EL FUTURO CERCANO DE LA HUMANIDAD
ENTRE EL COLAPSO Y EL RENACIMIENTOTodo se desmorona, pero nada se admite con claridad. Los
poderosos se aferran a sus ilusiones, la gente se acostumbra al estruendo de
las mentiras, y el planeta, cansado e indiferente, nos ve dar vueltas en
círculo. Este texto no anuncia el fin del mundo, sino el
fin de un mundo (el nuestro): el de la locura tecnológica, la fe ciega en
el crecimiento infinito y el espectáculo permanente. Entre el colapso y el
renacimiento, persiste una brecha: la de la conciencia. Aquí es donde se juega
el futuro de la humanidad.
De hecho, se respira una extraña sensación, como si el mundo siguiera girando, pero sin un piloto en la cabina. Los líderes gobiernan con la vista, los economistas comentan balances financieros manipulados, los medios de comunicación recitan narrativas e historias que les imponen, y la gente, en medio de la disonancia cognitiva y agotada, ve cómo su ira se transforma en resignación.
Seguimos hablando de progreso, transición e innovación, pero
todo suena a hueco. La vaga sensación que se instala es que algo se está
desmoronando, lenta pero inexorablemente, sin poder explicarlo con claridad. No
se trata de creer en el fin del mundo, porque ya existía mucho antes que
nosotros y nos sobrevivirá sin problema pero sí es el fin de un mundo: el que
hoy se construye sobre la creencia de que la tecnología, las finanzas y la
comunicación podrían reemplazar la sabiduría, la justicia y la verdad. Vivimos
la agonía de un modelo occidental que, tras haber pretendido dominar el
planeta, se derrumba en el vacío de su propia puesta en escena. Está llegando a
su punto de quiebre, no porque haya sido derrotado por fuerzas externas, sino
porque se ha vaciado de significado internamente.
Las grandes narrativas, ya sean religiosas, políticas o
científicas, se derrumban bajo su propio peso. Occidente, que antaño era el
motor del progreso, se ha transformado en una máquina de fabricar ilusiones:
una democracia representativa sin debate, con representantes que sólo se
interesan por sí mismos, una ecología que ya no tiene conexión con la
naturaleza y una ciencia que no es más que cientificismo político y
capitalista.
Lo que está ocurriendo hoy es el colapso de la narrativa
única, la narrativa incansablemente difundida por los grandes medios de
comunicación, todos ellos, sin excepción, pertenecientes a multimillonarios,
quienes además reciben subsidios públicos pagados por aquellos a quienes
desinforman. Es un doble golpe.
En todas partes, la gente está comprendiendo gradualmente
que la "verdad oficial" es solo un telón de fondo, una puesta en
escena destinada a mantener el orden. Lo que las autoridades llaman teoría
de la conspiración es, en realidad, un mero intento de recuperar el
control de la realidad difundiéndola lo más ampliamente posible.
El futuro próximo será, por lo tanto, un campo de batalla
narrativo: la guerra de narrativas, entre quienes quieren imponer una narrativa
y quienes buscan redescubrir la realidad.
Guy Debord anunció en 1967 en La sociedad del
espectáculo que la imagen sustituye a la realidad: “Toda la
vida de las sociedades en las que reinan condiciones modernas de producción
aparece como una inmensa acumulación de espectáculos.”
No era una metáfora, sino una profecía. Para Guy Debord, el
espectáculo no es entretenimiento es muy serio, porque es la forma en que se
organiza el mundo moderno, donde todo lo vivido directamente se convierte en
representación. Tomemos el ejemplo de Macron, quien está más preocupado por
exhibirse que por gobernar el país por el bien del pueblo.
A partir de ahora, las relaciones humanas se centran más en imágenes, mercancías y puesta en escena que en palabras entre individuos. Las redes sociales, los medios de comunicación y los gobiernos ya no producen significado ni inteligencia, sino narrativas intercaladas con entretenimiento. Lo importante ya no es estar seriamente informado y comprender, sino ser visto, comentado y compartido en Facebook, Instagram y otras trampas que no son más que lavadoras de cerebro. La verdad no es más que un telón de fondo.
La realidad es reemplazada por su versión digital, y la historia por un flujo
de imágenes sin memoria. Algunos esperan vivir su día con unas gafas virtuales.
Hemos pasado del ciudadano al usuario, del debate a la reacción, del voto al
algoritmo.
Basta con observar la vida política francesa del último mes,
y especialmente estos últimos días, para apreciar cuánta razón tenía Guy
Debord. Lo que se desarrolla ante nuestros ojos ya no es política, sino una
telenovela, una sucesión de episodios contradictorios en los que ya no sabemos
quién decide ni por qué. Ministros caen antes de haber gobernado, alianzas
cambian de hora en hora, editorialistas hacen de profetas y ciudadanos
exhaustos presencian cómo se desenvuelve esta farsa.
La confusión ya no es un accidente; es la forma de gobernar.
Los líderes ya no buscan convencer, sino saturar el espacio mental. Cada
escándalo persigue a otro, cada indignación cubre a la anterior. El espectáculo
ya no muestra poder, porque, de hecho, es el poder el que se ha convertido en
él. Francia ilustra a la perfección lo que Guy Debord llamó «el espectáculo
difuso», esa suave tiranía en la que la sociedad se mantiene a sí misma
mediante el estruendo de su propia simulación.
Ya no es un gobierno, es un casting, un escenario
democrático donde los extras votan mientras el guion se escribe en otro lugar.
La frase de Debord: «Lo que parece es bueno, lo que es bueno parece».
Resuena como una sentencia: en esta comedia de apariencias, todo lo verdadero
se vuelve sospechoso, y todo lo que brilla se hace pasar por real. La inversión
de valores que sistemáticamente conduce a la inversión acusatoria.
En medio de este caos, surge un nuevo actor: la inteligencia artificial. Algunos le temen, otros lo desean y otros lo demonizan, pero en realidad es solo un reflejo de quiénes somos. Ya lo he descrito varias veces: la IA amplifica nuestras virtudes, nuestros vicios, nuestros deseos y nuestros miedos, pero también puede amplificar nuestro conocimiento e inteligencia. No piensa: reproduce. No crea: agrega.
La IA puede liberar a los humanos del trabajo absurdo o condenarlos a una dependencia cognitiva total. La elección será simple: o aprendemos a pilotar la IA, o seremos pilotados por ella. El futuro inmediato se juega en esta cresta entre el dominio y la servidumbre digital.
Las sociedades que integren la tecnología sin negar la conciencia humana
sobrevivirán, mientras que las demás se convertirán en colonias de un imperio
algorítmico. En cuanto a la esperanza de su desaparición pura y simple, sin
duda seguirá siendo una ilusión.
Mientras las masas se entretienen con las crisis políticas,
el corazón del sistema —las finanzas— se derrumba. Los Estados viven a crédito,
los bancos centrales encubren los déficits y el dinero se convierte en un
instrumento de poder. La inflación ya no es un accidente; es una estrategia: un
impuesto invisible para salvar el castillo de naipes que inevitablemente se
derrumba. El centro del mundo se desplaza hacia el Sur Global.
Los BRICS avanzan, mientras que Europa se pierde en
regulaciones y posturas morales. Donde otros construyen, él regula. Donde
otros innovan, él culpa. El euro digital, el dólar programable, estas monedas
del futuro no buscan la modernización ni la seguridad, sino el control total
del ser humano. Mañana, la disidencia podría pararse bloqueando una
cuenta. El futuro monetario será descentralizado y humano, o totalitario y
automático.
En cuanto a la ecología, hablamos de una transición verde,
pero los hechos son evidentes: estamos sustituyendo una dependencia por otra.
El petróleo por el litio, los mineros congoleños por los robots de
Shanghái. El discurso ecológico se ha convertido en la nueva liturgia del
capitalismo. No estamos salvando el planeta, estamos cambiando el modelo de negocio.
El greenwashing es simplemente un fraude.
Mientras culpamos a los ciudadanos por sus calderas, las
multinacionales siguen extrayendo, hormigonando, contaminando e importando
carne que cruza el Atlántico en gigantescos cargueros hipercontaminantes. El
planeta, sin embargo, no está en peligro porque está haciendo lo que siempre ha
podido: adaptarse. Por otro lado, es la humanidad la que se está
agotando.
Pero bajo el estruendo de las cumbres intercontinentales,
veremos cómo nuevas semillas brotan cada vez con mayor rapidez: ingenieros,
artesanos, agricultores, comunidades locales reinventando modelos sobrios y
autónomos. Aquí es donde se prepara la verdadera transición: el rescate de los
humanos por los humanos.
La crisis última no es política ni económica: es espiritual,
y no uso este término en un sentido exclusivamente religioso, porque la
espiritualidad no está necesariamente ligada a ningún Dios, puede ser también
interior y personal.
Aquí es donde surge el verdadero problema moderno: lo
tenemos todo menos el sentido mismo de la vida. El hombre moderno está
conectado con todo menos consigo mismo, y aún menos con los demás. El friki
tiene cada vez menos que decir y cada vez más formas de darlo a conocer.
Hay que tener más de 50 años para recordar la telenovela El
Prisionero, dirigida y protagonizada por Patrick McGoohan. Esta serie fue
excepcionalmente visionaria, y animo a quienes no la vieron a redescubrirla.
Podemos mantener cierto optimismo, porque bajo los escombros de esta modernidad,
cada día más insalubre, vemos un movimiento. Se alzan voces, se abren
conciencias, la gente despierta y los medios ciudadanos son cada vez más
numerosos.
De hecho, no se trata de una revolución ideológica, sino de
un simple retorno a la realidad, un rechazo del artificio. Quienes cultivan el
libre pensamiento y la fe en la humanidad se convierten en los nuevos
disidentes.
Estamos entrando en la década de las grandes opciones:
- Por
un lado, el bloque tecnocrático, financiero y digital, obsesionado con el
control;
- Por
otro lado, una humanidad viva, diversa, creativa, todavía capaz de decir
no.
El sistema juega actualmente su última carta: el miedo.
Miedo al virus, miedo al clima, miedo al caos, pero el miedo no es ni solución
ni horizonte. Quienes hayan sabido conservar la lucidez, el conocimiento, el
alma, serán los verdaderos resistentes del futuro.
El futuro de la humanidad ya no se juega en parlamentos y
senados, sino en la conciencia colectiva; esta conciencia, incluso latente,
siempre acaba despertando.
El futuro próximo no es radiante ni apocalíptico. Será
contrastante, caótico y múltiple. Algunas sociedades se hundirán más
rápido que otras en la vigilancia digital; otras renacerán en la sobriedad
voluntaria. Algunas poblaciones morirán de cansancio y otras lograrán
reinventarse.
Una certeza permanece: la realidad siempre acaba
reafirmándose. La naturaleza, la verdad, la vida son pacientes, pero
inflexibles. La mentira toma el ascensor y la verdad las escaleras, pero
inevitablemente se encontrarán cara a cara. Y cuando caiga el telón sobre esta
sociedad del espectáculo, quedarán aquellos que hayan conservado su espíritu
libre, su memoria y su coraje.
Aquellos que están siendo silenciados serán los
constructores del próximo ciclo humano.
Serge Van Cutsem
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