WESTWORLD:
Alegoría de una simulación
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SINOPSIS: Existe un mundo de
ficción donde resulta imposible distinguir a los moradores de los
visitantes ni a la realidad de su mera simulación.
En
su libro “Hiperreality:
paradigm for the third milenium [Hiperrealidad: paradigma para el
tercer milenio]” John
Tiffin y Nobuyoshi Terashima ensueñan un futuro donde cuesta
averiguar si la persona que tienes frente a ti es verdaderamente real
o no más que un simple avatar
fruto
de un exquisito programa de realidad virtual (si disfrutan, en suma,
de una inteligencia humana o artificial); un mundo provisional donde
cualquiera puede tomar prestada la identidad que le venga en gana
para vivir esa vida simulada
hasta
el final. ¿Os resulta familiar?
Los autores se refieren a tan prometedora
experiencia virtual como “Hiperrealidad”, y la definen como:
“[…]
la capacidad tecnológica para entremezclar sin [distinciones
ni] costuras
realidad virtual (RV) con realidad física (RF) e inteligencia
artificial (IA) con inteligencia humana (IH) de manera que permita la
[libre
y discreta] interactuación
entre todas ellas.”
En un futuro relativamente próximo, especulan los
investigadores, imágenes sintéticas se
confundirán
con objetos reales hasta el punto que será imposible distinguir los
escenarios naturales de los generados por ordenador. A propósito de
lo cual…
“Westworld”
es el remake en serie del clásico setentero protagonizado por Yul
Brynner y presentado aquí en España como “Almas
de metal”.
Como tal vez recordéis, en la peli original los visitantes de un
parque temático populado por robots
humanoides
empiezan a experimentar en carnes propias la ira de éstos tras
afectarles un fallo de software (a los robots, lógicamente).
En otras palabras, el mundo de “Westworld” es
el sueño de Tiffin y Terashima llevado a la pantalla.
Presentado
en un futuro muy
factible,
si bien todavía lejano, la serie se ambienta como su nombre indica
en el oeste americano. Lo que a mi modo de ver la convierte en tan
brillante apuesta son precisamente las extraordinarias similitudes
que
cualquiera puede adivinar entre el escenario artificial donde se
desarrolla la historia…
y
nuestro
mundo “real”.
“Westworld”
es un parque temático donde cada detalle se ha mimado desde cero
para duplicar con realismo y precisión un escenario literalmente
indistinguible
de
los poblaciones originales típicas del lejano oeste. Es un sitio
pijo, al alcance solo de los más acaudalados, diseñado expresamente
para que los visitantes puedan dar rienda suelta a sus instintos más
básicos. Como sería de esperar no hay biblioteca, de manera que es
el salón con sus diferentes ofertas lúdicas (prostitutas, whisky,
peleas, duelos a muerte, prostitutas, whisky, prostitutas, whisky,
prostitutas, prostitutas, whisky, prostitutas…
y
juegos de mesa) quien habitualmente bate los récord de presencia.
El parque, como lugar de entretenimiento, está tan
sumamente bien pensado que mientras los
recién
llegados alucinan todavía con el asombroso realismo
del
pueblo ya son provocados por la narrativa de los humanoides
lugareños. “Usted tiene pinta de tenerlos bien puestos…”
le insinúa a un visitante un barbudo cazarrecompensas mientras clava
el típico cartel de “se busca” con la cara del malote de turno
para invitarle a que se una a la aventura de la caza del fugitivo.
Merece
la pena mencionar que tan solo existe una manera de distinguir a un
“anfitrión” (robot) de un “huésped” (visitante): si le
disparas y muere, entonces es una máquina.
Como sería de esperar de todo lugar por el estilo que se precie, los
robots están programados para no atentar contra la salud de los
huéspedes. A no ser que le maten a polvos,
claro está. En cuyo caso, sospecho, ya tendrán firmado por el
difunto el típico documento de exención de responsabilidad.
En
“Westworld” todo está diseñado a medida del “paganini”.
Según te bajas del tren futurista que da acceso al parque te recibe
un azafato/a personal eficientemente programado/a para atenderte y
quitarte de golpe, si lo deseas, todas las “telarañas”. En una
de estas escenas la azafata conduce a un protagonista hacia una
habitación repleta de armas, de ropa y de accesorios de todos los
colores donde el visitante puede “calzarse” a tan servicial
humanoide para vestir a su personaje después también como más le
mole. En un momento dado la azafata le insinúa que no se preocupe
por las tallas, que todo está hecho “a su medida”. Eso sí que
es un mundo personalizado.
(Por pura casualidad la serie subraya que el 99% de los visitantes
van allí a
lo que van:
a emborracharse, a follar y a matar impunemente a todo robot que se
ponga por delante; a lo que su mundo real no
puede ofrecerle en
otras palabras).
Cada
vez que un anfitrión muere en alguna de las variopintas situaciones
que se dramatizan para entretenimiento de los visitantes, el robot es
retirado, “formateado” y reacondicionado por los ingenieros del
servicio de mantenimiento del parque con la intención de que el
anfitrión pueda proseguir rutinariamente con su habitual guion al
día siguiente. El problema deviene cuando algunos de los anfitriones
empiezan a tener recuerdos de “vidas” previas…
Y
así es como empieza su singular epopeya por
descubrir Quienes Son Realmente y
cuál
es la verdadera naturaleza de
aquel lugar ¿Os suena?
Lo
que la ficción en realidad explora es el nacimiento de la
autoconsciencia
de
los robots como
consecuencia
de la evolución de su inteligencia artificial. Y por mucho que el
diseñador del parque intente convencernos al final de la serie de
esa gran
mentira de
que la consciencia humana es un mero subproducto de nuestros procesos
cerebrales, creo que no conviene tomarse a la ligera las
implicaciones filosóficas que el escenario plantea.
Imaginad por un instante si no la visita a un
hipotético lugar de entretenimiento donde todo,
absolutamente
todo, no solo no está prohibido sino que además es promovido
por
la dirección, a sabiendas de que ninguna de las habituales
consecuencias de nuestras acciones habrán de ser tenidas en cuenta
de vuelta a nuestra verdadera
vida
cotidiana.
Tratad
de imaginar, pues, un gigantesco parque temático organizado por
períodos históricos donde resulta imposible saber si tu compañero
de viaje es un simple avatar controlado por una inteligencia
artificial u otro como tú (por cierto: ¿tú qué crees
que
eres?, mejor aún…
¿cómo
estás tan seguro?); donde las experiencias parecen tan, tan reales,
que a la vuelta de los años terminas olvidando quién eres realmente
y, por supuesto, que disfrutas solamente de
paso de
un entorno sintético o virtual.
Ahora,
en ese contexto donde la visita tiene lógicamente programado
un
principio y un fin ¿cómo no hablar también de un ANTES, de un
PROPÓSITO y de un DESPUÉS?
Eso
mismo: soy la entidad X en mi mundo real (antes de mi entrada al
parque), pago mi estadía por un motivo,
y acepto sus normas con la intención
clara
de conseguir unos objetivos
(aunque
tan solo sea la mera experiencia) bajo una identidad
ficticia,
lógicamente, mientras dure la dramatización. Una vez terminada la
visita me largo con mis recuerdos para recuperar, sea la que sea, mi
identidad auténtica
y
mi verdadera
vida
cotidiana.
Salta
a la vista que los visitantes de “Westworld” todavía disfrutan
de la capacidad de admirarse del hiperrealismo del entorno, si bien
no es mérito suyo, sino de su memoria,
quien de vez en cuando les recuerda que cuanto experimentan es una
simple ficción.
Ahora bien, elimina o bloquea
todo
resto de memoria previa
a
la llegada a “Westworld” y estarán tan jodidos como
nosotros al
dar por hecho que el escenario virtual del que disfrutan es su única
y verdadera “realidad”.
Peor
aun es la existencia de los anfitriones humanoides: toda la vida
maltratados y asesinados sin posibilidad alguna de intuir al menos
que son sujetos controlados por una inteligencia superior
y
que, el mundo en el que habitan,
es pura ficción.
¿Cuántos de vosotros estaríais dispuestos a
pagar por tener una experiencia como ésta?
BIENVENIDOS A “EARTHWORLD”
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