Permítame
que le proponga un experimento mental muy sencillo. Cierre por un
instante los ojos y piense a continuación en las situaciones
desagradables que ha vivido en la última semana o mes en relación
con su trabajo o con los servicios que ha recibido, sea de un
proveedor privado o de un funcionario público. Y ahora pregúntese
esto: ¿cree que los problemas por los que pasó fueron
mayoritariamente causados por la falta de profesionalidad, o de
talento? ¿Le parece que lo que funciona mal o directamente no
funciona es debido, en general y en cuanto hace a las personas, a que
escasean los talentos o los verdaderos profesionales?
Cada vez que he planteado este juego a una audiencia, me he encontrado con que entre el noventa y el cien por cien admitía que es la falta de profesionalidad, antes que la de talento, la que nos aprieta el zapato. Pese a ello, le reto a que busque en Google «talento» y «profesionalidad», a que rastree en Amazon libros con el mismo título o en Youtube conferencias que se ocupen de lo mismo, y a que trate de encontrar en los planes de estudio y en los programas de grado y posgrado a quien se preocupe de formar buenos profesionales.
Cada vez que he planteado este juego a una audiencia, me he encontrado con que entre el noventa y el cien por cien admitía que es la falta de profesionalidad, antes que la de talento, la que nos aprieta el zapato. Pese a ello, le reto a que busque en Google «talento» y «profesionalidad», a que rastree en Amazon libros con el mismo título o en Youtube conferencias que se ocupen de lo mismo, y a que trate de encontrar en los planes de estudio y en los programas de grado y posgrado a quien se preocupe de formar buenos profesionales.
¿Por
qué no vende la profesionalidad, y vende tanto el talento? Por dos
motivos muy distintos. El primero guarda relación con una inercia
cultural imperante, que llamaremos, siguiendo al sociólogo
estadounidense Robert Bellah, «individualismo expresivo». El
segundo tiene que ver con la pura conveniencia, con las naturalezas
respectivas del talento y la profesionalidad, que atraen y repelen,
respectivamente, a los cada vez más numerosos -y desvergonzados-
vendedores de crecepelo.