UNA REFLEXIÓN DEMASIADO INCÓMODA
La mente del ser humano es capaz de crear cosas maravillosas.
Nuestra enorme capacidad intelectual nos permite concebir ideas y conceptos extraordinarios que no somos capaces de encontrar en la naturaleza que nos rodea y eso nos convierte en creadores puros.
De hecho, una de nuestras creaciones intelectuales de carácter abstracto nos caracteriza y nos define como especie.
Y no, no estamos hablando del arte, ni de las matemáticas, ni de la religión, ni tampoco del sentido del humor…
Estamos hablando de la Hipocresía.
A pesar de sus obvias connotaciones negativas, la hipocresía es un fruto de nuestro intelecto superior.
La hipocresía ha adquirido tal nivel de refinamiento y elaboración en el ser humano y la tenemos tan arraigada en nuestro interior, que ha llegado a confundir nuestra visión de la realidad hasta límites insospechados.
Hemos alcanzado tal nivel de hipocresía existencial y estamos inmersos en tal nivel de confusión sobre la naturaleza de nuestras acciones, que llegamos a confundir el egoísmo más descarnado y abyecto con actitudes de amor y respeto que nada tienen que ver con la naturaleza real de nuestras acciones.
Uno de los ejemplos más flagrantes de ello lo vemos reflejado en nuestra relación con los animales.
Éste es un tema realmente duro de tratar, pues despierta reacciones encontradas y muchas veces viscerales, que huyen de toda capacidad de análisis frío y razonado.
Pero si tenemos el valor de ser sinceros con nosotros mismos, deberemos aceptar que la relación que nuestra especie mantiene con los otros animales de este planeta es sencillamente vergonzosa.
Y no, el paso del tiempo no ha mejorado la situación: la ha empeorado.
A pesar de lo que mucha gente quiere creer, en la actualidad hemos alcanzado los mayores niveles de crueldad y vileza respecto al resto de animales, porque a diferencia de otras épocas o de civilizaciones anteriores, ahora nuestra relación con ellos está bañada en la más vomitiva de las hipocresías.
Ciertamente, para llegar al estado actual, hemos echado mano durante siglos de otra de nuestras “mejores creaciones intelectuales”: la arrogancia.
Nuestra arrogancia como especie nos ha llevado a creer que los demás animales son incapaces de sentir emociones, de pensar, de tener personalidad propia, de desarrollar elementos culturales o de comunicarse entre sí.
Y para llegar a tales conclusiones nos hemos basado en el hecho de que no somos capaces de comprobar la existencia de ninguna de estas características o elementos en los otros animales, simplemente porque no comprendemos cómo se expresan.
Eso nos ha permitido auto convencernos de la inferioridad de los demás animales y con ello hemos negado cualquier atisbo que los asemeje al ser humano.
Ha sido un acto de arrogancia interesada, que nos ha permitido vaciarlos de contenido y con ello hemos podido conceptualizarlos prácticamente como si fueran objetos que podemos manipular a nuestro antojo, sin tener que enfrentarnos a ningún sentimiento de culpa.
Gracias a la perfecta simbiosis entre arrogancia e hipocresía, nos hemos permitido la libertad de convertir a los animales en esclavos a nuestro servicio; de atarlos, encerrarlos, enjaularlos, maltratarlos o incluso, en la actualidad, matarlos en masa aplicando técnicas de asesinato industrial.
Y gracias a ese maravilloso instrumento intelectual llamado hipocresía, hemos conseguido tranquilizar nuestras conciencias, pues a nuestros actos les hemos aplicado la etiqueta de “necesidad económica o alimenticia” y en los casos más bajos y abyectos, el calificativo de “tradición y cultura”.
LA FIESTA
Cuando hablamos de maltrato a los animales disfrazado de “tradición y cultura”, obviamente el ejemplo más paradigmático, vomitivo y repugnante de ello son las corridas de toros y otros festivales similares, en los que un conjunto de degenerados se reúnen para ver como una serie de personas torturan a un animal hasta matarlo.
No existe un espectáculo en todo el mundo que sea capaz de plasmar un nivel tan elevado de vileza, miseria humana y cobardía, como el que nos ofrece una corrida de toros.
Mucha gente contraria a este infame espectáculo, tiende a focalizar sus iras sobre los toreros o las personas que saltan al ruedo a enfrentarse con el animal.
Pero si lo analizamos fríamente, y aunque resulte paradójico, el torero es quizás el único de los implicados que merece un mínimo respeto.
Sí, es cierto: se gana la vida torturando y matando animales, como esgrimirán los animalistas.
Pero seamos sinceros: eso no le aleja demasiado de un empleado de matadero, encargado de ejecutar diariamente a miles de cerdos, pollos o vacas indefensos, con la diferencia de que el “diestro” arriesga su integridad física con ello.
Aquí, los auténticos seres mezquinos y depravados son las personas que pagan dinero por asistir al espectáculo.
Un conjunto de cobardes, morbosos y sádicos que no tienen el valor de bajar a la arena a enfrentarse al toro para cumplir con esa “noble tradición que tanto dicen amar”.
Si realmente amaran la tauromaquia y la consideraran “un noble enfrentamiento entre el hombre y el animal”, tal y como ellos la califican, no se ocultarían tras altas barreras de madera, ni se sentarían en inaccesibles gradas a varios metros por encima del ruedo. Estarían abajo, en contacto directo con “la fiesta” y con el riesgo que conlleva.
Y es que por más que lo nieguen, en lo más profundo de sus corazones, estos seres ruines e hipócritas albergan el deseo íntimo e inconfesable de que el toro cornee al diestro y le desgarre la carne, porque en el fondo le tienen envidia por ser capaz de matar al animal con sus propias manos.
Así pues, una corrida de toros en el fondo no es más que un espejo en el que se miran los espectadores: un espejo en el que ven reflejado su propio sadismo y su execrable cobardía.
Y poco importa que quienes asistan a este espectáculo sean jueces, futbolistas, mandatarios o artistas, aunque se llamen Picasso, Hemingway o Joaquín Sabina: son una viva representación de lo más bajo de la especie humana y de su más descarnada hipocresía y falta de nobleza.
Es algo que cuesta de asimilar, pero que debemos aceptar como una de las grandes “maravillas de la naturaleza”: y es que alguien puede ser un depravado, un vil cobarde y un completo miserable y a la vez ser un gran artista.
EL EXTERMINIO INDUSTRIALIZADO
Pero más allá del caso de las corridas de toros, que es un caso muy llamativo, pero que no deja de ser una representación residual, localista y provinciana de la indignidad humana, lo que realmente caracteriza en el mundo actual nuestra crueldad e hipocresía hacia los animales, es nuestra capacidad para aplicar técnicas industriales de asesinato masivo.
Somos uno de los pocos animales capaces de crear grandes cantidades de vida con el único objetivo de poder destruirla después y lo hacemos con una frialdad e indiferencia que deberían poner en duda muchos de esos supuestos principios morales y religiosos de los que tanto nos gusta hablar.
Para nosotros, las gallinas, los cerdos o las vacas se han convertido en meras unidades proveedoras de proteínas y somos capaces de criarlos y hacinarlos de por vida en campos de exterminio sin tan solo llegar a plantearnos ni la más mínima duda sobre nuestra actitud ni sobre el dolor y el sufrimiento que causamos.
Nuestra capacidad de abstracción, impulsada por nuestra arrogancia y nuestra hipocresía, nos permite borrar de nuestras mentes la visión de los animales a nivel individual, para convertirlos en representaciones de las etiquetas que les aplicamos (“cerdos”, “pollos”, “terneras”), convirtiéndolos así en objetos animados.
Y al hacerlo, accionamos prácticamente los mismos mecanismos mentales que utilizamos cuando caracterizamos a un enemigo, lo clasificamos según su uniforme y lo etiquetamos como “comunista”, “judío”, “negro” o “francés” para arrebatarle así todo atisbo de individualidad o humanidad, borrar toda posibilidad de empatía con él y poder matarlo libremente en nombre de unos ideales, una bandera o una patria.
Es así de triste y terrorífico: en el fondo de nuestras mentes, acabamos utilizando la misma lógica para matar a un pollo que para matar a un enemigo, con la diferencia de que los animales están indefensos y podemos aplicar sobre ellos nuestras eficientes técnicas de exterminio industrial.
Y poco importa que regularmente surjan mil y un estudios científicos que demuestren que todos estos animales albergan muchos más parecidos con nosotros que los que creíamos inicialmente.
http://elrobotpescador.com/2014/09/05/estudio-cientifico-animales-justicia/
http://elmicrolector.org/2015/03/09/estudios-cientificos-demuestran-que-gallinas-y-pollos-sienten-emociones-similares-a-los-humanos/
Ante la amenaza de un posible ataque de conciencia que remueva nuestras creencias y estructuras mentales, aplicamos rápidamente el mecanismo “etiquetador”, que nos permite clasificar a los animales en diferentes categorías y así podemos exterminar en masa a aquellos que nos conviene, mientras elevamos a la categoría de “mejores amigos” a los que mejor obedecen a nuestros intereses.
LA VERDAD SOBRE LOS ANIMALES DOMÉSTICOS
A estas alturas del artículo es posible que muchos de los lectores se muestren de acuerdo con mucho de lo expuesto.
Al fin y al cabo hemos tocado los “temas fáciles”: las corridas de toros, el exterminio industrializado en granjas y mataderos y a ello habríamos podido añadir los experimentos científicos con animales, todos ellos temas controvertidos y discutibles, pero para los que existe un argumentario sólido ampliamente defendido por los “defensores de los derechos animales”.
Pero existen otras ramificaciones en este tema, que como decíamos anteriormente, pueden provocar reacciones viscerales, pues tocan la fibra de nuestra más detestable y arraigada hipocresía.
¿Qué tal si abordamos sin tapujos la falsedad que rodea el mundo de los animales domésticos?
Empecemos a arrancar algunas máscaras de hipocresía.
Resulta indignante ver como alguien se autocalifica como “amante de los animales” simplemente porqué tiene un perro o un gato en su casa.
Un auténtico “amante de los animales” amaría a todos los animales sin distinción y no solo a determinadas especies domesticadas convertibles en mascotas.
Se preocuparía, no solamente por el bienestar de su bien amado perrito, sino por el de todos los perros, gatos, ratas, pájaros, mamíferos, reptiles e invertebrados del reino animal, fueran los que fueran y estuvieran donde estuvieran.
Un auténtico “amante de los animales” no podría estar acariciando plácidamente a su gatito sabiendo que miles de cerdos, potencialmente más inteligentes y cariñosos que su minino, viajan cada segundo por cintas transportadores camino de una muerte fría y cruel para acabar llenando finalmente su nevera, o que miles de simios, muchos de los cuales están dotados de más personalidad que algunos de sus amigos, son torturados en nombre del avance científico en laboratorios de todo el planeta.
http://elrobotpescador.com/2014/11/05/un-increible-estudio-psicologico-sobre-simios-y-humanos-que-habla-muy-mal-de-nuestra-especie/
Así, pues, por favor, no seamos tan rematadamente hipócritas y no insultemos nuestra inteligencia y la de los demás calificándonos a nosotros mismos de “amantes de los animales”.
La mayoría de nosotros no somos “amantes de los animales”, porque los animales en general nos importan un cuerno; lo único que nos importa son nuestras mascotas.
Pero subamos un escalafón más en el nivel de hipocresía.
En la sociedad actual hay un número creciente de personas que prefieren antes a los animales de compañía que a los seres humanos.
Las redes están llenas de webs de amantes de los perros, en los que se califica a estos animales de “auténticos ángeles” y donde prácticamente son etiquetados como “seres superiores” a nosotros.
En algunos casos parece que estemos a los albores de una nueva religión canina.
Estas personas, muchas veces con una expresión cuasi mística en sus caras, como si acabaran de ver a la Virgen, no tienen ningún reparo en afirmar que “los perros son mejores que las personas”.
Y quizás tengan razón.
Pero también existe otra opción: y es que en muchos de estos casos (no en todos, no generalizamos), prefieran relacionarse con perros que con personas por mera comodidad y por puro egoísmo.
Y es que las personas somos complejas, somos difíciles, contradictorias, podemos causar dolor con nuestras decisiones y actitudes y exigimos un nivel de compromiso, esfuerzo intelectual y sacrificio que jamás exigirá un perro.
Así pues, quizás detrás de este exacerbado amor a los perros, lo que se oculte realmente sea comodidad, miedo, incapacidad para sentir empatía hacia los demás y un profundo egoísmo disfrazado de amor a los animales, con el que este tipo de personas encuentran el subterfugio perfecto para huir de todo compromiso con otros seres humanos.
Simple y llanamente, prefieren la compañía de perros, porque son más fáciles de tratar que las personas: sus respuestas son predecibles y permiten depositar sobre ellos cariño y buenos sentimientos, obteniendo a cambio una recompensa instantánea también en forma de cariño por parte del animal.
Son “fast food” emocional; una forma rápida y cómoda de obtener alimento emocional sin verse obligados a meterse en la cocina de las relaciones humanas, donde uno se ve obligado a elaborar complicadas recetas que pueden salir mal.
Así pues, arranquemos también esta máscara de hipocresía.
Vivimos en una sociedad donde hay gente que cuida a sus perros como si fueran hijos o miembros de sus familias, pero en cambio abandona a sus padres en residencias de ancianos, como si fueran pollos de granja esperando “su turno”.
LA PROPIEDAD SOBRE LOS ANIMALES
Como decíamos en un artículo anterior, en nuestra mente hemos creado un concepto ficticio que nos ha llevado a considerarnos propietarios de todo cuanto hay en este planeta.
Creemos que el planeta entero y todo lo que alberga está a nuestro servicio.
Y los animales domésticos son un buen ejemplo de ello, a pesar de que mucha gente se niegue a aceptarlo.
Porque en realidad, las mascotas que tenemos en nuestras casas y que tanto simulamos estimar, no son nada mas que un producto para nosotros. Un producto de nuestra propiedad, como lo es una lavadora o unos pantalones.
Y como todo buen producto a nuestro servicio, debe cumplir una función que nos resulte útil.
Y esa función es hacernos compañía y ofrecernos dosis de afecto gratuito y fácil, sin las ataduras y complicaciones que entrañan las relaciones humanas.
Así es como le robamos la inmensidad del mar a pececitos de colores y los enclaustramos en pequeñas peceras con ridículos elementos decorativos o le robamos la inmensidad del cielo a los pájaros y los encerramos en jaulas minúsculas en las cuales asistimos fascinados al bonito espectáculo de su desesperación.
Porque para nosotros son simples productos. Productos que compramos en tiendas dedicadas al secuestro profesional.
Y esto nos ha llevado a vivir en ciudades repletas de prisioneros.
Gatos y perros condenados a cadena perpetua en pisos reducidos, con derecho a un par de paseos diarios y al beneficio de algún capricho jugoso entre ración y ración de pienso.
Y ya en el colmo de nuestro egoísmo y repugnante hipocresía, los castramos con la excusa de “ahorrarles el sufrimiento” que implica el deseo sexual que no podrán ver satisfecho, cuando en realidad lo hacemos para que cumplan, como esclavos sumisos, con su misión de hacernos sentir bien, sin tener que sufrir nosotros la incomodidad de sus necesidades reproductivas.
De forma hipócrita e innoble nos decimos a nosotros mismos que es “lo mejor para ellos” y nos convencemos de que somos lo mejor que les ha podido ocurrir a esos animales, pues les damos “mucho amor” y una “buena vida”.
Sin duda es la vida que todos soñamos tener, ¿no?
Cadena perpetua en una pequeña cárcel, pienso diario, castrados sin derecho a las relaciones sexuales y programados para amar a nuestros carceleros, que nos premian con caricias y carantoñas en nuestra celda.
Un sueño hecho realidad…
¡Cuánto cinismo!
¡Cuánta hipocresía!
Es bajo pretextos como estos, que educamos a nuestros hijos llevándolos al zoológico, esa horrenda cárcel repleta de presos de todo el mundo, perfectamente clasificados y expuestos para nuestro apático disfrute.
Así es como programamos a nuestros descendientes, desde bien pequeñitos, para que el día de mañana también sean carceleros y no lleguen a plantearse el auténtico sentido de sus actos, programados para confundir su monstruoso egoísmo con un supuesto “amor a los animales”.
¡Ya basta de tanta hipocresía!
Afrontemos la naturaleza de nuestros actos.
Sin subterfugios, ni excusas.
Digamos las cosas por su nombre, de una vez por todas.
Digamos que los animales son de nuestra propiedad y están a nuestro servicio.
Que tienen diferentes funciones como cualquier producto que adquirimos en una tienda.
Que algunos son para nuestro disfrute visual, otros porque da placer acariciarles y otros porque están ricos cuando nos los comemos.
Y que nos importa muy poco lo que sienten.
Digamos que tenemos un perro porque necesitamos un objeto animado sobre el que depositar cariño y que nos suministre dosis de afecto gratuito sin pedir nada complicado a cambio.
Porque jamás nos dice nada que nos ofenda, ni nos recrimina nuestros fallos ni defectos.
Porque quizás seamos unos miserables, unos cobardes o unos mal nacidos, pero él no lo sabe y siempre nos da la razón.
Porque gracias a su obediencia servil, nos sentimos poderosos y eso nos permite ocultar nuestra patética vida de sumisión.
Digamos que lo castramos para que no nos moleste e impedimos su sexualidad y sus relaciones porque nos resultan incómodas.
Digamos que nos auto programamos para amarlo y llorarlo cuando sufra, pero que haremos lo que sea necesario para que nunca sea libre y no nos deje solos.
Porque ante todo, es NUESTRO.
De nuestra propiedad.
Como el coche, el televisor o las zapatillas.
Y digamos que aunque tengamos en gran estima a nuestro coche, cuando se haga viejo, lo sustituiremos por otro.
Y que con el perro, haremos lo mismo, porque tiene una función que cumplir: servirnos.
Esta es la realidad.
Y poco tiene que ver con el presunto “amor a los animales”.
¿Qué significa realmente amar a los animales?
Amar a los animales es amar lo que son en sí mismos y no la función que cumplen para nosotros.
Amar a los animales es amar su libertad. Y eso implica saber y aceptar que no están a nuestro servicio.
Que no han nacido para “lamernos el trasero” cuando nosotros lo necesitemos.
Que no han nacido para que podamos acariciar su suave pelaje cuando a nosotros nos apetezca.
Que debemos aceptar que vivirán su vida como a ellos les plazca y dónde les plazca.
Que los pájaros volarán libres y nos costará ver su plumaje y que nos tendremos que conformar con escuchar sus cantos, ocultos entre las ramas.
Que sabremos que los pececitos de colores nadan entre los corales, a pesar de no poder verlos.
Que las que ahora son nuestras mascotas corretearan libres por bosques o prados y se reproducirán libremente, lejos de nuestra mirada y de nuestro control.
Que pasarán frío, hambre y sentirán dolor, pero que también podrán disponer libremente de su tiempo de vida como ellos decidan.
Y que libremente devorarán o serán devorados, como debe ser.
En definitiva, deberemos aceptar que no son de nuestra propiedad.
Como tampoco lo son los mares, ni las montañas.
Como en realidad no lo es nada.
Pero si al final no somos capaces de soportar la auténtica realidad de la naturaleza, si al final preferimos seguir creyendo que los animales son de nuestra propiedad y que están a nuestro servicio, al menos tengamos la decencia de no ser tan asquerosamente hipócritas…
GAZZETTA DEL APOCALIPSIS
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