JUGANDO
A MATAR SUEÑOS
Es
un proceso tan sutil que no nos damos ni cuenta.
Lo tomamos como si fuera una anécdota, como algo cotidiano.
Pero
lo cierto es que sigilosamente nos están robando la capacidad para imaginar,
concebir y visualizar realidades alternativas.
Mediante herramientas cotidianas de mero entretenimiento,
nos están arrebatando una de las capacidades más extraordinarias de las que
disponemos y a este paso, en pocas generaciones, la capacidad para visualizar
mundos propios y alternativos habrá quedado reducida a la nada.
La naturaleza humana habrá cambiado radicalmente, sin que
tan solo nos hayamos percatado de ello y esa transformación conducirá a nuevas
estructuras y relaciones sociales; un nuevo escenario humano que, por lo que
podemos intuir, tendrá muy poco de positivo.
De hecho, parece como si toda la industria del
entretenimiento estuviera centrada en alcanzar este oscuro objetivo.
El ejemplo más representativo y más significativo de este
proceso sutil pero tan crucial, lo encontramos en los videojuegos, la industria
del entretenimiento más poderosa en estos momentos.
VIDEOJUEGOS: LA PUNTA DE LANZA DEL “NUEVO MUNDO”
La mayoría de gente creerá que este es un tema menor,
especialmente, la gente más mayor, que probablemente considera a los videojuegos
como una distracción vaga y casi incomprensible.
Pero el mundo de los videojuegos es la punta de lanza del
cambio que se avecina; en su interior contiene el germen del nuevo mundo, la
semilla de la que brotará la enredadera que estrangulará nuestra conciencia
individual para siempre, si no hacemos nada para remediarlo.
Los videojuegos actuales no son más que el primer paso hacia
la realidad virtual y hacia la inmersión mental completa en realidades
artificiales pre-creadas.
Actualmente solo nos permiten intuir vagamente la magnitud y
el alcance del entretenimiento del futuro, de la misma forma que las sombras
chinescas podrían haber servido para intuir lo que acabaría siendo el cine.
El gran problema de los videojuegos es que la mayoría de
nosotros solo nos fijamos en sus efectos más aparentes y superficiales, como
son la promoción de la violencia o la adicción que provocan.
Pero hay elementos profundos mucho más determinantes que
pasan desapercibidos a primera vista.
Nadie se percata de la carga subliminal que conllevan y que
está relacionada con los mecanismos profundos que configuran el Sistema.
Y es que los videojuegos no sólo refuerzan las estructuras
actuales del Sistema, sino que acabarán configurando las estructuras de la
sociedad futura, porque atacan directamente a los mecanismos más básicos de
nuestra mente.
Obviamente, no estamos diciendo que los creadores de
videojuegos sean personas malvadas cargadas de malas intenciones, ni que su
única obsesión sea promocionar la violencia y destruir la conciencia de los
individuos.
Ciertamente, los videojuegos son creaciones extraordinarias,
repletas de talento, creatividad e inventiva.
Algunos de ellos son auténticas obras de arte que, como
mínimo, merecerían el mismo nivel de admiración y reconocimiento que el mejor
cine.
Además, numerosos estudios (haría falta ver quién los paga)
demuestran que jugar a videojuegos ayuda a activar los reflejos y la
coordinación, desarrolla el aprendizaje visual y ayuda a tomar decisiones con
rapidez (aunque quizás todo eso también pueda conseguirse practicando
deportes).
Nadie podrá discutir eso, ni nadie podrá discutir tampoco
que existen muchos videojuegos positivos, educativos y creativos que pueden
ayudar al desarrollo mental.
Pero tampoco nos engañemos: la inmensa mayoría de
videojuegos y especialmente los más exitosos y adictivos, implican
competitividad, violencia, destrucción y muerte.
La mayoría de videojuegos que triunfan sientan las bases
para una paulatina deshumanización, un entorno social en el que el dolor o la
muerte ajena se convierten en un espectáculo visual vacío de toda implicación
emocional.
Además,
los videojuegos en general, implícitamente, fomentan el egoísmo más profundo,
pues todos ellos contienen, de forma sutil y sibilina, el mismo mensaje: “sólo
puedes ganar tú y nadie más puede ni debe hacerlo”.
Eso crea una percepción de competitividad horizontal, en la
que el enemigo siempre está a nuestro alrededor; es alguien de nuestro mismo
rango y debe ser eliminado sin compasión para que nosotros podamos alcanzar el
triunfo.
VIOLENCIA Y VIDEOJUEGOS
Como decimos, la violencia y la destrucción en los
videojuegos es generalizada. Un alto porcentaje de videojuegos están centrados
en la competitividad ciega y egoísta, en la destrucción, la muerte y los bajos
instintos.
Si los analizamos con atención, veremos que en el fondo la
mayoría de videojuegos se limitan a lo mismo: crear un entorno virtual en el
que la violencia y la destrucción tienen un sentido lógico a nivel argumental,
diferente al que encontramos en nuestra vida cotidiana.
Por ejemplo, si salimos a la calle, la narrativa de nuestra
realidad cotidiana no incluye la posibilidad lógica de la violencia y la
destrucción explícitas: la gente pasea, va al trabajo, los coches circulan y
todo se desarrolla en medio de un relativo orden y tranquilidad. La violencia o
la destrucción son elementos que aparecen excepcionalmente a gran escala y que
nos impactan debido a su desencaje con la narrativa de lo cotidiano.
Sin embargo, si salimos a la misma calle inmersos en una
situación de guerra, en medio de una epidemia zombi o bajo una invasión
alienígena, ese mismo entorno cotidiano estará inmerso en una nueva lógica
narrativa en la que la violencia será inherente y tendrá un sentido lógico.
Así pues, los videojuegos, básicamente se limitan a crear
entornos ficticios en los que esa lógica de la competitividad extrema, la
violencia o la muerte tienen un sentido argumental, lo que demuestra que en el
fondo no son más que vehículos concebidos para permitir precisamente la
expresión de esa violencia.
De hecho, la mayoría de videojuegos, lo que principalmente
nos permiten es matar, eliminar y destruir sin que nada ni nadie nos castigue
por ello.
A muchos quizás les parezca un disparate, pero parece que
nadie se percata de que incluso los videojuegos aparentemente más inocentes
están centrados en matar, eliminar o destruir.
Los primitivos videojuegos de marcianitos consistían
básicamente en matar y en la actualidad, jueguecitos como los Angry Birds, a
pesar de su aspecto infantiloide, siguen conteniendo en su interior una
evidente carga de violencia y muerte.
Incluso los juegos tipo Candy Crush, tan popularmente
extendidos y que parecen tan cándidos, consisten en alinear elementos para
eliminarlos físicamente en nuestro beneficio.
EL MENSAJE DE FONDO
Si lo analizamos, veremos que hay pautas repetitivas en la
mayoría de los videojuegos:
-El
concepto de eliminación y destrucción de elementos molestos o contrarios a nuestros intereses,
expresados de mil y una maneras diferentes.
-La competitividad y el egoísmo, basados en el triunfo único
del jugador por encima de todo lo demás, sin dejar lugar a la cooperación
desinteresada.
-El
triunfo obtenido a través de la acumulación (bien sea de dinero, de puntos o de muertos).
-El finalismo, es decir, la consecución de metas, objetivos o misiones
concretas y perfectamente pre-definidas, que determinan la diferencia entre
éxito o fracaso y que siempre son establecidas por el creador del juego y nunca
por el propio jugador.
Todos estos mecanismos estructurales están en un segundo
plano y nos pasan desapercibidos porque acabamos centrando nuestra atención en
el aspecto superficial del juego y en su expresión formal.
Pero más allá de la apariencia que pueda tener el juego,
este mensaje subliminal constante, repetido una y otra vez hasta la saciedad,
acaba configurando nuestra visión de la realidad, de la sociedad y de las
soluciones que debemos aplicar para afrontar situaciones o resolver todo tipo
de conflictos.
Un
ejemplo claro de ello, es que si le pedimos a cualquier persona que imagine un
juego divertido que no consista en acumular puntos, realizar una misión
concreta finalista, competir, eliminar o destruir nada, le será muy difícil
crearlo o imaginarlo, hasta el punto de que nos dirá que “es
imposible crear un juego que no implique estos parámetros y que a la vez sea
realmente divertido”.
Y posiblemente tendrá razón: nuestra mente ha sido
programada a nivel profundo con estos mecanismos, inherentes en casi todos los
aspectos de nuestra cultura, incluidos los videojuegos, hasta el punto de que
difícilmente nos divertiremos con juegos que no incluyan estas características.
El Sistema al completo está basado en este tipo de
mecanismos y pautas: finalismo; triunfo por acumulación; competitividad y
egoísmo; eliminación y actitudes destructivas para alcanzar el triunfo.
El problema es que estamos tan inmersos en el Sistema, que
la mayoría de gente, cree que las cosas no pueden ser de otra manera. Pero la
verdad es que nuestras estructuras mentales y el Sistema al completo, podrían
ser muy distintos si fuéramos capaces de crear las condiciones necesarias.
JUGANDO EN UN MUNDO DIFERENTE
Imaginemos, por ejemplo, un mundo en el que desde
pequeñitos, en lugar de la idea de competitividad como actitud esencial para
alcanzar el triunfo, se nos inculcara el concepto de cooperación desinteresada;
un mundo en el que en lugar de la destrucción o la eliminación, el éxito se
alcanzara a través de la construcción y la creación de elementos nuevos no
existentes previamente; en el que la acumulación de unidades de un determinado
elemento (puntos, medallas, galardones, dinero) no fuera valorado y no tuviera
sentido; un mundo en el que no se diera valor a la consecución final y
pragmática de un objetivo concreto, sino que todo el valor recayera, no solo en
la belleza del camino que se recorre, sino en cómo se recorre ese camino.
Y ahora imaginemos, ¿cómo sería un videojuego en un mundo en
el que las personas tuvieran estos mecanismos mentales instalados en sus mentes?
Lo primero que podemos deducir del juego es que, al no estar
basado en la competitividad con los demás, no existiría el concepto de ganador
y perdedor.
Es fácil deducir que el juego tampoco dispondría de una idea
finalista de éxito o fracaso y por lo tanto, probablemente, el juego nunca
terminaría ni tendría limitaciones temporales.
Además, el juego no estaría basado en matar, destruir o
eliminar elementos, sino que estaría basado en la creación constante de
elementos nuevos y por lo tanto, lo que se valoraría por encima de todo sería
la forma en que esos elementos fueran creados, su belleza inherente y quizás su
función instrumental.
Sabiendo todo esto, visualicemos cómo podría ser un
videojuego en este mundo.
Podríamos imaginar a muchos jugadores reunidos, construyendo
en común estructuras espaciales, visuales y sonoras dinámicas, constantemente
cambiantes a medida que cada jugador aportara un nuevo elemento expresivo al
conjunto, lo que implicaría que todas las partidas serían radicalmente
diferentes entre sí, pues cada aportación nueva cambiaría las condiciones que
marcarían el desarrollo posterior del juego.
Esos juegos podrían consistir en la creación conjunta de
edificios o ciudades fabulosas, en la composición de sinfonías surrealistas
repletas de sonidos inimaginables y cambiantes, en la concepción de espacios
tridimensionales fantásticos repletos de propiedades únicas o en la creación de
estructuras danzantes dotadas de movimientos abstractos difíciles de concebir
desde nuestro punto de vista; estas “partidas” probablemente no acabarían nunca
y cada una sería una obra de arte abstracta en sí misma.
Ahora imaginemos a alguien criado desde pequeño con estos
conceptos tan diferentes a los nuestros y démosle uno de nuestros videojuegos
de shooters, en los que te dedicas a disparar a diestro y siniestro hasta que
te matan.
¿No le parecerían muy aburridos nuestros juegos al jugador
de ese otro mundo?
Probablemente le chocaría que un juego tuviera un final;
cuando le dijéramos que el éxito consiste en acumular puntos, probablemente lo
consideraría algo absurdo y vacío de sentido y muy probablemente se aburriría
recorriendo una y otra vez, escenarios no cambiantes creados por un desconocido
en los que siempre repetir el mismo tipo de acciones destructivas.
A alguien cuya diversión consistiera en crear continuamente
elementos nuevos y sorprendentes, ¿cómo le podríamos convencer de lo divertido
que es romper y destruir elementos creados por un tercero?
Su forma de pensar y de concebir la realidad, sería muy
diferente de la nuestra. Al fin y al cabo, estaríamos ante un tipo de persona
para la cual, una carrera atlética no tendría ningún sentido.
Cuando alguien le explicara que en una carrera “gana el que
llega antes a un determinado lugar”, probablemente nos preguntaría “¿y eso para
qué sirve?”.
En su mundo no finalista, las personas correrían solo para
conseguir que cada paso dado representara un disfrute y fuera bello por sí
mismo y el concepto de “carrera competitiva”, carecería de todo sentido y sería
visto como algo vacío de contenido que no aporta nada. Nos diría “¿para qué
queréis llegar tan temprano a tal lugar, si lo divertido es recorrer el camino
saltando y bailando sin preocuparse por el tiempo transcurrido?”
De la misma forma, cuando le contáramos que la satisfacción
del fútbol consiste en ser el que mete más veces una pelota entre 3 palos
durante 90 minutos, probablemente se quedaría perplejo y nos preguntaría “¿Qué
gracia tiene meter una pelota entre 3 palos muchas veces?”. Probablemente, para
él lo divertido sería hacer cosas con la pelota que no se le hubieran ocurrido
nunca a nadie y hacerlas cada vez de forma diferente e innovadora.
Ahora realicemos el trayecto opuesto y imaginemos a un
jugador de videojuegos de nuestro mundo, jugando a unos de esos videojuegos de
creación abstracta de ese mundo imaginario, en los que no hay finalidad,
triunfo, ni competición.
Para alguien de nuestro mundo, un juego de este tipo sería
algo insoportablemente aburrido y difícil de comprender. Nos diría “¿cómo puedo
divertirme con un juego que no puedo ganar, que no tiene ningún objetivo y que
nunca termina?”
Con todas estas elucubraciones, lo que queremos exponer es
que existe una programación mental profunda inculcada por el Sistema que
transforma nuestra visión de la realidad y que, por ejemplo, se expresa en
aquello que nos divierte o entretiene; y los videojuegos son un claro exponente
de ello.
Todos nuestros videojuegos, en el fondo, están basados en la
acumulación, la competición, la destrucción y el finalismo.
Estos mecanismos esenciales subyacen en un segundo plano, de
la misma forma que subyacen en la forma en que se estructura el Sistema y por
ende, en la forma en que somos educados o programados por la sociedad desde que
nacemos.
Así pues, poco importa que le quitemos a nuestro hijo el
sangriento videojuego de “matar zombis” y en su lugar lo hagamos jugar al Angry
Birds, al Candy Crush, al Parchís o al Ajedrez, porque los mecanismos de fondo
de todos estos juegos son siempre los mismos, con diferentes formas de expresión.
Estas son las estructuras esenciales en las que no se fija
nadie, cuando precisamente son las más importantes, porque representan el
esqueleto del Sistema en sí.
Hasta ahora hemos hablado de videojuegos, pero podemos
extrapolar el mismo análisis realizado a otros elementos de nuestra existencia
relacionados con el Sistema.
Por ejemplo, cuando emprendemos alguna de esas revoluciones
o transformaciones sociales que parecen cambiarlo todo, en realidad no estamos
cambiando nada más que la apariencia externa del Sistema.
Cuando alguien pretende terminar con la Monarquía para
instaurar la República, sacar a los Conservadores para poner a los Progresistas
o acabar con la Dictadura para instaurar la Democracia, en realidad solo está
cambiando el “God of War” por el “Angry Birds”.
A primera vista, realmente parece un cambio radical y las
personas con una visión más superficial creerán convencidas que están
protagonizando una transformación histórica.
Pero en el fondo, el Sistema solo cambia de piel; solo cambian
los uniformes, los logos, el color de la bandera o la nomenclatura aplicada a
la organización del estado.
Cambiamos sangrientos enemigos por simpáticos cerditos, pero
en realidad, los mismos mecanismos psíquicos que lo sustentan todo, permanecen
intactos.
Nadie dice que no debamos luchar a nivel social, enarbolar
las banderas de los ideales o implicarnos activamente en conseguir
transformaciones socio-económicas.
Hacerlo es indispensable si queremos transformar la
sociedad.
Pero todas esas revoluciones y cambios, por positivas y
justas que ahora nos parezcan, no servirán de nada si cada uno de nosotros no
nos sumergimos en lo más hondo de nuestra psique y arrancamos de ahí las
profundas raíces del Sistema.
A la mayoría de gente le resulta incómodo e ingrato aceptar
esta cruda realidad, pero es así: las revoluciones de masas no existen.
La auténtica Revolución, siempre es individual…
GAZZETTA DEL APOCALIPSIS
No hay comentarios:
Publicar un comentario