No
había acabado de cerrar los ojos, cuando he aquí que de entre las
olas se alzó una divina faz, capaz de infundir respeto a los mismos
dioses. Y poco a poco la imagen fue adquiriendo el cuerpo entero y me
pareció que, emergiendo del mar, se colocó
a mi lado. Intentaré describirles su maravillosa hermosura, si la
pobreza del lenguaje humano me concede la suficiente facultad de
expresión o si la misma divinidad me proporciona la rica abundancia
de su elocuente facundia.
Primero,
tenía una abundante y larga cabellera, ligeramente ensortijada y
extendida confusamente sobre el divino cuello, que flotaba con
abandono. Una corona de variadas flores adornaba la altura de la
cabeza, delante de la cual, sobre la frente, una plaquita circular en
forma de espejo despedía una luz blanca, queriendo indicar la Luna.
A derecha e izquierda este adorno estaba sostenido por dos flexibles
víboras, de erguidas cabezas, y por dos espigas de trigo, que se
mecían por encima de la frente.
El
divino cuerpo estaba cubierto de un vestido multicolor, de fino lino,
ora brillante con la blancura del lirio, ora con el oro del azafrán,
ora con el rojo de la rosa.
Pero
lo que más atrajo mis miradas fue un manto muy negro,
resplandeciente de negro brillo, ceñido al cuerpo, que bajaba del
hombro derecho por debajo del costado izquierdo, retornando al hombro
izquierdo a manera de escudo. Uno de los extremos pendía con muchos
pliegues artísticamente dispuestos y estaba rematado por una serie
de nudos en flecos que se movían del modo más gracioso.
Por
la bordada extremidad, y en el fondo del mismo, brillaban estrellas
y, en el centro, la luna en plenilunio resplandecía con fúlgidos
rayos. No obstante esto, en toda la extensión de tan extraordinaria
capa aparecía sin interrupción una guirnalda de toda clase de
flores y frutos.
La
diosa llevaba, además, muchos atributos bien distintos unos de
otros: en su mano derecha un sistro de bronce, cuya fina lámina,
curvada a modo de tahalí, estaba atravesada en el centro por tres
varillitas que al agitarse por el movimiento del brazo, emitían un
agudo tintineo. De su mano izquierda pendía una naveta de oro, cuyas
asas, en su parte más saliente, dejaban salir un áspid, con la
alzada cabeza de cuello hinchada con demasía.
Cubrían
sus divinos pies unas sandalias tejidas de hojas de palmera, árbol
de la victoria.
Presentándose
de tal guisa y exhalando los deliciosos perfumes de Arabia, se dignó
hablarme de este modo con su voz divina:
He
aquí, Lucio, que me presento a ti, movida por tus súplicas, yo, la
madre de la
Naturaleza,
señora de todos los elementos, origen y principio de los siglos,
divinidad suprema, reina de los manes, primera de entre los
habitantes del cielo, representación genuina de dioses y diosas. Con
mi voluntad gobierno la luminosa bóveda del cielo, los saludables
soplos del Océano, los desolados silencios del Infierno. Y todo el
orbe reverencia mi exclusivo poder, bajo formas diversas, honrándolo
con cultos de distintas advocaciones.
Los
frigios, primeros seres de la tierra, me llamaban la diosa de
Pesinunte, madre de todos los dioses. Aquí, los áticos autóctonos,
la Minerva de Cecrops. Allá, los habitantes de Chipre batida por las
olas, la Venus de Pafos. Entre los cretenses, hábiles en disparar
flechas, soy Diana Díctina. Para los sicilianos, que hablan tres
idiomas, yo soy la diosa Prosperina Estigia. Los habitantes de
Eleusis me llaman la antigua diosa Ceres. Unos, Juno, otros, Belona.
Éstos, Hécate; aquéllos, Ramnusia. Y los etíopes, los primeros en
ver la luz del Sol naciente, los de ambas, y los egipcios, que
sobresalen por su antiguo saber, venerándome en su culto particular,
me llaman reina Isis.
Presencio
tus desgracias y acudo favorable y propicia. Deja ya de llorar y de
lamentarte, expulsa ya toda tristeza. Ya brilla para ti el día de
salvación, gracias a mi providencia. Por consiguiente, escucha con
mucha atención y cuidado las órdenes que te voy a dar:
Una
devoción inmemorial me ha dedicado el día que sigue a esta noche,
cuando mis sacerdotes, calmadas ya las borrascas del invierno y
apaciguadas las impetuosas olas del mar, siendo ya navegable, me
consagran una nave nueva, como para poner el comercio bajo mi
protección.
No
deberás esperar esta ceremonia con inquietud ni con pensamientos
profanos; porque, a una indicación mía, el sacerdote, con sus
vestiduras solemnes y adornos, llevará una corona de rosas, sujeta
al sistro que tendrá en su mano derecha. Así, pues, sin vacilación,
separándote de la curiosa multitud, ve a unirte a mi cortejo con
mucho celo, confiando en mí tu voluntad.
Tú
te acercarás con mansedumbre al sacerdote. Luego, como queriendo
besarle la mano, apodérate de las rosas, despójate en seguida de la
piel de este detestable animal que desde muchísimo tiempo me es
odioso. No tengas miedo de nada como cosa difícil de realizarse.
Pues en ese mismo instante yo acudo a ti, y te me hago visible, y yo
ordeno a mi sacerdote, mientras reposa, lo que debe hacerse después.
Por orden mía, la apiñada multitud del acompañamiento te hará
paso. Y en medio de esta jubilosa ceremonia y espectáculos festivos,
ninguno te mostrará aversión por esa deformidad que llevas, así
como tampoco nadie pensará en acusarte malignamente por tu repentina
metamorfosis.
Mas,
por encima de todo nada olvides, y que se grabe en lo más hondo de
tu corazón este pensamiento: recuerda que lo que te resta de vida
hasta el último suspiro lo tienes que consagrar a mí. Y es justo
que, cuando por el favor de una diosa hayas vuelto entre los hombres,
le debas todo el resto de tu vida.
Vivirás
feliz, vivirás lleno de gloria bajo mi protección; y cuando,
habiendo cumplido el tiempo de tu destino, hayas descendido a los
Infiernos, allí también, en ese hemisferio subterráneo, me
encontrarás brillando en medio de las tinieblas del Aquerón,
reinando sobre las mansiones de la Estigia, y tú, cuando habites los
Campos Elíseos, me reverenciarás asiduamente como protectora tuya.
Pero
si, con culto piadoso y esmerado acatamiento y perseverante castidad,
te haces digno de mi favor poderoso, sabrás que a mí tan sólo
compete el prolongar tus días de vida más allá de lo que está
destinado.
Apuleyo.
"El Asno de Oro"
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