12.9.25

Occidente ya no cree en el mal como voluntad inteligente, pero el resto del mundo sí

EL CAOS COMO ESTRATEGIA         

EL DEMONIO EN EL CORAZÓN DE OCCIDENTE

Tema polémico, prepárense. Estén advertidos: agnósticos, ateos y progres van a tener dificultades. No es un ejercicio intelectual más. Vamos a meter las manos en algo que incomoda. Alexander Dugin escribió una nota que lleva un título que, para muchos, suena escandaloso: “La civilización occidental está poseída por demonios”. Y lo interesante es que no lo dice en sentido metafórico. No es simbolismo. No es literatura. Lo que plantea es concreto, lógico y brutal: hay una conciencia no humana operando detrás del mundo occidental.

Dugin arranca con una idea que desarma cualquier confort moderno. Sostiene que la ruptura de Occidente con el cristianismo, hace quinientos años, marcó el extravío del rumbo. La Modernidad, ese tótem intocable para los iluministas, es para Dugin el origen de todos los males. Y ese es el corazón de su planteo.

Lo que hoy entendemos como racionalidad está viciado desde su base. Desde chicos nos enseñaron que solo el ser humano es racional, y que cualquier otra cosa –Dios, ángeles, demonios– es mitología, cuentos. Fuimos educados bajo un paradigma que niega lo invisible, que se burla de lo sagrado, que reduce lo espiritual a folklore.

Pero eso no es lo que creen las religiones. Ni el cristianismo, ni el islam, ni el judaísmo. Todas reconocen al menos tres tipos de seres racionales: Dios, los ángeles y los seres humanos. Dios como el intelecto increado y absoluto. Los ángeles como intelectos creados pero sin cuerpo. Y los humanos como almas racionales encarnadas, limitadas por un cuerpo que interfiere en su pensamiento. Esa es la ontología básica del mundo espiritual. Y ahí entra el conflicto.

En algún punto, parte de los ángeles se rebeló. La tradición cristiana los llama demonios, y en Rusia se los conoce como los besis. No es un recurso poético. Son inteligencias reales, conscientes, con voluntad propia, que buscan desviar, confundir y destruir. Y si uno dice que es cristiano, entonces tiene que creer en esto. No es optativo. Si no, ¿para qué encender una vela en Pascua o visitar un cementerio? El cristianismo no es solo una costumbre cultural: es una cosmovisión que exige aceptar que el mal existe, que tiene nombre, forma, estrategia.

Esto es lo que dice también Tucker Carlson, a quien Dugin menciona. Que detrás de la actual civilización occidental no hay solo decisiones erradas o ideologías fracasadas. Hay una conciencia no humana operando. Una conciencia demoníaca. No hace falta recurrir a reptilianos ni marcianos. Son los mismos demonios que describe la teología. Cuando uno ve a un líder occidental promoviendo cambios de sexo, exaltando el materialismo, defendiendo la evolución como dogma o el liberalismo como religión, está viendo a alguien poseído. Así, sin vueltas. Están poseídos por ideas que no vienen de Dios, sino de entidades que lo enfrentan.

Ahora bien, ¿esto es una posesión como en El exorcista? No. Dugin no se refiere a trances, vómitos verdes o cabezas que giran. Habla de posesión ideológica, de una sumisión estructural a una voluntad ajena, maligna, que guía las políticas, los discursos, las modas y los valores del mundo occidental. No es teatro. No es metáfora. Es influencia real. Una ideología de género, por ejemplo, no nace del espíritu santo. Es parte de un marco mental demoníaco que coloniza las conciencias y destruye sociedades.

Y esto no es nuevo. Es lo que siempre creyeron las religiones. El ser humano vive en un campo de fuerzas: Dios y los ángeles lo impulsan al bien; los demonios lo empujan al mal. ¿Qué es lo novedoso entonces? Que Occidente rompió con esta visión. Que la modernidad barrió con la teología y nos dejó huérfanos. Para el secularismo, todo esto es superstición. Pero para la mayoría del mundo –sí, la mayoría del mundo, que no es Occidente– esto es real. En África, en Medio Oriente, en Asia, en América Latina, incluso en Rusia, se cree en la existencia del mal como ente activo. Eso da coherencia, da sentido, da dirección.

Y ahí está la trampa. Occidente no entiende a sus adversarios porque no entiende su lenguaje, ni su fe, ni su lógica. Para un occidental promedio, hablar de demonios es ridículo. Para un líder iraní, africano o ruso, es hablar de lo real. El resultado es el desarme espiritual total. Porque sin creencia en el mal, no hay defensa. Si el mal es solo un error psicológico o sociológico, entonces se combate con talleres, con políticas públicas, con expertos. Pero si el mal es una entidad, una inteligencia activa que quiere tu destrucción, entonces necesitas otra estrategia.

Por eso, en las culturas que conservan ese marco espiritual, hay una cohesión interna más fuerte, una identidad más clara, una capacidad de resistencia más firme. Defienden sus tradiciones, sus valores, sus símbolos. Rechazan las influencias externas que los quieren disolver. No están discutiendo cuánto CO₂ emite una vaca. Están en una guerra espiritual. Lo entienden así, lo viven así, y actúan en consecuencia.

Mientras tanto, Occidente sigue bailando sobre el Titanic. Convencido de que lo moral es relativo, que todo es opinable, que no hay verdades absolutas. Ese relativismo nos hace vulnerables, nos paraliza. Porque si no hay bien ni mal, entonces todo es negocio, todo es acuerdo, todo es diplomacia. Pero cuando enfrente tenéis actores que creen que están cumpliendo un mandato divino, estás perdido. Porque no podéis negociar con alguien que no busca ganancia, sino salvación.

Y ahí está el punto final. Cuando una élite occidental decide avanzar hacia una guerra nuclear, hacia el colapso económico, hacia el suicidio civilizatorio, sin obtener nada a cambio, sin poder explicarlo con lógica geopolítica o económica, entonces estamos ante otra cosa. No es codicia. No es ambición. Es destrucción deliberada. Y eso es lo que Dugin llama posesión demoníaca. La voluntad de hacer daño, aunque eso implique la propia aniquilación.

Occidente ya no cree en el mal como voluntad inteligente. Cree que todo se arregla con ciencia, con psicología, con ONGs. Pero el resto del mundo sí cree en el mal. Lo ve, lo nombra y lo combate. Y eso explica por qué las élites occidentales no entienden lo que está pasando. No entienden el juego en el que están metidas. Y si no lo entienden, no lo pueden ganar. Porque no se puede derrotar lo que uno se niega a ver.

La pregunta final no es solo geopolítica. Es espiritual. Si nuestros líderes no reconocen que existe una inteligencia que guía hacia la destrucción, ¿quién está realmente moviendo sus manos?

Marcelo Ramírez - noticiasholisticas

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