EN ESTE PAÍS...
En este país, el gobierno es una casta de administradores ilegítimos de un cadáver con tiempo prestado. Ya no administra un país, sino una renta. Ya no gobierna, se aferra. Su único don es sembrar el vacío con palabras vacías. Cada frase que pronuncia es una traición. Ya no tiene visión, ya no tiene proyecto de civilización, ya no tiene conexión con el pueblo.
Gobierna solo para mantener la ilusión de control y, sobre todo, sus privilegios. Su única prioridad es perdurar, cueste lo que cueste. Y en este mundo donde este gobierno nos ha encarcelado, la corrupción no es una desviación, es su matriz. Su ilegitimidad ya ni siquiera proviene del fraude, pues es moral, espiritual, existencial. Este gobierno no está compuesto por hombres de Estado, sino por parásitos trajeados, injertados en la piel del pueblo, chupándole la sangre en nombre de principios que pisotean a diario.
En este país, la justicia ha muerto, pero sigue siendo la
mentira mejor disfrazada del régimen. Solo quedan sus tribunales, donde se
representa un teatro judicial, donde los poderosos escapan a las leyes que
escriben y los débiles son condenados por intentar sobrevivir. El juez ya no es
un equilibrista, sino el servil ejecutor de una ley cada vez más tecnocrática,
opaca e incomprensible. Los ciudadanos ya no creen en la justicia, y con razón.
Porque han visto que la injusticia nunca se toma vacaciones. Es veloz, brutal y
constante. La justicia, en cambio, es lenta, distante y a menudo ausente. El
buen ciudadano, de ahora en adelante, no es el que está protegido, sino el que
no se interpone.
En este país, la policía se ha convertido en el brazo armado
de un orden carente de legitimidad. Se autodenominan "mantenedores del
orden", pero ¿de qué orden hablamos? ¿Del de la desigualdad consagrada?
¿Del del saqueo legal? ¿Del de la violencia gratuita contra los manifestantes y
la laxitud contra todos los infractores? La policía ya no protege al pueblo;
protege al régimen. Se ha convertido en el muro entre la impostura y la
revuelta. Esto no significa que todos los policías sean corruptos, sino que su
misión se ha convertido en tal. Y que quienes obedecen ciegamente órdenes
injustas se convierten, de hecho, en cómplices de un sistema que desprecia la
libertad y oprime a los más débiles.
En este país, la economía no es más que la sumisión a través
de la deuda. Y la deuda ya no es una herramienta, sino una cadena. Ya no se
contrae, se impone. Somete a los Estados a los mercados, a los pueblos a los
bancos, a los individuos a los tipos de interés. La ciudadanía ha sido
sustituida por el crédito, la soberanía por las agencias de calificación, el
trabajo por la especulación. El trabajador moderno no es libre; se le exprime
como a un limón entre dos pagos mensuales. Y quienes controlan los hilos ni
siquiera tienen bandera. Son gente apátrida y de lujo, que explotan aquí, viven
allá y guardan su dinero en otro lugar. El Estado, por su parte, sigue
sonriendo mientras vende cada pieza de la casa familiar y se queda con las
joyas más hermosas para compartir entre amigos.
En este país, los medios de comunicación son los guardianes
de ladrones y matones. Ya no son una fuerza contraria. Son una extensión del
poder. Repiten, amplifican, censuran. Eligen las palabras, los silencios, los
enemigos que destruir y los aliados que glorificar. No dicen la verdad;
construyen una versión aceptable de la realidad. No buscan comprender; buscan
imponer obediencia. El periodismo ha muerto. Ha sido reemplazado por la
comunicación de crisis permanente.
En este país, la inmigración se explota y amplifica hasta
convertirla en un fenómeno explosivo. Seamos sinceros. El problema no es solo
el inmigrante, sino también el uso político que se hace de él. La inmigración
masiva y descontrolada es un arma. Se utiliza para perturbar los equilibrios
culturales, ahogar a las personas en la confusión de identidad, imponer el
miedo y justificar un mayor control. Así, se convierte, no en un refugio, sino
en un caballo de Troya. Quienes llegan no tienen nada y ocupan el lugar de
quienes ya tienen poco. Es una guerra contra los pobres, orquestada por los
ricos. Y un odio, cuidadosamente fomentado por quienes dicen querer evitarlo.
En este país, el pueblo está desmembrado, fragmentado,
desviado hasta el olvido. El pueblo ya no es uno; está dividido, estratificado,
atomizado. Cada grupo contra el otro. Pobres contra menos pobres, jóvenes
contra ancianos, indígenas contra inmigrantes, mujeres contra hombres. La
división es total, hábilmente mantenida. Mientras unos se acusan, otros saquean
en paz. ¿Y el resto? Duermen en sus sofás frente a sus televisores a crédito.
Hipnotizados por las pantallas, abrumados por el entretenimiento, lobotomizados
por los eslóganes publicitarios, ya no piensan, sienten, consumen, huyen. Ya no
tienen columna vertebral, solo un tracto digestivo y una conexión a internet.
En este país, los jóvenes están alienados por el vacío.
Podrían haber sido fuego, pero se han convertido en humo. Criados en la
obsesión con el yo, con el instante, con el rechazo al esfuerzo, ya no piensan
en el futuro. Lo quieren todo, ya, sin preguntar por qué. Se ven inundados de
pseudorebeliones patrocinadas, activismo superficial e ideologías absurdas que
niegan la realidad. Ya no leen, ya no debaten, ya no construyen. Están
conectados, pero solos; educados, pero ignorantes; libres, pero encarcelados.
Les han robado la esperanza al ofrecerles consuelo.
En este país, los ancianos se han refugiado en su
supervivencia. Fueron los constructores. Se han convertido en los contadores de
su fin. Su único horizonte es su pensión, su salud, su tranquilidad. Han
renunciado a transmitir sus conocimientos, por miedo a ser juzgados, por
cansancio o por comodidad. Su memoria ya no sirve para advertir, solo para
recordar. Observan cómo el mundo se derrumba, preguntándose si estarán muertos
antes de la explosión final. Y a menudo, cierran los ojos, se tapan los oídos y
se preguntan por qué sus nietos viven en el caos.
En este país, las clases medias son los nuevos esclavos
consentidos. Son quienes lo pagan todo, quienes lo soportan todo y quienes no
dicen nada. Solo creen en una cosa: el derecho a las vacaciones. Dos semanas en
verano, una semana en invierno, pues es la única trascendencia que les queda.
Ya no sueñan, cuentan. Ya no se indignan, se adaptan. Ya no crían a sus hijos,
los mantienen ocupados. Son demasiado ricos para renunciar a todo, demasiado
pobres para cambiarlo todo. Forman la columna vertebral del sistema y se niegan
a ver que ya les están rompiendo la espalda.
En este país, lo saben. Y, sin embargo, nada cambia. Esta es
la tragedia de este país. Y el pueblo lo sabe, pero guarda silencio. Saben que
su gobierno no es más que una vitrina de un poder que ya no decide nada, una
sucursal de multinacionales y bancos sin rostro cuyos accionistas viven en otro
lugar, piensan en otro lugar, invierten en otro. Saben que la
"democracia" no es más que un rito, una liturgia vacía, donde se vota
como si se tirara un pañuelo usado. Sin esperanza, sin ilusión. Porque el
pueblo no se compone solo de ignorantes e ingenuos. Ven, cada día, cómo crece
la pobreza bajo cifras de crecimiento falsificadas. Escuchan las palabras de
sus líderes, ventrílocuos de la nada, cuyo único talento es usar el lenguaje
para disfrazar el robo, disfrazar la violencia y hacer tolerable lo inaceptable.
También saben que los jueces son las putas del sistema, los policías son perros
codiciosos y los medios de comunicación son las cadenas que amordazan sus
pensamientos.
En este país, uno podría pensar que hay miedo, pura
opresión. Pero no. La policía golpea, sí, y a veces hasta sangrar, pero golpea
como un perro mordido por la rabia, sin un plan, sin pensar. El pueblo podría
alzarse, como tantos otros lo han hecho a lo largo de la historia. Pero no lo
hace. Se queja, refunfuña, bromea cínicamente en las redes sociales, y luego
vuelve a su cerveza, a sus series de televisión, a sus quejas inconsecuentes.
Entonces, ¿qué esperan? ¿Esperan el colapso total, el saqueo final, el sordo
golpe de botas en el pavimento? ¿Esperan que la guerra, esa que hemos visto
desde lejos durante tanto tiempo, llame a la puerta con drones y hambruna? ¿O
esperan que el Estado, que los ha traicionado, los mate de hambre lo suficiente
como para que el hambre sea más fuerte que la resignación?
En este país, los actores del sistema judicial también saben
que están ahí para castigar a los débiles y exonerar a los poderosos. La
policía sabe que ya no protege y que ejecuta; no la ley, sino las órdenes.
Incluso llega al extremo de destruir el futuro de sus propios hijos. La
justicia es una mercancía, la seguridad una ilusión y la libertad un recuerdo.
Y, sin embargo, nada cambia. Sin embargo, la gente ve el cierre de industrias,
la reubicación de empleos, el vaciamiento de pueblos y la fragmentación de
ciudades. Saben que el futuro está en otra parte o en ninguna. Saben que la
inmigración masiva no es un fenómeno, sino una estrategia. Un flujo perpetuo
que se mantiene, no por razones morales, sino económicas, para reducir los
salarios, dividir a la clase trabajadora y disipar la ira.
En este país, sin embargo, la gente sigue sin reaccionar.
¿Por qué? Porque la han quebrado. Solo les quedan reflejos. Se les acabó la
fuerza vital, la sacralidad, el honor colectivo. Y mientras tanto, los de
arriba saquean cada vez más y se atiborran. No sirven al interés general; se
sirven a sí mismos. Viven en otro mundo, literalmente, al abrigo de las leyes
que escriben para el pueblo. Ya no ven al pueblo como un cuerpo, sino como un
rebaño que hay que ordeñar, dividir y agotar. Y lo peor es que tienen razón en
no temerle. Porque el pueblo lo sabe... y no hace nada.
En este país, es donde emerge la peor profundidad del
abismo. No la de la opresión, sino la de la aceptación. No es culpa del tirano,
sino del cansancio del corazón. Este pueblo no está dominado, simplemente está
vaciado. Las ciudades se desmoronan bajo la deuda. El campo se vacía como
cadáveres. Las escuelas son polvorines de ignorancia. Entonces, ¿qué se
necesita? ¿Una chispa? ¿Violencia extrema? ¿Una revelación? Quizás… O quizás ya
sea demasiado tarde. Que este pueblo, este, nunca se levantará. Que otros
vendrán, más jóvenes, más hambrientos, quizás más crueles, a tomar su ciudad, su
hogar, su lugar. Pero mientras tanto, permanecen allí. Sentados. Resignados.
Espectadores de su propio fin.
En este país, esta es sin duda la tragedia moderna,
acompañada de negación. Esta extinción en vida, esta sumisión voluntaria de un
pueblo moribundo... en silencio. Pero ¿cuál es el valor de un pueblo que ya no
quiere defenderse? ¿Cuál es el valor de un hombre que se sabe humillado,
aplastado, privado de su pan, de su dignidad, y que no se inmuta?
En este país, hubo una época en que la humillación engendraba
ira. Cuando la injusticia despertaba al pueblo. Hoy, lo adormece. La injusticia
se ha convertido en la norma, la corrupción en una tradición, la traición en
una función. Ya no las combatimos; nos acostumbramos a ellas, las integramos.
Peor aún, las justificamos. Porque era necesario matar el ideal para crear su
mundo prisión. Esto es lo que han hecho los que ostentan el poder. Han
suprimido la historia, vaciado las palabras, ridiculizado la rebelión,
demonizado la ira, esterilizado la virilidad, borrado las raíces. Han vendido
la memoria por comodidad, la cultura por tiempo en pantalla, la conciencia por
distracción. ¡Ha nacido el Hombre Nuevo! Es flexible, desarraigado, obediente,
líquido y, sobre todo, orgulloso de serlo.
En este país, ya no es Orwell, ya no es Huxley. Es mucho
peor. Mucho más que una pesadilla. Es un mundo donde la dictadura ya no se
impone, sino que se compra, se consume y se ama. Y mientras tanto, quienes
deberían ser los observadores también duermen. Los intelectuales escriben para
callar o para tener la conciencia tranquila; los artistas venden su alma al
mercado; los periodistas repiten las narrativas del poder como loros
lobotomizados; los "activistas" ahora solo defienden causas
narcisistas y fragmentadas, sin una visión de conjunto, obsesionados con el
"yo", nunca con el "nosotros". Y entre esta gente, ya ni
siquiera sabemos qué es el bien común.
En este país, las personas aún creen tener derechos, aunque
hayan perdido todo el poder. Aún creen tener opciones, aunque se las tomen por
ellos. Creen vivir en una democracia, aunque cada decisión crucial se tome sin
su consentimiento, en círculos cerrados donde el dinero, los intereses
estratégicos y la ideología sustituyen a la voluntad popular. Y si hay una
revuelta, es inmediatamente cooptada, vaciada de contenido, transformada en
folclore por una "marcha", una etiqueta, un momento de indignación
rápidamente olvidado, reemplazado por el siguiente escándalo, el siguiente
revuelo, el siguiente episodio...
¿Y qué? ¿Está todo perdido? ¿Está el pueblo condenado a
vegetar así, a desvanecerse lentamente, a hundirse en una suave forma de feliz
esclavitud? Quizás. O quizás no. Quizás bajo las cenizas, aún haya una brasa.
Débil, roja, pero viva e incandescente. Porque lo que queda por hacer en este
país es saber cómo volver a ser "peligroso" para quienes ostentan el
poder. Ni siquiera saberlo basta; sobre todo, hay que quererlo. Y además,
quererlo ya no basta; hay que atreverse. Quienes gobiernan solo tienen el miedo
de un pueblo que ha dejado de creer que sus cadenas son normales. Así que, esto
es lo que queda por hacer, si esta gente quisiera dejar de sobrevivir y
comenzar a existir y vivir...
Pero se necesitará más que mera ira para reavivar estas
brasas. Se necesitará coraje. Verticalidad. Garbo. Se necesitará una nueva
forma de fe, no religiosa, sino existencial. Se necesitará redescubrir lo que
la época está empeñada en matar. El espíritu de sacrificio, la voluntad de
poder, el amor a la verdad, la belleza y la justicia. Se necesitarán constructores,
no gerentes. Almas de hierro en un mundo de plástico. Pero este auge no vendrá
de quienes lo tienen todo. No vendrá de las élites, ni de las instituciones, ni
de las clases medias adormecidas. Vendrá, si es que llega, de aquellos que no
tienen nada que perder. Los humillados. Los marginados. Aquellos insultados
desde los puestos de televisión. Aquellos que no han leído los libros pero que
sienten, en el fondo, que algo anda mal. Así que tal vez... Tal vez este pueblo
se levante de nuevo.
Y a quienes siempre preguntan "¿qué hacer?" sin
mover un dedo. A los cobardes, a los tibios, a los muertos vivientes. A quienes
constantemente dicen: "Está bien hacer la observación... ¿Pero qué podemos
hacer realmente?". Aquellos que aún tienen demasiado que perder como para
luchar, pero ya están demasiado perdidos para tener esperanza. Quieren
soluciones como nosotros queremos una aplicación: sencillas, limpias, sin
esfuerzo, sin dolor.
Así que aquí está la respuesta: boicot, desobediencia civil,
retirar el efectivo de los bancos, rechazar las plataformas que espían, dejar
de alimentar a quienes desprecian y odian al pueblo. Se trata de golpear al
sistema. Recuperar el control de tu vida, tu tierra, tus hijos, tu historia.
Construir tus redes, tus economías, tus bastiones. Rechazar a estos falsos
representantes del pueblo, dejar de esperar su permiso para existir. Y, sobre
todo, prepararse. Mental, física y estructuralmente. Lo que se necesita no es
una revuelta en la sala de estar, sino una reconquista total. Deja de hacer
preguntas para no hacer nada. Porque preguntar "¿qué hacer?" cuando
todo arde ya es elegir ser cenizas.
Pero ante todo, debemos salir de nuestro letargo. Romper la
hipnosis y apagar las pantallas. Leer y educarnos. Apagar el ruido para
reavivar el fuego de la inteligencia. Reclamar nuestra mente, nuestra memoria,
nuestro juicio. Porque la primera revolución de todas es mental. Quien piensa
con libertad ya es un rebelde. Quien ve con claridad se convierte en un peligro
para el poder.
También debemos rechazar los juegos de poder. Ya no debemos
votar por sus verdugos. Ya no debemos legitimar un sistema en ruinas con
simulacros democráticos. La abstención no es una evasión, sino un acto
político, cuando se vuelve masiva, total y articulada. La verdadera valentía
hoy no reside en elegir un nuevo administrador, sino en negar su legitimidad.
Pero para ello, debemos organizarnos fuera del sistema. Crear redes,
comunidades, vínculos horizontales. Reivindicar la economía desde abajo con cooperativas,
cadenas de suministro cortas y ayuda mutua directa. Volver a ser productores de
lo que consumimos, receptores de lo que el Estado abandona. No esperar más a
que el sistema nos dé. Crear lo que impide y desobedecer sistemática y
constantemente.
Entonces debemos reinvertir el territorio. Volver a la
realidad. A la tierra. A las raíces. Reocupar el campo desierto, las ciudades
abandonadas, las tierras abandonadas. Rehacer el hogar un lugar de resistencia,
la aldea un bastión, la familia un santuario. Recrear raíces donde todo es
flujo. El arma del pueblo es la tierra. Siempre. Pero nada puede reconstruirse
sobre tierra podrida. Así que debemos purificar el espacio. Debemos expulsar al
campesino, al que desprecia la tierra que pisa, al que destruye sin construir
nada. Debemos castigar al ofensor, sin debilidad, sin excusa social. Porque la
tolerancia al crimen es un lujo que los pueblos en peligro ya no pueden
permitirse. Debemos eliminar al violador, al asesino, al depredador, no por
venganza, sino por protección.
Porque sin seguridad no hay libertad. Sin justicia real, no
hay paz duradera. El orden no debe ser una consigna de autoridad, sino un acto
de supervivencia colectiva. No es brutalidad, es necesidad. Donde la ley ya no
se aplica, el pueblo tiene el deber de restablecerla. Porque reconquistar un
territorio no se trata solo de sembrar semillas, sino también de restablecer
las reglas, el honor y la jerarquía natural de las cosas. Donde reinan el caos,
el miedo y la violencia gratuita, hay que oponer firmeza, estructura y la
legítima defensa de lo propio.
Entonces debemos deconstruir las guerras falsas y
prepararnos para las verdaderas. Dejemos de luchar contra los espantapájaros
fabricados por el poder, como el vecino, el extranjero, el desempleado, el
conspiranoico, el campesino, el maestro, el joven, el anciano... Debemos
unirnos en la adversidad. Porque el único enemigo verdadero es quien gobierna
contra el pueblo. El día en que las personas se miren sin odio, ese día caerán
los poderosos.
Pero también debemos reconocer lo que conlleva la guerra, la
guerra real. No la guerra de fantasías, sino la guerra de recursos que
preservar, fronteras que proteger, imperios que eliminar y libertades que
recuperar. Esta guerra contra estos inhumanos llegará, eso es seguro. Y quienes
esperaron demasiado, quienes no construyeron nada con sus propias manos...
morirán de rodillas. Así que, sí, debemos armarnos física, mental y
estructuralmente. No para atacar, sino para dejar de ser presa.
Por eso también debemos recuperar nuestras palabras, nuestro
lenguaje, el sentido de las cosas y de la vida. Porque la batalla que se
avecina también es cultural. Debemos dejar de hablar como los enemigos. Ya no
debemos decir "convivencia" cuando hablamos de imposición. Ya no debemos
decir "tolerancia" cuando nos referimos a sumisión. Ya no debemos
decir "presidente" cuando es un delincuente. Recuperar el lenguaje
significa crear nuestras historias. Escribir, cantar, gritar, porque un pueblo
sin palabras es un pueblo sin memoria y, por lo tanto, sin futuro.
Porque debemos criar a nuestros hijos en la verdad. Y ya no
sacrificar a las futuras generaciones en el altar de la tranquilidad presente.
Enséñenles fuerza, realidad, valentía, la verdadera historia. Aprendan a
desobedecer cuando la orden es injusta. Aprendan a luchar, a defenderse, a
discernir. El sistema crea esclavos dóciles mientras que el pueblo debe criar
hombres libres.
Por eso debemos elegir la valentía sobre la paz. Porque sí,
costará. Sí, habrá pérdidas, dolor, sacrificios. Pero eso no es nada comparado
con una vida de rodillas. Debemos renunciar a una paz cómoda para recuperar la
guerra justa. Mejor caos fértil que orden estéril. Mejor caer de pie que vivir
sumisos. Ahora. Aquí. Rompe las ataduras. Recupéralo todo o muere en estas
cadenas.
Sin embargo, en este país, muchos ya lo han visto todo de
antemano, lo han entendido todo, lo han dicho todo, lo han escrito todo. Han
denunciado, expuesto, repetido sin cesar; gritado, alertado y tendido la mano.
Han nombrado los males, iluminado las máscaras, dado las claves. Durante años…
Y, sin embargo, a pesar de esto, nada sucede. Este país sigue hundiéndose, y su
gente, por su parte, agacha la cabeza, se tumba, incluso renuncia a su
dignidad. Y para quienes aún no han comprendido, ya no hay tiempo para educarse
para comprender. Así que, que perezcan en su sueño frenético y su supuesta
negación.
Así que, si tú también quieres salvarte, elige encender el
fuego y no la vela. Porque quienes dicen «cambiemos poco a poco», «reformémonos
con inteligencia», «seamos razonables», ya están perdidos. El mal está
demasiado arraigado, la podredumbre demasiado profunda. No necesitamos una
venda, necesitamos una amputación. No necesitamos volver a encender la luz,
necesitamos prender fuego a la prisión. Porque el viejo mundo no caerá solo.
Necesitamos derrocarlo. Y para eso, necesitamos ser jóvenes, numerosos,
inteligentes, organizados e implacables. Porque no se reforma una
servidumbre, se rompe.
Y en este país, si quienes gobiernan piensan que el pueblo
ya está muerto, se equivocan. Porque la ira madura y la lucidez crece. Y
quizás, pronto, el pueblo del mañana se alce, por fin. No para exigir, sino
para recuperar. No para negociar, sino para reconstruir. Y ese día, que todos
tiemblen, porque el pueblo que ha dormido demasiado, que lo ha perdido todo, es
peligroso y siempre despierta con hambre...
Phil BROQ
https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/07/dans-ce-pays.html
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