensación de libertad, cuando, en realidad, el ser humano
vivía encerrado para cumplir una cadena perpetua por el mero hecho
de haber nacido.
Para
la doctrina valentiniana, los hombres están compuestos de las mismas
tres sustancias que componen a Sophia
Achamot,
la sabiduría inferior arrojada del Pleroma.
Por una parte, fueron creados "a
imagen y semejanza"
del Demiurgo, el dios adorado por judíos y cristianos, y que no es
otra cosa que un engendro de Sophia,
pues fue creado sin contacto con las realidades espirituales. A
imagen de su parte material, a semejanza
de su parte psíquica [19], pero el Demiurgo no podía insuflar a sus
criaturas ninguna parte espiritual, ya que él mismo carecía de
ella. Finalmente, tanto los hombres psíquicos
como los materiales
—siendo estos últimos la especie más degradada— fueron
revestidos con "una
túnica de piel"
a la que conocemos como "carne
sensible"
(Ibid.)
[19]
Ireneo, Contra
las Herejías,
I. 5, 5, p. 122. Se trata de un exégesis libre de Génesis
1:26.
Sin
embargo, al Demiurgo le pasó inadvertido el "retoño"
espiritual que su desconocida Madre había introducido en alguno de
los hombres. Ese elemento divino —procedente del parto de Sophia
ante la contemplación de los ángeles que acompañaban al Salvador—,
fue "ocultamente"
colocado en algunas criaturas, sin que el Demiurgo "se
diera cuenta",
con el fin de que, "sembrado
a través de él
[el Demiurgo] en
el alma, que de él procede, y en este cuerpo material, siendo
gestado y habiendo crecido en ellos, se halle dispuesto a la
recepción del perfecto
Logos" (Ibid.,
I. 5, 6).
El
Demiurgo no podía conocer de ningún modo a este "hombre
espiritual": "puesto
que desconocía a la Madre, desconocía también su descendencia"
(Ibid.).
Este hombre espiritual es el hombre que habitaba en el interior del
alma de los gnósticos. Se trataba, por tanto, de una chispa
divina que, aunque encerrada bajo la carne y el alma, procedía del
Pleroma
superior y extraño o ajeno al mundo. Por esa razón, los gnósticos
se denominaban a sí mismos pneumatikoi,
es decir, los que poseen el espíritu. Se constituirán en un grupo
de hombres superior por naturaleza a las otras dos clases de
Humanidad: los "psíquicos",
esto es, los judíos y los cristianos ordinarios, los simples
"creyentes", que aunque tienen alma, no cuentan con
espíritu; y, más inferiores aún, los "hýlicos",
encadenados y sometidos al cuerpo y la materia [20], es decir, los
paganos [21].
[20]
Puech, La
Gnosis y el Tiempo,
p. 287. Véase también Jonas, La
Religión Gnóstica,
p. 78.
[21]
Valentín era originario de Alejandría, una ciudad en la que, como
en otras tantas de la parte oriental del Imperio romano, convivían
cristianos, judíos y paganos. Esa antropología parece responder a
la situación social y a las afinidades religiosas de las corrientes
gnósticas.
Hemos
de añadir, sin embargo, que la utilización del término pneuma
para designar esta chispa divina y trascendente escondida y
recubierta tanto por el soma
como
por la psyché
no es una creación exclusivamente gnóstica. También es de uso
común en el Nuevo
Testamento,
especialmente en las epístolas de Pablo de Tarso [22]. Como señala
Hans Jonas (1903-1993), "el
significado griego de psyché,
con toda su dignidad, no era suficiente para expresar la nueva
concepción de un principio que trascendía todas las asociaciones
naturales y cósmicas unidas al concepto griego"
(op.
cit.,
p. 156).
[22]
"Ninguna
condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la
ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la
ley del pecado y la muerte. Pues lo que era imposible a la ley,
reducida a la impotencia por la carne, Dios,
habiendo enviado a su propio hijo en una carne semejante a la del
pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin
de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos
una conducta, no según la carne, sino según el espíritu... las
tendencias de la carne llevan al odio a Dios:
no se someten a la ley de Dios,
ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden
agradar a Dios.
Mas vosotros no estáis en la carne sino en el espíritu, ya que el
espíritu de Dios
habita
en vosotros"
(Romanos
8:1-4, 7-9). Véase también, por ejemplo, 1
Corintios 15:
44, 46-49.
Los
gnósticos seguirán a Pablo en la creencia de que los hombres
materiales no pueden de ningún modo recibir la salvación, no están
preparados para ello al carecer de pneuma:
"Lo
material... perece por necesidad, por cuanto no puede recibir ningún
soplo de incorruptibilidad... la materia no es capaz de salvación"
(Ireneo, op.
cit.,
I. 6, 1). Pero, además, en las doctrinas valentinianas, la salvación
no se deriva de la conducta, sino de la esencia.
Ya hemos dicho cómo los hombres materiales la tienen absolutamente
vetada; en cambio, los psíquicos, aunque no pueden alcanzar la
gnosis
perfecta, pueden, siempre que observen una buena conducta (Ibid.,
I 6, 2), alcanzar una beatitud psíquica, es decir, en la Mediedad,
entre el cosmos y el Pleroma.
Sólo el hombre espiritual se salvará absolutamente, gracias a la
simiente espiritual que porta en su interior.
«Del
mismo modo que lo terreno no puede participar en la salvación,
porque no es capaz de recibirla, así también lo espiritual... no
puede recibir la corrupción, cualesquiera que sean las obras a las
que se entregue. El oro arrojado en el barro no pierde su belleza,
sino que conserva su propia naturaleza, puesto que el barro en nada
puede perjudicar al oro; así afirman acerca de sí mismos que,
aunque se entreguen a cualquier tipo de obras materiales, no pueden
recibir ningún daño ni perder la subsistencia espiritual»
(Ibid.).
Como
no podía ser de otra forma, esta creencia fundamental del
gnosticismo tendrá fuertes implicaciones en su visión de la
moralidad y la virtud cívica.
MÁS
ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
El
gnóstico sólo está comprometido con una realidad absolutamente
trascendente, con un dios desconocido, inefable, apartado tanto de
los cuerpos (soma)
como de las almas (psyché)
de los seres humanos. Él no las ha creado ni derivan de su
existencia. Sólo el pneuma
es una propiedad divina. Por lo tanto, los nomoi,
las leyes y normas que rigen la ciudad y la moralidad pública no
cuentan para los conocedores del reino del espíritu. Al contrario,
respetarlas supondría la sumisión al Demiurgo, a un creador
ignorante de su posición subordinada, una posición inaceptable
cuando uno se encuentra entre el limitado número de los elegidos:
"las
normas del reino no espiritual no pueden obligar a aquel que
pertenece al espíritu"
(Jonas, op.
cit.,
p. 291).
La
salvación que el gnóstico tiene asegurada comporta una auténtica
liberación de las cadenas que lo unen al tiempo y al espacio
mundano. Es una liberación en un doble sentido: una libertad
negativa, eleuthéria,
"desprendimiento
o emancipación de la tiranía del Destino y de la esclavitud del
cuerpo y la Materia";
y una libertad de signo positivo, exousía,
"poder
absoluto o licencia de hacer cuanto nos plazca"
(Puech, op.
cit.,
p. 316). Clemente de Alejandría (ca. 150–215 d.C.), uno de los
fundadores de la filosofía cristiana [23], se mostrará
escandalizado con la prepotencia moral de los seguidores de las
corrientes gnósticas:
«Dicen
que son por naturaleza hijos del primer Dios. Luego sacan ventaja de
su noble abolengo y de su libertad y viven como les apetece. Su
voluntad es quedar libres de todo dominio, y en su deseo de placer se
consideran señores del sábado y superiores a todas las razas de
hombres a fuer de hijos del rey»
[24].
[23]
El otro fundador será Orígenes (185-254 d.C.). Véase Werner
Jaeger, Cristianismo
Primitivo y Paideia Griega,
Madrid, 1995, pp. 71ss.
[24]
Clemente de Alejandría, Stromata,
III, 4, 30, en Los
Gnósticos,
vol. II, Madrid, 1983, p. 392.
Como
unos príncipes caprichosos, henchidos de arrogancia, se sentían con
todo el derecho de renunciar a acatar el nomos
que sujetaba a los mortales. Su argumento antinómico era tanto una
superación del platonismo —que sí aceptaba las enseñanzas
mundanas como un paso previo para dirigir la mirada al estrato
superior de las ideas eternas—, como una superación asimismo de la
creencia judía en un dios creador del mundo. Los "ángeles
que crearon el mundo"
(Ireneo, op.
cit.,
I. 23, 3) someten a los cuerpos a las leyes físicas y a las almas a
las normas morales y políticas, esclavizando de esta manera tanto a
nuestra parte material como psíquica. Para maestros gnósticos como
Basílides o Carpócrates [25], o grupos como los cainitas, las leyes
de la ciudad no serían otra cosa que la vertiente psíquica del
dominio de los Arcontes, los aliados del Demiurgo, identificando a
éste con Yahvé, creador y legislador, el dios de los judíos, en el
que siguen creyendo por ignorancia el resto de los cristianos.
[25]
No se conocen las fechas exactas de la vida de estos pensadores,
aunque se sabe que desarrollaron su actividad en la primera mitad del
siglo II.
Mezclando
la filosofía pagana con las creencias judías, los gnósticos
rechazarán en bloque los preceptos que emanan de los códigos
legales de ambas perspectivas. Su pneuma,
su Yo auténtico, no puede someterse a unas normas hechas para seres
ignorantes y deficientes, en suma, indignos por no haber accedido a
la gnosis
de Dios.
Ellos no pertenecen a la Naturaleza, y por lo tanto se encuentran
liberados de la heimarmené,
de la tiranía cósmica. La violación de la ley es, en este sentido,
un signo de virtud gnóstica. O dicho de otra manera, el vicio
emancipa al espíritu, la virtud nos esclaviza. Al atribuír
recompensas o castigos, elogios o rechazos a determinadas acciones,
la virtud niega la libertad del espíritu, expone al gnóstico al
rechazo o la aprobación de la ignorante mayoría social y le dicta
reglas de conducta que no le pertenecen (Jonas, op.
cit.,
p. 291-292).
CONTRA
YAHVÉ
El
desprecio al dios de la Torá
hebrea es uno de los temas más recurrentes en las muy diversas
corrientes del gnosticismo cristiano. En realidad, no se le reconoce
su papel como divinidad por derecho propio y, en prácticamente todas
las escuelas y autores, sólo se le considera como una deidad
subalterna o como el príncipe de los ángeles que crearon este mundo
material, cuya existencia es en sí misma una tortura para los seres
espirituales. El dios judío es, en pocas palabras, el alcaide de la
prisión cósmica. Un carcelero soberbio que tiene la arrogancia de
autoproclamarse como el único dios, a pesar de no disponer de ningún
atisbo de gnosis
divina.
Con
ese platonismo tan incrustado en las enseñanzas valentinianas, que
les hacía ver la Tierra como un criatura degradada de un más allá
de modelos perfectos, los gnósticos defendían que la ignorancia del
Demiurgo hebreo lo llevó a hacer el cielo, "sin
conocer Cielo alguno, y formó al hombre sin saber del Hombre, e hizo
aparecer la Tierra desconociendo la Tierra... así en todo ignoraba
los modelos de las cosas que hacía"
(Ireneo, op.
cit.,
I. 5, 3). Era, en definitiva, un Demiurgo "insensato
y necio",
que "no
sabe lo que hace ni lo que elabora" [26].
Es decir, un ser que no merece adoración porque se trata nada más
que de "una
Potencia muy separada y muy distante de la Potestad suprema que está
sobre todas las cosas, e ignorante del Dios que está por encima del
universo"
[27]. En el gnosticismo cristiano apreciamos, por tanto, una
pronunciada animadversión hacia Yahvé, hasta el punto de que
algunos autores como Satornilo [siglo II d.C.] llegarán a decir que
Cristo, "el
Salvador",
vino al mundo "para
destruír al dios de los judíos"
y a todos los demás arcontes
(Ireneo,
op.
cit.,
I. 24, 2).
[26]
Hipólito de Roma, Refutación
de Todas las Herejías,
VI, 33, p. 151.
[27]
Ireneo, op.
cit.,
I. 26, 1. Véase también Hipólito, Refutación,
VII, 33. Esta descripción es atribuída al gnóstico Cerinto.
Con
Marción de Sínope (ca. 85-160 d.C.) el dualismo entre los dos
dioses alcanza la que quizás sea su expresión más acabada. Por un
lado habría un Dios desconocido, extra-cósmico, amoroso y bueno,
que se apiada de unas criaturas que no son suyas, a las que no lo
liga nada, ni siquiera una chispa divina extraviada en tiempos
inmemoriales. Por otro lado, estaría Yahvé, el dios judío, un
creador que somete al universo y a sus criaturas a una legislación
inflexible, causante, en último término, de la maldad y el
sufrimiento humano. El marcionismo dinamita cualquier puente entre
esas dos divinidades y deja al judaísmo como una religión opresiva
y atrasada, una creencia que necesita ser superada si de verdad el
ser humano quiere salvarse y encontrar felicidad fuera del mundo.
El
gnosticismo cristiano, con su recurrente desprecio a la religión
judía —a su dios, a sus leyes, a sus profetas o a su concepción
de la vida social y política— abre la puerta de par en par al
anti-judaísmo metafísico, algo que, sin embargo, no se diluyó con
la desaparición de los pensadores y grupos gnósticos sino que, como
dice Gershom Scholem, "continuó
reafirmándose dentro de la Iglesia Católica y de sus descendientes
heréticos a lo largo de toda la Edad Media".–
Juan
Dorado Romero, 2013
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