LOS PLANOS SUPERPUESTOS
Aprender es una cosa y crecer es otra. Dos conceptos tan relacionados y tan diferentes como: Cumplir años y madurar. Haber leído mucho y saber. Entender y vivir. Porque crecer, es cambiar de plano.
Si llamamos plano a nuestro nivel de
existencia, cada uno empezó a explorarlo tomando conciencia de que, de muchas
maneras, al principio fuimos tan sólo un
puntito minúsculo, abajo y a la izquierda del plano de nuestro presente (o por
lo menos así nos sentíamos). Una especie de “nada” junto a la realidad que
conformaban los demás y nuestro entorno.
Desafiados por esa perspectiva, los más inquietos primero y todos los demás después, asumimos que había mucho por recorrer si uno quería, de verdad, emprender un camino de crecimiento.
Tomada esta decisión, con más o menos énfasis, y con más o
menos éxito, empezamos a avanzar hacia arriba recorriendo el plano,
conociéndolo y aprendiendo a manejar cada contingencia.
Primero de un tirón y sin escalas, por lo menos hasta la
primera caída (esa que nos devolvió al comienzo). Fue un duro golpe para
nuestro ego enterarnos de que, para seguir, debíamos volver a empezar… pero lo
hicimos.
Y aprendimos de paso que el camino hacia arriba hay que
hacerlo escalonadamente, dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás; tres pasos
hacia adelante y uno o dos hacia atrás.
Todos empezamos allí, sintiéndonos alguna vez un granito de
arena insignificante en un cosmos inalcanzable… Y luego, con paciencia,
trabajo, esmero y renuncia, fuimos, vamos e iremos recorriendo todo el camino
de nuestro plano, en el sentido del crecimiento, en un rumbo ascendente.
Un día, más tarde o más temprano, sucede. Un día, llegamos
arriba, en el lugar más alto.
Y nos damos plena cuenta de que hemos logrado algo
importante. Y nos damos cuenta de que es bueno, muy bueno, estar allí.
Los demás, que recorren sus propias rutas en el mismo plano,
quizá un poco más abajo, nos miran. Ellos también registran nuestro logro:
hemos llegado arriba. Algunos sonríen, otros aplauden. Nos vuelven a mirar. Nos
buscan, nos halagan, nos admiran. Muchos preguntan, sin maldad: ¿Cómo llegaste?
¡Qué bien! ¿Cómo lo hiciste?
Querríamos contestar, pero nos damos cuenta de que la
pregunta es retórica y la respuesta, en realidad, inútil, por lo menos para
ellos… Y sin embargo su actitud, la de todos nos obliga a mirar hacia atrás y
nos empuja a revisar todo lo padecido, sufrido y perdido en el trayecto, y
tomamos conciencia de que lo pasado valía la pena si era el precio por estar ahí;
no tanto por el halago de esos otros, como por saber lo lejos y mejor que
estamos de aquella nada que fuimos.
Y el tiempo pasa…
Y después de recorrer una y más veces cada punto del plano,
uno se da cuenta de que no puede quedarse allí, quieto para siempre. Va y
viene, cada vez con más facilidad; controla y maneja todo el plano, domina y
salva cada dificultad, cada vez con más arte, cada vez con más rapidez…
Los demás festejan casi enardecidos cuando, queriendo o sin
querer, nuestra cabeza choca contra el techo…
Y entonces llega el gran momento, junto con un creciente
dolor de tanto tener la cabeza aplastada contra la parte más alta del plano: la
hazaña y los aplausos comienzan a aburrirnos y vamos perdiendo el interés por
estar en ese envidiado lugar.
Es el momento en el que uno hace el gran descubrimiento:
En el techo hay un acceso oculto. Una especie de
puerta-trampa que sale del plano y se abre hacia arriba. Una abertura que no se
veía desde lejos, que sólo se ve cuando uno está allá arriba, en el límite máximo,
allí, con la cabeza aplastada contra el techo.
Entonces uno abre la puerta un poquito y mira…
La puerta da paso a otro plano del que nunca habíamos tenido
noticia.
Nunca se nos había ocurrido pensar que este plano, en el que
nos habíamos movido desde siempre, no era el único.
Y uno asoma la cabeza. Y se da cuenta de que el plano al
cual llegamos es tan grande como éste, o más. Sabemos, por lo que hemos
aprendido, que podríamos pasar y seguir subiendo, seguir explorando, seguir
creciendo, pero intuimos, acertadamente, que si lo hacemos no podremos regresar
y, lo que es peor, sabemos, sin saber cómo lo aprendimos, que no podremos
llevar a nadie con nosotros. Está claro: cada uno podrá pasar sólo cuando sea
su tiempo, que no es éste, porque éste es el nuestro, solamente el nuestro.
Duele pensar en dejar a todos y seguir solo.
-Los espero, así seguiremos juntos… – promete uno sin que
ellos comprendan lo que pretendemos decir.
Pero el tiempo se estira, el cuello duele y el tedio se
vuelve insoportable. Y todo pierde sentido e importancia.
Hasta que un día, de modo imprevisto, casi en un arranque,
traspasamos la puerta y, como suponíamos, ésta se cierra y nos deja en la
soledad del nuevo plano.
Una vez del otro lado, como ya nos ha pasado en otros
momentos y en otras situaciones, nos damos cuenta de que podríamos decidir
quedarnos donde estamos, en el principio de todo, o también seguir adelante,
pero lo que ciertamente no podemos es volver atrás.
Muchos de los que se quedaron en el plano anterior creen que
somos un modelo para seguir, nos cuentan sus problemas y escuchan nuestra
respuesta atentamente. Y no es un mérito, es un suceso.
Otros se enojan y nos critican sin demasiado motivo. Y eso
no es lo más doloroso.
Lo que más duele es que ninguno de los hasta ayer compañeros
de ruta puede comprender a fondo lo que estamos sintiendo…
Recién llegados al nuevo plano, uno siente un extraño déjà
vu.
Otra vez está allí, abajo, en el rincón… Otra vez solo…
Otra vez temeroso y a ratos desesperado…
Nos sentimos otra vez una minúscula basurita insignificante,
aunque ahora seamos “una nada mucho más consciente”, con el recuerdo de haber
sido para otros un guía, un maestro, un ídolo.
Ellos aplauden cada vez más, pero desde el nuevo plano casi
no se los escucha; quizá uno ya no necesite tanto reconocimiento ni tanta
valoración.
Ellos no lo saben, pero lo cierto es que nosotros ya no
somos los mismos.
Jorge Bucay
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