16.10.25

La realidad siempre acaba reafirmándose. La verdad, la vida, son pacientes e inflexibles

EL FUTURO CERCANO DE LA HUMANIDAD             

ENTRE EL COLAPSO Y EL RENACIMIENTO

Todo se desmorona, pero nada se admite con claridad. Los poderosos se aferran a sus ilusiones, la gente se acostumbra al estruendo de las mentiras, y el planeta, cansado e indiferente, nos ve dar vueltas en círculo. Este texto no anuncia el fin del mundo, sino el fin de un mundo (el nuestro): el de la locura tecnológica, la fe ciega en el crecimiento infinito y el espectáculo permanente. Entre el colapso y el renacimiento, persiste una brecha: la de la conciencia. Aquí es donde se juega el futuro de la humanidad.

De hecho, se respira una extraña sensación, como si el mundo siguiera girando, pero sin un piloto en la cabina. Los líderes gobiernan con la vista, los economistas comentan balances financieros manipulados, los medios de comunicación recitan narrativas e historias que les imponen, y la gente, en medio de la disonancia cognitiva y agotada, ve cómo su ira se transforma en resignación.

Seguimos hablando de progreso, transición e innovación, pero todo suena a hueco. La vaga sensación que se instala es que algo se está desmoronando, lenta pero inexorablemente, sin poder explicarlo con claridad. No se trata de creer en el fin del mundo, porque ya existía mucho antes que nosotros y nos sobrevivirá sin problema pero sí es el fin de un mundo: el que hoy se construye sobre la creencia de que la tecnología, las finanzas y la comunicación podrían reemplazar la sabiduría, la justicia y la verdad. Vivimos la agonía de un modelo occidental que, tras haber pretendido dominar el planeta, se derrumba en el vacío de su propia puesta en escena. Está llegando a su punto de quiebre, no porque haya sido derrotado por fuerzas externas, sino porque se ha vaciado de significado internamente. 

Las grandes narrativas, ya sean religiosas, políticas o científicas, se derrumban bajo su propio peso. Occidente, que antaño era el motor del progreso, se ha transformado en una máquina de fabricar ilusiones: una democracia representativa sin debate, con representantes que sólo se interesan por sí mismos, una ecología que ya no tiene conexión con la naturaleza y una ciencia que no es más que cientificismo político y capitalista.

Lo que está ocurriendo hoy es el colapso de la narrativa única, la narrativa incansablemente difundida por los grandes medios de comunicación, todos ellos, sin excepción, pertenecientes a multimillonarios, quienes además reciben subsidios públicos pagados por aquellos a quienes desinforman. Es un doble golpe. 

En todas partes, la gente está comprendiendo gradualmente que la "verdad oficial" es solo un telón de fondo, una puesta en escena destinada a mantener el orden. Lo que las autoridades llaman teoría de la conspiración es, en realidad, un mero intento de recuperar el control de la realidad difundiéndola lo más ampliamente posible. 

El futuro próximo será, por lo tanto, un campo de batalla narrativo: la guerra de narrativas, entre quienes quieren imponer una narrativa y quienes buscan redescubrir la realidad.

Guy Debord anunció en 1967 en La sociedad del espectáculo  que la imagen sustituye a la realidad: “Toda la vida de las sociedades en las que reinan condiciones modernas de producción aparece como una inmensa acumulación de espectáculos.”

No era una metáfora, sino una profecía. Para Guy Debord, el espectáculo no es entretenimiento es muy serio, porque es la forma en que se organiza el mundo moderno, donde todo lo vivido directamente se convierte en representación. Tomemos el ejemplo de Macron, quien está más preocupado por exhibirse que por gobernar el país por el bien del pueblo.

A partir de ahora, las relaciones humanas se centran más en imágenes, mercancías y puesta en escena que en palabras entre individuos. Las redes sociales, los medios de comunicación y los gobiernos ya no producen significado ni inteligencia, sino narrativas intercaladas con entretenimiento. Lo importante ya no es estar seriamente informado y comprender, sino ser visto, comentado y compartido en Facebook, Instagram y otras trampas que no son más que lavadoras de cerebro. La verdad no es más que un telón de fondo.

La realidad es reemplazada por su versión digital, y la historia por un flujo de imágenes sin memoria. Algunos esperan vivir su día con unas gafas virtuales. Hemos pasado del ciudadano al usuario, del debate a la reacción, del voto al algoritmo.

Basta con observar la vida política francesa del último mes, y especialmente estos últimos días, para apreciar cuánta razón tenía Guy Debord. Lo que se desarrolla ante nuestros ojos ya no es política, sino una telenovela, una sucesión de episodios contradictorios en los que ya no sabemos quién decide ni por qué. Ministros caen antes de haber gobernado, alianzas cambian de hora en hora, editorialistas hacen de profetas y ciudadanos exhaustos presencian cómo se desenvuelve esta farsa. 

La confusión ya no es un accidente; es la forma de gobernar. Los líderes ya no buscan convencer, sino saturar el espacio mental. Cada escándalo persigue a otro, cada indignación cubre a la anterior. El espectáculo ya no muestra poder, porque, de hecho, es el poder el que se ha convertido en él. Francia ilustra a la perfección lo que Guy Debord llamó «el espectáculo difuso», esa suave tiranía en la que la sociedad se mantiene a sí misma mediante el estruendo de su propia simulación. 

Ya no es un gobierno, es un casting, un escenario democrático donde los extras votan mientras el guion se escribe en otro lugar. La frase de Debord: «Lo que parece es bueno, lo que es bueno parece». Resuena como una sentencia: en esta comedia de apariencias, todo lo verdadero se vuelve sospechoso, y todo lo que brilla se hace pasar por real. La inversión de valores que sistemáticamente conduce a la inversión acusatoria.

En medio de este caos, surge un nuevo actor: la inteligencia artificial. Algunos le temen, otros lo desean y otros lo demonizan, pero en realidad es solo un reflejo de quiénes somos. Ya lo he descrito varias veces: la IA amplifica nuestras virtudes, nuestros vicios, nuestros deseos y nuestros miedos, pero también puede amplificar nuestro conocimiento e inteligencia. No piensa: reproduce. No crea: agrega.

La IA puede liberar a los humanos del trabajo absurdo o condenarlos a una dependencia cognitiva total. La elección será simple: o aprendemos a pilotar la IA, o seremos pilotados por ella. El futuro inmediato se juega en esta cresta entre el dominio y la servidumbre digital.

Las sociedades que integren la tecnología sin negar la conciencia humana sobrevivirán, mientras que las demás se convertirán en colonias de un imperio algorítmico. En cuanto a la esperanza de su desaparición pura y simple, sin duda seguirá siendo una ilusión.

Mientras las masas se entretienen con las crisis políticas, el corazón del sistema —las finanzas— se derrumba. Los Estados viven a crédito, los bancos centrales encubren los déficits y el dinero se convierte en un instrumento de poder. La inflación ya no es un accidente; es una estrategia: un impuesto invisible para salvar el castillo de naipes que inevitablemente se derrumba. El centro del mundo se desplaza hacia el Sur Global.

Los BRICS avanzan, mientras que Europa se pierde en regulaciones y posturas morales. Donde otros construyen, él regula. Donde otros innovan, él culpa. El euro digital, el dólar programable, estas monedas del futuro no buscan la modernización ni la seguridad, sino el control total del ser humano. Mañana, la disidencia podría pararse bloqueando una cuenta. El futuro monetario será descentralizado y humano, o totalitario y automático.

En cuanto a la ecología, hablamos de una transición verde, pero los hechos son evidentes: estamos sustituyendo una dependencia por otra. El petróleo por el litio, los mineros congoleños por los robots de Shanghái. El discurso ecológico se ha convertido en la nueva liturgia del capitalismo. No estamos salvando el planeta, estamos cambiando el modelo de negocio.  El greenwashing es simplemente un fraude.

Mientras culpamos a los ciudadanos por sus calderas, las multinacionales siguen extrayendo, hormigonando, contaminando e importando carne que cruza el Atlántico en gigantescos cargueros hipercontaminantes. El planeta, sin embargo, no está en peligro porque está haciendo lo que siempre ha podido: adaptarse. Por otro lado, es la humanidad la que se está agotando. 

Pero bajo el estruendo de las cumbres intercontinentales, veremos cómo nuevas semillas brotan cada vez con mayor rapidez: ingenieros, artesanos, agricultores, comunidades locales reinventando modelos sobrios y autónomos. Aquí es donde se prepara la verdadera transición: el rescate de los humanos por los humanos.

La crisis última no es política ni económica: es espiritual, y no uso este término en un sentido exclusivamente religioso, porque la espiritualidad no está necesariamente ligada a ningún Dios, puede ser también interior y personal.

Aquí es donde surge el verdadero problema moderno: lo tenemos todo menos el sentido mismo de la vida. El hombre moderno está conectado con todo menos consigo mismo, y aún menos con los demás. El friki tiene cada vez menos que decir y cada vez más formas de darlo a conocer.

Hay que tener más de 50 años para recordar la telenovela El Prisionero, dirigida y protagonizada por Patrick McGoohan. Esta serie fue excepcionalmente visionaria, y animo a quienes no la vieron a redescubrirla. Podemos mantener cierto optimismo, porque bajo los escombros de esta modernidad, cada día más insalubre, vemos un movimiento. Se alzan voces, se abren conciencias, la gente despierta y los medios ciudadanos son cada vez más numerosos. 

De hecho, no se trata de una revolución ideológica, sino de un simple retorno a la realidad, un rechazo del artificio. Quienes cultivan el libre pensamiento y la fe en la humanidad se convierten en los nuevos disidentes.

Estamos entrando en la década de las grandes opciones:

  • Por un lado, el bloque tecnocrático, financiero y digital, obsesionado con el control;
  • Por otro lado, una humanidad viva, diversa, creativa, todavía capaz de decir no.

El sistema juega actualmente su última carta: el miedo. Miedo al virus, miedo al clima, miedo al caos, pero el miedo no es ni solución ni horizonte. Quienes hayan sabido conservar la lucidez, el conocimiento, el alma, serán los verdaderos resistentes del futuro. 

El futuro de la humanidad ya no se juega en parlamentos y senados, sino en la conciencia colectiva; esta conciencia, incluso latente, siempre acaba despertando. 

El futuro próximo no es radiante ni apocalíptico. Será contrastante, caótico y múltiple. Algunas sociedades se hundirán más rápido que otras en la vigilancia digital; otras renacerán en la sobriedad voluntaria. Algunas poblaciones morirán de cansancio y otras lograrán reinventarse.

Una certeza permanece: la realidad siempre acaba reafirmándose. La naturaleza, la verdad, la vida son pacientes, pero inflexibles. La mentira toma el ascensor y la verdad las escaleras, pero inevitablemente se encontrarán cara a cara. Y cuando caiga el telón sobre esta sociedad del espectáculo, quedarán aquellos que hayan conservado su espíritu libre, su memoria y su coraje.

Aquellos que están siendo silenciados serán los constructores del próximo ciclo humano.

Serge Van Cutsem

https://www.verdadypaciencia.com/2025/10/el-futuro-cercano-de-la-humanidad-entre-el-colapso-y-el-renacimiento.html  

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