El brote de coronavirus como agente biológico manufacturado en laboratorio
ha sido ampliamente documentado por científicos y analistas especializados
en contrainteligencia militar. Incluso hay gobiernos que han acusado a otros de
haber sembrado el brote. Además, al ver las “medidas de seguridad” que ciertos
gobiernos están tomando para combatir la propagación, uno se puede dar
cuenta que forman parte de una operación dialéctica que usa el virus:
1). Como catalizador para justificar la imposición de medidas de control
poblacional características de los regímenes fascistas totalitarios.
2). Como cortina de humo para hacer creer a la gente que el virus es la
causa del inminente colapso de la economía global que en
realidad ha sido provocado por el sistema financiero de casino del cártel
bancario internacional con sede en Wall Street, Londres y Basilea.
Un reporte del Editor en Jefe del MIT Techonology Review, Gideon Lichfield,
publicado bajo el título “Aceptémoslo, el estilo de vida que conocíamos no va a
volver nunca”, expone cómo “la mejor estrategia para frenar la pandemia de
coronavirus requiere que nos confinemos durante dos de cada tres meses, según
un modelo del Imperial College de Londres. Y el mes que podamos salir, las
normas sociales deberán cambiar drásticamente, algo que afectará principalmente
a los más vulnerables.”
Así, queda expuesta una operación dialéctica más del imperio angloamericano
que como en los atentados
del 11 de septiembre de 2001 ha usado una operación de bandera falsa
para imponer las políticas poblacionales de control que quedarán vigentes de
aquí en adelante, por el momento bajo la excusa de combatir —mediante un modelo
del Colegio Imperial de Londres— la cepa modificada de un virus patentado
por el Instituto Pirbright, que está ligado a la corona británica y a la
Fundación Bill & Melinda Gates.
por Gideon Lichfield
Para detener la pandemia de coronavirus (COVID-19) debemos cambiar
drásticamente nuestra forma de hacer casi todo lo que hacemos: cómo
trabajamos, hacemos deporte, salimos, compramos, controlamos nuestra salud,
educamos a nuestros hijos y cuidamos a los miembros de la familia.
Todos queremos volver a la normalidad cuanto antes. Pero parece que la
mayoría de nosotros todavía no somos conscientes de que nada volverá a la
normalidad después de unas semanas, ni siquiera de unos meses. Algunas
cosas nunca volverán a ser como antes.
Aunque por fin se ha alcanzado un consenso generalizado sobre que cada país
debe «aplanar la curva». Todas las naciones deben imponer el alejamiento social para frenar la propagación del
virus y que el número de personas enfermas no provoque un colapso de los
sistemas sanitarios, como parece que ya está pasando en Italia. Eso
significa que la pandemia debe avanzar a un ritmo más lento hasta
que suficientes personas se hayan contagiado para lograr la inmunidad de grupo (suponiendo que la
inmunidad dure años, algo que aún no sabemos) o hasta que se descubra una vacuna
(algo que no pasará como pronto hasta 2021, si es que llega).
¿Cuánto tiempo se necesita para lograrlo y cuán severas deben ser las
restricciones sociales? Mientras anunciaba algunas medidas hace unos
días, el presidente de EE. UU., Donald Trump, afirmó que «con algunas semanas
de acción concreta, podremos solucionarlo rápidamente». En China, después
de seis semanas de encierro, el contagio ha empezado a disminuir ya que el número de nuevos
casos ha caído en picado.
Pero el problema no se acaba aquí. Mientras haya una sola persona
en el mundo con el virus, los brotes pueden y seguirán ocurriendo sin
controles estrictos para contenerlos. En un reciente informe (pdf), los investigadores del Imperial College
de Londres (Reino Unido) propusieron una forma de actuación: imponer medidas de
alejamiento social más extremas cada vez que los ingresos en las unidades de
cuidados intensivos (UCI) empiezan a aumentar, y suavizarlas al reducirse la
cantidad de las personas ingresadas.
Casos semanales de ingresados en UCI
La línea naranja representa a los ingresados en UCI. Cada vez que
se eleva por encima de un umbral, por ejemplo, 100 a la semana, el país
cerraría todas las escuelas y la mayoría de las universidades e
impondría el confinamiento social. Cuando los ingresos vuelven a caer por
debajo de 50, esas medidas se levantarían, pero las personas con síntomas o
cuyos familiares tuvieran síntomas deberían seguir en sus hogares.
¿Qué se considera como «alejamiento social»? Los investigadores lo
definen así: «Reducir el contacto fuera del hogar, en la escuela o en el lugar
de trabajo en un 75 %». Eso no significa que haya que salir con
los amigos una vez a la semana en lugar de cuatro veces, sino que todos
harían lo máximo posible para minimizar el contacto social, lo que, en general,
reduciría el número de contactos en un 75 %.
Según este modelo, los investigadores concluyen que el alejamiento social y
el cierre de escuelas deberían producirse aproximadamente dos tercios del
tiempo, es decir, dos meses sí y uno no, hasta que haya una
vacuna disponible, algo que no se espera, como mínimo hasta dentro de
18 meses.
¿¡Dieciocho meses!? Seguramente debe haber
otras soluciones. Por ejemplo, ¿por qué no se puede simplemente
construir más UCI para tratar a más personas a la vez?
Bueno, en el modelo de estos investigadores, esa estrategia no logró
resolver el problema. Sin el alejamiento social de toda la población, el
modelo predice que incluso la mejor estrategia de mitigación, que significa
aislamiento o cuarentena de los enfermos, de los ancianos y de los que han
estado expuestos, además del cierre de escuelas, aún provocaría un aumento de
las personas gravemente enfermas ocho veces mayor de
lo que podría soportar el sistema de EE. UU. o de Reino Unido.
¿Y si solo se imponen restricciones durante unos cinco meses? Tampoco
serviría: cuando se levantan las medidas, la pandemia vuelve a estallar,
solo que esta vez sería en invierno, el peor momento para los sobrecargados
sistemas sanitarios.
¿Y qué pasaría si decidiéramos actuar de forma brutal? Es decir, ¿qué
pasaría si decidimos mantener las UCI hasta los topes para instigar el
alejamiento social, aunque eso suponga un aumento de los fallecidos? Resulta
que eso tampoco supondría una gran diferencia. Incluso en el escenario
menos restrictivo del Imperial College, deberíamos permanecer
encerrados más de la mitad del tiempo.
Esto no es una alteración temporal. Se trata del inicio de una forma de vida completamente
diferente.
Cómo vivir en una pandemia permanente
A corto plazo, esto será muy perjudicial para los negocios que
dependen de juntar a grandes cantidades de personas: restaurantes,
cafeterías, bares, discotecas, gimnasios, hoteles, teatros, cines, galerías de
arte, centros comerciales, ferias de artesanía, museos, músicos y otros
artistas, centros deportivos (y equipos deportivos), lugares de conferencias (y
organizadores de las mismas), cruceros, aerolíneas, transporte público,
escuelas privadas, guarderías. Por no hablar de las tensiones que los
padres tendrán para educar a sus hijos en casa, de las personas que cuidan a
sus parientes de edad avanzada para no exponerlos al virus, de las personas
atrapadas en relaciones abusivas y de cualquiera sin ahorros para lidiar con
los cambios en sus ingresos.
Pero es lo que hay, así que tendremos que adaptarnos: los gimnasios podrían
empezar a vender máquinas para casa y sesiones de entrenamiento online,
por ejemplo. Veremos una explosión de nuevos servicios en lo que ya se ha
denominado como la «economía confinada«. También se puede esperar el cambio en algunos hábitos: menos
viajes contaminantes, más cadenas de suministro locales, más paseos y ciclismo.
La paralización de tantas empresas y medios de vida será imposible de
manejar. Y el estilo de vida confinado durante períodos tan
largos simplemente no es sostenible.
Entonces, ¿cómo podremos vivir en este nuevo mundo? Con suerte, parte
de la respuesta será que tendremos mejores sistemas sanitarios, con
unidades de respuesta ante pandemias capaces de actuar rápidamente para
identificar y contener brotes antes de que empiecen a propagarse, y con la
capacidad de aumentar rápidamente la producción de equipos médicos, kits de
prueba y medicamentos. Aunque todo esto no ha llegado a tiempo para detener al
COVID-19, sí nos ayudará con las futuras pandemias.
A corto plazo, probablemente nos obligaremos a mantener una vida social
aparente. Los cines podrían eliminar la mitad de sus butacas, las
reuniones se llevarán a cabo en salas más grandes con sillas más
separadas y los gimnasios requerirán reservas de sesiones de
entrenamientos con antelación para que no se llenen de gente.
Pero, al final, recuperaremos la capacidad de socializar de manera segura
con el desarrollo de formas más sofisticadas de identificar quién
representa un riesgo y quién no, y discriminando, legalmente, a los
primeros.
Se pueden ver distintos presagios de este futuro en las medidas que
algunos países ya están tomando. Israel utilizará los datos de ubicación de los teléfonos móviles con
los que sus servicios de inteligencia rastrean a los terroristas para seguir a
las personas que han estado en contacto con los confirmados portadores del
virus. Singapur realiza un exhaustivo seguimiento de contactos y publica datos detallados
sobre cada caso confirmado, sin identificar a las personas por su nombre.
No sabemos exactamente cómo será este nuevo futuro, por supuesto. Pero
es posible imaginar un mundo en el que, para tomar un vuelo, a lo mejor
haya que registrarse en un servicio que rastree los movimientos de los
pasajeros a través del teléfono. La aerolínea no podría ver dónde habían
ido, pero recibiría una alerta si algún pasajero ha estado cerca de personas
infectadas confirmadas o de puntos calientes de enfermedades. Habría
requisitos similares en la entrada a grandes sitios, como edificios
gubernamentales o centros de transporte público. Habría escáneres de
temperatura en todas partes, y su lugar de trabajo podría exigirle usar un monitor
que controle su temperatura u otros signos vitales. Actualmente, las
discotecas hacen controles de edad y puede que, en el futuro, también exijan un
justificante de inmunidad: una tarjeta de identidad o algún tipo de
verificación digital a través del teléfono que demuestre que la persona ya se
ha recuperado y vacunado contra la última cepa del virus.
Nos adaptaremos y aceptaremos esas medidas, de la misma forma que nos hemos
acostumbrado a los cada vez más estrictos controles de seguridad en los
aeropuertos a raíz de los ataques terroristas. La vigilancia intrusiva
se considerará un pequeño precio a pagar por la libertad básica de
estar con otras personas.
Como de costumbre, además, el coste real será asumido por los más pobres
y los más débiles. Las personas con menos acceso a la sanidad y las
que vivan en áreas más propensas a enfermedades también serán excluidas con
mayor frecuencia de lugares y oportunidades abiertas para todos los
demás. Los trabajadores autónomos, desde conductores hasta fontaneros e
instructores de yoga, verán que sus trabajos se precarizan aún más. Los
inmigrantes, los refugiados, los indocumentados y los expresidiarios se
enfrentarán a otro obstáculo para hacerse un hueco en la sociedad.
Además, a menos que se impongan reglas estrictas sobre cómo se calcula el
riesgo de contraer una enfermedad para cualquier persona, los gobiernos y
empresas podrían elegir cualquier criterio: ganar menos de 30.000
euros al año podría considerarse un factor de riesgo, así como tener una
familia de más de seis miembros y vivir en ciertas partes de un país, por
ejemplo. Eso abre la puerta al sesgo algorítmico y la discriminación
oculta, como sucedió el año pasado con un algoritmo utilizado por las
aseguradoras de salud estadounidenses que resultó favorecer accidentalmente a las personas blancas.
El mundo ha cambiado muchas veces, y ahora lo está haciendo de
nuevo. Todos tendremos que adaptarnos a una nueva forma de vivir, trabajar
y relacionarnos. Pero como con todo cambio, habrá algunos que perderán más
que la mayoría, y probablemente serán los que ya han perdido demasiado. Lo
mejor que podríamos esperar es que la gravedad de esta crisis finalmente
obligue a los países, en particular a EE. UU., a corregir las enormes
desigualdades sociales que provocan que grandes franjas de su
población sean tan extremadamente vulnerables.
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