"Aunque
vivieras tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante
recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que
la que pierde" (Marco Aurelio,
Meditaciones).
Resumen:
Se propone en este texto una
reflexión sobre las múltiples formas que ha adoptado en nuestra
civilización el llamado "mal de Saturno" a partir de una
pregunta desconcertante: ¿puede haber una epidemia de melancolía?
Según la famosa teoría de los humores, el predominio de la bilis
negra hace a los hombres depresivos pero, al mismo tiempo, en clásica
formulación aristotélica, el genio nace de esa condición.
Esta
dualidad se mantiene a lo largo de los siglos: por un lado, la
melancolía se considera resultado de la lucidez y de una concepción
trágica de la existencia, pero por otra se emparenta con actitudes
más superficiales, como el spleen.
Dejando al margen los aspectos clínicos de la cuestión, se trata de
establecer una sencilla aproximación a la historia cultural de la
melancolía.
¿Puede
haber una epidemia de melancolía?; ¿es contagioso el llamado "mal
de Saturno"?; ¿a qué causas obedece su propagación? No, no
estamos hablando en broma, aunque también es cierto —y obvio—
que no estamos en coordenadas estrictamente biológicas sino
simbólicas, como cuando se habla de computadores infectados y de los
virus de la informática. "Una
Epidemia de Melancolía" es
el epígrafe del capítulo séptimo de una interesante obra
de Barbara Ehrenreich, paradójicamente dedicada a establecer
una historia cultural del sentimiento opuesto. Permítanme que cite
sus primeras líneas: "Empezando
con Inglaterra en el siglo XVII, el mundo europeo se vio afectado por
lo que parece, en términos actuales, una epidemia de depresión. La
enfermedad atacó a jóvenes y ancianos, sumiéndolos en meses o años
de mórbida apatía e incesantes terrores" [1].
[1]
Barbara Ehrenreich, Dancing
in the Streets: A History of Collective Joy,
Nueva York, 2007.
Para
los ingleses, sigue diciendo la autora, la enfermedad era el "mal
inglés"que aparece en
el "Tratado de
Melancolía" de Timothie
Bright (fines del siglo XVI) y que en el siglo siguiente
—concretamente en 1621—sería exhaustivamente analizado por
Robert Burton en su archiclásica "Anatomía
de la Melancolía". (No me
resisto a señalar de paso que resulta curiosa la relación entre
este sentimiento y el carácter nacional, pues según Andrew Salomon
la melancolía es un mal originariamente italiano, pero el italiano
Giovanni Botero decía en 1603 que era una enfermedad específicamente
española. Más tarde, en el siglo XVIII, quizás por la influencia
de la obra de Durero, se afirmaba que la melancolía era un mal del
alma alemana).
¿Queremos
decir —o, más exactamente, quiere decir la autora— que la
melancolía está sujeta a las apreciaciones subjetivas, a las formas
culturales, a las modas, por expresarlo con un término rotundo? Sí
y no. Desde el punto de vista clínico o individual, la melancolía
ha existido desde siempre, porque siempre han existido personas
depresivas o propensas a ello. Pero no es menos cierto que, aunque no
haya un incremento real de la enfermedad en términos absolutos, sí
puede hablarse en términos relativos de tendencias, actitudes o
poses que ganan adeptos en determinados momentos históricos. Nos
referimos además a adeptos que tienen una cierta influencia sobre el
conjunto social. Para entendernos, piénsese en la relación,
comúnmente admitida, entre el romanticismo decimonónico y la
prevalencia del suicidio. Pues del mismo modo puede hablarse, por
paradójico que resulte, de los placeres de la melancolía. De hecho,
exactamente así, se titula una famosa obra de Thomas Warton, de
1747, muy semejante en su espíritu a la también muy conocida "Oda
a la Melancolía" de
Elizabeth Carter (1739).
Entre
nosotros, para no poner más ejemplos extranjeros, la melancolía
estuvo de moda en distintos momentos históricos, desde el Barroco
hasta nuestros días. Es casi un lugar común calificar de
melancólico el espíritu o fondo de la propia obra cumbre de
Cervantes: lejos de la superficie risible, el Caballero de la Triste
Figura vendría a ser para muchos analistas el prototipo del hombre
apesadumbrado —el héroe vencido— de la modernidad. Más
claramente aún, por lo que se refiere a movimientos culturales,
el modernismo de
comienzos del siglo XX, tanto en su vertiente poética —los
Machado, Juan Ramón o Villaespesa— como en otras formas literarias
—las Sonatas de
Valle-Inclán, por ejemplo— se solazaron en todos los elementos
materiales y psicológicos relacionados con una concepción triste
del mundo: ruinas, jardines abandonados, lluvia mansa, crepúsculo,
naturaleza otoñal, soledad, aflicción, desamparo, apatía, amor no
correspondido... Si se fijan, no son actitudes cercanas a la
desesperación, sino todo lo contrario: dentro de la tristeza,
pudiera decirse que son más bien sentimientos dulces, tibios, casi
agradables... Volvemos, pues, al arriba aludido placer de la
melancolía.
Esa
melancolía, en efecto, no hace sufrir realmente, no es auténtica
pesadumbre, no nos sumerge en la depresión inconsolable, sino más
bien todo lo contrario, es un estado de cierta
delectación, une rêverie agréable [un
agradable ensoñar]. Por decirlo con una certera acuñación de
Víctor Hugo, recogida por José Antonio Marina y Marisa López Penas
en su "Diccionario de los
Sentimientos" (2000), "es
la dicha de ser desdichado" [2].
Estos autores hacen hincapié además en que lo característico del
estado melancólico es el desconocimiento por parte del sujeto de la
causa que lo provoca, y citan en este sentido unos versos de la
obra "No Hay Cosa como
Callar", de Calderón de la
Barca:
"Toda
melancolía
nace
sin ocasión, y así es la mía;
que
aquesta distinción naturaleza
dio
a la melancolía y la tristeza".
[2]
Marina, J. A. y López Penas, M., op.
cit., p. 276.
Inmediatamente
después insisten en que la mayoría de los tratadistas están de
acuerdo en trazar esa línea de separación
entre melancolía y tristeza.
Desde mi punto de vista, la distinción es básicamente correcta,
pero no despeja, ni mucho menos, las ambigüedades o imprecisiones
del primer término, que es el que nos interesa. Fíjense, por
ejemplo, en la sutil apreciación que introduce Carlos Gurméndez al
abordar el mismo asunto:"cuando
la tristeza no se manifiesta en sollozos y se interioriza, es
melancolía, es decir, su meditación reflexiva. El verdadero
melancólico se concentra y preocupa por saber el origen de su
tristeza" [3].
[3]
Gurméndez, C., La Melancolía,
Madrid, 1994, p. 33.
En
este aspecto estoy completamente de acuerdo con László Földényi,
cuando establece de forma tajante que el primer problema que nos
encontramos es la propia dificultad de precisar qué queremos decir
con el concepto de melancolía: «Sorprende
de entrada la "imprecisión" del término, que las épocas
posteriores tampoco lograron paliar. No existe una definición
inequívoca y exacta. La historia de la melancolía es también la
historia interminable del intento de precisar el concepto. De ahí,
pues, la duda: al hablar de la melancolía tal vez no la estemos
estudiando, sino tratando de encontrar nuestra propia posición con
la ayuda de los conceptos acuñados sobre ella» [4].
[4]
Földényi, L., Melancolía,
trad. cast., Barcelona, 1998, p. 12.
La
vaguedad y polisemia del término, que es sin duda un escollo para la
reflexión filosófica o psicológica, puede convertirse empero en un
interesante punto de partida para la Historia cultural. A
lo largo de las épocas, sobre un fondo común de tristeza, pesimismo
o desencanto, se han ido construyendo y perfilando una serie de
manifestaciones artísticas y literarias que trataban de expresar la
maldad del ser humano, la aspereza del mundo, el destino trágico del
hombre o su desorientación vital. En las páginas que siguen, dentro
de los estrechos límites de una reflexión de estas características,
vamos a dar una especie de paseo por esas expresiones.
Genio
y Melancolía
Nuestra
historia cultural siempre nos remite al mismo sitio: el mundo griego,
el ámbito en el que nace la investigación, la especulación
racional y el conocimiento sobre el hombre y el Universo, tal y como
lo hemos entendido en Occidente a lo largo de veinticinco siglos. De
los antiguos griegos viene la teoría de los humores corporales que
fue sistematizada por Galeno a partir de planteamientos anteriores de
los pitagóricos, Empédocles de Agrigento y otros autores [5]. Según
dicha teoría, la salud consiste en el equilibrio de los elementos
que integran el compuesto humano, entre ellos los fluídos o humores.
Con la fascinación numérica tan característica de nuestra cultura,
se establecía una equivalencia entre dichos humores —cuatro: bilis
negra, bilis amarilla, sangre y flema— y otras entidades marcadas
por el mismo cardinal, desde las estaciones del año a las edades del
hombre, pasando naturalmente por los consabidos cuatro elementos
constituyentes del mundo. La cosmovisión de Galeno se prolongó
durante muchos siglos, poco menos que como un dogma incuestionable
[6].
[5]
Klibansky, R. et al., Saturno
y la Melancolía, Madrid, 2004, pp.
29-39.
[6]
Velázquez, A., Libro de la
Melancholia, Sevilla, 1585, pp.
79-88.
El
predominio de uno de tales humores en cada ser humano daría como
resultado su temperamento característico: sanguíneo, colérico,
flemático o melancólico. Este último, que es el que nos interesa,
se asociaba a la tierra (uno de los cuatro elementos constituyentes
del mundo), al otoño (una de las cuatro estaciones) y a la madurez
(una de las edades del hombre). Si la salud era el equilibrio, la
enfermedad era el desarreglo o predominio de un determinado
componente en detrimento de los demás. Según ese planteamiento, el
melancólico en situación prolongada, permanente o morbosa,
padecería de una alteración de la bilis (kholé)
negra (melas),
de donde procede el términomelancolía.
El
mencionado desarreglo humoral estaría provocado por un mal
funcionamiento del bazo, ya que en la cultura antigua se consideraba
que ese órgano ejercía una labor de limpieza o purificación de
elementos nocivos. En cierta manera, esa enfermedad venía a ser una
especie de envenenamiento de la sangre o los fluídos corporales. En
este caso dicha afección se manifestaba en una disposición anímica
y fisiológica de desgana, cansancio y lasitud. Estaríamos por
tanto, claramente, ante una perturbación con efectos palpablemente
desagradables para quien la sufre: de ahí que se la asocie al
hastío, a la postración, a la pesadumbre y hasta al carácter agrio
(acedia).
Junto
a esa evaluación negativa de la melancolía —como trastorno
corporal— surge pronto una estimación opuesta, que suele
atribuírse a Aristóteles y que aparece originalmente expresada en
forma de pregunta:"¿Por qué
razón todos los hombres excepcionales en el terreno de la filosofía,
la ciencia del Estado, la poesía o las artes, son manifiestamente
melancólicos?". Como han
puesto de relieve destacados especialistas, la formulación parece
que no procede exactamente del estagirita sino de su discípulo
Teofrasto [7]. Para lo que aquí nos importa, es una cuestión menor
porque en cualquier caso, como dice Jackie Pigeaud en el estudio
previo de la obra, "nos
hallamos inmersos en un universo de pensamiento aristotélico" y
el texto en cuestión respondería plenamente "a
preocupaciones auténticamente peripatéticas" [8].
[7]
Klibansky, R., op.
cit., p.
99.
[8]
Aristóteles, El Hombre de Genio
y la Melancolía, Problema XXX,
Barcelona, 1996, pp. 55 y 58.
La
asociación entre el genio y la melancolía es casi desde entonces
uno de los grandes lugares comunes de nuestra cultura. No pretendo
impugnar tal vínculo sino simplemente llamar la atención sobre el
hecho de que, como toda afirmación de carácter universal, tiene
mucho de simplificación abusiva. Además, no se olvide que si la
vinculación puede funcionar en un sentido —demos por bueno que la
mayoría de los genios son melancólicos—, lo que está claro es
que no resulta cierta en sentido contrario: el melancólico, por el
simple hecho de serlo, no se convierte en genio.
Por
otra parte, la agrupación de ambos elementos —melancolía y
genialidad— es claramente tributaria de un concepto romántico de
esta última que no tiene por qué ser tachado de falso, pero que sí
es manifiestamente restrictivo. Para entendernos, estaríamos
hablando del pintor o escritor —por utilizar los estereotipos más
comunes— que tiene línea directa con las musas, que crea en
situación casi de sonambulismo, como iluminado, en estado de trance.
Hoy sabemos y admitimos que un filósofo que use fríamente la razón,
o un científico que trabaje ocho horas diarias en un laboratorio,
pueden ser tan geniales y creativos como aquellos otros que buscan
febrilmente la inspiración.
Pero
volvamos al genio individualista, romántico, excéntrico, que es el
tipo que sigue operando en las pautas culturales y en las inevitables
simplificaciones de nuestra civilización. Es el que ha nacido "bajo
el signo de Saturno". Hay una obra clásica de Rudolf y Margot
Wittkower que se llama así, y que lleva como subtítulo
explicativo: "Genio
y Temperamento de
los Artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución
Francesa". En las páginas
iniciales se explica así el título del libro: "Mercurio
es el arquetipo de los hombres de acción, alegres y enérgicos.
Según la tradición antigua, los artesanos, entre otros, nacen bajo
su signo. Saturno es el planeta de los melancólicos, y los filósofos
renacentistas descubrieron que los artistas emancipados de su tiempo
mostraban las características del temperamento saturnino: eran
contemplativos, meditabundos, recelosos, solitarios, creativos.
En
aquel crítico momento histórico nació la nueva imagen del artista
alienado" [9], lo que
puede ser una simplificación discutible, pero sobre una base firme y
con una sólida documentación bien utilizada —caso del libro
citado— se convierte en otras ocasiones en una ingenua relación de
causa-efecto entre trastornos mentales y creatividad, como en el
volumen de Kay Redfield Jamison "Marcados
con Fuego. La Enfermedad Maníaco-Depresiva y el Temperamento
Artístico". La concepción del
artista como una especie de sagrado enfermo mental, tan cara al
pensamiento primitivo, resurge así con fuerza.
[9]
Wittkower, R. y M., Born
Under Saturn: The Character and Conduct of Artists,
1968.
Tácito,
Taciturno
Me
interesa destacar un rasgo de lo que acabo de exponer, y tirar de ese
hilo para arribar a otra dimensión del asunto. Veamos: el genio
despierta admiración y quizás hasta envidia en los demás pero, a
tenor de lo dicho, es indudable que estar bajo la égida de Saturno
parece más maldición que amparo. Saturno —el Cronos griego— es
el dios que devora a sus hijos. Los melancólicos no necesitan
enemigos externos: se bastan y sobran consigo mismos, pues, por lo
general, son personas de una alta exigencia; al final, esa imperiosa
conciencia moral termina siendo un demonio interior, fuente de una
ansiedad que, por nunca satisfecha, se hace crónica, hasta llegar a
un perpetuo sinsabor. Los saturninos saben por ello que no hay
esperanza. La melancolía en este contexto puede ser simplemente el
resultado de la lucidez. El pesimismo no sería tanto una opción
como un destino: la constatación de los límites de la condición
humana [10].
[10]
Diego, R. y Vázquez, L., eds., Humores
Negros, Madrid, 1998, pp. 15-30.
Cuando
ninguna ilusión es posible, cuando no nos creemos las mentiras
piadosas, cuando nos sabemos condenados al fracaso por el mero hecho
de ser hombres y de estar arrojados a una vida sin sentido, ¿qué
nos puede quedar?; ¿cuál es nuestro refugio? Sólo el recogimiento
en uno mismo —el ensimismamiento— y el silencio. Volviendo a la
Antigüedad, no olvidemos que silencio en latín se
dice taciturnitas:
se supone que el mutismo —tan propio del melancólico— es
expresión de tristeza o desconsuelo. De ahí —por seguir con la
lengua latina— a hundirse en un insondable taedium
vitae hay un ligero y casi
inevitable paso. En nuestro idioma también puede seguirse un
parecido hilo conductor. En castellano antiguo existía la palabra
tazer,
proveniente de tacere,
que ha dado la forma actual de tácito
(callado), de la que deriva
taciturno.
Para
no cargar las tintas en la pesadumbre, podríamos también desde esta
perspectiva retomar la vinculación entre el temperamento taciturno y
la excelencia: la melancolía, encuadrada en la edad madura, es un
estado de ánimo que suele expresarse mediante el recogimiento y la
meditación y, por ello, de modo natural, se asocia a las personas
sobresalientes (artistas, escritores, filósofos), por cuanto
aquellas cualidades son consideradas indispensables para la reflexión
intelectual y la capacidad de innovación.
Se
produce aquí un equívoco semejante al que detectábamos en la
relación entre genio y melancolía. Del mismo modo que decíamos
que, como mucho, puede aceptarse que el genio tiende a la melancolía,
pero que la relación no funciona en sentido inverso, ahora
tendríamos que precisar que esos sujetos egregios pueden
distinguirse a menudo por su mutismo, pero eso no autoriza bajo
ningún concepto a considerar el silencio per
se como síntoma de
inteligencia o lucidez. Sin embargo, como cualquiera puede comprobar
a su alrededor, el silencio goza de un prestigio desmesurado, porque
se lo asocia casi siempre —no hace falta sub-rayar que
abusivamente— con el talento, la profundidad o una rica vida
interior.
Es
curioso constatar en este sentido que tendemos a ver la vida y juzgar
a las personas con una implícita carga dramática: el melancólico
goza de más consideración que otros temperamentos, del mismo modo
que el silencioso es intelectualmente más apreciado que el locuaz o,
ya en un terreno más amplio, el pesimismo —que pasa por ser casi
sinónimo de clarividencia y penetración— tiene más entidad y
peso específico que el optimismo, que suele ser tildado de
ingenuidad o inocencia en sentido peyorativo. Merece la pena
reflexionar un momento sobre el porqué de esas tendencias.
La
idea de que el mundo es malo es vieja como la Humanidad, en el
sentido de que surge casi espontáneamente desde el momento en que el
hombre hace uso de su facultad distintiva, la razón. Muchos
encuentran explicación, consuelo y sentido en la religión, con el
convencimiento de que existirá otra oportunidad, en forma de
existencia posterior. Pero para otros la vida aparece como el fruto
perverso de un dios malévolo o simplemente como algo irracional,
insensato. Por ello, si el ser está abocado a la nada, si la vida
desemboca indefectiblemente en la muerte, ¿no habría sido mejor
desde el principio no-ser, no-vivir?
No hace falta cargar las tintas
ni recalar en actitudes extremas: ¿quién puede negar que hay algo
de trágico en el destino humano? No hablo ahora de grandes
calamidades de tipo natural o catástrofes provocadas por el hombre,
sino del lento discurrir hacia la muerte inevitable. ¿Qué es en
última instancia la gran tragedia griega sino una recreación de las
diversas formas del lamento humano ante su destino? Algunos de los
más famosos moralistas clásicos glosaron el sueño eterno como algo
dulce, el reposo supremo, por oposición a los sinsabores y
ansiedades de la vida. Una imponente vena pesimista recorre la
filosofía antigua, desde el escepticismo radical de la segunda
Sofística al estoicismo senequista.
La
Historia sigue su curso y vienen luego situaciones más o menos
propicias para una visión amarga del mundo y de la existencia
humana. Quien quiera ejemplos, los tiene a decenas en una sugestiva
obra de Tom Lutz "El
Llanto. Historia Cultural de las Lágrimas".
Hay movimientos, como el Barroco, que no pueden entenderse disociados
de esa visión abisalmente negativa del universo. En ese lapso se
acentúa una veta lóbrega y depresiva que, no obstante, antes y
después está también presente, incluso en los momentos
teóricamente exultantes. Al fin y al cabo la noción que puede
simbolizarse con el proverbio "Vanitas
vanitatis et omnia vanitas" permea
nuestra cultura (aunque no sólo ella) como una de las enseñanzas o
fórmulas más repetidas por teólogos, pensadores y poetas.
Como
ya he dicho, no es mi intención defender ni justificar esas
actitudes ni, en última instancia, tomar partido en un sentido u
otro en lo relativo al balance final de la presencia humana en este
mundo. Me limito a dejar constancia de algo que han dicho antes y
mejor miles de moralistas y pensadores. La propensión a mirar las
cosas negativamente reside en última instancia en la certeza de la
muerte o, lo que es lo mismo, en la constatación de la fugacidad de
la vida. "Hasta en el
interior de la risa hay tristeza",
dice un viejo proverbio (de Salomón) recogido por Robert Burton en
uno de los libros clásicos sobre esta materia. Más aún, sigue
diciendo el erudito inglés, podemos intentar divertirnos o
simplemente distraernos, pero en el fondo siempre late lo que todos
sabemos y no podemos evitar: "Incluso
en el medio de todas nuestras fiestas y nuestras alegrías (...) hay
pena y descontento" [11].
En fin, no hay nada que hacer: vale más someterse al destino o a los
designios divinos. La paz interior es ante todo conformidad,
resignación. Por eso, el sabio calla y medita aunque, como es
consciente de la vaciedad y pequeñez de todo, no pueda evitar caer
en la melancolía.
[11]
Burton, Robert, The
Anatomy of Melancholy,
1626.
Pesadumbre
y Dimensión Colectiva
Ya
que aludimos antes a etimologías significativas, fijémonos en una
palabra que ha aparecido en más de una ocasión y que ahora, a estas
alturas, puede revelarnos su misterio: pesadumbre.
El concepto viene definido por la RAE primordialmente en su sentido
de pesado o pesadez física, y sólo en su cuarta acepción se habla
claramente de desazón o padecimiento moral, que es lo que aquí más
nos concierne. Pero conviene retener esas primeras acepciones
relativas al peso material, porque nos vamos a encontrar un asombroso
paralelismo en este aspecto entre la dimensión física o corporal
por un lado, y espiritual o psicológica, por otro.
No
por casualidad se habla de pesadumbre como sufrimiento moral. Resulta
curioso observar la iconografía del carácter melancólico, es
decir, las diversas representaciones que a lo largo de las épocas
han realizado los pintores, escultores, grabadores y otros artistas
de los hombres y mujeres en estado de postración. Fijémosnos en las
poses y actitudes que aparecen retratadas. La primera impresión es
que no pueden con su cuerpo: necesitan sostener la cabeza con la
mano, están tumbados o caídos, se apoyan en lo primero que pueden
con un gesto de cansancio. Es evidente que lo que el artista quiere
plasmar es lo contrario de la ligereza (de hecho, el concepto de
gravedad tiene también ese doble sentido físico y moral al que nos
estamos refiriendo). Podría decirse sin excesiva metáfora que la
melancolía pesa: es como una cadena que arrastramos, como un fardo,
o un lastre que nos arquea las espaldas, o que nos oprime el pecho
hasta hacernos difícil la respiración.
Hablamos
de una constante que se mantiene a lo largo de los siglos, sin que
los diversos y a menudo contrapuestos movimientos artísticos cambien
en lo esencial la plasmación de esa figura humana que suponemos
grávida, recogida en sí, probablemente atormentada. En nuestro
ámbito cultural, la referencia inexcusable, la que todos recuerdan,
es la famosísima "Melancolía
I", ese grabado de Durero
(fechado concretamente en 1514) que por sí solo compendia todo lo
que estamos exponiendo. Pero antes de esa fecha ya hay múltiples
ejemplos de actitudes melancólicas, con la pose característica del
cuerpo arqueado, vencido o tumbado, y la mano a la altura de la sien,
como si la cabeza no pudiera sostenerse por sí sola sobre los
hombros. Todos —ángeles, santos, guerreros o escritores— parecen
reflejar de ese modo el peso de la vida en sus distintos grados,
desde la mera contrariedad a la amargura, angustia o desesperación.
En el entorno cultural que nos resulta más próximo, el ejemplo
arquetípico podía ser el lienzo que pintó Goya del más alto
representante de la Ilustración española, Gaspar Melchor de
Jovellanos, un retrato que trasciende la dimensión individual, con
ser importante, para convertirse en símbolo de un estado de cosas:
el ensimismamiento del retratado expresa también sutilmente el
desencanto y la melancolía de un momento histórico.
Obsérvese
la relevancia de esa última expresión. La melancolía, podíamos
decir con otras palabras, la sufre el individuo pero, como
sentimiento, trasciende la dimensión individual. Es innegable que la
melancolía puede ser causada por un suceso puntual, pero tiene que
ser muy grave y excepcional para que produzca por sí sólo los
efectos persistentes que aquí tratamos, los que logran moldear una
forma de ser y caracterizar toda una vida. Del mismo modo, puede
hablarse de un carácter melancólico como resultado de una suma de
experiencias exclusivamente privadas, pero tampoco el ámbito
individual suele ser tan determinante en este aspecto. El hombre, en
definitiva, no vive aislado, es un ser social, necesita a los demás,
y su concepción de la vida y del mundo no puede disociarse de su
tiempo y su comunidad. Más allá de pesadumbres coyunturales,
consustanciales al hombre por el hecho de serlo, la melancolía de
que estamos tratando constituye una actitud ante la realidad que
tiene en cuenta al yo, indudablemente, pero integrándolo en una
dimensión suprapersonal.
Si
atendemos al devenir del pensamiento contemporáneo se entenderá
mejor lo que quiero decir. Desde hace más de dos siglos, tras el
optimismo ilustrado y su confianza absoluta en la Razón, tras el
Positivismo luego y su ingenua confianza en el progreso científico,
la filosofía más influyente se ha despeñado por un abismo
tenebroso, implicando al hombre en un sino fatal, más infausto aún
que el que dibujaba la tragedia griega. El hombre es un ser arrojado
al mundo y perdido en él. De ahí, ante todo, una profunda
desolación, porque ya no hay nadie a quien acudir, no hay altar ante
el que propiciar favores, no hay reducto donde refugiarse. Por no
haber, no hay ni expiación ni redención, ni las lágrimas tienen
sentido, ni el llanto cura. Nietzsche predica la muerte de Dios y
el hombre queda a merced de sí mismo en un desierto inescrutable,
condenado a morir sin gloria, sin grandeza y, por supuesto, sin
esperanza alguna. Un ambiente asfixiante, el tétrico horizonte del
nihilismo: ¡cómo echamos de menos la ingenuidad de creer cuando ya
no podemos creer en nada!.
Podríamos
dibujar una estela que, partiendo de Kierkegaard, Schopenhauer o
Nietzsche, desembocara en Marcuse, pasando previamente por Spengler o
Heidegger, sólo por citar nombres señeros. En todos estos autores,
con distintas modulaciones, y en otras influyentes tendencias
coetáneas, se impone un negativismo radical, según el cual el mundo
desarrollado, lejos de dirigirse hacia un progreso ilimitado, como
sostenía el positivismo decimonónico, está condenado a un "proceso
de deterioro, agotamiento y colapso inevitable".
Por tanto, por decirlo con palabras de Arthur Herman, el hombre
moderno "vive en un mundo
que se despeña en el abismo de la desesperación, hasta que surja un
orden totalmente nuevo y redentor" [12].
[12]
Herman, A.,La Idea de Decadencia en
la Historia Occidental, Barcelona,
1999, pp. 17-18.
Quizás
hubo un momento en que aún fue posible la esperanza, con el secreto
deseo de que esos planteamientos no fueran más que alucinaciones de
profetas desnortados. Después, tras la experiencia de las
catástrofes del siglo XX, no cabe ya negar la evidencia.
Desgraciadamente, el negativismo del pensamiento contemporáneo no
era un juego de agoreros sino el aviso premonitorio que no se tuvo en
cuenta. A estas alturas, con esa experiencia a sus espaldas, el
hombre que piensa sobre sí y sus semejantes, sobre la vida y el
mundo, ¿puede hacer tabula
rasa de todo ello?.
De
las Diversas Actitudes ante la Muerte
No
pretendo decir que estemos abocados a la melancolía. El hombre tiene
múltiples recursos. Puede ser, por otra parte, que estemos viviendo
malos tiempos para el pensamiento positivo. Con suerte, un autor de
un par de siglos más adelante dirá de nosotros lo que al principio
de este artículo señalaba Barbara Ehrenreich con respecto al
Barroco: ¡pobrecillos, vivieron en una época en que hubo una
epidemia de melancolía!.
Quizás
les parezca un tanto frívolo el tono que acabo de emplear. Lo he
hecho deliberadamente, por contraste con el cariz depresivo de la
filosofía contemporánea antes esbozado. No sería justo, ni exacto,
decir que la melancolía se nutre exclusivamente de ese pesimismo
intelectual. No hay una relación tan simple de causa-efecto. Las
cosas, siempre, son más complejas. Dependiendo de las épocas y de
las personas, las desgracias pueden ser motivo de arrebato y
desesperación, y generar de ese modo sentimientos depresivos; pero
pueden también propiciar una actitud resignada, una conformidad que
incluso puede dejar su hueco a una recreación —no necesariamente
morbosa— que lleva a la catarsis y a la paz interior.
El
mal, el dolor o el sufrimiento generan en los seres humanos
reacciones extrañas, casi nunca unívocas: a menudo, desde luego,
rechazo u horror, pero también una singular curiosidad con tintes
atrayentes que puede convertirse en franca seducción. A veces esos
sentimientos contradictorios están tan inextricablemente unidos que
la empatía, que lleva a la compasión, es paradójicamente
compatible con una cierta delectación en la desdicha de nuestros
semejantes. La irrupción de la muerte —la negra
Señora—, por más que sea el
destino sabido, tiene con frecuencia ribetes desconcertantes.
No,
no quiero acudir a Freud, ni a Eros o Thanatos, porque, como habrá
podido comprobar quien me haya seguido hasta aquí, he orillado
sistemáticamente la dimensión clínica del asunto para centrarme en
otra vertiente, la de la Historia social y cultural. Lo que me
importa destacar es que esa fascinación hacia el mal, esa atracción
de lo negativo, desemboca en una cierta complacencia o deleite en la
desgracia, sea ésta la que fuere, y perfila así una actitud
característica que, mirada desde la distancia, se parece mucho a un
masoquismo intelectual. Una vez más, recurriré a algunos casos
concretos. Ahora, quiero perfilar brevemente un escenario que nos es
relativamente cercano, el del movimiento regeneracionista que
estuvo vigente en España a finales del siglo XIX y las primeras
décadas del XX.
En
dicho momento histórico los pensadores con una cierta capacidad de
influjo social —desde entonces se les llama precisamente
"intelectuales"— entendían que su papel era sacudir a la
sociedad con una crítica inmisericorde, y adoptaban por ello una
actitud displicente, descreída, cuando no abiertamente
catastrofista. Muy pronto, el intelectual regeneracionista se
encontraba ya a
priori prisionero en cierto
modo de ese rol, encasillado malgré
lui, a su pesar, en el cometido de
profeta tonante, hasta un poco arisco en las formas. El autor del
libro que inaugura este tipo de literatura —Lucas Mallada en "Los
Males de la Patria", obra de
1890— dice sin ambages en la página inicial que, mientras unos lo
ven todo de color de rosa, otros —entre los cuales se incluye,
naturalmente— "sólo
podemos mirar a través de vidrios ahumados, vemos todas las cosas
con tintes sombríos; hasta los pájaros y las flores se nos figuran
de siniestros contornos; a cada instante vemos un peligro y en todo
objeto una señal de espantosas catástrofes".
Algo
después, un autor que se mueve en la misma línea, Gustavo La
Iglesia, en una obra que pretendía desentrañar nada menos que el
"alma nacional", hacía estas reflexiones: "Dícese
comúnmente que la vida es triste, que la Tierra es un valle de
lágrimas, que la historia de la Humanidad viene a ser una especie de
historia del dolor. Nada más cierto".
En vez de paliar ese sufrimiento, nos gusta hacer lo contrario,
aumentar "nuestras penas
con nuestra torpe manera de vivir": "somos
artistas del dolor", tenemos
la "voluptuosidad satánica
del suplicio y del llanto" [13].
[13]
La Iglesia y García, G., El
Alma Española. Ensayo de una Psicología Nacional, pp.
7-11.
Esa
melancolía vital no es, por supuesto, una prerrogativa española.
Hay, por ejemplo, un tópico muy extendido que identifica el "alma
rusa" y, sobre todo, sus intérpretes geniales —Pushkin,
Chéjov, Tolstoi, etc.— con la actitud melancólica, como si fueran
un concepto y su definición. Otros pueblos, épocas e incluso
ciudades han presumido también de un halo decadente. Venecia, por
seguir el tópico más manido, es la que todo el mundo identifica en
esos términos, pero hay otras muchas, como Brujas (en Bélgica), que
se pusieron de moda a finales del siglo XIX con la etiqueta de
"ciudades muertas".
Aunque
es menos conocido, hasta el Estambul actual tiene, en palabras de
Orham Pamuk, su aire lánguido, melancólico, decadente, que se
expresa con un término específico, intraducible, el hüzün:
una mezcla de añoranza por un grandioso pasado que ya no regresará
y lamento por un presente de ruina y desorientación. En una obra que
se ha convertido en un clásico de la literatura culta de viajes, "El
Danubio", dice el triestino
Claudio Magris bajo el revelador epígrafe de "Tristemente
Magiar" que la literatura
húngara es una densa antología de heridas abiertas por una historia
de derrotas encadenadas. Tanto es así que se habla de la condición
de "permanente agonía" de
dicha literatura.
Ninguna
colectividad —ciudad, país, civilización— puede tener la
patente melancólica en exclusiva, porque el abatimiento, la
desesperanza o cualquiera de las expresiones asimilables constituyen
una dimensión indefectible de la vida humana. George Steiner nos
recuerda que "Schelling,
entre otros, atribuye a la existencia humana una tristeza
fundamental, ineludible". Ello
es así por una razón muy sencilla: porque el hombre es un ser
racional y la actividad de la razón, el pensamiento, es inseparable
de una "profunda e
indestructible melancolía".
Pensar, desde esta perspectiva, vendría a ser cargar, por así
decirlo, con "un legado de
culpa" [14].
[14]
Steiner, G., Diez (Posibles)
Razones para la Tristeza del Pensamiento,
Madrid, 2007, pp. 10-12.
Pero,
como he tenido que hacer varias veces a lo largo de esta reflexión,
llegados a este punto, conviene desdramatizar, porque la melancolía
tiene también una dimensión más pedestre. A veces esta pose
pesimista ni siquiera deriva de una concepción trágica de la
existencia más o menos impostada, sino de algo más elemental:
el aburrimiento.
Ya lo dijo Paul Bourget en una formulación que ha sido repetida con
leves variantes: "El hombre
moderno es un animal que se aburre".
En efecto, del aburrimiento puro y simple, del dolce
far niente [dulce no hacer
nada], de la vida muelle propiciada por el progreso y los avances
tecnológicos, viene una parte nada despreciable de los males vitales
que aquejan al hombre contemporáneo.
La
sensación de fracaso y decepción en una sociedad cualquiera no
viene dada por una percepción objetiva de las condiciones de vida o
por un frío análisis de las expectativas. En una obra clásica, "La
Buena Sociedad y Sus Descontentos",
Robert Samuelson señala que la inmensa mejora en las condiciones
materiales de vida de los norteamericanos durante el período
contemporáneo no ha llevado a un estado de optimismo generalizado,
sino más bien a todo lo contrario. El pesimismo cultural está en el
ambiente que respiramos, y no siempre es fácil concretar razones
objetivas. En este sentido, un analista apunta un rasgo enormemente
significativo: "Las cosas
que la sociedad moderna hace mejor —brindar creciente opulencia
económica, igualdad de oportunidades y movilidad geográfica y
social— son sistemáticamente atacadas y despreciadas por sus
beneficiarios" [15].
[15]
Herman A., op.
cit., p.
440.
El
aburrimiento es primo hermano de la pereza y de la apatía. ¿Para
qué moverse, para qué hacer nada? Una buena coartada la proporciona
el desencanto, el descreimiento, el hecho de estar de vuelta de todo.
¿Acaso puede entusiasmarse ya con algo el hombre inteligente?; ¿no
son incompatibles la ilusión y la lucidez? Mejor abandonarse a la
nada, así, directamente, puesto que nada somos en el fondo. Es la
enfermedad que se pone de moda en el tramo final del XIX, una
elaboración más radicalizada de la melancolía romántica, y que
adopta unas formas sutiles —siempre el prestigio cultural del
pesimismo— según los países: Langeweile (Alemania), spleen
(Gran Bretaña), ennui (Francia).
En español diríamos hastío, tedio o abulia, siempre con ese matiz
de suficiencia, de superioridad mental de quien no siente pasión por
cosa alguna porque ya lo ha experimentado todo. Aunque está escrito
para un contexto muy diferente, también aquí sería de aplicación
el famoso dictamen de Ortega y Gasset sobre el esfuerzo inútil que
conduce a la melancolía.
No
quiero terminar sin hacer una referencia intemporal (casi universal,
me siento tentado a decir). En estas líneas hemos procurado
contextualizar la melancolía desde varias perspectivas, pero casi
siempre contando con el entorno social y cultural, es decir, teniendo
siempre en cuenta las coordenadas espacio-temporales del llamado "mal
de Saturno" y sus diversas
variantes. Pero la reflexión melancólica tiene un sustrato más
primario, enraizado en la esencia de la condición humana, y que
podría expresarse así: hagamos lo que hagamos, seamos como seamos,
todo al cabo es brutalmente efímero. Todos tenemos marcada nuestra
fecha de caducidad, queramos o no atender a ella. Cuando empezamos a
ser conscientes de ello vamos ya experimentando en nosotros mismos el
declive que presagia el fin.
Como
han dicho muchos analistas, quizá la noción misma de decadencia,
presente en todas las culturas, tenga su origen en la experiencia
individual, la percepción del conjunto de cambios corporales que van
del vigor de la juventud al inevitable quebranto físico y mental que
acarrea el paso de los años. Dicho en términos rotundos, tendemos a
confundir el mundo y nuestro mundo, a creer que todo declina porque
nosotros vamos consumiéndonos. Vivir es morir cada día un poco. Y
la conciencia de ello no puede por menos que reflejarse en nuestra
manera de mirar las cosas.
La
poesía última de Ángel González (1925-2008) tiene los tintes
negros de quien, abocado al fin, sabe que ya nada tiene sentido. No
hay esperanza sino espera... de la muerte. En "Nada
Grave", su último libro
(póstumo) de poemas, escribe (en "Quizá
Mejor Ya No"):
"Tanto
la he llamado, tanto
he
suplicado su asistencia,
que
ahora,
cuando
apenas tengo ya voz para llamarla
casi
lo que más temo es que al fin venga.
No
me vuelva a dar la vida".–
___________________________________________________________
Rafael
Núñez Florencio (1956), doctor español en Historia y profesor de
Filosofía, autor de diversos libros y ensayos, publicó en 2008 en
la revista española de Humanidades Ars
Medica el
siguiente texto que aquí reproducimos, que no es sino, como él
mismo dice, "una
sencilla aproximación a la historia cultural de la
melancolía" dentro
de su entorno social, un acercamiento a tan vasto y estudiado tema
que, a causa de sus innúmeras implicaciones, estudiadas desde la
Antigüedad, no deja de tener permanente actualidad e interés.
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