No
había acabado de cerrar los ojos, cuando he aquí que de entre las
olas se alzó una divina faz, capaz de infundir respeto a los mismos
dioses. Y poco a poco la imagen fue adquiriendo el cuerpo entero y me
pareció que, emergiendo del mar, se colocó
a mi lado. Intentaré describirles su maravillosa hermosura, si la
pobreza del lenguaje humano me concede la suficiente facultad de
expresión o si la misma divinidad me proporciona la rica abundancia
de su elocuente facundia.
Primero,
tenía una abundante y larga cabellera, ligeramente ensortijada y
extendida confusamente sobre el divino cuello, que flotaba con
abandono. Una corona de variadas flores adornaba la altura de la
cabeza, delante de la cual, sobre la frente, una plaquita circular en
forma de espejo despedía una luz blanca, queriendo indicar la Luna.
A derecha e izquierda este adorno estaba sostenido por dos flexibles
víboras, de erguidas cabezas, y por dos espigas de trigo, que se
mecían por encima de la frente.
El
divino cuerpo estaba cubierto de un vestido multicolor, de fino lino,
ora brillante con la blancura del lirio, ora con el oro del azafrán,
ora con el rojo de la rosa.
Pero
lo que más atrajo mis miradas fue un manto muy negro,
resplandeciente de negro brillo, ceñido al cuerpo, que bajaba del
hombro derecho por debajo del costado izquierdo, retornando al hombro
izquierdo a manera de escudo. Uno de los extremos pendía con muchos
pliegues artísticamente dispuestos y estaba rematado por una serie
de nudos en flecos que se movían del modo más gracioso.