SOMOS CADA VEZ MÁS INTOLERANTES O MÁS
MALEDUCADOS?
A veces, da la sensación de que la cortesía, los buenos
modales o el respeto por el otro han pasado de moda.
Por otro lado, también nos encontramos con personas cada vez más irritables. Personas que reaccionan ante todo. Personas ante las cuales no sabes qué decir o hacer porque convierten un pequeño gesto, un retraso o un comentario en un drama de proporciones shakespearianas.
¿Estamos todos más sensibles o es que, simplemente, los
modales están en vías de extinción y por eso todo nos incomoda? Spoiler: quizá
ambas cosas.
La sobreestimulación mata la tolerancia
La tolerancia no es solo aceptar al que piensa distinto. Es
tener la capacidad emocional de convivir con lo que incomoda y se distancia de
nuestra manera de ver o hacer las cosas. Tolerancia es convivir con ese vecino
que arrastra la silla en tu cabeza, el amigo que llega tarde o la suegra que no
se guarda sus opiniones.
Sin embargo, cuando estamos estresados, sobrecargados o
emocionalmente saturados, el límite de la tolerancia disminuye.
El problema es que estamos viviendo en un mundo
hiperconectado, acelerado e híper exigente. Nos bombardean las notificaciones,
las obligaciones, las malas noticias y los discursos polarizados. Dormimos
poco, trabajamos mucho y descansamos mal. Y aunque no lo notemos, eso se va
acumulando en forma de tensión y malestar.
En ese caldo de cultivo, una mirada “rara” o una frase poco
amable pueden convertirse en la chispa que enciende la mecha. Lo que antes
pasábamos por alto, ahora lo sentimos como un ataque personal. Lo que antes no
nos molestaba, ahora nos vuelve locos.
La tolerancia no se reduce porque seamos peores personas,
sino porque vivimos con la paciencia al límite. Cuando estamos con nuestra
“reserva emocional” en mínimos, nos volvemos menos flexibles, menos pacientes y
más reactivos.
En otras palabras: no es que el mundo se haya llenado de
personas intolerantes, sino que todos andamos con un umbral de aguante bastante
bajo.
¿Y la buena educación? ¿Desapareció?
No obstante, sería injusto echarle toda la culpa a la falta
de tolerancia. Hay otra realidad que también conviene mirar de frente: los
modales básicos están en retroceso o están desapareciendo directamente. Y no es
una casualidad.
Durante años, hemos confundido la crianza respetuosa con la
ausencia de normas. Algunos padres, por miedo a traumatizar al niño, no lo
corrigen ni orientan. Creen que poner límites es autoritario, cuando en
realidad es una forma de enseñar respeto.
El resultado es una generación de niños, adolescentes y
jóvenes que se comportan como si todo el mundo les debiera algo… mientras los
adultos a su alrededor sonríen incómodos y susurran: “es que tiene mucho
carácter”. O directamente asumen que como son niños o están atravesando una
«etapa difícil», todos debemos soportar su mala educación.
Pero no pasa solo en la infancia. El panorama adulto tampoco
es muy reconfortante. Basta imaginar a ese vecino que sigue con la música a
todo volumen a las dos de la madrugada o al conductor que aparca en doble fila
bloqueando todo el tráfico.
En esos casos, enfadarnos no significa que necesitemos ir a
terapia de control de impulsos, significa que la desconsideración se ha
normalizado y que la sociedad necesita urgentemente respeto y normas de
educación básica.
La buena educación no debería ser una excepción, ni una
rareza que debamos agradecer como si fuera un gesto heroico. Debería ser la
base mínima sobre la cual construir la convivencia. Eso también incluye la
tolerancia. Por supuesto. Pero siempre que no vulnere nuestros derechos
asertivos.
No debemos caer en la trampa de quienes predican la
tolerancia, precisamente para que los demás toleren su mala educación. Como si
el respeto fuera una obligación unilateral. Como si todo el mundo tuviera que
adaptarse a su ego sensible.
Hay quienes creen que tener una opinión le da derecho a
emitirla en cualquier contexto, sin cuidar el cómo ni el para qué. Demasiado a
menudo se justifica la falta de tacto y la brusquedad gratuita con la
sinceridad o la autenticidad. Se dice que “uno tiene derecho a decir lo que
piensa”, pero se nos olvida que también tenemos el deber de pensar antes de
hablar.
¿Cómo navegar por este mundo de bordes filosos?
Si sientes que últimamente la convivencia se ha vuelto más
tensa, complicada y casi imposible, no eres el único. Pero eso no significa que
debas resignarte a vivir así.
- No
te lo tomes todo demasiado a pecho. Ya sé que es más fácil
decirlo que hacerlo, pero cuando lo logras evitas muchas preocupaciones y
molestias inútiles. Recuerda que la mayoría de las personas no actúa
contra ti, sino desde su propio malestar. A veces, el que no saluda tiene
un mal día – o una mala vida. No es una excusa, pero te aporta contexto
para que no te lo tomes como un ataque personal y evites amargarte la
jornada.
- Forma
parte del cambio que quieres ver. «Sé el cambio que quieres
ver en el mundo«, decía Mahatma Gandhi. Y aunque parezca un
consejo sacado de un manual de autoayuda pasado de moda, lo cierto es que
el respeto engendra respeto. Un simple “gracias” o una sonrisa puede
cambiar la energía de un sitio. No subestimes el poder de los pequeños
gestos. Que los demás sean maleducados, desconsiderados o irrespetuosos no
significa que tú debas replicar esos comportamientos.
- Ajusta
tu nivel de tolerancia. Dejemos claro algo: tolerar no es
aguantar lo inaguantable. No eres mejor persona porque te dejes pisotear o
ningunear por los demás. Tolerar es elegir conscientemente qué batallas
vale la pena luchar… y cuáles no. Tolerar es aprender a dejar ir lo que no
te incumbe o lo que no vale la pena tu atención ni energía. Eso te
permitirá vivir en paz, sin emprender cruzadas diarias contra el mundo.
Entonces, ¿somos más intolerantes o la gente es más
maleducada? Probablemente un poco de las dos. Vivimos en una sociedad
acelerada, emocionalmente agotada y culturalmente dividida. Pero también hay
cada vez más personas que se creen que son los únicos en el mundo, exigiendo
una tolerancia que no son capaces de devolver.
No hay que elegir un bando, sino entender el fenómeno:
comprender cómo nos afecta, cómo lo perpetuamos y, sobre todo, cómo podemos
aportar un poco más de humanidad y sentido común en medio de ese caos. Quizá no
puedas cambiar el mundo, pero seguro que vivirás infinitamente más tranquilo y
sereno.
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